La gata y el sabueso

—Señorita Sheryl.

—Detective.

La superficie helada de aquel mesa metálica chocaba contra las palmas de mis manos. Tomé asiento frente a la dama. Sobre nosotros, la pobre luz de una bombilla le iluminaba a cuerpo completo, cual si fuese una intérprete a punto de hacer brillar el escenario. Y tal como una, llevaba puesto aquel espectacular vestido rojo que siempre lucía sin importar la hora o lugar.

En mi bolsillo se ocultaba una polvorienta caja de cigarrillos rogándome ser utilizada, y siendo el caballero blanco que soy, opté por hacer caso a sus palabras invisibles. Le posicioné el tubito venenoso entre los labios, a lo que ella respondió con una sonrisa pícara, mientras yo concluía encendiéndoselo.

—No ha cambiado sus caballerosas costumbres, por lo que veo. Le agradezco el gesto.

—¿«Le»? Y yo que creía que a este punto de la relación ya nos estábamos tuteando.

Un breve rastro de humo se le escapó de la boca, producto de su risilla. Las cadenas en sus muñecas sonaban como panderetas cada vez que movía ambas manos para sacarse el cigarro de encima. Como ya me era costumbre, verle directamente a los ojos conseguía hipnotizarme. Su mirada era la de un gato, siempre analizando, atenta a todo peligro.

Para cuando yo mismo me encendí un puro, la sala de interrogatorios parecía un sauna. Pero era necesario, al menos para mantener mi concentración intacta. Su escultural silueta era apenas visible por la barrera de niebla tóxica que se había creado entre nosotros. Pero su voz, firme y extrañamente suave, nunca engañaba.

—¿Y bien? ¿El comisario no se sintió lo suficientemente satisfecho con mi trabajo de la última vez? ¿O por qué me están arrestando ahora?

—Me temo que el asunto de hoy es algo un tanto más complicado que eso, querida —inferí mientras arrastraba un par de fotografías sobre la mesa. La mujer titubeó, sus delicadas manos agarraban el papel con obvio desdén.

—No puede... ¿Ese es...?

—El mismo.

—¿Pero cómo? No tiene sentido.

—Esperaba que tú pudieras responderme a esa pregunta.

Paseó sus largas uñas entre aquellos rizos dorados que le caracterizaban, antes de exhalar una honda bocanada de aire y renovar la vista en mi dirección. El pequeño temblor en su cuerpo paró casi de inmediato, como si estuviera en perfecto control de sus emociones. Y teniendo en cuenta su línea de trabajo, esa era una habilidad que muy probablemente le venía útil en más de una ocasión.

Las fotos apenas y eran visibles, pero cualquiera en la ciudad podría reconocer al tipo que se hallaba allí tirado, especialmente ella de entre toda la gente. La verdad es que Sheryl nunca había sido una chica simple. Desde la primera vez que le vi, noté que bajo la piel de aquella gata callejera se ocultaba un cisne blanco.

Cada día estaba apuntando más alto, cada día se metía con clientes de mayor interés. Para cuando me di cuenta, ni siquiera yo recibía el suficiente salario como para poder permitirme su tarifa. Mentiría si dijera que eso no me era un poco deprimente. La verdad es que mi debilidad por ella fue más que obvia desde nuestro primer encuentro, supongo que aquel es la razón por la que siempre se notaba tan confiada alrededor mío.

—No le estoy entendiendo, detective. ¿Por qué insinúa que yo tengo algo que ver con todo esto?

—Perdón, linda. No estaba consciente de que te había traído para jugar a las adivinanzas, creí que esto era un interrogatorio.

—No tiene por qué comportarse así conmigo, agente. Simplemente no lo entiendo. No creerá que el hecho de que el señor alcalde haya buscado mis servicios en un par de ocasiones automáticamente me haga su mayor allegada, ¿o sí?

—Yo no le llamaría «un par de ocasiones» a encontrarse mínimo tres veces por semana, Sheryl —repliqué sin recibir mayor respuesta al silencio prolongado que siguió mi oración.

A pesar de que a este punto su rostro era casi invisible, aún podía sentir sus verdes ojos penetrando en mi alma. Tuvieron que pasar varios segundos antes de que se atreviera a volver a abrir la boca.

—¿Está familiarizado con la historia de la gata y el sabueso?

—Estoy «familiarizado» con la bronca que me va a echar mi jefe como no avance en la investigación. Voy a necesitar que colabores, y que lo hagas como se debe: sin desviar el tema. Si no lo haces, no garantizo que te pueda sacar de esta. No esta vez.

—De pequeña, mi madre solía contármela todo el tiempo.

—Oh, por el amor de Dios. Por favor no hagas esto.

—Érase una vez, en una tierra muy, muy lejana...

—Sheryl, ¿dónde estabas ayer entre las 8 y las 10 de la noche?

—Bajo la lluvia, en su cajita, vivía una gata campesina. No mucho tiempo atrás, había huído de casa para vivir en la gran ciudad. Cada día, desde un agujerito, veía pasear las piernas de la gente. Muchas veces pies desnudos, sucios, mojados y olorosos. Muchas otras, zapatos negros, azules, rojos y blancos. Pero siempre eran variados, eso es seguro. Deportivos, tacones, botas y mocasines. Esos últimos eran sus favoritos, pues se veían brillantes, llenos de vida. Abundancia.

—Para. En serio no quieres complicar las cosas. ¿Cuándo fue la última vez que viste al alcalde?

—Sin embargo, nunca se les acercaba. Sin importar la forma, color o estilo. Para ella, todos se veían grandes, ruidosos y escalofriantes. Y siendo una gatita campesina, pequeña, flacuchenta, le aterrorizaba la idea de ser pisoteada. Pero tenía que comer, así que todos los días, todas las tardes, todas las noches, maullaba. Maullaba sin parar, una y otra vez, esperando que alguien fuera lo suficientemente amable para dejarle alimento.

—Dije que pares, mujer. Y responde, ¿dónde estabas ayer entre las 8 y las 10 de la noche? ¿Cuándo fue la última vez que le viste? ¿Y por qué coño encontramos su cadáver pudriéndose a dos cuadras de tu departamento? No puedo ayudarte si no respondes. Por favor.

—Y aunque muy de vez en cuando consiguiera su cometido, ella seguía sin salir, solamente sacaba la pata por el agujerito, intentando agarrar lo más pronto posible lo que estuvieran dispuestos a regalarle. Pero las personas, siendo lo que son, se ponían exigentes con el pasar del tiempo.

—Sheryl...

—Comenzó con los vagabundos, que solamente le daban parte de sus sobras si se dejaba ver ante ellos, aunque fuera un poco. Le siguieron los que llevaban deportivos y botas, ellos sólo le alimentaban si se dejaba tocar, acariciar durante un rato. Pero los de mocasines, sorpresivamente, eran los más complejos. Sólo le alimentaban si hacía trucos, y los trucos tendían a volverse cada vez más extravagantes. Más difíciles. Llegado cierto punto, incluso crueles, dolorosos.

—¡Sheryl!

Pegó un pequeño salto, sorprendida, antes de mirarme directamente al rostro. El topetazo que le di a la mesa generó que parte del humo se disipara, y pudiera observar en primera plana sus penetrantes ojos, humedecidos con lo que parecían rastros de minúsculas lágrimas a punto de salir.

—Esto es serio. Basta ya, se acabaron los juegos. Un hombre murió. ¡Carajo! Ni siquiera «un» hombre, sino «el» hombre, y tú eres la única persona capaz de darme un poco de luz en esta tormenta de mierda. Responde a mis preguntas y te podrás ir a casa.

—Roger, te va a gustar esta historia.

Un escalofrío recorrió mi espalda. Tanto tiempo conociéndola, y nunca antes se había dignado a pronunciar mi nombre. Las palabras no fueron capaces de abandonar mi boca, y ella pudo notarlo casi de inmediato.

—Una noche lluviosa, a muy altas horas, notó que lo que se paseaba frente a su cajita no era un mocasín, ni una bota, ni un pie. Era una pata, seguida de otra, y de otra, y de otra más. Para cuando se dio cuenta, un hocico grande y aterrador se asomó por la entrada a su refugio. «Ahora sí», pensó, «este es el final». Y cerró los ojitos, esperándose lo peor.

«Buenas noches, ¿se puede?» exclamó el sabueso, con una voz gruesa y retumbante, y entonces dejó ver también aquellas adorables orejas gigantes. Al ser la caja tan ajustada, cuando el perro entró, casi aplastó a la pequeña gata. Pero a ella eso poco le importaba, pues estaba anonadada ante el hecho de que no le había intentado morder. Con la cabeza llena de confusión, no pudo evitar preguntarle: «¿No me vas a comer?».

«No», respondió entre risas, «sólo buscaba refugio, está lloviendo muy fuerte allí afuera». Al principio desconfió, aquel era un animal robusto e intimidante, cuya reputación le precedía, pues la guerra entre perro y gato era un mito bien conocido por cualquiera. A pesar de ello, le dio una oportunidad, y le permitió quedarse hasta el amanecer.

Todo transcurrió pacíficamente, no sólo eso, sino que también de forma muy amena. Se llevaron tan bien que incluso parecía un sueño. Él le contaba chistes tontos, historias absurdas, descripciones increíbles de todos los lugares que visitaba. Ella reía, se sorprendía, jugueteaba con sus cola y sus orejas.

Por primera vez alguien le había sido genuinamente amable, no buscó nada de ella más que un poco de amistad y compañía en la tormenta.

—Es curioso. ¿No cree, detective? Como de fácil engañan las apariencias. Los caballeros en mocasín le decepcionaron, mientras que el sabueso grande y malo le sorprendió.

—Ajá... Pero, ¿qué pasó después? La historia no acaba allí, imagino.

—Imagina usted bien. La noche siguiente, el sabueso regresó, esta vez con un trozo de pan entre los dientes. A cambio, únicamente buscaba el acompañamiento cálido de su nueva amiga, igual que la última vez. Y a partir de ese instante, cada vez que bajaba el sol y las gotas de agua golpeaban el suelo, la gata y el sabueso compartían las sobras del día mientras disfrutaban el uno del otro, en armonía perfecta.

—Ese es un final feliz, que bonito. Ahora, ¿podemos centrarnos en esto? Por favor, linda. Responde las preguntas. Es sólo un testimonio más de los muchos que has dado, me aseguraré de que estés de vuelta en casa en nada.

—A ninguna mujer le agrada un hombre impaciente, señor Williams. La triste realidad es que la fábula no acaba ahí, de otro modo, no contaría como una.

A las personas que frecuentaban esa calle les comenzaba a molestar la presencia del perro, pues tenía un careto enojón y un temple de acero. Y cada vez se les veía más fastidiados, aterrados; con más notoriedad, a aquellos de vestimenta elegante, que no podían ver a la gata interpretando sus trucos si aquel grandote mordelón estaba husmeando por la zona.

Así que, poco a poco, uno a uno, comenzaron a tomar otras rutas, a dejar de frecuentar la guarida. En un principio no fue problema, pues el sabueso era quien traía pan a la mesa. Sin embargo, él solamente iba de noche, lo que implicaba que el resto del día la gata debía hallar otras formas de encontrar sustento.

Y cuando se corrió la voz por toda la ciudad de que en aquel rinconsito rondaba un animal salvaje y sin bozal, la gente comenzó a tener miedo de ir inclusive por las mañanas y las tardes. Claro, comía un festín antes de irse a dormir, pero el resto del tiempo su panza estaba vacía y gruñona. Eventualmente, notó que esa situación no le era suficiente para sobrevivir, al menos no de la manera que quería.

Así que sólo le quedaba una opción: tenía que despedirse de su gigantesco amigo. Pero le había tomado gran aprecio, mucho mayor del que cualquiera podría imaginarse. No llevaba consigo el coraje suficiente para decirle que dejara de visitarla. En cambio, optó por una táctica más rebuscada. Cada día le pedía más comida, le decía que si no llevaba más y más, no le dejaría quedarse con ella.

El perro la apreciaba mucho por lo que, como podía, le hacía caso una y otra vez, siempre esforzándose hacia el siguiente nivel. Pero tal como había planeado, llegó un momento donde su compañero simplemente no pudo más y, deprimido, tuvo que resignarse a dejarla sola.

—¿Qué es lo que estás tratando de decirme? Yo...

—Shhh —El frío tacto de su dedo chocó contra mis labios —... La historia no ha terminado. ¿Quiere saber lo que pasó después? Aunque probablemente ya se lo puede imaginar.

El sabueso comenzó a ser visto lejos de la cajita, los rumores de que había parado de frecuentar esa calle se hicieron presentes, y prontamente todo volvió a la normalidad. Era una gata lista, mucho más que las demás, y eso la hacía especial para muchas personas. Con el tiempo se volvió tan popular, que solamente aquellos en ropajes brillantes tenían el derecho de alimentarla.

La sacaron de su cajita, le dieron un nombre, y se la llevaron con ellos para entrener sus hogares. Mas la caja había sido reemplazada por una jaula, los sonidos de la lluvia por las risas de hombres maliciosos, y la luz de la luna por la de una bombilla vieja. Ahora, la gatita comía todo lo que quería. Pero en las noches pasaba frío, soledad, penuria.

Su amigo ya no estaba, y en lugar de sus chistes tontos y cuentos increíbles, recibía los azotes crueles y miradas burlonas de aquellos que vestían traje y mocasín. Todos los días, todas las noches, forzada a cumplir los desagradables deseos de monstruos indecentes haciéndose pasar por personas de bien.

Fue tanto el castigo, tanta la tortura, que en un momento dado simplemente no pudo más. Mientras uno de los sujetos le sacaba de sus rejas para otro espectáculo, ella lo rasguñó, lo rasguñó y no lo paró de rasguñar. Y entonces huyó, escapó sin mirar atrás. Quería volver a casa, a la granja, donde nada de esto hubiera pasado. Y eso intentó, al menos al principio.

—Jesús, Sheryl... ¿Lo mataste?

La habitación volvió a tomar un color normal, hacía ya un buen rato que nuestros cigarrillos se habían apagado. Su expresión era atemorizante. No estaba llorando, no estaba enojada, ni una pizca de arrepentimiento en esos bellos ojos. Era neutralidad, pura y absoluta. Una mirada preocupantemente normal. Sin embargo, el temblor en su hablar le delataba. Me acaricié la frente intentando procesar lo que sea que hubiera sido todo este espectáculo. Entonces la oí resoplar.

—¿Quieres saber la parte triste, Roger? La gata nunca volvió a su hogar. Porque en vez de eso, decidió regresar a su cajita, en medio de la tormenta, con la esperanza de volver a ver al sabueso aunque fuera una vez más. Pero no lo hizo, nunca lo hizo. Ya era demasiado tarde, la decisión estaba tomada. Los humanos regresaron poco tiempo después, sabiendo que una gata rabiosa ya no les servía de nada. Y allí, con esos zapatos negros, azules, rojos y blancos, deportivos, tacones, botas y mocasines, la pisotearon. La pisotearon una y otra vez, sin parar, hasta que no quedó nada de ella.


—Ese no —suspiré, posicionando ambos codos sobre la mesa mientras me resfregaba el rostro. Había sido un día largo y ahora se sumaba esto a mi lista personal de líos, necesitaba descansar —... Ese no es un final feliz, tenlo por seguro. Mierda.

—Siempre se me hizo curioso el hecho de que las fábulas sean tan trágicas, especialmente cuando la mayoría de ellas van dirigidas a niños. Pero supongo que al fin y al cabo ese es el punto, ¿no es así? Enseñarnos lo que nunca debemos hacer. Una pena que no les prestemos más atención.

—Oh, querida... No tengo la más mínima puta idea de qué decirte ahora. ¿Por qué? ¿Qué te hizo? Si te dañó quizás podamos... No lo sé, decir que fue en defensa propia. De una forma u otra tiene que haber una manera de librarte.

—Cariño, es el alcalde.

Tenía razón. Era un caso perdido. Rechiné mis dientes antes de mirar en dirección a la puerta, arreglándome el sombrero mientras me levantaba de la silla y echaba un vistazo al corredor. Nadie a la vista. Siempre podías confiar en que a la hora del almuerzo no hubiera rastro alguno de los monos en la estación.

El sonido de mi llave se hizo presente y casi de inmediato sus esposas chocaron contra el metal. No dije nada, sólo la tomé del brazo con delicadeza y la guié en el trayecto hacia las afueras del sitio. Ella misma parecía en una especie de trance, sin saber si realmente creerse lo que estaba pasando o tomarlo como una broma de mal gusto.

Por alguna razón, quizás culpabilidad, no podía hablar, así que volteé, preparado para irme sin siquiera decir adiós, solamente para encontrarme con una calidez repentina en mis labios antes de tener oportunidad a dar otro paso. Sabía a frambuesas. La abracé mientras me unía con ella en un sólo ser, y nos mantuvimos así por lo que se sintió una eternidad.

—¿Detective?

—¿Sí?

—¿Recuerda la primera vez que nos vimos? ¿El sitio donde me conoció?

—Con todo lujo de detalle. Era una noche lluviosa, el comisario me había ordenado vigilar esa calle específica, habían toneladas de rumores acerca de una red de prostitución fraguandose por la zona. Entonces te vi allí parada, sola. Y no pude evitar lo que pasó después.

—Yo... Oh, agente. Gracias. Lo siento, esto es estúpido. Debería irme —gimoteó en lo que se separaba de mí, dando pasos pequeños pero rápidos, alejándose lentamente hasta convertirse en una mancha en la deriva.

—¿Sheryl? —grité. Volteó una última vez, dejándome ver su silueta perfecta —. Esa historia... Deberías hacerle caso a su moraleja. Seguir tu propio consejo.

Asintió, después de eso cada uno se fue por su lado. Yo le dije a mi jefe que el interrogatorio no había resultado en nada, que la sospechosa no tenía ninguna prueba incriminatoria en su contra, y las cosas quedaron allí, al menos por ahora.

Más tarde al caer el sol, llevando un ramo de flores entre mis manos, regresé por primera vez en mucho tiempo a la calle que solía frecuentar cuando Sheryl aún estaba a mi alcance. Supongo que su interpretación sobre aquel fábula difería bastante de la mía, pues para el momento en el que llegué al sitio, no me encontré con nada más que viento frígido y gotas de lluvia transformando mi sombrero en un paraguas.

Se había ido, quizás a su hogar, muy lejos en el campo, donde perteneció desde un principio. Al final del día, ella era una gata campesina que intentó meterse donde no debía, yo un sabueso de ciudad que nunca supo cómo comprenderla.

Mi decepción era evidente pero, a la vez, no podía evitar que me causara cierta gracia la ironía de nuestra situación. Me devolví a mi coche y caí dormido, con la esperanza de ser despertado por sus dulces labios, sólo para encontrarme con un obvio golpe de realidad a la mañana siguiente. Aquella ocasión soñé algo relacionado con frutillas y puñales, pero esa ya es una historia para otro día.

Nunca la volví a ver, ni siquiera supe nada más de ella, pero sin importar donde sea que esté actualmente, puedo decir con seguridad que consiguió escapar de aquellos monstruos bien vestidos a quienes tanto temía. Y eso realmente me alegra.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top