La bailarina

Estar encerrado, completamente a oscuras, capaz de escuchar sola y exclusivamente tus pensamientos logra que uno se plantee si de verdad existe. Sin embargo, basta con tocarse un brazo, sentir el calor de tu propia piel en contacto con la palma de la mano y recuperaríamos la idea de «yo» como un ser existente en el mundo.

Pero, ¿y si uno no se puede mover ni tampoco puede verse? ¿Cómo probar entonces que estamos vivos o si, simplemente, somos un pensamiento perdido en el vacío del universo?

***

Era invierno. Las ventanas del taller estaban empañadas debido a la diferencia de temperatura y las luces de las bombillas creaban rectángulos amarillos en la calle nevada. El viento silbaba frío y cortante en las calles del pueblo, colándose por las rendijas y sacudiendo la placa metálica que había sobre la puerta; en él, se leía «Taller mecánico».

Dentro, el fuego de la chimenea aún se encontraba encendido e iluminaba una mesa desordenada, llena de papeles, herramientas y los restos de una cena rápida en una esquina libre de aquel caos. No había nadie en la sala, sin embargo, una puerta entreabierta creaba una fina franja de luz sobre la alfombra, también repleta de artefactos.

Aquella pequeña habitación era el corazón de la mecánica. Gigantescos engranajes se encontraban apoyados en las paredes, acompañados de otros más pequeños; muelles de distintos tamaños sobresalían desbordantes de sus respectivas cajas y alguno que otro ya había aterrizado en la otra punta del lugar. Cajones a medio cerrar con llaves inglesas, destornilladores, tuercas y tornillos... Uno podía incluso encontrar aceites de cualquier tipo. Y, en medio de todo, una gigantesca bola de cristal disminuía aún más el tamaño de la habitación.

Un anciano, de cabello blanco y espalda encorvada, dejó los arrugados planos que estaba revisando, se bajó las gafas de la frente y se las ajustó sobre el puente de la nariz. Ignorando la tardía hora que marcaba el reloj de la pared, agarró el destornillador del pequeño escritorio —también repleto de papeles, lápices, compases y pequeños engranajes y poleas— y volvió a su tarea.

Se inclinó sobre un complicado mecanismo y procedió a ajustar el último muelle que faltaba.

—Esto ya está —suspiró tras un rato de insistencia con el artefacto, incorporándose y llevándose la mano engrasada a la espalda con cierta molestia. Se secó el sudor de la frente y contempló su obra—. Es preciosa, sin duda —sentenció con una sonrisa de satisfacción y orgullo.

Retrocedió un paso y su mirada se encontró con una cristalizada y sin vida. Por fin, la había terminado. Después de tantos años de fracaso había creado una obra de arte mecánica: una bailarina a escala real.

Los detalles estaban meticulosamente confeccionados. El vestido, de un beige parecido al gris, era de una tela cara y de un gusto exquisito hasta para los más ricos del país. El rostro de la bailarina, al igual que todo su cuerpo, estaba hecho de fina porcelana, ocultando el mecanismo que la ponía en movimiento.

Su figura se encontraba encerrada en una bola de cristal, la cual, en su base, guardaba los secretos del invento.

—Veamos si funciona... —masculló el hombre.

Con cuidado, se agachó y le dio cuerda a la bailarina. Inmediatamente, el sonido de los engranajes poniéndose en funcionamiento se escuchó en toda la casa y la bailarina comenzó a girar lentamente. Poco a poco, la melodía característica de una caja de música comenzó a sonar y los diversos trozos de algodón que había introducido en la esfera se levantaron en pequeños remolinos, imitando una tranquila nevada mientras envolvía aquel cuerpo de porcelana encerrado en cristal.

El anciano sonrió con satisfacción una vez más y se quitó las gafas. Lo había conseguido, por fin había podido cumplir el mayor deseo de su querida nieta. Lástima que fuese sólo una máquina; parecía tan real...

Suspiró y, a continuación, ahogó un bostezo. Le dirigió una mirada al reloj y comprobó, asombrado, que eran las tres de la madrugada. Debía irse a dormir cuanto antes; al día siguiente tenía que trabajar.

No se molestó en recoger todo aquel estropicio, sino que dejó todo tal y como estaba, apagó las luces y abandonó la habitación, dejando que la solitaria bailarina finalizara su baile.

***

Con un último clic metálico, la bailarina se quedó inmóvil, de espaldas a la negra ventana. Todo se encontraba en completo silencio —a excepción del continuo tic-tac del reloj; ni siquiera se escuchaban los habituales ronquidos del viejo inventor. No obstante, si bien el hogar se encontraba en absoluta calma, fuera, una repentina tormenta de nieve azotaba con fuerza las ventanas, sacudiendo los cristales y amenazando con romperlos.

Los marcos y las bisagras crujían castigados por el viento, creando un sonido cada vez más espeluznante. Parecía que la tormenta se había impuesto como objetivo derribar aquel taller pues, si se miraba con atención a otras casas, éstas, apenas si les rozaba algún copo de nieve.

De pronto, aquel furioso torbellino blanco situado alrededor del taller consiguió abrir, con un fuerte estruendo, la ventana. La puerta se cerró de golpe y los papeles del escritorio salieron volando, aterrizando en cualquier parte de la habitación; incluso algunos muelles rodaron por la madera hasta caer al suelo.

La tormenta pareció adentrarse en la habitación y miles de copos de nieve se arremolinaron en torno a la esfera de cristal, ocultándola al completo de blanco. Las corrientes de aire comenzaron a abrirse paso entre los engranajes y, causando un leve tintineo melódico, empezaron a girar en el interior de aquella caja de música.

Su interior comenzó a congelarse, subiendo por la transparente superficie como lo haría una araña al confeccionar su tela. Los crujidos del cristal se confundían con la ventisca y el hielo procedió a apoderarse de la inmóvil bailarina.

Las telas del vestido de la muñeca se sacudieron de un lado a otro durante varios segundos antes de que todo cesase de improvisto. De nuevo, todo se sumió en la más absoluta calma, dejando que los copos de nieve restantes se posaran sobre los muebles y maquinaria al tiempo que las manecillas del reloj continuaban su curso. Dentro de la esfera todo se había cubierto de escarcha, causándole brillantes destellos a la frágil porcelana de la bailarina y, en medio de un tic-tac del reloj, pareció escucharse una leve y temblorosa inspiración.

***

La noticia de la increíble y maravillosa hazaña del anciano no tardó en esparcirse como la pólvora. A cada momento del día, y hasta muy entrada la noche, la campanilla de la puerta sonaba con su claro y agudo tintineo, anunciando la llegada no de un cliente, sino la de uno o varios curiosos, ansiosos de ver a la famosa bailarina de porcelana que se encontraba en boca de todos.

No había nadie que, tras ver aquella obra maestra, no coincidiese en dos cosas: una, la hermosura y perfección de la muñeca. Poseía una belleza de cuento, abrumadora, de rasgos ausentes pero delicados. Algunos terminaban diciendo que era la personificación de alguna divinidad...

Y dos: la pena que suponía saber que aquello era un regalo que nunca iba a llegar a su dueño, pues la nieta del viejo inventor ya hacía años que no se encontraba entre ellos...

***

Sentía frío. Creía tener los dedos rotos y el cuerpo agrietado, pero no había base sólida en aquella creencia pues desconocía cómo era su cuerpo o si de verdad tenía alguno, ya que no conseguía moverse. ¿O acaso no sabía hacerlo?

No obstante, pese a todas aquellas dudas, sí que era consciente de sus propios pensamientos y de la multitud de sombras difusas que se movían a su alrededor, apareciendo y desapareciendo constantemente, como si fueran pequeños destellos de luces de colores.

Desconocía qué eran aquellas manchas borrosas que se desplazaban de un lugar a otro frente a sus ojos, pero quería alcanzarlas. Se preguntó si ella también sería una mancha, pero no obtuvo respuesta alguna.

***

La fama de la muñeca dentro del cristal fue incrementando a medida que pasaba el tiempo. Incluso la prensa llegó al pueblo, preguntando por el creador de tal maravilla. Fue un día de finales de invierno, cuando la nieve comenzaba a ablandarse y los rayos de la luz del sol se colaban por todas y cada una de las ventanas...

—¿Es usted el inventor de la bailarina? —preguntó el periodista en cuanto se le fue abierta la puerta. El pobre hombre, aún con los dedos llenos de grasa y aceite, asintió todavía aturdido y confuso—. Perfecto. ¿Me permite hacerle unas preguntas? —volvió a preguntar, esta vez sacando un bloc de notas y un bolígrafo.

Ésta vez la pregunta fue contestada con un encogimiento de hombros. Para el periodista fue más que suficiente y comenzó el interrogatorio sin tan siquiera molestarse en entrar dentro del taller:

—¿Cuál es el motivo por el que creó algo tan insólito? —comenzó, preparando el bolígrafo par poder escribir.

—Iba a ser un regalo —contestó con simpleza y sin emoción. No quería recordar aquellas circunstancias que le instaron a cumplir con aquella promesa realizada, también, un día de invierno.

El periodista levantó la mirada de su cuadernillo para anclarla en el hombre que se encontraba frente a él de manera extrañada. No se necesitó de mucho esfuerzo comprender que no debía seguir por aquel camino. Sin embargo, prosiguió por otro:

—¿Qué pretende hacer con ella ahora que todo el mundo conoce de su existencia?

—No comprendo...

—¿La va a donar a algún museo?

En ese momento todo se fue a pique la entrevista concluyó en cuestión de segundos.

—Se acabaron las preguntas —sentenció el viejo inventor, intentado cerrar la puerta frente a las narices de aquel periodista.

—Pero...

El intento de réplica murió con el portazo que dio el hombre. No quería hablar de nadie sobre la bailarina. Era su tesoro; era el regalo de su difunta nieta de ocho años.

Con cierto cansancio y resignación, entró en la habitación donde se encontraba la bailarina y la contempló en silencio bastante rato. La chica parecía estar devolviéndole la mirada a través del cristal iluminado por el sol. Sin dejar de contemplarla absorto en su mundo, le dio cuerda y la bailarina comenzó a girar

—Ojalá estuvieses viva —masculló, escuchando la melodía danzada, antes de soltar un suspiro y regresar al trabajo.

***

Algo estaba pasando. Se movía, pero no había deseado hacerlo. Su atención había sido arrebatada al completo por la mancha inmóvil que se colocó justo en frente. ¿Qué era exactamente esa figura borrosa? ¿Y qué era ella?

Desconocía cómo sabía que era una chica, pero estaba completamente segura de ello.

Sin embargo, todo aquello quedó relegado a un segundo plano cuando comenzó a escuchar una melodía que taponó el sonido del reloj. Algo bajo sus pies causaba que diera vueltas sobre sí misma una y otra vez, sin parar.

Intentó detenerse, pero fue inútil. Sentía cómo todo giraba y un fuerte revoltijo se instaló en su interior. Algo le decía que aquella sensación se denominaba «mareo». Y era muy desagradable.

Comenzó a tener miedo. No conseguía detenerse y sentía que cada fibra de su ser se rompía. ¿Aquello era estar vivo?

Si era así, era demasiado doloroso.

***

Decidió marcharse en ese mismo instante. No había nada que lo retuviera allí. Ni siquiera la bailarina que había construido con tanto esmero. Cada vez que la veía recordaba a su nieta, dulce, alegre y soñadora. ¡Cuánto la echaba de menos!

Deseaba que siguiese viva a cada segundo del día. Añoraba escuchar su risa llenando el vacío de aquella casa repleta de herramientas y piezas de metal. Quería tener de vuelta aquellos días en los que ella quería ayudar en el taller poniendo orden al caos, desistiendo a los quince minutos de no obtener ningún resultado notorio...

La quería de vuelta, y nadie podía comprender cuánto. A veces ni siquiera él mismo.

Había pensado que si lograba construir el sueño de su nieta por fin dejaría de sufrir su ausencia y, sin embargo, sólo había conseguido que su recuerdo se intensificara cada vez que veía aquella muñeca vestida con la réplica de uno de los vestidos de la niña. Era algo que ya no podía seguir soportando, y el periodista fue el que le abrió los ojos.

Le daba igual qué iban a hacer con la bailarina. Si querían ponerla en un museo, adelante. También aceptaba que la dejasen olvidada en aquella misma habitación...

Con la nana de su nieta de fondo, comenzó a recoger sus cosas más imprescindibles y a guardarlas en una pequeña bolsa. Estaba decidido: iba a irse de allí y no miraría atrás.

***

El dolor persistía. Se sentía anclada, atada... Le faltaba el aire. Probablemente por eso no conseguía moverse. Y quería hacerlo con toda su alma, pues sólo así conseguiría la prueba concluyente de si estaba o no viva.

Miró al frente y por primera vez no vio sombras, sino una figura reflejada en aquella superficie de cristal. Era hermosa.

Algo le dijo que aquella era ella pero, ¿estaba en lo cierto?

Intentó tocar aquel reflejo y algo crujió. La chica del cristal se movió acorde a lo que ella había pensado. ¿Significaba eso que estaba viva?

Tenía miedo. Se sentía atrapada mientras giraba sin parar en medio de un remolino de minúsculos trozos de algodón. Quería ayuda, y ahora sabía que había alguien capaz de dársela. ¿Por qué no acudía? ¿Acaso nadie veía todo lo que estaba sufriendo?

Su cuerpo de porcelana comenzó a resquebrajarse y varios trozos se desprendieron de su mejilla, hombros y brazos como si fueran los trozos de una cáscara. Detrás sólo existía luz, intensa y cegadora.

Finos haces de luz luminosos surgían de aquellas grietas, cada vez más numerosas a medida que la canción sonaba más rápido. La esfera de cristal también comenzó a resquebrajarse, llenando su superficie de pequeños y microscópicos cristales. Los engranajes del interior soltaban chispas, alumbrando los copos que giraban sin orden alguno en el interior del cristal.

De nuevo, intentó moverse y su brazo se desplazó mientras de él caían varios trozos de porcelana. Por fin, había logrado liberarse. No obstante, seguía atrapada y eso era inconcebible; alguien la estaba esperando.

Decidida, apoyó la mano agrietada en el cristal y éste estalló en todas direcciones. Finalmente la bola de cristal se había roto. Ahora era libre.

Sin dudar un solo instante, se levantó del suelo en medio de una lluvia de porcelana rota. Dio un paso y su pierna se agrietó al completo, mas no le importó y dio otro. Y otro. Y otro más.

Poco a poco, y una vez en la calle, comenzó a aumentar el ritmo de sus pisadas y pronto comenzó a correr por el mismo camino que había tomado un viejo inventor minutos antes. No le importaba si medio cuerpo se le rompía o descomponía, se reuniría con él a costa de cualquier precio. Se lo debía pues, gracias a él, había regresado del olvido después de tantos años. Había vuelto a vivir.  

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