IV. Silencios agonizantes
Frunce los labios.
Abismos los separan
y mordaz, ataca.
Los ojos se convierten
en escudos del alma,
se decide a implorarle
con la pistola desenfundada.
Ella reprime las lágrimas,
y con una sonrisa menuda,
le entrega un ramo de lirios,
como una dócil guerrera.
La tensión palpita en el ambiente.
Un rubor tiñe sus mejillas.
Él ladra, confundido, araña.
Una extraña desazón,
le pica en el corazón.
Ella suplica, perdida, se marchita.
No entiende su lenguaje,
y arrepentida, lo distrae.
La luz de la luna los envuelven,
como pequeños puntos insignificantes,
grita y despelleja,
sin entender porqué se pelean.
Él prepara el tanque,
refunfuñando e implacable.
Ella tiembla asustada,
y con sus manos dañadas,
le sujeta, sonriendo como si nada.
Pero le empuja, chillándole:
—¡Aléjate! ¡Sucia miserable!
Ella baja todos los muros inquebrantables,
decidida y ansiosa.
Su pecho la golpea,
enfadado le ruge:
—¿Qué haces arriesgándote?
¡Sal de ahí, antes de que te dispare!
Pero el corazón le detiene,
sosegado, interviene:
—¿No lo entiendes?
Ella está entregándose,
le duele, mas no se rinde,
quiere acariciarlo
por más que le muerda,
y si quieres hacerle entrar en razón,
yo te daré un motivo para llorar a mares.
•••
Dos almas opuestas,
pero igual de dañadas...
— Janny.
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