Capítulo único

Se disculpa un momento y se mete al baño de la oficina, pronto tendrá su pequeño receso de media mañana para ir a desayunar. Coge algo de agua con las manos y la pasa por sus cabellos, aunque no ha servido de mucho, sigue con uno y otro de sus pirinchos parados, negados a seguir a las demás hebras débiles que se someten a ese engominado del siglo pasado, engominado de abogado, de persona que se la da de resuelta y seria. Martín se ríe mirándose al espejo, los pirinchos son más sinceros que él. Antes de irse revisa su corbata, los puños de su camisa y el cuello de su saco. Todo estaba impecable, pero faltaba un poco más de perfume en su cuello y en sus muñecas, por suerte siempre llevaba un pequeño frasquito recargable que compró en el chino.

Finalmente, vuelve a la oficina, dónde continúa escuchando a una pareja acordar su divorcio. Ella, superada, había dado luto a esa relación hacía tiempo. Él, destrozado, pero con la frente en alto, no quería verse vulnerable frente a un extraño, o tal vez frente a la persona que mejor lo conoce en el mundo, que ahora llevaba por título: ex mujer. Sentimientos complicados, pensaba Martín. No obstante, también les tenía un poco de envidia. Disuelven hoy en papel lo que ayer fue en sus miradas, él no podía hacer cosa semejante porque nada fue y, si seguía con su rutina de solo quedarse ahí parado mirando y esperando un milagro, nada sería tampoco.

Mira su reloj, las once de la mañana, toca darse un break. Sus compañeros lo invitan a un café, a probar unas medialunas caseras que ha dejado a uno de ellos fascinado, o tal vez un batido de banana con un carlitos, que después todo se baja en el gym. Pero Martín se niega a ambos planes, él quiere lo de siempre, y lo de siempre es bajar por las escaleras, revisar una vez más su aspecto en el espejo de cuerpo completo del hall del edificio, y luego salir a la calle, caminar cuadra y media y meterse en plaza Colón, dónde hay un puestito ambulante de pancitos rellenos y café con leche al paso.

El pan es exquisito, pero el café no tiene nada de especial y la leche mucho menos. El pan no sería suficiente para volver allí todos los días, para esta altura la historia se vuelve obvia. Hay un pibe que atiende el puestito callejero. Debe tener su edad o menos, seguro que menos, piensa por su sonrisa y sus ojos llenos de vida. Debe ser estudiante o tal vez sólo ayuda a su familia. Pero no puede saber cuál de todas sus suposiciones es la correcta, porque no se ha animado a sacarle conversación, lo ve muy ocupado sirviendo los vasitos de telgopor, sacando los pancitos de salame y queso o jamón y queso o panceta y cebolla.

Él no es el único trajeado sentado a un lado devorando un desayuno poco nutritivo, hay otros, también observando al joven uruguayo de cabellos dorados. También hay mujeres, aunque tienen más huevos que todos los hombres presentes.

Ellas sí hablan con él, ellas si preguntan cosas, ellas si se animan a pedirle salir alguno de estos días. Pero, sin dejar esa simpatía que invita a comprarle toda la vida, las rechaza a todas. Si no quiere salir con alguna de esas minas tan lindas y piolas que lo rodean, que me queda a mí que parezco empleado de la AFIP. Se dice desanimado sintiendo su café con leche más amargo de lo usual, tal vez debió pedir otro sobrecito de azúcar.

—Che, hola, disculpa que te joda, ¿no me podes cuidar el carrito cinco minutos? Voy al baño del edificio de enfrente y vuelvo —le pide de pronto el muchacho uruguayo. Hay otros tipos, otras tipas. Pero lo ha elegido a él de entre todos y todas. Se para de golpe, demasiado pronto, se le caen unas gotas del café con leche al suelo.

—Si, obvio, no te preocupes —responde con un pedazo de panceta atragantado en la tráquea. El pibe se aleja con una sonrisa de oreja a oreja, a él se le fue corazón por detrás. Tose, necesita que el aire entre en sus pulmones o en serio se le irá el corazón, pero derecho a una tumba con su nombre inscripto.

Los demás trajeados lo miran, lo envidian, le desean el mal entre murmullos, entre malos pensamientos. Comen rápido y desaparecen como cucarachas a las que les han tirado fli. Martín por primera vez se siente cerca de la victoria, como cuando está en los alegatos finales y sabe que ya tiene el caso en el bolsillo. Aunque cuando vuelve y lo mira con esos ojos color avellana que le mueven todo, como un sismo con epicentro en su entrepierna, pierde el arrebato de fe. Alguien presentó nueva evidencia a última hora, el juez está a punto de aplazar el juicio una vez más. Será un mes más de idas y vueltas. Pero recuerda algo, recuerda que tiene que apelar, pedir que se desestime la moción, porque los oficios han sido entregados tarde, porque seguro no han pasado por todas las revisiones previas y entonces...

—¿Cómo te llamas?

—Sebastián, pero me dicen Sebas. ¿Vos?

—Martín.

Silencio incómodo. Se olvidó de cómo conocer gente cara a cara, demasiado Tinder, demasiado Grindr.

—¿Y te digo así? ¿Martín?

—No, no, decime Tincho —sonríe, el uruguayo por igual.

—Bueno, Tincho, muchas gracias por cuidarme el carrito. Espero no haya sido una molestia.

Martín se hace a un lado, Sebastián ha vuelto a su lugar detrás del carrito, enfrente de la fuente, justo al lado del banco donde él siempre se sienta a lamentarse de su penosa vida.

—No fue una molestia, pero ¿vos tenés habilitado este negocio? —El muchacho se inquieta—. Mmh, me parece que vos estás acá de ilegal. Y mirá, yo soy abogado, y el año que viene, fiscal.

—¿Me vas a denunciar? —inquirió confundido.

—Estamos en Argentina, seguro que podemos llegar a un acuerdo. —Y ahí cuando el muchacho larga una carcajada es que sabe que ha detenido la entrada del nuevo oficio, desestimaron la moción y ha recuperado el control del juicio. Este caso lo tiene en el bolsillo.

—Bueno, qué será la coima entonces.

—Y puede ser que salgas conmigo el sábado por la noche, conozco una buena cervecería en Nueva Córdoba.

—¿Y no es mejor darte unos cuantos pancitos por debajo de la mesa? —sugirió con una ceja alzada, de brazos cruzados y conteniendo una sonrisa burlona. Pero a Martín ya se le había desinflado el pecho, y él era el tipo de la oficina, fingiendo que todo estaba bien, cuando estaba a punto de caer rendido y de gritar que se quería bajar del juego, que tenía miedo y que el parque ya no era divertido.

—Pero soy un buen partido, soy medio boludo, pero te puedo ayudar en todo lo que necesites.

Y ahora era unos de sus pirinchos rebeldes, demasiado sincero, demasiado él mismo. Capaz hasta daba miedo, o se oía algo desesperado. Sin embargo no se mostraba arrepentido, en el amor ya lo había intentado todo. De galán a romántico empedernido, de holgazán a entregarse en alma y vida. Ya no había nada que perder, o tal vez sí, como el tipo firmando el divorcio. Pero que bonito saber que tenés mucho más para lamentar que en el principio.

Y Sebastián se lo concedió. Aunque lo llamó loco, y que le faltaba estar mojado, pero no podía decirle que ya no lo quiere, porque apenas sabía su nombre y que era abogado, y que el año que viene fiscal y que tal vez al otro su esposo, y tal vez al siguiente de ese, el inversionista de su restaurante al paso. Porque entre las muchas cosas que Martín no sabía de Sebastián, es que este era estudiante de cocina, que había venido desde un pueblito cerca de la frontera con Brasil. Y que por eso sabía algo de portugués, también mucho de francés, que aprendió solo, como todo en la vida.

Ambos se rieron, Martín porque sabía que estaba dando pena y mucha vergüenza ajena. Sebastián se rió porque estaba feliz, al fin el tipo de traje impecable y perfume exquisito lo invitaba a salir. Y ahora él también sabría de esas muchas cosas que no sabe de Martín, no solo que es abogado y que el año que viene fiscal, sino también de que en serio ama los pancitos uruguayos, especialmente cómo los hace él, y eso le va a doler un poco en el orgullo, porque pensó que siempre iba a verlo a él y Martín no lo va a corregir, lo va dejar pensar eso, que iba por los pancitos aunque nunca hayan sido suficiente. Pero Sebastián, al tiempo, va a adorar el apetito insaciable del cordobés, porque va a comer lo que le ponga enfrente y va subir unos kilitos que ni el gym van a lograr derrotar. Y a él le va a encantar, porque van a ser sus rollitos, los kilitos de convivencia, los kilitos de todo su amor. Y que cursi van a pensar los demás, pero a ambos esas cosas les gustan, por eso van tener una cita, después otra y otra, hasta que Martín le diga para ir a su departamento.

Y desde ese día es que Martín va a tener mucho más para perder, desde esa noche es que va a pensar mucho en el tipo de la oficina. Porque no quiere encontrarse en ese estado, porque le va a pedir Sebastián que le diga cómo se siente con él todo los días, y lo va a hartar, pero sabe que se dará cuenta cuando lo deje de querer, cuando inicie el luto. Pero eso al final no pasa, no al menos hasta donde hace memoria. Aunque Sebastián sí hace lutos, muchos, pero no por su amor, sino por su paciencia, por sus masas, por sus notas, por la casa, por la plata, por las cuentas. En los últimos dos entierros Martín resuelve las cosas, pero en los otros solo puede decir unas palabras y esperar a que Sebas se le pase, como siempre.

Siempre, qué palabra bonita dice. Siempre se arreglaba en el baño de la oficina para ir a verlo, siempre se sentaba en el mismo lugar, siempre pedía un café con leche y ahora siempre podía dormir abrazado al uruguayo con el que tanto pensaba en forzadas vigilias a altas horas de la madrugada. Y siempre iba a estar igual de embelesado, igual de pelotudo corregiría Sebastián. Y cuando decía eso le metía un beso, primero un pico de bruto, pero el uruguayo lo agarraba del cuello y lo estampaba otro igual de violento, y ese otro hacía que ambos se enreden y que sus bocas no se suelten.

Y así va la cosa, aunque ahora no lo saben, porque apenas el sábado será la primera salida de muchas. El primer año de tantos. 

¿Fin?

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