La Serrana está hambrienta

Nota preliminar: Poned el video de Youtube antes de empezar a leer si tenéis megas, si no, da igual.

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Garganta la Olla, no sé ni cómo acabé en este pueblo. Bueno sí, estaba intentando viajar en autostop rememorando viejos tiempos, y por alguna razón me paró un anciano allá en el Jerte, que viajaba en una C15 destartalada y me abandonó por estos lares con la promesa de seguir adelante por la tarde. No es que tenga pensado esperar tanto. Ahora estoy delante de uno de esos típicos bares de pueblo. Esos de las mesas rojas y vasos de tubo olvidados en los que el hielo hace rato se derritió y no sé si seguir adelante de una o desayunar algo. Tienen churros, mi estómago ruge, demasiado tentadores.

—Un café americano, por favor —le digo a una rechoncha camarera nada más cruzar la puerta—. Y un par de porras.

Me siento en una de las mesas de la calle, escapando de la atmósfera asfixiante del interior. A mi lado hay un par de jubilados que conversan entre ellos mientras contemplan a las chicas en bikini que se dirigen a una piscina cercana. También hay un joven absorto en una tablet que parece vivir en su propio mundo alternativo.

Una turista extranjera pasa por la calle, en el mismo momento en el que me sirven mi café. Tomo un sorbo que me quema los labios y vuelvo a reposar la taza sobre la mesa. Los jubilados persiguen a la joven con la mirada, callados de repente.

—¿Has visto esa, Mariano?

—Sí, buena moza. Pena no tener veinte años. Le iba a enseñar yo lo que es bueno. No como el inútil este de mi nieto que se piensa que perdiendo el tiempo con el móvil va a cortejar algún día.

El chico sentado a nuestro lado emite un gruñido disconforme sin levantar la vista de la pantalla. La joven extranjera da la vuelta a lo lejos y vuelve hacia el bar. Uno de los ancianos le pega un codazo al otro.

—Perdona, soy buscando el museo de la Serrana —nos dice la joven con marcado acento inglés.

—¿Eh? ¿Qué museo? —pregunta el anciano cuyo nombre aún no conozco.

—Será la casa esa de la inquisición —opina el tal Mariano.

—O el lupanar de Carlos V.

El chiquillo levanta la vista de su tablet por primera vez, rojo como un tomate después de escuchar a sus abuelos.

—¿Eh? No, no, la Serrana —dice la joven extranjera—. El museo de la cabrera que vive en la montaña.

—Lo siento hija, no hay un museo así.

—Vaya, disculpen las molestias.

Todos contemplamos como la joven se pierde en dirección de la piscina siguiendo a la corriente de mozuelas locales.

—Pues es raro que no haya ningún museo de la Serrana —observo—. Me acuerdo de que cuando iba al instituto cantábamos el romance en clase de música. Recuerdo que era algo sobre una joven a la que su amante engañó y que se hizo al monte para secuestrar a todos los jóvenes apuestos y asesinarlos en su cueva en venganza, o algo así.

—¿Cómo? —pregunta el tal Mariano, de repente ambos ancianos parecen haberse dado cuenta de mi presencia—. ¿Cómo te llamas, hijo? ¿De dónde eres?

—Marco —digo, pues explicar mi verdadero nombre me da demasiada pereza—. Soy de Villanueva.

—Ah, buen pueblo, una vez fui allí de joven, y mi sobrino está casado con una moza de allá.

—¡Qué bien!

—Pues no sé qué versión de la leyenda de la Serrana habrás escuchado, pero todas se equivocan. Por mucho que sus autores se llamen Lope de Vega, no conocen la verdad. Yo sí la conozco.

—No le hagas caso —observa la camarera que acaba de salir a recoger al fin los vasos vacíos de la mesa contigua—. Se cree que todo lo que le contaba su abuelo es verdad.

—Porque es verdad, mujer. ¿Estás insinuando que el viejo Mariano era un mentiroso?

—No, no, pero se equivocaba.

—¡Qué no, hijo! No le hagas caso. Mira, te voy a contar la historia. Verás. Esto fue cuando Carlos V llegó a la comarca. Trajose un gran séquito de soldados comandados por sus más íntimos amigos. Dicen las malas lenguas que ni siquiera hablaban el castellano y precisaban de traductores, por lo que los del pueblo los considerábamos unos extraños, y de verdad unos extraños eran.

Según las palabras del anciano van penetrando en mi mente, los alrededores parecen difuminarse y el asfalto a mis pies se convierte en un camino de carro adoquinado.

—¿Y qué pasó? —pregunto.

—Pues verás, asentáronse allá en Yuste, pues el rey era anciano y tenía la gota. Y dicen que él mismo nunca salía de aquestas tierras. Pero las travesuras que realizaran sus caballeros eran otro cantar. Aquí mesmo, en Garganta, construyeron, no uno, sino tres lupanares, pues los caballeros, serían muy caballerosos, pero querían satisfacer sus necesidades como cualquier hombre. Y dicen que llegaban acá a caballo, y desde el caballo mesmo se asomaban por la ventana para elegir aquella fulana que les era de más agrado. Y el cura y la gente del pueblo hacían la vista gorda, porque ya se sabía que no era buena idea meterse con lo que hicieran los señores, aunque reprocharan sus desvergüenzas en silencio. Y resulta que mi tataratataragüelo era cabrero, como yo, y poco sabía de la llegada del rey, pues eran finales de verano y habían cruzado los picos de la sierra con las cabras en busca de los últimos prados verdes mientras esperaban la lluvia pa volver a casa. Y un buen día de septiembre, la lluvia al fin llegó.

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Corro valle abajo por la falda de la sierra. Corremos. El joven cabrero corre, y yo corro dentro de la piel del joven cabrero. Gruesas gotas caen del cielo negro como boca de lobo, solo iluminado por las rojas llamas que se extienden a nuestras espaldas y atravesado por el ruido de los cascos de las cabras excitadas que rebotan sobre los cantos rodaos de granito de la garganta.

—¡Yihaa! —escuchamos el alarido excitado de Fausto a nuestras espaldas.

Nos giramos y logramos vislumbrar sus ojillos brillantes, iluminados por las colinas llameantes entre las sombras del ocaso. Está a unos cincuenta pasos de distancia. También lleva una antorcha en mano. Ambos incendiamos las hierbas y matojos secos tras el largo verano a nuestro paso. Es la costumbre.

Los ladridos de los perros-pastores destacan entre los tintineos de campanas, y los balidos asustados de las cabras y ovejas de Fausto que corren delante de nosotros en dirección al valle.

Una lengua de fuego recorre una de las colinas laterales entre las que tenemos que pasar. El acre olor del humo se cuela en nuestros pulmones, estornudamos bilis y tos negra. Nos tapamos la cara con nuestro chaleco de lana e intentamos avanzar más deprisa saltando como bestias entre las rocas irregulares

Hace un par de años un pastor quedó encerrado entre las llamas junto a parte de su rebaño y murió calcinado. Según cuentan los ancianos del pueblo, no fue la primera vez que pasó. Se intenta prevenir saliendo todos los pastores a la vez en la mañana del equinoccio de otoño, pero la mayoría tarda todo el día en bajar de sus respectivos pastos al pueblo, y a veces los vientos juegan malas pasadas.

Seguimos corriendo entre las piedras grisáceas del lecho seco de la garganta. Las retamas, las jaras y los robles de la ribera están siendo pasto de las llamas. Estas se elevan varios metros hacia el cielo. Solo los alisos intentan resistirse al avance del fuego emitiendo chillidos quejumbrosos. El olor a pelo achicharrado se clava en nuestras fosas nasales. Tiramos la antorcha por instinto y empezamos a correr con todas nuestras fuerzas; pura supervivencia. La adrenalina nos embota el cerebro, por lo que no nos extraña que algo oscuro aparezca a nuestro lado y nos adelante como una flecha. Un jabalí, ni se ha fijado en nosotros, debe estar tan asustado como yo. Escuchamos las carcajadas estrepitosas de Fausto en la distancia. Corremos, corremos con el fuego en los talones.

El calor empieza a ser insoportable. Todo está rojo a nuestro alrededor. Nos abalanzamos por el estrecho pasillo del río abierto entre dos paredes llameantes. Algunos charcos aislados reflejan las crepitantes luces del cielo.

Hemos perdido de vista al ganado. Entre las piedras corren más rápido que nosotros. Nos están empezando a fallar las fuerzas. Llamas, rojo, humo... Intentamos tomar aire, pero solo tragamos sequedad agria. A lo lejos vemos un punto oscuro, prometedor. Apretamos los dientes y volvemos a acelerar el paso.

Llegamos a un acantilado y saltamos sin dudar. Volamos varios segundos por el aire hasta que el agua de una poza profunda nos engulle con un sonoro choque. La vasta tela de nuestros pantalones rebota con fuerza contra nuestras partes y nos hace ver las estrellas. Solo hay agua a nuestro alrededor. Está fría, calma. Es una delicia.

Sentimos la tensión en nuestros pulmones, presión sobre los oídos. Escuchamos risas, una silueta se desliza por nuestro lado. Por la mente del joven cabrero cruzan imágenes de leyendas que contaba su abuela al calor de la lumbre mientras comían calbotes. Sobre seres oscuros que pueblan el bosque, meigas, ninfas que tratan de secuestrar al hombre honrado. Asustado trata de orientarse entre las aguas oscuras. Está tan alterado que nuestras mentes se separan. Percibe luminosidad por encima de su cabeza y nada hacia allá. El aire invade sus pulmones como un violento puñetazo. Inspira con profundas bocanadas. ¡Ufff! Empieza a ver con claridad de nuevo. Ha perdido la silueta de vista. Cree que debe haber sido una ilusión, aunque hace rato que se siente observado, bueno, yo le observo, pero no puede verme, pues en su realidad no existo. Se gira para contemplar el incendio a nuestras espaldas. Su avance se ha frenado aquí, donde varios riachuelos se juntan impidiendo su paso.

No durará mucho. Ve la rechoncha figura de Fausto a orillas de la poza, antorcha en mano.

—¿Estás bien muchacho?

—Sí.

—Pues anda, sal y sigamos. Dijéronme que ha llegado el rey y han abierto un lupanar allá en el pueblo. No querrás que cuando lleguemos solo queden las feas pa' follá'.

Pero mi tataragüelo no estaba interesado en las fulanas, tenía una prometida abajo en el pueblo. Buena moza, trabajadora, de buena casa. Aunque dicen las malas lenguas que tenía una debilidad insana por los mozos apuestos de pelo rubio y que la aparente inocencia escondía la maldad innata —dice una voz por alguna parte, aunque parece que solo yo pueda escucharla.

Veo como Fausto le tiende una mano pringosa de sudor y cenizas para ayudar al chico a subir por las cuestas resbalosas debidas a las algas. Chorros de agua negra por culpa del hollín se escapan de la lana de su ropa. Fausto lo observa.

—¿Dónde está tu zurrón, Mariano?

—No sé, quedóse por ahí, creo.

—¡Me cagüen! —El joven se encoge por instinto temiendo que vayan a pegarlo por su negligencia—. Bueno, anda sigamos. No tienes la culpa de que el imbécil de Ernesto prendiera el monte delante nüestro.

Fausto vuelve a incendiar el pasto de la ribera del río a su lado con la antorcha.

Empiezan a correr. Media hora después han vuelto a alcanzar al rebaño. Es más grande de la cuenta. Parece una marea de manchas blancas y marrones que baja como un glaciar desde la montaña. Ven las marcas de sus animales entremezcladas entre las de muchos otros pastores. Varios hombres los saludan a voz en grito desde lejos.

—¡Fausto! ¡Jo'e puta!

—¡Niño!

—¡Gabriel!

Juntos avanzan hacia el valle.

Y allá, unas leguas más abajo se encuentra la Juana, la prometida del joven Mariano, el que algún día daría nombre a muchos otros Marianos. Una joven apuesta, de larga cabellera negra y ojos castaños, a la que muchos jóvenes del pueblo sueñan con llevarse al pajar. Es una auténtica belleza, al menos hasta que abre la boca y se desvelan sus dientes picados, aunque eso era algo normal por esa época. Ya nos decían en el colegio que las mujeres veratas son muy guapas, pero no tienen dientes, por el agua tan fría y los calbotes calientes y tal; aunque tal vez se debiera más bien a la falta de higiene bucal que caracterizaba la edad media.

La chica aún se encuentra lavando la ropa en la garganta. Sola, pues su abuela y su prima se volvieron al pueblo hace rato. El rojo que tiñe el cielo anuncia el pronto regreso de los cabreros y les están preparando un festín. La Juana agradece el rato a solas, le gusta sentir como el agua fría empapa las puntas de su larga falda y diluye sus preocupaciones entre el sonido de las pequeñas cascadas. Recuerda un poema que escribió uno de los juglares del rey, que se pasó apenas semanas antes por el pueblo, al encontrarse de sopetón con aquellas aguas claras y transparentes. Ella no sabe leer, pero ha interiorizado cada verso de memoria para no olvidarlo.

Agua clara como cristal
que me roba el aliento,
y se lleva todo el mal,
espejo de sentimientos.

Aguas de nuestra sierra,
maravillas de la tierra;
llevados por el viento,
fluyen mis pensamientos.

Oigo murmullos distantes,
de la orilla ya me fui,
pero sus cauces cambiantes,
siempre se quedan aquí...

Sabe que pronto va a casarse con el Mariano. Es un buen chico, por eso sus padres lo eligieron, pero no está segura de si de verdad lo quiere o no. Tampoco es que tuviera potestad para decidir algo al respecto. Se consuela recordando que Mariano siempre se portó bien con ella y le regalaba quesitos frescos a escondidas, desde el año en que la cosecha de higos se fue al carajo por aquella tormenta dichosa que les visitó cierto agosto. Sí, es un buen chico, lo sabe, pero a pesar de ello su mente a veces sueña con finas telas y bordados de oro y un apuesto caballero que la lleve a visitar tierras incógnitas o las ricas Américas donde se van todos los aventureros a buscar fortuna. Aunque sabe que esos sueños le serán vetados toda la vida, pues los aventureros por definición son aventureros, hombres, y ella es una chica.

Mas, desde que se enteró de que el rey iba a residir en el pueblo de al lado, aquellos sueños infantiles vuelven a arder en su corazón con mayor fuerza que nunca.

Y tan absorta en sus pensamientos está, y tanto ruido hace el agua, que no escucha los pasos que se acercan. Dos caballeros montados sobre sus bestias cruzan el matón de robles, sus calzas y jubones parecen cubiertas de sangre bajo el rojo tétrico y fantasmal del cielo. Se asombran al percibir una silueta allá abajo entre las losas de granito bañadas por la corriente y detienen sus monturas al instante.

—Schau mal —dice uno de ellos—. Hast du die gesehen? Die sieht viel besser aus als die dreckigen Huren da im Scheissdorf.

El otro se ríe, ya ha atado al caballo a un castaño y se desliza colina abajo. Su compañero no tarda en seguirle.

Cuando una sombra tapa la luz de la luna, la joven al fin se da cuenta de que no está sola. Levanta la vista esperando encontrarse a su Mariano, pero pega un respingo asustada al encontrarse frente a frente con un extraño.

—Shht, shht, no tengas miedo, hermosa doncella —le indica este. Es un apuesto galán embutido en caras telas, cuyo pelo rubio emite destellos plateados y luego dorados bajo la fría luz de la luna y el rojo del incendio de las montañas—. Dejeme acompañarla al pueblo, no vaya a ser que se lastime en la noche o la asalten unos bandoleros allá en el bosque oscuro.

La joven lo mira con una mezcla de pavor y fascinación. Su instinto la incita a salir corriendo, pero la curiosidad y la sonrisa perfecta del extraño puede más y se queda congelada en el sitio, con la canasta de la ropa aún bajo el brazo. Tiene la corazonada de que debe ser uno de los íntimos del rey. Quizá uno de los capitanes de la guardia. Ha visto lo torpe que anda sobre los cantos de la garganta, ella en cambio sabe correr sobre ellas como las cabras. Por eso se siente segura, cree que no le costaría mucho escaparse si aquel extraño intentara lastimarla. Está tratando de encontrar una manera de expresarse que no revele lo inculta y aldeana que es, pero no logra decir nada. Con su mente embotada apenas es capaz de percibir una respiración acelerada a sus espaldas, cuando ya unos brazos firmes se cierran sobre su torso cual tenazas y la levantan en vilo. El aliento fétido de otro hombre le abrasa el vello de la nuca.

—Ich hab sie.

El galán rubio le sonríe. Ella intenta revolverse, pero al fin se da cuenta de que ya no sirve de nada. El ruido del agua y la manaza que le tapa la boca ahoga el grito que intenta salir de sus entrañas.

—Y claro, cuando mi tataragüelo enteróse de que aquella furcia habíale puesto los cuernos, no quiso saber nada ya de la boda. No fuera a ser que tuviera la desgracia de que aquella moza alumbrárale un hijo en la suya casa que no fuera suyo. Volvióse un hombre huraño. Pasábase más tiempo en el monte con las cabras, que abajo en el pueblo con la gente. Por dentro ardía de deseos de venganza y teníanle que alejar de la Juana para que no se le ocurriera cometer alguna desgracia. Otros dicen que volvióse loco, pues a veces sostenía que allá por la sierra, donde años ha que lanzóse al agua para escapar de las llamas, cierto día de tormenta salteóle una Serrana, de piel blanca, rubia y ojimorena, invitóle a su cueva, mandóle que lumbre encendiera. Ofrecióle rica cena de perdices y conejos e invitóle a compartir su lecho bajo la promesa de que mantuviérale su secreto y no le contara a nadie dónde habitaba. Pero cierto día el rey mandó celebrar unas fiestas, y toda la comarca se encontró allá en Yuste, y corrió el asado y el vino y las lenguas se desataron.

Dicen que el rey ha abdicado en favor de su hijo Felipe II, aunque ninguno de los presentes ha oído hablar del tal Felipe en la vida. En su mayoría son simples aldeanos ajenos a los tejemanejes e intrigas palaciegas. Suelen contentarse con pasar desapercibidos, mientras orgullosos cuidan de sus familias y les cultivan el sustento entre los fértiles valles de la Sierra de Gredos. Cuidar la tierra, plantar, cosechar, ordeñar las cabras y procurar que los churumbeles suban fuertes y lozanos. Y sobre todo mantenerse lejos de problemas, siempre que sea posible, podrían ser sus lemas. Aquel rey extranjero había mandado que se celebrara, y allá están celebrando como buenos ciudadanos obedientes. Procurando no pasarse con la bebida para no buscarse problemas. Pero uno de ellos, Mariano, no tiene tal cuidado. Borracho como una cuba arma tal jaleo y cuenta tales barbaridades, que al final algunos guardias comienzan a acercarse para ver qué pasa.

—¡Que sí! Juro que allá arriba la vi, joven, lozana, rubia, la más bella de las doncellas —sostiene una y otra vez—. Y ella invitóme a su cueva.

—Que sí, Mariano, baja la voz que los guardias se acercan —trata de calmarlo el anciano Fausto—. No querrás buscarnos problemas.

Pero ya es tarde, y el segundo capitán de la guardia, aquel rubio galán de las Borgoñas, que un par de años antes se divirtió junto con su mejor amigo a costa de la pobre Juana, se acerca interesado.

—¿Qué dice ese mozo, buen hombre?

—Nada, no le preste atención, señor —contesta Fausto agachando la cabeza como siempre hace cuando se halla cerca de la autoridad—. Tomó vino en demasía y subióle a la cabeza. Su merced fíjese que anda diciendo que allá arriba donde se juntan las gargantas, hay una cueva en la que habita una Serrana. Rubia, joven y lozana, que comparte con él el lecho siempre que a él le plazca. Pero bien es sabido que allá arriba solo hállanse rocas y acantilados en los que ya más de una cabra despeñose.

—Ella recoge su pelo en una trenza y su lecho es de pieles del venado más fino —balbucea Mariano.

—Que sí, que sí.

—Vaya, el vino de estas tierras es cosa de hombres, no está hecho para gargantas de imberbes —dice el capitán con una sonrisa—. Llevénse al muchacho a dormir la mona, antes de que cause algún altercado.

—Lo que su merced diga —acepta Fausto, como si la orden fuera dirigida a él, antes de que a alguno de los guardias de los alrededores se le pueda ocurrir cumplirla—. Usted no se preocupe, que ya le enseñaré yo a este joven a no beber más de la cuenta.

Pero no es la primera vez que el capitán escucha hablar de la tal Serrana, más de un aldeano asegura haberla visto, hace tiempo que germinó la semilla de la duda en su mente, sobre si solo eran habladurías populares o había algo real tras ellas. Y los balbuceos de aquel borracho no han hecho más que regar la sospecha de que sí que hay algo real tras ello. También es la primera vez que alguien le da una localización concreta de dónde se supone que vive esa joven.

Apenas tres días después ya se halla de camino a aquella poza donde se juntan las gargantas. Algo molesto por el hecho de no poderse llevar su caballo entre las piedras, zarzas y el espeso sotobosque del matorral de robles que inunda la zona. Tarda toda la mañana y parte de la tarde en llegar al sitio indicado. Su buen humor se ha esfumado por los arañazos en sus brazos y los jirones de su jubón nuevo desgarrado por un tronco de roble travieso. Empieza a preocuparse por no poder llegar de regreso al pueblo antes de que se haga de noche, pero al fin la poza circular de la que le habían hablado se extiende bajo sus pies y no quiere marcharse sin echar un vistazo. El agua está clara como el cristal, se pueden percibir claramente las piedras blancas del fondo, algo deformadas por la refracción de los últimos rayos del sol que está a punto de desaparecer tras el acantilado que se extiende sobre su cabeza. Sí, es el lugar del que le habló aquel anciano. Intenta grabárselo en la mente para organizar una expedición otro día y volver más preparado, cuando percibe el tintineo de unas campanas y su vista se dispara hacia las rocas en la altura. Por un rato no logra vislumbrar nada. Al final una cabra aparece en su campo de visión, allá entre las peñas, y vuelve a desaparecer entre las sombras. Apenas es capaz de creer su suerte cuando otra silueta aparece allá arriba y se dirige tras el animal. Bajo los rayos del sol, que aún brillan en las cumbres, cree percibir como una larga cabellera rubia se agita con el viento. Ha olvidado por completo sus planes de volver al pueblo. Esconde su espada tras una roca al darse cuenta de que le estorba al escalar y se dirige tras las huellas de la rubia. De vez en cuando logra volver a vislumbrar su silueta, pero aquella bestia corre por el monte igual que las cabras y apenas logra reducir la distancia que los separa. Al final el hombre se da cuenta de que se ha perdido. Corre, tropieza, se magulla las piernas y se muerde la lengua para no perder el rastro de aquella extraña entre los últimos rayos del sol que se filtran entre los enebros y demás matojos que cubren el horizonte. Al fin huele el humo de una lumbre y respira aliviado. Ya más tranquilo se acerca a las rocas desde las que emergen aquellas nubes blancas que parecen provenir de leña no demasiado seca. Su asombro es grande al darse cuenta de que, escondido tras una lancha de granito enorme por cuyo lado se precipita el vacío hasta las rugientes aguas de la garganta, se halla la boca oscura de una cueva. Ahora es capaz de percibir el olor de carne asada flotando en el aire y se le hace la boca agua. Sin pensarlo se precipita por el hueco entre las rocas que da paso a una sala enorme alumbrado por una lumbre y los últimos rayos de la tarde que se filtran por un agujero semicircular en el techo por el que también se escapa el humo. Algo se mueve entre las sombras. Se gira asustado, pero solo son un par de cabras que le regalan balidos molestos. Cree que, si ellas están allí, la rubia no puede andar lejos. Más teniendo en cuenta la liebre que se está asando sobre la lumbre. Es una liebre bien maja, gruesas gotas de grasa chisporrotean al caer sobre las brasas. Se acerca al fuego relamiéndose los labios ante el festín que le espera.

—Mira quién ha llegado —dice una voz grave a sus espaldas. El capitán se revuelve asustado y para su sorpresa descubre que el dueño de la voz es Mariano, aquel borracho de la fiesta. El joven le mira con una sonrisa retorcida que provoca que al capitán se le hiele la sangre—. Pero si es el señorito, el oficial, el amigo de las mujeres ajenas.

¿De qué le está hablando? El capitán no tiene ni idea. De repente se da cuenta de que el joven lleva un manojo de heno en la mano, que agita como si fuera una cabellera. Y una larga navaja en la otra. La consciencia de que le han tendido una trampa empaña sus pensamientos. El miedo se dibuja en sus ojos, luego recapacita y se da cuenta de que el joven que se halla ante él solo es un bandolero, un mozo de campo, y él está instruido como militar. Cree que, si puede ganar tiempo y confundirle, logrará encontrar una manera de reducirlo.

—Buen mozo, si es dinero lo que quieres, apenas llevo unas monedas encima, pero puedo conseguirte grandes riquezas si me llevas de vuelta al pue...

Algo le corta la respiración y de pronto siente como está volando hacia atrás hasta aterrizar sobre el duro suelo de la cueva. Un par de cabras balan asustadas. Otro hombre le mira a la cara. Bajo la luz de la fogata parece más joven, más enérgico, pero el capitán lo reconoce, es Fausto, aquel anciano de la fiesta. Parece divertirse mientras lo sostiene contra el suelo con ayuda del gancho de su cayado aún envuelto alrededor del cuello del oficial como si este no fuera más que una oveja traviesa a la que van a esquilar. De pronto el oficial siente un desgarrón tras un tobillo. Pega un alarido e intenta incorporarse, pero a pesar de que el anciano lo ha soltado, los pies no le responden. Cuando vuelve a precipitarse contra el suelo se da cuenta de que el joven le ha cortado el talón de aquiles de la pierna derecha. Al fin comprende que no saldrá con vida. El peso de la cueva parece cerrarse sobre su pecho como una losa.

*******

—Y tiraron al oficial peña abajo, ni el rey ni ninguno de sus compañeros supo nunca lo que le había pasado, algunos decían que despeñose solo en la sierra, otros que volvió para las Alemanias de incógnito; pues al hijo de Carlos V, no le caía bien por haberle robado una amante. Y cuando el rey anciano se murió, pues tuvo que cuidar su pellejo de rufián. Otros se lo achacaron a la Serrana, porque poco más tarde, algunos soldados y oficiales más desaparecieron. Años después tarde escribiéronse varios mitos sobre la historia. Ninguno se acercaba a la realidad, pues todos fueron escritos por gente de fuera, que por muy culta que fueran no tenían ni idea de la historia verdadera. Pero a mí me la contó mi abuelo al fuego de la lumbre, que es como antes se transmitían las historias de verdad. Lástima que no sepa escribir y que mi nieto no está interesado en aprenderla. Al final lo que escribió Lope de Vega años después, se convertirá en la verdad que aceptará la gente. Porque poco importa lo que de verdad pasó a los que escriben la historia.

—Yo prefiero jugar al Lol, abuelo, tiene leyendas mejores —dice el chavalín abriendo la boca por primera vez en toda la mañana.

—¿Ves? Lo que decía, la juventud de hoy en día no es como la de antes. Lástima que no sepa escribir.

—Vaya —digo yo. Pego un sorbo a mi café ya congelado que había olvidado por completo—. Es una historia tremenda.

Todos nos quedamos callados, los ancianos vuelven a contemplar a las mozas que van y vienen de la piscina, añorando su juventud perdida hace años. Yo estoy absorto en mis pensamientos. Nunca me había planteado pensar seriamente hasta qué punto la historia que conocemos está sesgada o no por el punto de vista del que la escribe. Cabría pensar que la historia que nos cuentan es la historia escrita por la gente autodenominada culta, por las clases dominantes, interpretada a su conveniencia. Por algo cada vez que hay una guerra y cambia la relación de poder, se queman miles de libros. Así de pronto me suenan los musulmanes cuando invadieron Alejandría y los Nazis, pero seguro que, en mayor o menor medida, todos lo hicieron. Sí, borrar la historia de los conquistados para escribir la tuya propia es una herramienta básica para asegurar la dominancia cultural. Y la auténtica historia de los que siempre fueron clase baja: los agricultores, ganaderos, gente de a pie, dormitará por la eternidad entre las sombras del olvido cuando ya no quede nadie que la pueda contar. Aunque hay una cosa que el tal Mariano no sabe. Resulta que yo sí sé escribir.

Aún absorto en mis pensamientos me dirijo hacia el interior del local para pagar el café. Al darme el cambio la camarera me agarra del brazo y me mira a los ojos. Levanto la vista sorprendido.

—¿Qué?

—No le hagas caso a Mariano, ha perdido la cabeza allá en el monte y no sabe lo que cuenta —me dice.

—Ah, vaya. Joe, pues es una buena historia.

Debo haber sonado decepcionado.

—Pues sí, y la verdad es que casi acierta, casi todo lo que dice es verdad, pero a mí me la contó mi abuela, y según ella, la auténtica Serrana que esperó al oficial en la cueva fue la Juana. Sedienta de venganza contra aquel malnacido que abusó de ella.

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