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Nunca somos escuchados
La mañana del 12 de febrero de 2021 había una protesta contra la política de gobierno de expulsión de gitanos, contra la discriminación. Oana estaba presente, una joven Romaní, y no por ello sin valores o vulgar. Ella estaba rodeada de un centenar de personas de su misma etnia y alzaba una pancarta que rezaba: «No a la política inhumana».
Ilie la acompañaba, aunque le había advertido que en realidad no se iba a quedar mucho tiempo con ella. La propuesta era que se cuidara y se mantuviera tranquila. Su hermano menor le dio un beso en la frente y le prometió entretener a Mihail y Alin, sus hermanos mayores, porque si por algún motivo llegaban a saber que se encontraba en una protesta y no en la iglesia, en casa se armaría una grande o la encerrarían de por vida.
—Pase lo que pase, no te alejes de las vías de escape —la instruyó—. Pase lo que pase, ¿vale?
—¿Por qué? —inquirió Oana, sabiendo que su pregunta no sería contestada. Ese mocoso solo tenía 17 años, pero tenía un carácter fuerte como el de sus otros dos hermanos, con la gran diferencia de que Ilie sí la ayudaba y comprendía.
—Porque lo digo yo. —Oana movió los labios y coreó un «pirqui li digi yi», emitiendo palabras con puras i, él resopló y le dio la espalda para ignorarla.
En los alrededores de la plaza había muchos policías resguardando el orden de los que manifestaban. El congreso cuadriplicó la seguridad. Si algún miembro de la AGH (Asociación Gitanos de Hoy) se descontrolaba seguramente los replegarían con bombas lacrimógenas, sin importar la cantidad de espectadores y curiosos. La AGH alegaba que la política estaba llena de racismo social: unos gobernantes locos e imbéciles. El otro bando se defendía a la fuerza y si era necesario ampliarían las prisiones para meter en ellas a los gitanos, fuera de la vista de todos.
—¿Estarás bien? —le preguntó el muchacho.
—Sí, vete tranquilo —respondió Oana, pero su voz sonó extraña.
Cuando llegaron no estaba intranquila en absoluto, pero él había sido el que la había puesto nerviosa. Obviamente estaba preocupado y ella creía saber por qué, seguro creía en los rumores sobre un saboteo, que el congreso iba a montar algo, que intentarían impedir la concentración como fuera, pero ella se obligó a tranquilizarse y su hermano asintió para luego marcharse en un autobús que pasaba frente a la plaza.
***
Esa misma mañana, una reunión se llevaba a cabo con una comisión de los Derechos Humanos, encabezada por Lyon Reen, donde este señalaba que se organizarían vuelos para que unos 1.000 inmigrantes que no tenían trabajo ni permiso de residencia fueran repatriados y trasladados hasta Rumania y Bulgaria. Luego de seis siglos, los gitanos seguían relegados, sufrían problemas de acceso a empleo, educación, salud, vivienda, y ahora los requisitos para mantenerse en el país eran casi imposibles de satisfacer.
¿Es que acaso se había destruido la esclavitud pero no el racismo?
Santino Matei pensaba que se debía poner fin a tantas diferencias, su rostro reflejaba descontento mientras escuchaba a Lyon, se sentía sofocado, la reunión estaba siendo interminable y el tema intolerante. Las cosas no iban bien, sus compañeros no parecían ser conscientes de que se debe tratar a los demás como queremos que nos traten a nosotros. Veían el anti gitanismo como algo bueno, personas que se debían erradicar y olvidar. Evidentemente, Santino no estaba de acuerdo, sin embargo no daba su opinión, no podía contradecir a Lyon Reen, su padrastro.
Cuando la reunión finalizó y todo el mundo se marchó, Santino se quitó la corbata y la lanzó sobre el escritorio, provocando que su madre lo mirara con desaprobación; el accesorio le parecía necesario para el muchacho que ya era en realidad un hombre muy terco.
Gloria se levantó de su silla y se movió para agarrar la corbata, simuló una sonrisa, aunque era un secreto a voces que hace tiempo no se llevaban bien, y cumplió su papel tragándose la amargura que su hijo le causaba. ¿Cuándo aprendería? No había manera de controlarlo, y ahora menos que había crecido. Extendió las manos para ponerle de nuevo la corbata en el cuello, pero Santino retrocedió.
—Es molesto que quieras tratarme como un niño. Especialmente después de esa horrible reunión. Madre, por Dios, ¿oíste lo que dijo sobre repatriar a esa gente?
—Claro que lo oí. —Gloria Bravo, que respetaba firmemente los derechos humanos, estaba tranquila.
—¡Es un imbécil! ¡No deberías dejar que haga algo así!
—Oh, es del Consejo de seguridad, Santo. Conozco a Lyon y te puedo prometer que no les hará daño a esas personas.
—No lo creo. —Detuvo la mano de su madre cuando intentó acariciarle la mejilla―. No sabes de lo que es capaz, aún no lo conoces bien.
—No necesito veinte años de matrimonio para saber que es un buen hombre.
—No, veinte no, pero por lo menos uno. —Las palabras sonaron ligeramente rencorosas y ella lo miró de forma amenazante. Discutir con Gloria, que era la funcionaria con el cargo más alto, era muy parecido a caminar descalzo sobre brasas ardientes, pero Santino no era un empleado más, era su hijo. Tampoco era que no la respetara, pero odiaba el hecho de que defendiera tanto a Lyon.
—Santo, acabamos de terminar con una reunión que duró cuatro horas, no he desayunado y te gritaré sin vacilar. Si lo que quieres es discutir si yo estaba lista o no para un matrimonio, te espero a las 7pm en la cena.
—No quiero verle la cara a ese tipo.
—No he dicho que él estará. —Gloria suspiró y le lanzó la corbata, su gesto fue tan desprevenido que Santino no logró atajarla, fue por eso que se agachó a recogerla mientras se decía a sí mismo que Lyon Reen no era un buen marido para su madre.
***
A medida que pasaban los minutos, Oana se iba poniendo más nerviosa, no había visto tanta gente junta en su vida y le tocó apoyar la protesta parada entre un río de personas y pancartas. Los miembros de la guardia estaban situados muy quietos frente al congreso, mirando fijamente hacia la plaza, sostenían armas enormes con cañones que apuntaban al piso; ahora veía el por qué Ilie le había dado instrucciones antes, no había forma de poder correr.
Había bastante ruido, ella oía el eslogan que coreaba un grupo que estaba a lo lejos, le pareció distinguir «No hay derechos humanos sin contar a los gitanos...»
—¡Oana! —se giró; Abril se abría paso entre la masa de gente y cuando llegó hasta ella le colocó una mano en el hombro—. Dicen que algo va a pasar.
Abril era una chica agradable que pertenecía a otra comunidad de gitanos, asistían a la misma iglesia, siempre estaba bien informada, y no era de extrañar, ya que su tía trabajaba en la cafetería del congreso.
—No creo... —comenzó a decir Oana.
—Márchate ya, confía en mí —la interrumpió Abril.
—Mira, si estás preocupada puedes quedarte conmigo, siempre y cuando no grites cerca de mi oído, la última vez casi me dejas sorda —dijo tan dramáticamente como pudo.
—¿Dónde está Ilie?
—Se fue hace un rato. —Abril sonrió ligeramente decepcionada, después observó a los lados, sin duda le gustaba el menor de la familia Balan.
—¿Y eso que te dejó sola? —preguntó volviéndola a mirar, por suerte ya se le había pasado el sonrojo.
—Me está ayudando con algo de independencia.
De repente, un estruendo sonó y Abril cayó al suelo de un tirón. Oana soltó un chillido al ver la sangre brotar mientras la joven se quejaba. Inmediatamente se agachó a socorrerla, taponeó la herida con su mano y comenzó a pedir ayuda de una forma tan desesperada como ahogada. No le dio tiempo a ser escuchada porque quedó arrodillada entre un mar de gente que empezó a correr de forma violenta, solo sentía como chocaban unos con otros moviéndose como en una estampida.
Trató de cubrir a Abril con su propio cuerpo, todo era ruido y gritos.
—Vas a estar bien. Vamos a estar bien —le iba diciendo mientras recibía golpes y patadas de los que pasaban por encima de ellas. Trató de mirar rápido para ver si podía moverse, con el temor a seguir siendo atropellada.
Dios, vamos a morir, seguro. Pensó muy asustada.
***
Santino levantó la vista de la pantalla de su computadora cuando algo fuerte sonó. ¿Eso fue un disparo? La respuesta llegó a él con las nuevas detonaciones. En el pasillo gritaron, lo que significaba que había problemas. Su secretaria no era la típica mujer a la que le gustaba hacer escándalo por cualquier cosa. Si los gitanos habían tratado de entrar al congreso habría complicaciones.
—¡Joder! —exclamó levantándose, le preocupaba toda esa gente.
La puerta de su oficina se cerró tras él, su secretaria estaba allí, un metro sesenta que se movía por el pasillo nerviosamente.
—¿Qué pasa? —preguntó directamente hacia ella nada más se quedó quieta.
—La guardia le está disparando a los gitanos. —Sobraban las conjeturas, seguro el imbécil de Lyon había dado la orden para semejante locura. Los gitanos se habían topado con la peor calaña del mundo.
Presionó el botón del ascensor rápidamente y marcó el número de su madre, haciendo caso omiso a las advertencias que proferían su secretaria y su escolta detrás de él. No le importaba discutir con el personal; solo quería detener aquello. Llegó a la planta baja y ordenó que le dieran la ubicación del comandante de la guardia, casi al mismo tiempo en que le explicaba a Gloria lo que ocurría, su madre había salido del congreso una hora antes y al percibir que no entendía lo que le decía, le colgó.
Ta, ta, ta. Más disparos.
Las entrañan se le volvieron líquidas, el aliento se le detuvo en la garganta al mirar a través de las puertas de vidrio, la gente corría y se empujaba en todas direcciones, desesperada por encontrar una salida. La guardia los tenía acorralados.
—¡Hay una mujer en el suelo! —gritó alguien. Santino miró un poco más allá y la vio. Ella intentaba incorporarse y la volvían a derribar, parecía sin aliento y la pisaban en mitad de la espalda. Sus instintos se agudizaron, tenía que ayudar.
Sobre él se cernió su hombre de seguridad, imposible que lo dejara salir así.
—Deténgase, jefe —gruñó con voz grave, pero Santino se zafó al instante.
—¿Cómo te atreves a tocarme? No fastidies si no vas a ayudar —rugió enfadado. El escolta lo miró, moviendo la cabeza de arriba abajo, sintiendo pequeñas explosiones de arrepentimiento que irradiaron desde su estómago hasta su cuello.
—Está bien. Venga, deprisa. —Y sacó el arma que llevaba enganchada en el cinturón. Santino agradeció mentalmente, porque si se le hubiera ocurrido contradecirlo lo hubiera despedido sin pestañear.
—Vamos, cúbreme.
Corrió para llegar hasta la puerta, la empujó con ímpetu y se encontró con dos policías que intentaron impedirles el paso, su escolta le dio a uno en la cabeza con la fuerza suficiente para derribarlo: el hombre se tambaleó hacia un lado y cayó al suelo. Santino trató de esquivar al otro, pero este se lanzó a sus tobillos, así que le pegó dos buenas patadas en las costillas y saltó por encima de él. Luego evitaron unas barreras de la guardia que estaban tiradas, rotas y destrozadas. Los gritos seguían en torno a la plaza, que se había convertido en un desastre. Consiguieron llegar hasta la mujer arrodillada, por un instante dudó en tocarla, pero con la mano en su hombro llamó su atención, ella tenía el rostro bañado en lágrimas, estaba asustada por lo que sucedía y de pronto se desmayó sobre la otra mujer mal herida, en medio de toda la locura.
Otro disparo de arma de fuego. Más gritos. Santino se inclinó hacia delante y la cargó. El escolta hizo lo mismo con la otra joven y corrieron sin mirar atrás. Se alejaron de la plaza y pudieron detenerse, el esfuerzo impactó en el pecho de Santino, punzante, era molesto y le costaba respirar, pero no la bajó, al contrario, apretó los dientes y corrió un poco más.
—¿Qué haremos con ellas? —masculló el hombre de seguridad, intentando sujetar el cuerpo de Abril para que no cayera. Santino miró la herida de la joven con el rabillo del ojo, sangraba bastante. Ellos podían llamar al número de emergencias y dejarlas ahí, ya estaban a salvo, pero en cambio se paró en el filo de la acera, si la chica que estaba herida se moría, nada valdría la pena.
—Rápido, para un taxi.
—¿A dónde iremos?
—A cualquier clínica para que las atiendan.
—No sabemos si tienen seguro. Eso puede representar un problema.
—A ver, si hay algún problema con el ingreso, lo solucionaré. Tengo dinero y nadie cuestionará las decisiones de Santino Matei, el hijo de la presidenta del congreso. Así que para un jodido taxi, ¿quieres? —El escolta lo miró con enfado, pero con cuidado depositó a la joven en un banco, para luego alzar la mano y detener un vehículo amarillo.
En cuanto se subieron, el conductor aceleró a gran velocidad, aunque con el control suficiente para no chocar a nadie. Adelantó a varios vehículos y solo se detuvo en un semáforo, cruzaba calles y tocaba la bocina mientras en la radio hablaban del disturbio que ellos acababan de dejar atrás.
La joven abrió los ojos, él la bajaba del asiento del taxi, maniobraba su cuerpo de una forma tan cuidadosa como complicada. Ella trató de incorporarse y Santino volvió a alzarla como en la plaza, giro con ella en brazos y comenzó a pedir ayuda en la puerta del centro médico.
—Abril... ¿Dónde está Abril? —habló asustada porque no veía a su amiga. Santino la miró, era una mujer joven, de su edad más o menos.
—¡Ayuda! ¿Dónde está el personal de este lugar? —gritó sofocado, intentando abrir la puerta de emergencias.
Su grito fue escuchado y en segundos apareció la ayuda. Enfermeras y doctores se hicieron presentes y comenzaron a atenderlas. Santino se dejó caer en una silla de metal, agradecido, tenía el pulso acelerado. Alzó la mano para echarse el cabello negro hacia atrás, sudando.
—Siéntate —le ordenó a su escolta—. Será un día largo.
—No. Buscaré un baño y trataré de sacar esta mancha de sangre de mi camisa —se encontró diciendo—. Estaré de vuelta enseguida.
—La mayoría de las personas que conozco no me hubieran ayudado. Tú te arriesgaste conmigo. Gracias.
—Estoy para servirle —contestó el hombre con la energía agotada—. ¿Le traigo algo cuando regrese? ¿Un café?
—No quiero café —dijo Santino—. Quiero saber cómo se encuentran esas mujeres, y luego quiero encontrar al responsable de ese disturbio, y quiero matarlo.
—Desgraciadamente... la venganza no será posible por el momento, de modo que es café o nada —repuso el hombre. Santino resopló con frustración.
—Está bien. Podría tomarme un café.
***
Con signos estables, Oana fue atendida y trasladada a un cuarto de observación. El caso de Abril era otra cosa, la chica llegó con problemas de respiración por un impacto de bala en el costado derecho, se encontraba en el quirófano y el susto de Oana no disminuiría hasta que su amiga saliera de allí.
La gitana se logró levantar, quería salir de ese cuarto, pero una enfermera la regañó, la empujó de vuelta y la obligó a sentarse en la camilla.
—Señorita, ¿por qué se quitó la vía? —preguntó molestó el doctor de guardia.
—Ustedes no pueden retenerme aquí, ¿no ven que necesito saber de mi amiga? —Pensaba escaparse en cuanto pudiera.
—Sufriste un colapso nervioso —habló la enfermera con una mueca, antes de empujarle el cuerpo hacia atrás para que descansara—. Vamos, tienes golpes por todos lados.
La muchacha no dejaba de negar con la cabeza y se resistía a quedarse acostada, estaba toda adolorida, pero aun así se movía con bastante agilidad. Subió una pierna y empujó al doctor, provocando que llamaran a más personal para tratar de reducirla, y finalmente la sujetaron y ella comenzó a dar patadas. Santino se acercó al escuchar el alboroto.
—¡Señorita, cálmese o tendré que sedarla!
—¡Suéltenme! ¡Les juro que estoy bien! —gritaba—. ¡Yo no tengo para pagar esta clínica! ¡Quiero irme a mi casa!
—Todo eso podrán resolverlo sus padres, ya vienen en camino.
—¿QUÉ? ¡Oh, Dios mío! —dejó de hablar y se desplomó en la camilla. Santino por fin pudo observarla con tranquilidad, era increíblemente guapa: piel blanca y tersa, nariz perfilada y unos ojos grises deslumbrantes. Tenía el cabello muy largo, liso y de un negro brillante. Del cuerpo no podía ver mucho, pero apuntaba a que estaba muy bien.
—¿Qué hace usted aquí? —le preguntó una enfermera a Santino y Oana clavó sus ojazos en él.
—Eh, tranquila, yo fui el que la traje. Mire, solo quería saber cómo estaba. —Comenzó a mover los pies lentamente para irse, pero la voz de Oana lo detuvo.
—Espere... —Se trató de mover, pero poco podía hacer con las manos sujetas.
—Doctor, la chica se ve inofensiva —dijo Santino en dirección al hombre de bata.
—Si consigues calmarla, te estaremos agradecidos.
—Lo haré. —Y se acercó clavando los ojos en los de ella para preguntar—: ¿Verdad?
Oana asintió, como en cámara lenta, jamás había visto a un hombre tan bello. El médico los miró con cara de pocos amigos.
—Ya estás advertida, es eso o te administraremos un sedante.
—De acuerdo —aceptó lagitana, tendría que obedecer, insólito, más personas que la querían gobernar.
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