No me gustan las negras
—No me gustan las negras —murmuro entre dientes.
Mi voz se pierde entre la neblina que cubre el pequeño cuarto de baño en el que me encuentro. Inspiro, huele a canela y a champú de rosas. Puedo escuchar el dulce eco de una risa dentro de mi cabeza. «No me gustan las negras», mis dedos firmes bailan sobre el vaho que se ha posado en el espejo y que revela que no soy el primero en entrar a ducharme. Dejan su marca como una sentencia. Una afirmación por escrito de aquello que pienso. Estoy convencido.
—No me gustan las negras —vuelvo a susurrar. Una voz que procede del pasillo me saca de mi ensueño. ¡Mierda! Espero que no me haya escuchado—. ¿Qué?
—Que te cojas la toalla azul, está limpia.
—Vale.
Abro el grifo del agua caliente de la ducha. Chirría al girarlo. Un chorro inesperado de agua helada cae sobre mi espalda y me hace incorporarme de un sobresalto. Mi cabeza pega contra algo duro. El cabezal de la ducha sale propulsado por los aires dejando un reguero de agua sobre el suelo y las baldosas verdes de la pared. Detengo su marcha con el pie. Intento subir el soporte de la pared. Está atascado. ¡Vaya! Tendré que ducharme a mano. Poco a poco el chorro se calienta. Miro a mi alrededor. Mi ropa y mi móvil, que dejé sobre el lavabo, parecen haberse salvado del agua. El vaho del espejo se ha esfumado. Solo permanece un camino de gotas gruesas, como dibujado por una mano fantasmal. Una prueba traicionera del paso de mis dedos. «No me gustan las negras». Un escalofrío me sacude, tendré que borrarlo después de ducharme o me descubrirá. Me revuelvo el pelo, varios granos de arena caen dentro del plato de ducha.
—No me gustan las negras —susurro de nuevo.
Se lo dije por primera vez a Andrea, hace años ya, cuando se enfadó sin razón aparente después de verme hablar con Ingrid, mi vecina y mejor amiga de la infancia.
—¡Suenas como un puto nazi, tío! —me reprochó Andrea ese día, pero su expresión pareció relajarse un poco.
—No lo soy, pero simplemente nunca he visto una que me parezca atractiva.
—Ya...
La afirmación no bastó, Andrea no volvió a quedar conmigo hasta que dejé de hablar con Ingrid por completo. Aún se me forma un nudo en el estómago al recordar todos los mensajes de Ingrid que ignoré, pero el incidente me reveló algo inesperado que me hacía sonreír como un bobo. Andrea sentía celos por mí, temía perderme. Eso significaba que tal vez, después de todo, éramos algo más que simples follamigos, como decía ella. Había valido la pena aguantar, por mucho que mis amigos llevaran años diciéndome que me fijara en otras tías, que Andrea me estaba destrozando y que era una zorra que se acostaba con cualquiera que tuviera pasta. Tenían razón, pero también se equivocaban.
—Estoy harta de novios, solo quiero follar —me dijo la primera vez que cayó en mis brazos. Después me clavó las uñas en la espalda y gimió un nombre que no era el mío mientras lo hacíamos.
—Pagamos el hotel a medias, ¿verdad? —pregunté cuando nuestras respiraciones volvieron a relajarse.
—¡No me jodas, tío! Te he dejado follarme. Al menos sé un caballero e invítame.
Y así eran nuestros encuentros siempre; salvajes, inesperados. Quedábamos casi cada día por mensaje, aunque Andrea rara vez aparecía.
«Me ha salido un imprevisto, hay un montón de clientes y tengo que ayudar a mi madre en el bar», me escribió un día.
«Sí quieres, me paso», respondí.
«¡No! No quiero que mi madre sospeche lo nuestro y comience a preguntarme cosas, es una pesada, ya quedaremos en otro momento».
Cancelé la reserva de hotel que había realizado y conduje de vuelta en silencio. Ya antes de llegar al barrio me di cuenta de que algo andaba mal. Había una mancha blanca extraña que no encajaba en el paisaje. Era como si alguien hubiera tirado una gota de lejía sobre el tejido mugriento de calles empolvadas y furgonetas oxidadas que se extendía por doquier. Una mancha que se convirtió en un Mercedes deportivo al acercarme. Nervioso aparqué en la sombra, a una distancia prudente para no ser descubierto, y me encendí un piti. Aún no me había terminado el cigarro cuando apareció Andrea; vi como tomó asiento en el lado del copiloto y se morreó con el niñato pijo que conducía. Después ambos desaparecieron en la distancia. No sé qué me dolió más, verla morrearse con ese tipo o el hecho de que me hubiera mentido. Allí me quedé contemplando el vacío que había dejado Andrea, hasta que la punta de la colilla aún encendida, que tenía entre manos, me quemó los dedos y me devolvió a la realidad. La eché dentro de una lata vacía de Coca Cola, con la sensación de que también todo el tiempo que había intentado conquistar a Andrea se había convertido en cenizas. Como en la canción esa del Fito.
Pero me equivocaba. Un mes después, Andrea volvió a caer en mis brazos. El encuentro fue igual de salvaje, pero esta vez el nombre que se escapó de sus labios era diferente.
A la semana apareció un bólido nuevo por el barrio y Andrea comenzó a cancelar nuestras citas otra vez. A veces me pregunto si a esos niños de papá también les decía que no quería nada serio. Sospecho que no. Siempre había soñado con encontrar un príncipe azul que le resolviera la vida. Cuchicheaba sobre ello con sus amigas cuando creía que yo no las escuchaba. Culpa de Disney y de Hollywood. No parecía darse cuenta de que para esos tipos nunca dejaría de ser una choni de barrio. Solo se la follaban porque estaba buena, pero nunca se la presentarían a sus padres. Los pijos son así. Tenía que volverme uno de ellos. Pensé que, si conseguía ganar pasta, tal vez Andrea consideraría tener algo más conmigo que encuentros casuales cuando sus planes no salían como ella quería. Me mudé de ciudad, pues encontré un trabajo estable de camarero en la costa. Ahorraba cada céntimo que podía para mis encuentros con Andrea, que se volvían cada vez menos frecuentes. Cada vez era más borde conmigo, más bipolar. Pasaba de bloquearme sin previo aviso a llamarme en el momento menos esperado. Yo sabía que nuestra relación me estaba haciendo daño, todos mis amigos me lo recordaban a cada instante, pero tampoco la conocían como yo. Yo creía que tenía parte de culpa de que ella fuera así. ¿La tengo?
Fui un cobarde durante mucho tiempo. Sabía lo que el profesor de gimnasia le hacía y fui incapaz de hacer nada al respecto durante años. Lo descubrí casi por casualidad el año en el que repetí primero de la ESO y acabamos en el mismo curso. Ese día Andrea se quedó después de clase como cada viernes. Pateé el suelo del pasillo nervioso. Tenía que confesarle que me gustaba de una puta vez. No podía postergarlo más. Esperé y esperé delante de la puerta, pero no salía. Después de un cuarto de hora, entré en la sala para ver por qué tardaba tanto y escuché gemidos ahogados que procedían de la habitación donde se guardaban los balones y demás aparatos. Mi primer impulso fue salir corriendo, pero mis piernas no me obedecieron y seguían avanzando, como controladas por una fuerza mayor que mi propia voluntad. Entonces los vi a través de la rendija entreabierta de la puerta y me quedé congelado en el sitio como una estatua de cera. Ese tipo la empujó hacia un rincón sin mucha delicadeza y volvió a abrocharse sus pantalones. Andrea comenzó a sollozar.
—Deja de llorar, niña, sabes que te gusta.
Yo sabía que era mentira. Cuando de verdad ellas quieren, no lloran. Mi madre también había llorado cada vez que su novio traía tipos raros a casa y desaparecían en la habitación del fondo. Yo me solía esconder en casa de Ingrid tratando de ignorarlo. Porque en su casa me sentía a salvo y acogido y me invitaban a té caliente con galletas de jengibre. Los padres de Ingrid son de Guinea Ecuatorial y siempre me miraban con sus grandes ojos negros y húmedos mientras sorbía de mi taza.
—Pobrecito, sus padres se pinchan —cuchicheaban entre ellos.
Nunca parecieron darse cuenta de que yo sabía a lo que se referían. Ingrid también lo sabía. La única que no entendía nada de lo que estaba pasando era su hermana pequeña, Teresa, que solía esconderse en lo alto de la escalera desde donde me contemplaba con sus grandes ojos verdes. Esos pocos momentos felices duraron hasta que los padres de Ingrid se mudaron en busca de un barrio menos conflictivo y me quedé solo con mi familia disfuncional de mierda.
Lo que Hugo, el profesor de gimnasia, le hacía a Andrea era lo mismo que esos tipos raros hacían con mi madre. Lo sabía. Seguía paralizado en medio de la sala escuchando los sollozos de la chica que me gustaba. Cuando escuché como alguien se acercaba, retrocedí al instante, temeroso de que me descubrieran. Justo me dio tiempo de colarme en el baño. Andrea pasó de largo; Hugo, no. Desde la cabina en la que me había refugiado, vi cómo entró y se encaramó sobre uno de los orinales. Intenté no moverme, contener la respiración, e ignorar el hecho de que mis deportivas nuevas estaban absorbiendo el pringue amarillento que cubría las baldosas blancas del suelo; mientras esa mole de hombre se aliviaba. Escuché el ruido del chorro que caía, y después silencio. Mi corazón galopaba dentro de mi pecho, tan fuerte que temía que me fuera a delatar. Seguía el silencio. ¿Se habría marchado? Justo al abrir la puerta me percaté de que no había escuchado sus pasos alejarse.
—¿Miguel? ¿Qué haces aquí? La clase ha terminado.
Ya era tarde. Solo quedábamos yo, que me sentía como un ratón acorralado por el gato, y el profe de gimnasia con cara de póker.
—Tenía que cagar, señor, no aguantaba hasta casa.
Me miró de arriba abajo como si fuera un perro evaluando la competencia.
—Bueno, esta vez haré la vista gorda, pero para la próxima recuerda que cuando acaben las clases, esto está cerrado.
—Vale, señor —dije mientras me escurría hacia la puerta.
—Oye, por cierto —me quedé congelado bajo el portal—. Tus padres deberían tener más cuidado... Como no se anden con cuidado, la pasma descubrirá la mierda que pasan y acabarán en la cárcel.
Un escalofrío relampagueó por mi espalda. ¿Era una amenaza? En ese instante supe que él sabía, y él sabía que yo sabía. Me dirigí hacia la salida flotando como en un sueño.
Estuve tres años sintiéndome un cobarde, mientras ese tipo seguía abusando de Andrea. A veces soñaba con clavarle una navaja y borrar esa sonrisa torcida de su cara grasienta, pero me faltaba valor. Yo soy un tipo normalito y Hugo es un armario. Todo cambió un día en el que escuché cómo unos chicos de bachillerato cuchicheaban entre ellos.
—¿Habéis visto esa niña? Tiene un culamen increíble.
—Es una puta, si quieres te la puedes tirar, se acuesta con el de gimnasia solo porque le compra chuches.
—¡No es verdad, capullos! —chillé. Cuatro pares de ojos se clavaron en mí, salí corriendo.
Pensé en llamar a la policía, pero lo descarté enseguida. Los de mi barrio tienen fama de conflictivos y embusteros, rara vez nos hacen caso. Por eso fui a la ferretería y robé un bote de pintura aprovechando un cúmulo de gente a media mañana. Al día siguiente me escapé en el recreo y me colé en el aparcamiento. «Conozco tu secreto, lárgate o tendrás problemas». Escribí con letras grandes y fluorescentes sobre el capó del deportivo azul de Hugo. Esperaba que a esas alturas ya no lo relacionara conmigo. Todos los jóvenes sabíamos que allí se quedaban niñas después de clase, era increíble que ninguno de los otros profesores pareciera darse cuenta. Cualquiera podría haber escrito esas letras. Creía que estaba a salvo de problemas.
A la semana tuvimos un nuevo profesor de gimnasia. Durante un mes no pasó nada. Pensé que era un superhéroe, todopoderoso, tenía el poder de cambiar el destino de la gente. ¿Cómo no me había dado cuenta antes? Luego apareció la policía en casa. Mi madre acabó presa, su novio se esfumó y yo me di cuenta de que seguía viviendo entre la misma mierda de siempre. Sabía que era cosa de Hugo. Me sentí culpable. Aun así, sabía que era algo que tarde o temprano iba a pasar, estuviera Hugo implicado o no. Era algo que con el tiempo veía cada vez más claro. Mi madre estaba sentenciada desde el día en el que su novio le pasó la primera jeringuilla. Pensé que Andrea al menos quizá aún tuviera salvación, y yo iba a salvarla.
Mis tíos obtuvieron mi custodia unas semanas después. Eran los únicos de mi familia que tenían un negocio, una pequeña tienda de frutas. Vivían en la otra punta del barrio, apenas a cien metros del bar de la madre de Andrea. Casi no podía creer mi suerte.
Un año después nos liamos por primera vez. Nada serio, solo un par de besos perdidos en un botellón de los que Andrea fingió no acordarse al día siguiente. Yo sabía que ella estaba rota, pero podía arreglarla. Tenía que arreglarla. Estaba rota por mi culpa, o eso creía. Pero ¿de verdad puedo arreglarla?
Últimamente siento que por más que intente hacerla feliz, todo sigue igual que siempre. Ella sale en busca de su príncipe azul; luego este se convierte en rana cuando lo besa, con lo que acaba de nuevo entre mis brazos. Ni siquiera sé si tenerme le hace bien o no. Además, cada vez que me miente y me deja colgado para quedar con el niño de papá de turno, el que se quiebra un poco más soy yo. En el fondo lo sé. Puede que ella sea la única capaz de arreglarse a sí misma.
—No me gustan las negras —susurro. Se ha vuelto a posar el vaho sobre el espejo. El olor a canela se ha esfumado. Solo permanece el del champú de rosas. De repente parece hacer más frío que antes. ¿No me gustan las negras?
Un día volví de la costa al barrio para ver a mis tíos. Unos antiguos compañeros del instituto me invitaron a salir por la noche. Accedí. Para mi sorpresa entre el grupo estaba Teresa, la hermana de Ingrid. Había cambiado muchísimo desde la última vez que la había visto. Ya no era una niñita tímida y delgaducha, se había convertido en toda una mulata de ojazos verde oliva que contoneaba su pompis respingón de forma seductora ganándose miradas cachondas de casi todos los presentes. Me recordaba, estuvimos un buen rato hablando sobre su hermana. Me sentía mal por lo de Ingrid, había sido mi mejor amiga de la infancia y la echaba de menos a menudo. Pensé que igual no debería hacerles caso a todos los caprichos de Andrea. Hablando con Teresa el tiempo parecía detenerse, la vida era simple y se despejaban los negros nubarrones de mi mente. Resultó que estudia en una Universidad situada a apenas ochenta kilómetros de donde trabajo yo. Nos propusimos vernos algún día.
Nos encontramos en la playa de su ciudad apenas una semana después, Andrea había vuelto a bloquearme. Teresa me estaba esperando sentada sobre un banco. Esbozó una sonrisa deslumbrante cuando me vio.
—¡Hey!
Dos besos húmedos volaron hacia mis mejillas.
Estábamos a finales de verano por lo que apenas quedaban turistas en la playa. Teresa lucía increíble embutida en su pequeño bikini amarillo que resaltaba el tono chocolate de su piel. Todo ojazos, curvas y bucles de pelo negro que parecían volar con vida propia cuando caminaba. Nos dimos un baño y después nos tumbamos sobre nuestras toallas en la arena. Era la primera vez en mucho tiempo en la que, estando al lado de alguien, no me sentía solo. No comprendía por qué una chica como ella había quedado conmigo tan fácilmente. Se sentía raro.
—¿Me echas crema? —me preguntó.
—Vale.
Tenía la piel tensa y suave, sentí cómo el fino vello de su espalda se erizaba bajo la brisa marina y el tacto cálido de mis dedos. Me regaló una sonrisa deslumbrante.
—Ven, te voy a echar. —Sus pequeñas manos revolotearon hábiles a lo largo de mi espalda—. Por cierto, ¿por qué te llaman el Nazi? Recuerdo que siempre te llevabas genial con mi hermana y mis padres.
—Es porque no me gus... No sé, porque la gente es idiota.
—Será eso... Oye, date la vuelta. Voy a echarte algo de crema en la cara, los blanquitos os quemáis con nada.
—Vale —Me giré hacia ella. Una ráfaga repentina levantó su toalla y una nube de polvo voló en mi dirección.
—Mierda, tienes los párpados llenos de arena, no abras los ojos, espera. —Sentí cómo su cuerpo se acercaba al mío. La suave brisa cálida y húmeda de su aliento golpeó mi rostro. Olía a canela—. Ya está, puedes abrirlos.
La sonrisa de Teresa refulgía a centímetros de mi rostro. Mi pulso se desbocó. Ese olor. Esos ojos. Era incapaz de apartar mi vista de ellos hasta que una sombra cayó entre nosotros, seguida de un par de señoras mayores que nos dirigieron miradas de reproche.
—¿Has visto esas estúpidas?
Teresa solo rodó los ojos en respuesta.
Nos quedamos allí tumbados escuchando cómo quebraban las olas del mar sobre la playa hasta que el sol se perdió tras el horizonte.
—Vente a mi casa y veamos una peli o algo —propuso Teresa.
—Vale —respondí yo. ¿Por qué todo era tan fácil con esta chica?
Y eso fue justo hace un rato, sigo dejando que el agua caliente erosione la sal y los últimos recuerdos de la playa de mi piel. Por alguna razón me siento como si también todos mis prejuicios y preocupaciones se estuvieran disolviendo bajo el chorro de vapor. Se escurren sobre mi piel tostada, reacios a despegarse de mí, pero al fin desaparecen por el negro hueco del sumidero. Pego un respingo, pues se vuelven a escuchar los pasos de Teresa.
—Tío, a ver si sales de la ducha ya —me reprocha desde el pasillo—. Tardas más que yo, a este paso se enfriarán las palomitas, la película empieza en nada.
—¡Ya voy!
Cierro el grifo de la ducha. Barro los últimos granitos de arena hacia el desagüe y comienzo a secarme con la toalla. Huele ligeramente a canela. Huele a Teresa. Un escalofrío me sacude. Levanto la mirada.
—No me gustan las negras —le digo a mi yo del espejo. Parece reírse de mí—. Solo quedé con ella para retomar el contacto con su hermana.
Difumino los últimos restos de las letras que quedan sobre el cristal con el dorso de la mano y comienzo a vestirme. De pronto pita mi móvil. Lo levanto extrañado, el nombre de Andrea parpadea en la pantalla.
«He pasado por tu casa y no estabas, ¿dónde estás? Te necesito, tengo ganas».
¡Mierda! ¿Por qué ahora? Como descubra dónde estoy, tendré problemas.
«Estoy en casa de un amigo, en menos de una hora vuel...», comienzo a escribir.
—¡Eh, tío! Sal ya, ¡que esto empieza! —se escucha la voz ahogada de Teresa desde algún rincón lejano del piso.
Levanto la mirada de la pantalla.
—No me gustan las negras —susurro en voz baja. Mi yo del espejo me mira con ojos acusadores. Me está llamando mentiroso—. ¡Ya voy!
¿Soy un mentiroso? Borro lo que llevaba escrito y empiezo de nuevo. Mis manos tiemblan.
«Lo siento mucho, creo que megustan las negras».
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