Flores para la muerte
Muchos me tachan de ser cruel, pero, si hubiera algo de lo que pudiera alardear, presumiría de mi memoria. Nunca olvido. Jamás perdono. Algunos me temen, otros me veneran. Sin embargo, no soy cruel. Y todos, absolutamente todos, me conocen.
Una noche, bien entrada la madrugada, me paseaba a paso lento por las calles embarradas de un pequeño pueblo cerca del mar. El pesado olor a pescado y marisco se mezclaba con la salada nieve que se había apoderado de las esquinas y los callejones, creando oscuros montículos en los que orinaban los perros y picoteaban las gaviotas. Volutas de vaho blanco surgían de los agrietados labios de los marineros, quienes desenredaban redes y descargaban cajas de pescado mientras intentaban hacer caso omiso al frío que les congelaba los dedos. De vez en cuando detenían su labor para ajustarse el gorro que les cubría hasta las cejas o para frotarse las manos ayudados por su aliento.
El mercado del puerto se veía adormecido por las inexistentes luces del alba y los gatos merodeaban junto a los puestos de marisco, moviendo sus colas de un lado a otro mientras sus ojos brillaban en la penumbra. Las ratas saltaban de adoquín en adoquín junto a ellos, a salvo por su interés en el olor del pescado.
Visité la alcoba de una anciana, quien se había quedado dormida al calor de un fuego extinto en la chimenea, y la arropé con mi capa. Al salir de su casa me encontré con un vagabundo que tiritaba con los labios azules en un sucio callejón, acompañado de un perro sin pelo en la cola y con las costillas marcadas. También me los llevé conmigo, a ambos. Yo no hacía discriminaciones.
Con las manos a la espalda, continué mi paseo por la playa rocosa, escuchando las olas romper contra las embarcaciones y a las gaviotas aterrizando en el mar. Mientras tanto, el amanecer comenzaba a hacer su aparición.
Como si fuese la llama de una vela, el sol intentaba hacer desaparecer las gruesas y pesadas nubes que se habían dejado caer sobre el pueblo, iluminando sus irregulares bordes al tiempo que el firmamento se veía pintado en una escala de colores anaranjados. Comenzó a nevar, pero ninguno detuvo su trabajo y el sol continuó su ascenso.
Justo cuando me disponía a marcharme vi, entre copos de nieve, una niña acuclillada en la pequeña porción de arena que había junto al muelle. Curiosa, me acerqué y, al mirar por encima de su hombro, vi que estaba cavando un agujero. Su mata de pelo castaño y enredado le caía hacia delante y le hacía cosquillas en la nariz, obligándola a detenerse a frotarla mientras se sorbía los mocos. Hacía frío y, sin embargo, ella continuaba cavando con unas manos envueltas en guantes sin dedos.
Cuando consideró que ya era suficientemente profundo se levantó y, sin detenerse a sacudirse la arena de sus parcheados pantalones, se acercó corriendo a la orilla. Se adentró en el agua sin temor alguno y recogió algo de entre la gran cantidad de algas que había traído consigo la marea y que flotaban en el mar como si fuese una alfombra verde y viscosa. Apretó aquello entre sus brazos y regresó al hoyo mientras los bajos de sus pantalones chorreaban agua con cada paso que realizaba.
Se dejó caer sobre las rodillas y depositó con suavidad la gaviota que había sacado del mar. El ave no hizo movimiento alguno cuando, para mi sorpresa, la pequeña niña comenzó a llenar el agujero con tierra. Contemplé el pico abierto de la gaviota y sus ojos entrecerrados y vidriosos, los mismos que me vieron llegar cuando sobrevolaba el océano.
Sin embargo, mi desconcierto no acabó allí, pues la niña sacó del bolsillo de su abrigo una flor que había logrado crecer durante la época de frío hasta que se marchitó y secó al completo, arrugando sus pétalos azules y congelando sus hojas. Ésta fue depositada con suavidad sobre el montículo de arena junto algunos hierbajos más.
—No te preocupes —dijo, sentándose sobre sus piernas—, estoy segura de que allá donde vayas no estarás sola. Y sé que te veré volar otra vez cuando yo también vaya allí. Acuérdate de darle esta flor a quien te ha llevado, pues sé que está triste... —Se sorbió los mocos—. Espero que alguien se acuerde de dejarme flores, o me iré con las manos vacías y no podré decirle a la Muerte que no se culpe por haber venido a por mí, que no pasa nada. —Se encogió de hombros—. De todas formas aquí estoy sola —Miró una última vez el montículo de tieera y se puso en pie—. Hasta pronto.
Dicho esto, dio media vuelta y caminó por la playa sin mirar atrás. Yo me quedé observándola, sin saber qué pensar. Y, mientras la veía saludar a un viejo pescador, recordé. Recordé la tormenta que me llevó junto a su padre y la hipotermia que me presentó a su madre. Era cierto, la había dejado sola.
Pero ella no me culpaba y, sorprendentemente, me había regalado flores... Normalmente la gente no piensa en mí cuando los que están a su lado se van, sino que me maldicen mientras lloran y gritan, olvidando que tarde o temprano me encontraré con ellos.
Y del mismo modo me encontré con aquella niña años después, en el mismo pueblo pero en otro invierno distinto. Este era más frío, otorgándome más trabajo del que habría deseado. Pero, cuando entré en su casa, ésta olía a pan recién hecho y el fuego de la chimenea aún seguía encendido. La sorprendí dormida y su último aliento me lo otorgó con una sonrisa. Junto a ella, en la mesilla junto a la cama, un jarrón de flores secas me dieron la bienvenida. Y supe que ella me había estado esperando mientras su cabello se teñía de blanco y su piel se arrugaba con la sal y el sol.
Su alma se posó en mi hombro con suavidad; era de color azul, el mismo color de aquella pequeña flor marchita que dejó en la tumba de una gaviota. Salí con ella por la puerta y, mientras ella me contaba su vida en pequeños susurros junto al oído, yo continué mi eterno camino.
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