Arantza


La brillante luna dotaba a la ciudad de Dagnar de la iluminación de la que carecía. Era la noche de la Vigía, las horas previas al amanecer de un nuevo gobierno. Arantza, como futura reina o virreina, se hallaba en una de las dos torres más altas del Palacio de los Escudos, observando la urbe como si lo hiciera por primera vez. Y, en cierta manera, lo hacía. Desde las alturas, las calles que le vieron crecer se le antojaban tan lejanas como desconocidas. Nunca había visionado su hogar en la penumbra más absoluta, bien se había ganado el sobrenombre de la ciudad del Sol. Ni mucho menos, había poseído el privilegio de vislumbrarlo desde el edificio más emblemático de su pueblo. Desde su posición, oteaba el oscuro océano fusionándose con el manto de estrellas celestial, así como Dagnar en su totalidad.

La ciudad entera se sumergía dentro de un profundo silencio, cuya calma, en lugar de sosegarla, la forzaba a rememorar otros tiempos.

En una ocasión, de niña, se despistó en una de las clases y perdió de vista a su grupo. Caminó desorientada hasta que, agotada, se sentó sobre las escaleras exteriores del Palacio de los Escudos. Cual fue su sorpresa cuando una de las guardias la expulsó de malas maneras. Pocos minutos después la encontró Heimdal, su mentor, y para mayor disgusto, él también la regañó. «No olvides que éste no es tu lugar. Si así lo disponen los dioses, quizás algún día. Pero hoy no». Fue el día que comprendió que cada dagverya nacía para una función. Tenía cuatro o cinco años cuando sucedió. Y, por si la idea de división social le resultaba un concepto abstracto, los años aclararon sus dudas.

Desde su nacimiento hasta su séptimo cumpleaños, las dagveryas recibían formación general por parte de diversos mentores. Se dividían en grupos reducidos y las educaban en distintas áreas de supervivencia. Al cumplir los siete, realizaban una prueba donde se analizaban una serie de aptitudes para ser clasificadas en un estrato social y determinar su futuro. Arantza, pese a ser algo introvertida, logró entablar relaciones cordiales con sus compañeras. Hasta el día del examen. Todo el grupo de Heimdal ascendió a distintos niveles: grumetes, meigas, jinetes... salvo ella. Arantza fue declarada sierva, en consecuencia, la destinaron al laborioso mundo de los oficios. A partir de ese momento, las niñas con las que había compartido los primeros años de vida la dejaron de lado, hasta el punto de ni siquiera saludarle. En ese momento, entendió por qué su mentor experimentó tanta congoja al verla a las puertas del palacio.

En el fondo, ya debía sospechar que aquél jamás sería su lugar.

Y no se equivocaba.

—No debo gobernar —sentenció, apesadumbrada.

Heimdal paró en seco y la observó con detenimiento, pues hacía rato que deambulaba por la estancia parloteando y embriagado de felicidad. También era su primera vez dentro del palacio y, aunque se le prohibía acudir a las ceremonias, ninguna ley le eximía de acompañar a Arantza en la noche de la Vigía. La escudriñaban con preocupación, como si la joven hubiera dictado la mayor de las infamias. Él era como un padre para ella pues, aunque no tenía la obligación, había permanecido a su lado desde que se le asignó la función de sierva.

Las dagveryas nacían siempre como hembras y no requerían de varones para reproducirse. Se trataba de un rasgo que compartían con las vaengi, la otra sociedad matriarcal del gobierno Senk, razón por la cual, muchos consideraban que ambas especies se originaban de la maldición de Nut. Sin embargo, mientras que las vaengi veneraban a la deidad, las dagveryas la repudiaban. Para su cultura, su sangre provenía exclusivamente del dios Dag, la estrella llameante que iluminaba los días. Aun así, era cierto que compartían muchas características con las vaengi, como que ambas razas poseían alas, aunque las dagveryas no podían volar, ni tenían el don de comunicarse con las aves.

Había oído que para las vaengi los grupos familiares eran muy importantes, hecho que había convertido en un escándalo la participación de éstas en los Senk, pues se había logrado cuando su dirigente vendió a su hija al gobierno a cambio de un asiento político. Al menos, eso era lo que años atrás se había rumoreado en toda la ciudad. Pese a ello, a Arantza le resultaba muy curioso lo que escuchaba sobre ellas, puesto que las dagveryas, a excepción de las familias de estirpe destacable, desconocían sus propios orígenes. Las madres nunca reclamaban a sus hijas y a las niñas las criaban los mentores hasta que se les asignaba una función en la sociedad.

De todos modos, ella nunca había sentido la necesidad de conocer a su familia. Era feliz trabajando en el taller, gozando de la compañía de su querido Heimdal. Puede que muchas la tratasen de manera despectiva o la percibiesen como un ser inferior, pero sus murmullos se desvanecían cuando trataba la madera entre sus manos y la dotaba de forma. Su oficio le aportaba plenitud y bienestar, ansiando dedicarse a ello el resto de su vida. Y un buen día, si la dicha de los dioses le sonreía, quizás traería una niña al mundo que pudiese hacerle compañía a Heimdal cuando a ella le llegase la hora. Porque tener un «padre» eterno contaba con un destacable defecto: algún día ella perecería, mientras que él permanecería para siempre.

Heimdal era lo que en su cultura se conocía como einherjer, un espíritu devuelto a la vida. Las meigas eran dagveryas que pertenecían a la casta sacerdotal, uno de los tres estratos superiores de su sociedad junto a las jinetes de luz y las navegantes. La función de las meigas, a parte de preparar las ceremonias religiosas y rituales, se centraba en la recuperación de almas. Arantza desconocía el método, la única información que sabía con certeza es que Heimdal, como tantos otros, había sido un valeroso guerrero de otro tiempo que, al morir en batalla, se había vinculado a un espacio geográfico determinado. Según tenía entendido, aquellos lugares donde habían transcurrido grandes batallas contenían una energía específica que retenía a los espíritus. Entonces, las meigas acudían allá donde se manifestaban, localizaban a los espíritus, los capturaban y los vinculaban con ànimes —unos antiguos amuletos perfeccionados gracias a la tecnomagia—. Así, «reiniciaban» el ciclo vital de los einherjer, uniendo su vida al ànima, el cual se mantenía activo siempre y cuando sirviesen a sus nuevas amas. Por fortuna, los einherjer se mostraban tan encantados con sus funciones de mentores de las nuevas generaciones que jamás se habían producido rebeliones.

En alguna ocasión, Arantza se había interesado por la anterior vida de Heimdal, pero cada vez que iniciaba alguno de sus relatos parecía olvidarse de inmediato y reorientaba la conversación hacia los quehaceres cotidianos. Actuaba de la misma manera cuando indagaba sobre sus inquietudes o ambiciones en la vida más allá de la enseñanza, así que Arantza asimiló que Heimdal se sentía tan dichoso con su existencia que no necesitaba más. Y en ese aspecto, conectaba por completo con el einherjer.

—¿Pero qué tonterías dices, mi estrela? —indagó el susodicho.

—La verdad —suspiró; se frotó los dedos de las manos. Estaban ásperos, de tantos años tratando la madera—. En la ceremonia no fui capaz de degollar a la virreina y casi vomito su sangre. La amabilidad de Lillard salvó mi ridícula actuación.

—Era tu primera vez. Siempre has sido una chica torpe, pero te acostumbrarás. Aprenderás de las demás.

—No —se alejó del balcón y se sentó en su nueva cama. Era mullida y agradable, muy diferente a la suya—. Ése es el problema, Heimdal. No he sido educada para liderar una nación. No he recibido formación sobre protocolo ante los actos públicos, desconozco la política de los otras naciones, ni siquiera sé todas las funciones que realizan las castas superiores de nuestro pueblo. ¿Y si en una reunión de los Senk ofendo sobremanera a uno de los presentes? ¿Y si mi comportamiento desemboca una guerra? ¿O una mala gestión económica? ¿O cualquier tipo de crisis catastrófica e irremediable? No he sido capaz de empuñar un arma y realizar un rito sencillo que miles de dagveryas han ejecutado a lo largo de los siglos. ¡Por Odín! ¡Si ni siquiera he salido al mar!

—Tranquila —Heimdal se había sentado a su lado y posaba las manos sobre los hombros de ésta. Su tacto era muy frío, casi gélido. Y sus ojos marrones, muy similares a la madera de nogal—. Nadie nace sabiendo, mi estrela —siempre la llamaba de esa manera cuando estaba nerviosa, apelando al apodo infantil que Heimdal le había puesto. Él se quitó un colgante que siempre llevaba en su cuello, se trataba de un caracol de mar. Se lo colocó a Arantza—. Llévalo siempre contigo; es un guardián del océano. Los seres marinos velaran por ti. Así, se te pasará tu miedo al mar.

—¡Oye! —Arantza rechistó— ¡No estoy poniendo excusas para evitar las embarcaciones! —tocó el colgante con delicadeza y se le escapó una sonrisa— Aun así, gracias. Me gusta la idea de llevar algo que te represente... —entonces, recordó que no siempre gozaría de la compañía de su viejo amigo. Las normas de las dagveryas eran muy estrictas. Una vez gobernase, rara vez tendría tiempo de visitarlo y su presencia en el Palacio de los Escudos estaría prohibida. La noche de la Vigía era la única excepción— Heimdal, no me gusta la idea de perdert...

Las palabras se escaparon en el aire. Él le acarició el rostro con suma delicadeza. Pese a poseer unos irises oscuros, había agua en su mirada. Su rostro y su físico se mostraban juveniles, en sus ondas castañas apenas habían canas. Cuando murió, no sería mucho mayor que ella, que acababa de cumplir treinta. Sin embargo, soportaba océanos de tiempo sobre su espalda. Qué poco sabía realmente de su vida anterior y cuánto deseaba conocer dicha información. El tiempo era demasiado efímero y lo había desaprovechado. Aguantó las lágrimas por él. Porque no quería hacerle sufrir con su padecimiento y porque deseaba aprovechar la última noche juntos.

—Heimdal, yo... ¿por qué no me cuentas...?

—Eres gentil, Arantza —la interrumpió—. Amable, justa, empática y piadosa. Eres como una hija para mí, si se me permite la osadía, y me siento muy agradecido de haberte criado. De todas mis pupilas, tú eres de la que estoy más orgulloso —la abrazó con fuerza—. Sé que serás una buena líder.

Ella sonrió y sollozó a la vez. «¡Maldición!» ya estaba faltando a su promesa de no llorar. Le devolvió el abrazo.

—Ninguna de esas cualidades son suficientes para gobernar, lo sabes ¿verdad? —se separó de él y le miró a los ojos— Pero, gracias por decírmelo.

—Entonces, ¿has asumido ya tu posición de líder? —ella agachó la mirada. «No», susurró para sus adentros. Por supuesto que no. Su único deseo era continuar con su vida junto a Heimdal. Él le apretó las manos con sutileza, buscando una respuesta— Vamos, tampoco existe alternativa. Cuanto antes te hagas a la idea, mejor. No es que vayan a dejarte abdicar.

—Supongo... —murmuró pensativa. Alzó la cabeza, algo desconcertada—. ¿Qué significa abdicar?

—Algo así como renunciar a la corona. He oído que en algunas naciones existe tal posibilidad, mas no aquí. Nunca ha ocurrido, que yo sepa.

Abdicar. La palabra le dio vueltas en la cabeza. Tres sílabas que solucionaban su futuro.

Se levantó de golpe y se dirigió como una flecha hacia la puerta.

—¿Dónde vas? —quiso saber el einherjer cruzándose en su camino.

—Me has dado la clave para escapar de mi destino —afirmó—. Todo esto ha sido un error. Voy a informar a Lillard de inmediato.

—¿De qué estás hablando?

—De mi abdicación —explicó, como si fuera una evidencia.

—¡No puedes huir de tus responsabilidades!

—La única razón por la cual podría aceptar mi cargo sería para compartir la experiencia a tu lado, pero no existe tal posibilidad.

—¡Arantza, por favor! —su tono se endureció— Renunciar puede interpretarse como un insulto a tu cultura. Ser pionera en algo puede jugar en tu contra. Desconoces el precio a pagar; podría costarte muy caro.

—Conformarme es el verdadero castigo y vivir el resto de mi existencia separada de mi único ser querido, mi penitencia. Siempre han marcado nuestro destino, encasillándonos desde niñas y coartando nuestra libertad. Por una vez, quiero escoger mi propio camino. Y te elijo a ti, siempre a ti. Mi einherjer.

«Mi padre» confirmó para sus adentros, aunque no se atrevió a pronunciarlo en voz alta. Ya desentonaba bastante en aquella sociedad.

Acto seguido salió por la puerta, acelerada.  

Para su sorpresa, Heimdal le acompañaba en silencio con el semblante serio. Todavía le costaba moverse con la indumentaria ceremonial, acostumbrada a su vieja túnica de lana. Una armadura con forma de corsé se le adhería al torso y unas mallas que simulaban escamas dificultaban el movimiento de sus piernas. Incluso las altas botas de piel se le antojaban molestas, pues se había acostumbrado a caminar descalza. Aunque el mayor incordio era la espada colgada en la espalda. Se reprochó la estupidez de no haberla abandonado en la habitación antes de marchar, pero había salido tan deprisa que ni se lo había planteado.

Al menos, nadie más que Heimdal presenciaba sus andares patosos. La Noche de la Vigía era la única en la que las guardias abandonaban sus puestos para asistir al velatorio de sus antiguas dirigentes. Todas las dagveryas que tenían permitido asistir a la ceremonia se reunían en la sala central del Palacio de los Escudos, mientras que Arantza y Lillard debían permanecer en sus habitaciones con la compañía de sus escogidos, ya que sería la última noche que se autorizaba tal privilegio. Arantza había elegido la compañía de su mentor; Lillard la de sus hermanas. Hecho que desconcertó a la fémina, ya que mientras subía los peldaños hacia la estancia escuchó una voz masculina. Heimdal también la oyó, así que se adelantó con precaución, pidiéndole a Arantza guardar distancia.

Sin embargo, Arantza no pudo evitar seguirle los pasos. Los escalones de las torres tenían forma de caracol, al girar hasta el último tramo se le paró el corazón. Lillard iba acompañada de sus hermanas, así era. Aunque, el Inquisidor también se encontraba junto a ellas. Vio como el hombre tiraba del brazo de una de las hermanas y le susurraba algo al oído, ella se giró hacia él como si fuera a responderle. Lillard aclamó la atención de Arantza y la saludó con una cordial sonrisa. Entonces, Heimdal se dirigió hacia su pupila con una mirada de terror.

—¡Arantza! ¡Huy...

Las palabras se le atragantaron en la garganta abrazadas por la sangre, abriéndose paso como un reguero desde el mentón hasta su pecho. Cada orificio de su piel supuraba carmín a borbotones; el ànima depositado en su pecho se quebrantaba lentamente. La espada de Arantza lo había atravesado, las manos de ésta sujetaban la empuñadura con fuerza. La soltó, atemorizada. Sujetó el desvalido cuerpo del einherjer mientras se desintegraba.

—Tú no... —escupió, con la sangre escapándose de sus labios— Tú no... —los ojos se le oscurecieron, perdiendo todo su brillo. Murmuró algo indescifrable. Arantza quiso entender «mi estrela», pero quizás se trataba de una mera ilusión. Tras su último susurro, desapareció sin más, como si nunca hubiera existido. Solo la forma de los brazos de Arantza abrazando el vacío mostraban los indicios de una vida previa.

Chilló hasta que le dolió la garganta, las lágrimas le emborronaron la mirada y su propio dolor ahogó los sonidos ajenos. Lillard y los demás parecían discutir, incluso, dirigirse a ella. Pero, Arantza se derrumbó en el suelo, sollozando, sintiendo cada punzada de su corazón. «¡Hazla callar!» fue lo único que escuchó, sin embargo, le sonaba tan lejano que parecían las voces de una pesadilla. De pronto, su griterío se silencio. De alguna manera, sus cuerdas vocales dejaron de obedecer sus deseos y se bloquearon. Se agarró con ansiedad el cuello, los labios... necesitaba tanto desahogar su padecimiento que comenzaba a ahogarse.

Entonces, las manos de Lillard la alcalzaron, obligándola a levantar el mentón. La observaba con una expresión extraña.

—¿Qué has hecho? —mencionó, aunque parecía dirigirse a otra persona pese a contemplarla a ella.

Arantza sollozó. Sorprendida, sus palabras se escaparon de sus labios entre jadeos lamentosos.

—Yo no quería... no sé cómo... —se abrazó a sí misma, destrozada— Solo venía a abdicar —se cubrió los ojos con las palmas de las manos y lloró hecha un ovillo en el suelo— Dime que podemos recuperarlo, por favor...

Mientras Arantza lloraba Lillard volvió a ponerse en pie. No supo cuánto tiempo transcurrió hasta que volvió a hablarle.

—Te creo —la sentencia la sorprendió tanto que alzó la cabeza—. Pobrecita, parece que los viejos espíritus se han apoderado de ti. Cuánto lo siento, parecíais unidos. Lamentablemente, un alma solo puede vincularse a un ànima. Ha desaparecido para siempre, querida.

—¿Viejos espíritus? —Arantza no entendía la mención, pero necesitaba desviar su atención hacia algo que paliara su dolor.

—Claro... no has recibido la educación adecuada. Resulta que ya ha ocurrido otras ocasiones. Algunas dirigentes poco preparadas han pasado por lo mismo. La falta de fortaleza es la mayor de las debilidades para nuestra raza. Por eso he insistido tantas veces en la necesidad de cambiar el método de selección de las reinas y virreinas. La elección divina no siempre es acertada y está tan anticuada —bufó—. Lo lamento, pero has asesinado a tu einherjer porque has sido poseída por un espíritu vengativo. Son comunes en la Noche de la Vigía, pues pululan a nuestro alrededor sin ningún tipo de control. Aunque tú no tienes la culpa de desconocerlo. El problema es del sistema que te ha permitido llegar hasta aquí.

—De hecho —Arantza se sobresaltó. La voz pertenecía al sheut, quien se aproximó a las féminas. Se lo habían presentado horas antes, su nombre era Tassi—, me encuentro aquí en estos momentos porque he detectado una energía negativa rondando por las torres. Tu einherjer ha debido percatarse, si lo piensas, ha tratado de advertirte. En cierta manera, se ha sacrificado para salvarte. Un acto muy honorable por su parte. Deberías de estarle agradecida.

—No se ha sacrificado, lo he matado —contestó con la voz rota.

—Cierto —corroboró—. Y por desgracia, deberé de juzgarte por ello. Como Inquisidor, es mi deber controlar el uso de la magia. Y tú has empleado de manera inconsciente la energía de un espíritu maligno. No obstante, todos los aquí presentes sabemos que no controlabas tus acciones. Al fin y al cabo, la vulnerabilidad no es delito.

—Aceptaré el castigo que se me imponga —espetó, decidida. Era lo mínimo que podía hacer para honrar la memoria de Heimdal.

Arantza escuchó un sonido inquietante. Alzó la vista, se trataba de la sonrisa del sheut. Sus ojos violáceos brillaban de una manera inusual. No supo porqué, pero se estremeció.

—Te has ganado mi respeto, dagverya. Y con ello, mi indulgencia. Si a la otra dirigente aquí presente le parece correcto, propongo una alternativa. Es evidente que tu falta de preparación sería un problema para la nación. Además, la noche es larga y los espíritus podrían volver a apoderarse de tu cuerpo y causar estragos en la ciudad. Dagnar necesita dirigentes fuertes y el gobierno Senk representantes formadas. Quizás haya llegado la hora de establecer cambios en la política de vuestro país. Me gustaría concederte la abdicación que solicitabas, pero ninguna dagverya admitirá que emprendas una vida común sin consecuencias. A su vez, necesitamos otra dirigente que te sustituya, pues es evidente que no puedes ejercer. Por lo tanto, la única opción factible es el exilio.

—¿Exilio? —otra palabra que se escapaba de su diccionario.

—Sí, márchate de Dagnar y no vuelvas a pisar los territorios que le pertenecen o exigiré tu detención. Y no seré tan benevolente como ahora. Aprovecha que esta noche la ciudad está ocupada, nosotros anunciaremos tu partida al alba y solicitaremos los cambios oportunos para asegurar el futuro de la nación.

—Pero... ¿cómo voy a marcharme? No he salido nunca de aquí.

«Tampoco tengo adónde ir» reflexionó. Aunque, poco importaba. Le había arrebatado la vida a Heimdal con sus propias manos y nada podría cambiarlo. Fuera a donde fuera, ya no tenía hogar.

Lillard volvió a acercarse hasta ella y se arrodilló, pues Arantza todavía yacía en el suelo. Le estrechó la mano con una ternura que se le encogió el corazón. «Heimdal» pensó, y su recuerdo la sacudió por dentro. La joven poseía unos ojos almendrados como los de su mentor, aunque más saltones.

—Ves a las caballerizas y coge mi caballo. Se llama Dark, puedes llevártelo. Pronto poseeré uno nuevo. Te prometo que cuidaré de nuestro pueblo y no lo olvides —le sonrió con dulzura—: no es tu culpa.

Arantza asintió. Todavía le lagrimeaban los ojos y percibía el entorno lejano, como si realmente no se encontrase allí. Lillard era de su misma edad, ambas habían estudiado juntas y se habían llevado bien. Incluso, la llegó a considerar su amiga. Aun así, la dejó de lado al igual que las demás. Sin embargo, su derroche de amabilidad le recordó a la Lillard del pasado. Quizás, su gobierno mejoraría la situación de las dagveryas.

Se levantó como pudo. Le dolían las piernas, las manos y la ropa se habían manchado de la sangre de Heimdal. Contuvo el llanto. Recordó la mirada de terror de su mentor antes de atravesarlo y el fulgor cariñoso de sus ojos antes de desvanecerse. «¿Lo sabía? —se preguntó— ¿Sabía lo que un despiadado espíritu iba a obligarme a hacer?». Le temblaron las manos, las calmó palpando el collar que Heimdal le había dado. Miró a los presentes con determinación, engullendo el tormento de su interior.

—Gracias por la oportunidad.

Y corrió. Corrió como la ropa le permitió. Creyó que sin la espada sería más ligera, pero se sentía más pesada.

La ciudad nunca había estado tan a oscuras, pero la conocía lo suficiente como para recorrerse sus calles sin titubear. No supo si alguien se asomó por las ventanas de los hogares y la vio pasar a toda velocidad en dirección hacia las caballerías, pero le dio igual. Nunca había entrado en éstas, ni había montado a caballo. Ni siquiera conocía los instrumentos que se utilizaban para cabalgar un equino alado. Cabían muchas posibilidades de que aquella noche muriese, aunque eso tampoco le importaba. Arantza tan solo corría sin parar porque si frenaba, el mundo se le caería encima.

No había nadie en las caballerías, otra de las ventajas de la Vigía. Recorrió su interior buscando un equino oscuro, los nombres estaban señalizados pero sin luz no alcanzaba a descifrar las letras. Tuvo que aproximarse mucho para leerlos hasta que lo localizó. El caballo parecía sosegado, cosa que la tranquilizó. Le colocó las monturas como creyó oportuno y tras varios intentos y caídas logró subir a su lomo.

Salió al exterior tambaleándose, pues le costaba mucho mantener el equilibrio. En lugar de mantenerse erguida se encogió sobre el cuerpo del animal, agarrándose con fuerza. Tuvo que contraer las piernas, Lillard debía medir entorno a veinte centímetros menos que Arantza y estaba hecho a su medida. Le dio unos ligeros toquecitos en el costado, tal y como había visto hacer miles de veces a las jinetes de luz. Temió que no le obedeciera, pero comenzó a trotar. De pronto y sin previo aviso, el caballo alzó las alas y emprendió el vuelo.

Arantza gritó y se aferró a él, apretando su cuerpo contra el suyo. Cerró los ojos, temerosa de marearse. La brisa le sacudía el rostro, sintiéndola afilada como cuchillos. El corcel estaba acostumbrado a volar a una velocidad agresiva. Lo abrazó con fuerza y mantuvo la compostura como pudo. Entonces, un fuerte sonido les asustó y centenares de chispas de colores les rodearon. El animal rehuyó los chorros de luz y Arantza se desestabilizó. Abrió los ojos, pero el sonido le indicó el origen del estruendo.

Fuegos artificiales.

Una tradición de la Noche de la Vigía que había olvidado.

La bestia los esquivó, pero cada planeada provocaba la perdida de su equilibrio. El equino descendió en dirección hacia el mar, alargando las distancias con los cohetes. Para ello, realizó una bajada en picado, Arantza se resbaló, sacó uno de sus pies del estribo de la montura, intentó sujetarse pero se le escaparon los dedos del pelaje del animal.

Cayó al océano. Justo cuando más cerca del mar se encontraban. Chilló, desesperada. No sabía nadar. Debía encontrarse apenas dos metros de altura sobre el mar, pero el impacto sería como caer sobre un bloque de piedra. Iba a morir.

«Heimdal» lo llamó. Deseando reencontrarse con él. Chocó contra el agua. Perdió el conocimiento, pero antes le pareció atisbar un brillo en el colgante del caracol marino. 

N/A: ¡Hola! El final del capítulo anterior y el final de éste trascurren simultáneamente. 

Estrela significa estrella en catalán/valenciano y el prefijo Heim significa hogar. Son las dagveryas las que les dotan de un nuevo nombre, así que su nombre verdadero distaría mucho de la realidad teniendo en cuenta que utiliza una lengua específica, se puede intuir de qué territorio era cuando estaba vivo ;) 

Apenas he dejado un esbozo sobre la cultura de las dagveryas, pero no me gusta saturar y mi estilo es narrar poco a poco. Pienso que es suficiente para tener una idea más o menos clara de cómo se estructuran, pero cualquier duda aquí estoy ^^ 

Como curiosidad decir que las siervas, el estrato social al que pertenece Arantza, un grupo reducido se dedica a la artesanía. No todo el mundo lo ve con malos ojos, pero si están muy infravaloradas. En realidad, todo esto tiene una inspiración real, ya que en la clasificación de lo que eran artes mayores y artes menores a lo largo de la historia del arte desde el prisma europeo, la artesanía siempre ha estado infravalorada y no fue hasta el movimiento de Art and Crafts que empezaron a revalorizarse. A este movimiento, está muy vinculado el Art Nouveau, entre otros y fue un gran impulsor del reconocimiento de las artes menores como artes, además, de oficios de mayor prestigio. De hecho, en este período empieza a surgir un gran interés y un perfeccionamiento de las técnicas, hay un gran desarrollo de las miniaturas, aumenta el coleccionismo e interés por inmobiliarios e, incluso, se traslada a la arquitectura (los edificios élficos de El señor de los Anillos están plagados de inspiración de este estilo). 

En la carrera me fascino todo este movimiento, por eso decidí hacer a Arantza una artesana. 

Gracias por leer ^^ El siguiente es el del General Inquisidor Tassi. Cualquier duda que haya podido surgir sobre qué ha pasado exactamente se resuelve en su capitulo. 

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