Sintaxis

El sonido de los grillos retumbando en mis oídos. El sentir del pasto seco picando mis brazos desnudos. El dolor ardiente, infernal, que se esparce lentamente desde mi torso al resto de mi cuerpo cual si fuera un cáncer en su última etapa. La primera vez que me dijeron que me iba a morir, yo tenía 6 años. Las últimas palabras de mi padre en su lecho de muerte fueron: «María, no te olvides de sacar al perro». Tenía alzheimer; mi padre, no el animal; ni tampoco María, quien quiera que esa fuera.

El gusto metálico del líquido nocivo que me brota de la boca, que empieza suave y cálido pero prontamente se vuelve abundante y engorroso. El olor a titanio oxidado que comienza de a poquitos a hacerme presencia en las fosas nasales. Nunca me gustó el color rojo. Lo sé, irónico. Cuando me dijeron que me iba a morir, yo creí que era una tontería, pero eso es porque a la edad de los 6 años no entiendes la mayoría de cosas que pasan por la cabeza de un adulto. La primer persona que me lo dijo fue papá. Yo le pregunté que qué le pasaba al abuelo, que por qué no se movía. Estaba allí, tirado en el jardín de nuestra casa y con los ojos bien abiertos, vista pegada al cielo. El abuelo nunca fue un tipo con suerte.

—Oye, ¿sigues despierto?

—Apenas —respondo entre tosidos. El resultado no es bonito de ver —. ¿Por?

—Te quiero, hermano.

—Eso es jodidamente gay.

Johnny es un buen tipo, pero a veces dice cosas que no entiendo. En ocasiones pienso que quizás es porque mentalmente sigo teniendo 6 años y por ende no soy capaz de comprender lo que piensan los adultos a mi alrededor. Esta misma tarde, mientras íbamos en el coche, Johnny me contaba la historia de cómo resultó trabajando aquí. Yo no le hacía mucho caso porque estaba centrado en este dato extraño que me había contado un vendedor de hamburguesas francés, algo sobre la cantidad de personas que mueren al año por culpa de balas perdidas.

Un aproximado de 203 murieron el año pasado, el anterior fueron 197, el anterior 185 y así iba bajando. Eso me puso a pensar en la muerte del abuelo. Yo voy en el coche, agarrando el timón con la mayor firmeza que me es posible, mis manos están grasientas por el papel de hamburguesa que acabo de tirar a la carretera y sigo escuchando a Johnny parlotear sobre esta aventura espectacular que tuvo con una alemana en el barco de inmigrantes que lo trajo al país. Y no puedo evitar pensar en el abuelo, en la muerte del abuelo, así que voy y le digo:

«Yo soy de descendencia alemana, ¿sabías?».

«Sí», me responde, «por tu apellido». Nunca pensé en mi apellido, pero nunca pensé tampoco en mi nombre. Son de esas pequeñas cosas que siempre han hecho parte de ti, pero tiendes a ignorar. ¿Qué motivo tuvieron mis padres para nombrarme como me nombraron? ¿Qué razones tuvieron los suyos para nombrarlos a ellos como lo hicieron? Desde que tengo memoria nunca me cuestioné nada de mí mismo o de mi alrededor, así que se me hace realmente curioso que justo ahora, en el momento menos oportuno, se me esté pasando todo esto por la cabeza. Me duele la puta cabeza. Pero eso es normal, me estoy desangrando.

«No me lo creo», le respondo yo. «¿Te acuerdas de mi apellido? Yo a veces ni recuerdo tu nombre». Nunca he sido muy buen amigo. Con nadie.

«Estás mintiendo. Literalmente es el nombre de una puta superestrella, es imposible que se te olvide». Sus padres le pusieron así por Johnny Cash, nunca falla en encontrar una excusa para alardear de ello. Considera honestamente que llamarse así es la cosa más genial que podría pasarle a cualquiera. Pero su caso es un error de sintaxis, yo se lo digo todo el rato. La gente se ríe de él porque al ser mexicano su nombre completo se lee como Johnny Martínez, lo cual no suena ni la mitad de pegadizo que aquel de su ídolo. Así que cada vez que va y me menciona que debería tenerle envidia por su espectacular nombre, le respondo: «es un error de sintaxis», y casi siempre me echa la bronca por «sacarme palabras del culo».

Pero es una manía, no puedo evitar hablar de un tema sin primero hablar de otro, de otro y de otro más. Como aquella ocasión en la que salía borracho del bar y me encontré con un friki en ropa de cosplay, venía drogado y llegaba de verse una maratón entera de las pelis de piratas del caribe con sus amigos, así que iba vestido como Jack Sparrow. Me juró entre cánticos alegres que si entraba al sitio vestido así, por lo menos a una se llevaba a casa. Y yo, que mentalmente estaba más perdido que un niño en el supermercado, comencé a seguirle el juego y a darle consejos, a decirle cuáles chicas guapas me había encontrado adentro, cuáles de ellas tenían pinta de verse especialmente atraídas hacia hombres de mediana edad disfrazados como bucaneros, y entonces recordé a mi abuelo otra vez, porque él también solía vestirse de pirata por alguna razón.

Así que comencé a charlar con él sobre las costumbres raras de mi familia, sobre la obsesión de mi padre con su perro, o la de mi madre con nunca estar en casa, o la de mi abuelo con seguir a capa y espada las palabras de esa extraña religión a la que se había unido. Pastafarismo, así se le llama. Él fue pastafarista, murió un viernes por la mañana. Hoy es viernes.

«Johnny, cabrón, ¿puedes parar de una puta vez de referirte a tu nombre como el de una superestrella? En serio, tienes el nombre más normal del mundo pero sigues insistiendo en que es la grandísima verga. Es un error de sintaxis», ya se lo he dicho, lo hago todo el rato. Nunca me gustaron las matemáticas, pero siempre me gustó experimentar. Cada vez que usaba mal la calculadora podía leer el mismo mensaje en la pantalla. Es un problema lógico, cuando de una u otra forma consigues romper el código básico, las leyes preestablecidas; entonces el aparato no sabe cómo reaccionar. El nombre de Johnny es un error de sintaxis porque por norma general un nombre extranjero debería sonar asombroso, pero el de él suena ridículo.

«¡Siempre dices la misma mierda! ¿Puedes dejar de sacarte palabras del culo de una puta vez?». Me grita, como ya me lo esperaba, mientras revisa el cargador de su pistola. Hace eso todo el tiempo, aún sabiendo que está cargada, todo el rato lo hace. Saca el cargador, cuenta las balas una por una, lo vuelve a meter y 15 minutos más tarde ya está repitiendo la misma rutina. Él dice que es un tipo precavido, yo personalmente considero que solamente tiene alguna especie de trastorno obsesivo-compulsivo. Lo sé porque mi abuelo lo tenía y mi padre también. Lo sé porque yo lo tengo.

«Y nunca me haces caso».

«¿Quizás porque nunca le das contexto a nada de lo que dices? ¿O de pronto es el hecho de que constantemente estás desviando los temas de conversación sin motivo aparente y sin una jodida advertencia previa?». Eso que dijo de la advertencia es verdad, pero diferí con lo otro, pues siempre hay un motivo. Y entonces, gracias a eso, recordé cómo terminamos en esa situación en primer lugar.

Él me llamó al teléfono hace cuatro días para dejarme saber que el jefazo nos había contratado para otro trabajo, pero yo estaba demasiado ocupado ayudándole a ligar a un hombre oloroso en cosplay de Jack Sparrow. Así que mientras Johnny me iba hablando, yo me iba perdiendo la mitad del plan porque estaba muy distraído meándome de la risa mientras veía cómo el tipo frente a mí le preguntaba a una peliroja despampanante si quería subirse a su bote sexual para cenar juntos un salmón relleno con pasión.

Toda la noche le había estado hablando al friki sobre mi padre y su perro, porque de chico mi padre tenía un perro del que nunca paraba de hablar, incluso años después de que se le muriera. Eso siempre me sacó de quicio. Pasa que antes de eso mientras yo le contaba al tipo historias sobre el pastafarismo de mi abuelo, Johnny seguía insistiéndome que le prestara especial atención ya que debía contarme que nuestro objetivo tenía un pitbull muy bien entrenado, como ese de la película de Tarantino. Y ahí recordé que desde que cumplí los 14, papá y yo solíamos sentarnos por lo menos tres veces al año a maratonear películas de Tarantino. Una a finales de febrero, otra a mitades de junio y la última a comienzos de diciembre. Pero nunca llegamos a ver juntos la última que sacó, por obvias razones. La segunda vez que me dijeron que iba a morirme yo tenía 12 años, fue mi profesora de biología.

«Hablando de eso, ¿alguna vez te dije cómo murió mi abuelo?», probablemente sí, pero se lo planeaba volver a contar de todas formas.

—Sí, hoy en el coche.

—¿Qué?

—Me acabas de preguntar si alguna vez me dijiste cómo murió tu abuelo. Me contaste la historia cuando veníamos camino aquí.

—Ah, claro... Hey, ¿Johnny? También te quiero, hombre.

—Wow. Eso de hecho es jodidamente gay.

—Pedazo de imbécil —Reír me duele, pero lo hago de todas formas —. Creo que cerraré los ojos durante un rato. Gracias.

El tacto cálido de mi único amigo dándome un fuerte apretón de manos. La areola borrosa en mi vista que empieza a hacerse cada vez más y más grande. El último rayo de luz lunar desapareciendo con suavidad mientras me preparo para descansar los párpados. Yo crecí en lo que las películas generalmente considerarían como una típica casa de vecindario gringo. Siempre me fastidiaron los sonidos de los niños corriendo y gritando afuera, incluso los días que yo mismo hacía parte de esos niños.

Mi familia comía frente a una gran puerta de cristal que nos dejaba ver el jardín con todo lujo de detalle; al abuelo le encantaba salir a observar el paisaje después de tragarse todo en el plato. Lo lamía hasta dejarlo vacío, no permitía que le quedara una sola migaja encima. Una mañana mientras desayunábamos, notamos que pocos minutos después de salir, se desplomó de repente. En esa época, a diferencia de hoy día, los niños no teníamos permitido ver contenido adulto y por consecuencia ciertos conceptos nos volaban la cabeza.

El primero en salir fue mi padre, luego le siguió mamá y yo vine de último. Fui corriendo porque creí que estaba jugando, especialmente por el hecho de que ese día iba vestido de pirata. Los pastafaristas tienen una especie de regla o mandamiento que consta de vestirse de pirata los viernes. La mayoría de ellos sabe que hacen parte de un gran chiste, una religión inventada, paródica, creada para burlarse de las demás. Pero para cuando mi abuelo llegó a la edad de los 63 años, la demencia comenzó a jugarle malas pasadas; sólo era cuestión de tiempo que empezara a tomarse en serio extravagancias de ese estilo. Claro que nunca nos dimos cuenta del todo porque murió antes de que hubiera oportunidad a diagnosticarlo.

«De hecho, curiosamente, esa fue la primera vez que alguien me dijo que iba a morirme. Yo le pregunté a mi padre que qué le pasaba al abuelo, que por qué no se movía. Los paramédicos habían llegado unos diez minutos antes y lo estaban revisando, pero ya daba igual. Así que mi papá, intentando no soltar el llanto, como pudo me explicó lo que era la muerte, me explicó que es algo natural que le pasa a todo el mundo y finalizó diciendo que incluso a mí me iba a pasar alguna vez».

«Pero espera, espera. Dijiste que aún ni le habían diagnosticado con demencia ni nada parecido. ¿De qué se murió entonces? ¿Su etapa de la enfermedad no estaba muy temprana como para que se desplomara así como así?», y seguía con eso: sacó el cargador de la pistola, contó las balas y lo volvió a dejar en su sitio. Para ese momento lo vi haciéndolo como mínimo unas 20 veces antes de que llegáramos aquí. Su cartucho aguanta 10 balas, así que en todo el trayecto desde que salimos de mi casa, paramos en aquel hamburguesería francesa y conducimos a encontrarnos con el anciano loco al que debíamos interrogar, contó por lo menos hasta 200. En el momento, eso me hizo volver a recordar las palabras de aquel grasiento cocinero, porque el año pasado 203 personas murieron por culpa de balas perdidas.

Él me contó eso porque yo le conté primero sobre la ocasión en la que agarré mi primer revólver, yo tendría unos 17 años. Esa fue la tercera vez en la que alguien me advirtió que iba a morirme. La segunda vez fue en la escuela, en clase de biología, mientras la maestra nos explicaba el ciclo de vida de las plantas.

«¿Sabías que 203 personas murieron el año pasado a causa de balas perdidas? El anterior a ese fueron 197, el anterior 185 y el anterior 173. Y así van bajando».

«No, ¿por qué coño sabría eso?».

«Ni idea. Pero es curioso que vayan bajando entre más antigua sea la data, eso significa que cada año nos estamos volviendo más violentos como especie. Eso, o que cada año más gente está disparando al aire en las fiestas de año nuevo». La mayor cantidad de muertes por balas perdidas se producen en navidad y año nuevo.

«Espera, ¿de dónde sacaste eso? ¿Y en dónde murió esa gente? ¿Hablas de los que se murieron aquí en el país o te refieres a un plano más general?».

«Ni idea, el vendedor de hamburguesas me lo dijo. Probablemente ni sea cierto, creo que solamente se enojó porque le conté que la primera vez que disparé un arma lo hice en una fiesta navideña. Habrá asumido que disparé al aire para celebrar o algo así, se me olvidó decirle que fue para defenderme de un borracho que se coló en mi casa».

Ese día recordé las palabras de mi profesora, porque cuando tenía 12 años ya era lo suficientemente listo como para entender lo que significaba morirse, pero seguía sin comprender la magnitud de lo que eso implicaba. Así que cuando aquel vagabundo desquiciado rompió las ventanas, le pegó en la cabeza con un bate al pitbull de mi padre y me gritó a todo pulmón que iba a asesinarme, no pude evitar pensar en el momento exacto que le pregunté a la maestra que por qué las plantas se morían. Me parecía tonto porque no le veía sentido al hecho de que estuvieran toda su vida creciendo y creciendo hasta verse hermosas, para después acabar desfalleciendo así de la nada. Entonces ella me dijo exactamente lo mismo que ya se me había contado a los 6 años: que se mueren porque es lo natural, que es lo que nos pasa a todos, que incluso a mí me iba a pasar lo mismo en algún momento.

Cuando ese borracho mató al perro de papá y amenazó con que yo sería el siguiente en su lista, juré que el mundo finalmente iba a cobrarme aquel factura de la que dos veces antes se me había advertido que eventualmente iba a llegar.

«¡Espera, espera! ¿En serio? ¡Lo volviste a hacer, mamón! Estábamos hablando de tu abuelo, ¿qué coño tienen que ver los borrachos y los vendedores de hamburguesas con tu abuelo?».

«Ah, mierda, claro. Te decía: primero escucho un grito horrible, chillón. Era el de mi madre. Y cuando me doy cuenta, mi padre cae al suelo de rodillas y empieza a tocarle el pecho a mi abuelo, a besarle la frente desesperado, a agarrarle de las mejillas mientras le da palmaditas. Apenas ver eso yo corro allí a toda velocidad. Ya sabes cómo son los niños, curiosos. Creí que estaban jugando algún juego por lo que fuí y le intenté saltar encima al viejo. Esa fue la única ocasión en la que mi papá me pegó, pero fue con tanta fuerza que yo creo que aún tengo el chichón escondido en alguna parte de la frente».

Estoy por terminar la historia y entonces me doy cuenta de que ya vamos a llegar al sitio. El sol está comenzando a caer, llevamos toda la tarde manejando y hablando tonterías. Yo aprovecho que ya está oscuro y parqueo al lado de la casa del tipo, asumiendo que no nos va a ver. Pero ahí es cuando se me ilumina la cabeza, porque estaba tan distraído que se me había olvidado hacerle la pregunta más importante a Johnny: «espera, ¿qué es lo que veníamos a hacer aquí?».

«Jesucristo, hombre, ya te lo dije como mil veces. ¿Cómo coño vives de esto? En serio, nunca le prestas atención a nada, es impresionante que no te hayan despedido aún. O incluso matado, sinceramente me sorprende que sigas vivo». Le caigo bien al jefe, es por eso que sigo aquí. Él siempre se burla de mí porque detesto el color rojo, lo cual es irónico ya que por mi línea de trabajo tiendo a verlo muy seguido. Y es más irónico aún teniendo en cuenta que la primera vez que me di cuenta de que odiaba el color rojo fue cuando le metí tres tiros en el pecho a aquel vagabundo desquiciado mientras mi mamá lloraba en la esquina de la cocina y mi papá yacía tirado en el piso con una herida monumental en su frente. Pero él no se murió de eso, sino de alzheimer unos 2 años después. Nadie sabe si fue por el golpe o pura coincidencia, pero la cosa es que a él se le desarrolló a los 43, mucho antes que al abuelo o que a la gran mayoría de personas.

Papá falleció cuando yo tenía 19, sus últimas palabras fueron pedirle a una tal María que sacara a pasear al perro. Eso siempre me sacó de quicio porque mientras más se le iba desarrollando la enfermedad, más se iba olvidando de mí, pero más se iba acordando del perro. A mí siempre me dijeron que probablemente fuera a causa del efecto traumático que le generó la muerte repentina del animal, no todos los días ves cómo le revientan la cabeza con un bate a tu mejor amigo. Yo personalmente lo veo como un error de sintaxis, porque por norma general si estás perdiendo la memoria y solamente conservas algunos pocos recuerdos, deberían ser aquellos del niño al que criaste tú mismo, con el que maratoneaste películas de Tarantino todos los años, al que le explicaste el significado de la muerte; pero papá solamente se acordaba del puto perro.

«¡Hey! Te estoy hablando, presta atención», dice Johnny para acto seguido sacar el cargador de su pistola, contar las balas una por una y posteriormente volver a meterlo. Esa habrá sido la vez número 21 o 22 que hizo eso durante el trayecto. «Este tipo es un jodido loco, pero literalmente, creo que tiene demencia o algo por el estilo, así que hay que andarnos con cuidado. Lo único que tenemos que hacer es asustarlo para que nos diga dónde está el dinero, no hay que matarlo ni nada porque al parecer es familiar del jefazo. Pero la cosa está en que tiene un jodido pitbull, además enorme, lo vi en fotos».

«¿Y entonces? ¿Lo vas a matar o algo?».

«¿Qué? ¡No, imbécil! ¿Estás demente? ¿Qué clase de monstruo mataría a un perrito? Vamos a dormirlo un rato, pero necesito que le metas esta droga en la boca». Viví con un pitbull desde los 6 años, así que el momento exacto en el que Johnny me dijo que debía meterle la mano a uno en el hocico supe casi de inmediato que esa era una idea terrible. Pero de todas formas me decidí a hacerlo, porque sólo un monstruo se atrevería a matar a un perrito.

Nos bajamos del coche, Johnny tomó un bate para abrirse paso en la casa del tipo mientras que yo preparaba mi pistola y el trozo de carne relleno con pastillas para dormir que mi compañero acababa de regalarme. Y ahí estoy: con las manos aún grasientas gracias al papel de hamburguesa que tiré a la carretera un par de horas atrás, una intentando aferrarse a mi arma como puede y la otra empezado a ponerse húmeda por culpa del bistec somnífero que llevo encima, y sigo sin poder evitar pensar en el abuelo, en la muerte del abuelo, porque mientras estamos metiéndonos en la casa de este sujeto me acuerdo de que me olvidé completamente de contarle a Johnny lo que había pasado al final. Así que apenas oír cómo se rompe la primera ventana voy y le digo:

—Una bala perdida. Lo mató una bala perdida. Justo en el corazón, ¿puedes creerlo? Le atinó justo ahí, en el pecho.

—Oh, mierda. ¡Oh, mierda! ¡Creo que la ayuda ya viene! ¡Mierda, sí, los veo! Vale, vale, quédate ahí, resiste un poco más. ¡Resiste un poco más, puto cabrón!

La gama de colores rocambolescos paseándose por mi mente. El sentimiento de mis músculos rindiéndose de a pocos, relajándose de una vez por todas. Creo que no puedo respirar. Pero eso es normal, me estoy muriendo; tal y como lo dijo aquel vagabundo desquiciado, tal y como lo dijo mi maestra de biología, tal y como lo dijo mi padre. Él era el contador de una especie de mafioso muy reconocido. Por eso la muerte de mi abuelo siempre se me hizo especialmente extraña, un error de sintaxis.

No lo mató la demencia, que por norma general debería haber sido su final, ni tampoco murió en alguna especie de tiroteo causado por la banda enemiga de mi padre, que por lógica habría sido lo siguiente en su lista de peligros. Lo asesinó una bala perdida. Pero ahí viene lo mejor: nuestro barrio ni siquiera era peligroso así que no pudo venir de ningún altercado en la calle, y tampoco estábamos en fechas navideñas, que es donde la mayoría de gente fallece a causa de accidentes de ese estilo. Simplemente llegó de la nada, caída del cielo como si se la hubiera tirado un angel. Luego, hoy en la tarde, este vendedor de hamburguesas francés me dice que el año pasado 203 personas murieron por esa misma razón, pero que el anterior fueron 197 y que entre más antiguo el año las bajas van siendo menores. Eso deja al abuelo en una posición ridículamente surreal porque, si lo que el tipo dijo es cierto, entonces murió en una época donde recibir una bala perdida era virtualmente imposible.

La muerte de papá es más de lo mismo, porque murió por alzheimer a una edad donde ni siquiera debería habérsele manifestado en primer lugar. Generalmente los síntomas empiezan a hacerse presentes cuando rondas los 60, él apenas había cumplido 43 para cuando la enfermedad ya le tenía al borde del abismo. Poco tiempo después de que falleciera, sus allegados en la organización me contactaron a mí para ver si tenía sus mismas cualidades. Pero yo siempre odié las matemáticas, así que durante un periodo corto de tiempo me salvé de entrar en el mundillo, hasta que el jefazo notó que mi puntería de hecho no estaba nada mal.

Nunca entendí realmente la razón de estos tipos para trabajar, o siquiera en qué trabajan en primer lugar. ¿Drogas? Es lo único que se me ocurre, nunca he visto películas de mafiosos que traten sobre otra cosa que no sea drogas. A mí eso me da un poco igual, yo sólo recibo una llamada y voy con Johnny a dispararle a un par de tipos, entonces me pagan y regreso a casa. Aunque hoy fue distinto. Pero eso es porque no contaba con que el sujeto al que debíamos darle una paliza esta vez era un anciano con demencia, lo cual me sacó de mis casillas porque llevo toda la semana pensando en mi abuelo y la forma en la que se murió, en mi padre y su obsesión extraña con su pitbull, en el hecho de que ya tengo 23 años y aún no he hecho nada con mi vida más que dispararle a gente porque jamás me cuestioné el por qué de las cosas.

Johnny rompe la ventana, el tipo empieza a gritarnos algo sobre que nunca le atraparemos con vida y lo primero que yo hago al verlo es congelarme y dejar caer al suelo aquel bistec repleto con pastillas para dormir que supuestamente debía encargarse del perro. Pero el perro no hizo ni caso; de hecho, al pequeño bastardo poco o nada le importaba lo que estaba pasando, porque por alguna razón estaba ocupado cogiéndose a un peluche en el sofá. En fin, que para ese momento yo tengo los ojos tan abiertos como si fuera una caricatura de los años 40, y entonces Johnny grita y me tira al suelo preguntándome que qué coño me pasa. El anciano llevaba una escopeta encima, nos empezó a disparar antes de que siquiera hubiera oportunidad a amenazarle, que era el plan inicial.

Pero yo estoy en shock, porque lo primero que veo apenas irrumpir en su casa es la silueta enorme de lo que parece un sombrero pirata. El jodido cabrón va completamente disfrazado desde la cabeza hasta los pies, todo el set de bucanero; y yo estoy comenzando a volverme loco porque ahí es donde recuerdo que el pitbull de mi padre también estaba entrenado para follarse cosas, lo cual a él le hacía demasiada gracia. Nunca me paro a pensar en el por qué de nada, yo sólo avanzo sin importar lo que esté pasando a mi alrededor, principalmente porque desde que entendí que me iba a morir en cualquier momento siempre pensé que la vida es estúpida. Pero en esta ocasión admito que definitivamente sentí que debía cuestionarme qué coño estaba pasando, porque necesitaba urgentemente una explicación lógica a todo este maldito desastre.

No recuerdo mucho de lo que vino después, a partir de ahí las cosas son borrosas. Johnny empieza a dispararle a él, él comienza a gritarnos un montón de nimiedades de las que no entendí ninguna y yo mientras tanto estoy tratando de recomponerme mentalmente porque sigo sin procesar nada de lo que está ocurriendo. ¿Me estoy volviendo loco? ¿Por qué de repente veo piratas y perros en todos lados? Quizás la demencia temprana de papá se me transfirió a mí también. En todo esto, el viejo deja de disparar y mi compañero me da un par de palmadas en la espalda para que vayamos a ver qué pasó ahora. Se estaba escapando por el jardín. Johnny no tardó un minuto en darle un par de tiros en la pierna y ahí se acabó la función, excepto por el hecho de que eso sólo causó que las cosas se liaran aún más.

De tanto estar sacando y metiendo el cargador, el muy idiota causó que la pistola se le acabara atascando, así que me pidió que fuera a vigilar al tipo mientras él arreglaba lo suyo. Yo, intentando recuperar la concentración, salgo al jardín y le apunto al loco con mi arma sólo para encontrarme con que mientras nosotros estábamos distraídos discutiendo por el tema de la pistola, él había estado recargando su escopeta. Poso el dedo sobre el gatillo, preparándome para asesinarlo antes de que él me asesine a mí, y ahí es cuando me doy cuenta de por qué no entiendo nada: es un error de sintaxis. Todo esto, desde la llamada de Johnny hace 4 días hasta el momento en el que me posé frente a un anciano vestido de pirata y me preparé para meterle 3 tiros en el pecho. Estoy a punto de matar a mi propio abuelo, repetir el ciclo.

Yo no tengo razón alguna para estar aquí en primer lugar, no soy nadie para estar quitándole la vida a este sujeto que no conozco de nada pero que por algún motivo tiene tantas similitudes con tantos aspectos bizarros de mí mismo. Así que me quedo quieto, congelado, porque ahí es donde recuerdo la cuarta vez me dijeron que me iba a morir. Fue mi madre, dos días después de abandonar la casa al darse cuenta del tipo de negocio en el que había comenzado a trabajar. Estaba furiosa y me lo dijo bien claro: «como sigas ahí metido te van a acabar matando». Después de eso nunca volví a saber nada de ella.

Ya no puedo recordar mucho de cuando recibí aquel disparo de escopeta en todo el torso. Sólo que fue doloroso al siguiente nivel, que me caí al suelo de espaldas y que apenas ver esto, Johnny le metió un tiro en la cabeza al otro tipo. Le vi terminando de desplomar la mitad del cuerpo que aún le era funcional, su escopeta se le soltó de las manos y él se desinfló como un globo para finalmente acabar quedándose allí, quieto, con la nariz clavada en el barro. Eso me enfureció por alguna razón, supongo que es porque yo no lo quería muerto. Me recordaba a mi abuelo.

«Hey, ¡hey! Quédate conmigo, ¿me oyes? Agárrate de mi mano, mantén la tensión», me dice, me da palmaditas en el rostro y marca un número en su celular. Creo que ahí es cuando llamó al doctor que tenemos asignado. Al trabajar en lo que trabajamos, el jefe no nos deja ir a hospitales ni nada parecido. Pero es un buen tipo y como tiene tanto dinero, cuenta con los suficientes recursos como para pagarle a doctores clandestinos que atiendan a sus soldados caídos en batalla. Yo me mantengo igual todo el rato, no entiendo exactamente el por qué, pero aunque esté sintiendo el dolor más grande que he sufrido jamás, a mi cerebro no parece importarle demasiado. Creo que leí sobre eso en internet alguna vez, es algo relacionado a la adrenalina. El cielo estrellado se ve extrañamente hermoso.

Durante todo el periodo de tiempo en el que deberían estar llegando mis compañeros del trabajo a rescatarme, yo solamente puedo limitarme a pensar en cada pequeña cosa que está sucediendo a mi alrededor ahora mismo. El sonido de los grillos retumbando en mis oídos. El sentir del pasto seco picando mis brazos desnudos. El dolor ardiente, infernal, que se esparce lentamente desde mi torso al resto de mi cuerpo cual si fuera un cáncer en su última etapa. El gusto metálico del líquido nocivo que me brota de la boca, que empieza suave y cálido pero prontamente se vuelve abundante y engorroso. El olor a titanio oxidado que comienza de a poquitos a hacerme presencia en las fosas nasales. El tacto cálido de mi único amigo dándome un fuerte apretón de manos. La areola borrosa en mi vista que empieza a hacerse cada vez más y más grande. El último rayo de luz lunar desapareciendo con suavidad mientras me preparo para descansar los párpados. La gama de colores rocambolescos paseándose por mi mente. El sentimiento de mis músculos rindiéndose de a pocos, relajándose de una vez por todas.

—¡Oye! ¿Sigues despierto? ¡Hey! ¡Ya están aquí! Te vamos a llevar a un sitio seguro, ¿vale? No te duermas, ¡no te duermas!

Pero yo no le respondo, no esta vez. No puedo. Siempre creí que la vida es injusta. Creces y luego mueres y eso es todo, no hay nada más. Para mí la muerte es un error de sintaxis, algo simplemente ilógico. Por eso nunca comprendí a esos que hablan de ella como si fuera una cosa «natural que nos pasa a todos». A veces pienso que esto se debe a que mentalmente sigo teniendo 6 años y por ende no entiendo la mayoría de cosas que dicen los adultos a mi alrededor. Después de todo, si a nadie parece importarle realmente, debe ser por una buena razón.

Aún con esas, estoy aterrorizado. Pero entonces recuerdo a mi abuelo, y recuerdo a mi padre y recuerdo a su estúpido perro. Y no puedo evitar sonreír. Todo el viaje que ha sido mi existir, desde mi nacimiento hasta este momento exacto, lo he vivido corriendo de un lado a otro, saltando de un tema al siguiente, haciendo el zig zag con mis palabras, apresurando cada pequeña cosa sin pensarme demasiado nada de lo que estoy haciendo.

Ha sido agotador.

Se siente bien tener una oportunidad de descansar.

Siento que, por primera vez, hice algo bueno.

Decidí no matar, no apretar el gatillo. Y ahora, a pesar de encontrarme cara a cara con el mayor error de sintaxis en la historia humana, estoy en paz.

Así que eso hago: descanso, desconecto, y me permito sentir como poco a poco las cosas se apagan. La forma en la que las palabras y los gritos de mi compañero se vuelven manchas irreconocibles, la manera en la que el dolor de mi cuerpo desaparece hasta transformarse en una nada absoluta, el momento exacto en el que mi consciencia me da el permiso de dejarla callarse por primera vez.

Esto es lindo.

Sólo desearía haber vivido las cosas de forma distinta, haber podido sentir esto en un sitio completamente diferente, quizás rodeado por una familia agradable en vez de un montón de médicos clandestinos. Pero, oh, bueno. ¿Qué se le va a hacer, cierto? Supongo que así es la vida.

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