7. El semblante de la nieve en invierno

Reto de invierno de jumanjigonzalez
En la superflua noche del día 32 de diciembre, el alud que bloqueaba a la cueva dio paso a la inefable reunión de tan célebres personajes. El hombre que a aquella montaña deseaba conquistar se había muerto la tarde anterior, dejando sus pertenencias ahí botadas, como basura o flores marchitas. Del maletín, salió su primera pertenencia, el peluche llamado Peluche.

Adentro de la frígida cueva, el peluche se movía con sus ademanes y sus sueños rotos, o mejor dicho su ojo roto, que se había caído por el frío y la pérdida. El peluche caminó tanto que avanzó hasta donde allí yacía nieve.

—Hola, —dijo el peluche. ¿Cuál es tu nombre?

La nieve no respondió, pues la nefelibata naturaleza de la existencia del peluche no lo dejaba saber que la nieve no habla.

—¡No tengo acceso a la red! —dijo el elocuente teléfono que salía del maletín. ¡Estoy ciego! ¡Estoy ciego!

El teléfono había olvidado todos sus sentidos y se volvió sonámbulo. El teléfono llevaba dos cadenas por zapatos, una amarilla y la otra azul.

El peluche corrió a ver a su amigo perdido y lo abrazó, pero el teléfono no reconoció al peluche amigo. Ni la ternura de un ser inanimado podía recobrar lo perdido por la dureza e inclemencia de la cueva, cuya apatía no había dejado ver el alba del día siguiente.

El teléfono y el peluche pronto procedieron a buscar a los demás sobrevivientes dentro del maletín.

Desde el techo de la cueva, bajó un pedazo de nieve con brusca naturaleza, derribando al peluche que se caía en la dura roca. El teléfono se acercó al peluche y trató de rescatarlo pero sus botones se congelaban cuando se acercaba para salvarlo.

Dentro del maletín, una víbora hecha de cáñamo y lana se movía tratando de salir. Su pequeña cabecera salió y al ver la escena saltó como un misil a salvar al peluche. Lo que había revelado ser una cuerda de rescate, se movía desplazándose como un ser serpentino.

Sus colmillos estaban hechos de yute y su veneno era algodón.

—¡Yo los vengo a salvar! —dijo la absurda cuerda de rescate. ¡Vamos a salir de aquí!

El teléfono y el peluche siguieron a la soga que se movía directo hacia donde el alud cubría la entrada. La cuerda chocó contra la pared de hielo y ataraxia, quedándose atorada como un bicho en un zapato.

—¡Estúpido! ¡No sirves de nada! —dijo el teléfono, quien tenía ya a la mitad de su cuerpo congelado.

—¡Yo actúo según mi leal saber y entender! —dijo la cuerda defendiéndose, mientras la nieve seguía opacando su voz y su vida.

—Ni tus palabras son singulares, ¡esa frase la dijo Ángela Merkel! Muérete en la nieve, falso salvador, —dijo el teléfono.

—¿Y que me dices tú, aparato bocón? Tus palabras pesan más y valen menos, no nos vas a sacar de aquí ni el 53 de enero, —dijo la cuerda, quien murió por el gélido aliento de la cueva y el helado veneno de sus palabras.

El oso se sentó y lloró por falta de luz.

El teléfono se congeló y sus circuitos explotaron, convirtiéndose en aluminio gangrenado.

Un lloriqueo se escuchó en la distancia, el llanto de un lanzallamas, que en vez de lágrimas hachaba fuego. Aun así, la cueva era tan fría que congeló las llamas.

El lanzallamas temblaba de frío y su voz era quebradiza al sentir tal arrinconamiento. Con costos se recordaba de cómo hablar y como respirar.

—Tengo mucho miedo, tengo mucho mucho miedo, —dijo el lanzallamas.

El peluche corrió a abrazarlo pero ni a eso se atrevía el lanzallamas. Por su propio mérito y su propia locura, el lanzallamas empezó a quemar todo por doquier. El fuego ardía con su propio mérito y locura también.

—¡Tengo demasiado miedo! —dijo el lanzallamas, que terminó por quemar su esperanza y congelarse.

Una vez más, el peluche quedaba solitario en su melancolía. Si un lanzallamas, un teléfono y una cuerda de rescate no lograron salir, ¿cómo lo haría él?

La cueva parecía sempiterna en aquella hora. Su hielo etéreo era como la presencia de un recuerdo congelado en las paredes. Un recuerdo que no tenía cara ni distinción, solo tenía color y nostalgia. Era una pena que el peluche estuviera solo viendo aquella señal de bonhomía.

Era en aquel silencio que el peluche encontró el ojo que se le había caído. Encima de él, una semilla cantaba.

—Las semillas y astillas, no son más que el pan. El mondo mundo es limpio y puro, y le falta pan, —cantaba la semilla en aquel botón. El melifluo sonido de su voz convertía al hielo en algo dulce y delicado.

Azúcar empezó a llover dentro de la cueva.

—Hola, —dijo el peluche.

—Hola, —dijo la semilla.

—¿Cuál es tu nombre? —preguntó el peluche.

—No lo sé, —dijo la semilla.

—Pero, ¿cómo estás tan tranquila sin saber tu nombre, cómo cantas en medio de la estática impaciencia? —dijo el peluche,

—No le temo a la muerte, —dijo la semilla. Sé que lo que sea que venga, la muerte no se le debe temer, se le debe respetar y nunca menospreciar. Sé que algo más y mejor vendrá después, algo como tal vez una planta.

El peluche se rascaba la cabeza ante la inefable naturaleza del misterioso ser y así le llegó a la cabeza la pregunta de la procedencia de la semilla.

—¿Cómo llegaste aquí? —dijo el peluche.

—Igual que tú, en un maletín, —dijo la semilla.

—¿Por qué llevaría alguien a una semilla en un maletín? —preguntó irónicamente el peluche.

Todos saben lo qué pasó después con aquella semilla, se murió cantando y en intento de salvarla, el peluche usó la cuerda muerta y salió de la cueva. Viendo la luz, escaló hasta la cima de aquella montaña, casi sin hacer el menor esfuerzo.

La cueva ya no impedía ver a la feliz iridiscencia del alba. Y en la mera punta de la mera montaña en la mera mañana, el peluche plantó la semilla y de ahí creció para convertirse en una rosa, una rosa cuya delicadeza la hacía fuerte ante el hielo.

Hasta ma nieve se enamoró de la rosa, pegándose en sus pétalos delgados.

En la superflua mañana del día 33 de diciembre, el alud que bloqueaba a la cueva dio paso a la inefable reunión de tan célebres personajes. El hombre que había muerto hace poco no murió en vano, ya que logró conquistar aquella montaña con aquella rosa congelada.

El peluche admiraba la rosa en su presencia, quien vivía a pesar de haber muerto.

—¿Por qué llevaría alguien a una semilla en su maletín? ¿Por qué acaso la privaría de poder crecer en la cima de una montaña? —dijo el peluche, mientras se construía su propio hogar y su propia existencia justo a la par de la rosa, para poder cuidarla por el resto de sus días.

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