6. Las avenidas de los locos ilustres

Una trepadora con cuerpo de hombre cobarde, mente de borracho y ojos de ciego veía al otro lado de aquella pobre avenida. Esta vez, la vieja luna se había tomado un merecido descanso y la noche brillaba pura, sin estrellas y sin luz alguna. Aquel hombre se había quedado borracho de tanto soñar, tanto que apenas recordaba cómo pronunciar su horrible nombre.

El hombre sabía lo que tenía que hacer, la Luna ya se lo había mencionado con su canto y su belleza. Si
quería ver aquella noche pura desde el punto más alto del cielo, debía cruzar al otro lado de la calle.

Pocos locos se habían atrevido, la mayoría habían muerto atropellados por un carro o por su poca
voluntad.

El hombre levantó su ceja y suspiró en señal de rendición. Las botellas de vidrio que había consumido
estaban tiradas en el suelo, botellas llenas de sueños y deseos que rodaban por la sucia acera.

La Luna tuvo que pasar por ahí para convencerlo, se sentó a su lado y le contó sobre sus crónicas en el
suelo celeste, en el suelo de la noche pura que ella presenciaba gustosa.

—Muchas veces los borrachos como vos se quedan así, tirados en la calle, sólo los que carecen de sanidad
logran sus metas. Siempre que los veo, los veo miserables en las calles tristes y sucias. —decía aquella
soberbia Luna.

El borracho se levantó de la banca en un intento por ser diferente, sabiendo que nada lo hacía diferente de
los demás.

Dio el primer paso, sin gracia ni estilo, simplemente se atrevió. Atrás suyo, por la cañería, una rata
desagradable salía por las cañerías, una sombra antigua e imprecisa. La rata pasó entre sus pies y se
colocó a su lado, le murmuró desde lo más profundo de su cabeza.

—¡Usted no es nadie para lograr nada! ¿Qué se creyó? Si con costos logra caminar por las aceras y no
tropezar con cada cosa que se encuentra, ¿cómo piensa que va a lograr esto?

El hombre siguió, sin poder ignorar al ratón borroso. El pavimento húmedo de la calle hacía notar los
pasos del animal, quien tremendo esfuerzo hacía por hacer caer al hombre tambaleante, hombre que parecía estar caminando en una cuerda floja, a punto de quebrarse y dejarlo ir.

El hombre se confundía al oír las voces de los fantasmas de aquella calle, fantasmas que habían muerto en el intento y
ahora lo querían condenar a él.

El ratón le seguía los pies de cerca y le mordía los talones, aprovechando cada tambaleo y cada
distracción.

Los fantasmas se adentraban en su mente y en su corazón, dejándolo sin aire para respirar y sin camino
por seguir.

—¿De verdad piensa que lo va a lograr? Pobre de su tonta mente y su corazón analfabeta. ¡Si tan solo se
diera cuenta de lo cómodo que es vivir en una banca toda la vida! —el ratón se subía en sus hombros y
sus pensamientos. Sus dientes roían en aquellas burbujas de ideas, dejándolas podridas y tan
insignificantes como su existencia.

Aquel borracho cayó de rodillas ante el cansancio.

El hombre cerró los ojos con fuerza para escapar de aquel escenario, se imaginó la Luna en su cabeza, en
lo más superficial de su mente. Se imaginó aquella noche pura que ansiaba ver y las palabras que la Luna
le decía.

El ratón se apresuró y se encargó de roer ese pensamiento también, pero a aquel hombre ya no se le podía
olvidar.

Sin pensarlo, sin gracia y sin estilo, el hombre llegó a pisar el otro lado de la avenida. Una llave se
encontraba en la acera de aquel lado mundano, y con esa llave pudo abrir la puerta hasta el lugar más alto
de la noche.

La voz irritante del ratón se hacía cada ves más distante. Las voces de los fantasmas callaban ante tal
vista, porque se dieron cuenta de que aquel hombre borracho de verdad estaba loco.

A su lado, mientras veía a la noche pura y quieta, la Luna se tomaba su descanso. Las estrellas se habían
apagado. El hombre veía aquella noche silenciosa y tranquila, aquella noche sin comienzo ni destino, una
noche auténtica. Nunca nadie había visto a la noche lucirse como en ese día.

Ese hombre que se emborrachó tanto de sueños, subido en las nubes para ver lo azul de la noche, estaba
tan distraído que ya se le había olvidado hasta su muy horrible nombre.

Una trepadora con cuerpo de soñador, mente de loco y ojos de ciego veía como amanecía y abajo en el
otro lado de la calle, una banca sola de madera se veía desaparecer. Algunos dijeron que alguien se la
había robado, otros inventaron cuentos de fantasmas que rondaban en la calle, pero él y la Luna sabían
exactamente lo que había pasado. Sabían que esas bancas de las aceras siempre desaparecían después de
que el reloj marca la medianoche.

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