Cap. 25- La fortaleza helada (parte 1)

Lo primero que notó cuando sus sentidos comenzaron agudizarse fue el frío tacto de los grilletes atenazándole las muñecas. Todos sus músculos permanecían contraídos de puro dolor, y una terrible sensación de agotamiento le entumecía el cerebro y le nublaba la visión.

―¿Dónde estoy? ―consiguió articular tras un esfuerzo más que considerable.

―Al fin. Empezaba a preocuparme. ―Kieran bajó la vista hacia el rostro de su princesa, demasiado pálido y demacrado. La cargaba en sus fuertes brazos, apenas consciente del escaso peso, mientras con paso decidido, atravesaba los corredores de la reconstruida fortaleza que siglos atrás había erigido la Bruja Blanca.

Aeryn sintió auténticas náuseas al escuchar la voz de aquel al que había considerado su mejor amigo.

―Eres un cínico ―le espetó. No pudo reprimir una mueca de dolor. Tan solo esas tres palabras habían supuesto que una terrible sensación de mareo le atenazara el cerebro.

―No te esfuerces tanto, Ryn, estás muy débil ―se burló Kieran―. Las arpías llevan horas intentando extraerte la magia de Jadis, pero llevas demasiado tiempo con ella dentro de ti. Al parecer les va a costar más de lo que creían.

Entonces, todo cobró sentido. El hielo, los espectros, el incidente en el Altozano... Aeryn ahogó un grito de sorpresa. La magia de la Bruja Blanca fluía en su interior. Sonaba descabellado, pero al mismo tiempo, explicaba muchas cosas.

―¿Cómo es posible? ―susurró.

―Miraz, y sus ansias de poder. ―Kieran empujó con el hombro derecho la puerta que tenían ante ellos, abriéndose paso a una habitación igual de fría que las demás, pero con una enorme cama en el centro―. Hizo un trato con los discípulos de Jadis para poder tener un heredero. Te concibieron gracias a la magia de la bruja, y ahora sus acólitos la quieren de vuelta. ―Depositó a la princesa sobre el lecho y unió los grilletes que le encadenaban las muñecas a la cabecera de la cama.

Ella le clavó una mirada de desprecio. Quería levantarse y luchar, pero apenas se sentía con fuerzas para mantener los ojos abiertos. La verdad, el soldado excusaba encadenarla, aún estando libre sería incapaz de ir a ningún sitio.

―No me mires así. ―Kieran se sentó en la cama, junto a ella―. Deberías darme las gracias, esas criaturas casi te matan con sus rituales. Ya estarías muerta si yo no les hubiese ordenado que te dieran un respiro. ―Sonrió cínicamente, al tiempo que, con suavidad pasaba los dedos por la mejilla de la princesa apartándole un mechón de cabello azabache.

―¿Qué te hace pensar que esas criaturas no te traicionarán en cuanto bajes la guardia? ―quiso saber Aeryn.

Kieran esbozó una sonrisa ladeada.

―Algo tan básico como un juramento de magia insondable. Me prometieron parte de tu magia a cambio de que yo te trajese con ellos ―explicó―. Pero lo que no saben es que yo también poseo mi propio poder. En cuanto reciba esa parte, seré lo suficientemente fuerte como para conseguir el resto, y entonces no tendrán otro remedio que acatar mis órdenes, o acabaré con ellos.

Aeryn no pudo hacer otra cosa que dibujar una expresión horrorizada. ¿Quién era ese?

»No creas que disfruto, Ryn ―insistió Kieran―. Siempre te he apreciado, y a Caspian también, sois mi familia, pero necesito más ―añadió―. Nunca quise ser soldado de la guardia real, ni siquiera general, nada de eso es suficiente. Sabes que tengo dos hermanos mayores, no me corresponden tierras, ni dinero, ni títulos... ¿Se supone que debía conformarme con la eterna mediocridad? ―bufó enfadado para, a continuación, dedicarle una mirada más calmada―. Cuando mi padre me contó lo tuyo, supe lo que tenía que hacer.

―Ilumíname ―resopló la chica, desperdiciando parte de la poca energía que le quedaba.

Kieran sonrió divertido. Incluso en ese estado Aeryn seguía mostrando su lado altivo y orgulloso.

―Toda esta guerra no tiene sentido, ¿sabes? Telmarinos o narnianos, ¡qué importa! Ninguno de ellos está preparado para gobernar Narnia. Son débiles e inestables. Ambos bandos han demostrado que no son capaces de mantener el control, no se hacen respetar, y no merecen respeto.

―Supongo que tú sí ―ironizó Aeryn.

―Yo soy diferente. ―Asintió Kieran―. Soy un soldado, conozco el dolor y el sacrificio, sé lo que hay que hacer para que los demás te obedezcan. Además, he heredado el don de mi padre. La magia corre por mis venas, puede que de momento solo sea un leve vestigio, pero estoy a punto de ser poderoso, poderoso de verdad. ―Volvió a acariciar la mejilla de la joven―. Y todo gracias a ti.

―No te engañes, eres exactamente igual que Miraz, y que Glozelle. Todos sois iguales, lo único que pretendéis es vanagloriaros con un poder que no os corresponde.

Kieran se limitó a negar con la cabeza.

―Pronto verás que te equivocas... Bueno, si sobrevives al proceso. Visto lo de hoy, tengo mis dudas. Apenas tenías pulso cuando te saqué de la sala de rituales. ―Realizó una leve mueca de disgusto―. Personalmente, espero que lo hagas. Me gustaría tenerte a mi lado cuando me ponga la corona. ―Sonrió―. No se me ocurre nadie mejor para gobernar conmigo que una princesa de auténtica sangre real. Esos nobles estúpidos adictos a las leyes de herencia no podrán reprocharme nada ―argumentó divertido―. Y tampoco voy a negar que eres preciosa, pero eso ya lo sabes.

Aeryn no daba crédito a las palabras que llegaban a sus oídos... En qué momento su mejor amigo se había convertido en ese ser hipócrita, falso, retorcido, y ambicioso. Kieran había sido como un hermano para ella, un joven divertido, valiente e inteligente. No ese cínico que seguía acariciándole el rostro, en un gesto que contenía de todo menos cariño.

Torció el rostro, con una expresión de repulsión en los labios. No quería ni verlo.

―¿Ahora me ignoras? ―Kieran arqueó una ceja―. Pensé que te haría ilusión, no hace tanto tiempo que te escapabas de tus clases para estar conmigo. Fui yo quien te dio tu primer beso. Estoy seguro de que te acuerdas de eso ―añadió ufano.

La princesa sintió como él volvía a girarle el rostro para obligarla a mirarlo. Cerró los ojos. No quería empañar los recuerdos alegres de su infancia con la imagen del monstruo que ahora se sentaba junto a ella.

―¿Qué pasa Ryn? ―Kieran acercó su rostro al de la chica―. No me digas que te has enamorado de ese rey narniano. Es un inútil, lo dejé fuera de combate con un simple golpe. Podría haberlo matado fácilmente.

―Lo atacaste por la espalda ―musitó Aeryn. Solo pensar que Peter podría haber muerto la aterraba.

―Detalles sin importancia ―le susurró Kieran al oído, rozando con su boca la oreja de la chica. Estaba muy cerca de ella. Se movió ligeramente, hasta que sus labios quedaron a la altura de los de los de Aeryn. Le dedicó una mirada desafiante y acto seguido, la besó, sin darle tiempo a reaccionar.

Ella trató de apartar el rostro, pero el soldado había apresado sus mejillas con una mano. Aeryn apretó los labios en una fina línea y cerró los ojos con fuerza. Se negaba a corresponder el beso, y se negaba a mirarlo. Ese no era el Kieran que ella había conocido. A este lo despreciaba.

Cuando Kieran se separó todavía mantenía ese brillo desafiante en los ojos.

―Tendremos ocasión de hacerlo bien, ya lo verás. Descansa un poco, necesitas reponer fuerzas. En cuanto anochezca las arpías volverán a iniciar el ritual y esta vez no las detendré, ya no nos queda tiempo. ―El joven se levantó de la cama y se dirigió a la puerta de la habitación, donde se detuvo un instante para dedicarle una última mirada a la princesa―. De verdad espero que sobrevivas.

Nada más pronunciar estas palabras, abandonó la estancia.

En cuanto el chico desapareció, Aeryn tomó una bocanada de aire, apartó la mirada de la puerta, y permitió que las lágrimas que había estado reprimiendo desde que recobró el conocimiento, acudieran a sus ojos. Lloró en silencio, hasta que el agotamiento pudo con ella.

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Edmund tragó saliva. La reconstruida fortaleza de hielo, donde había sufrido el cautiverio al que lo había sometido la Bruja Blanca, se alzaba ante sus ojos, imponente, como si no hubiese transcurrido más de un siglo entre aquel entonces y el presente.

―Cómo pudimos no percatarnos ―suspiró Susan. La luna adornaba el cielo en su punto álgido, de manera que la luz se proyectaba sobre el congelado bastión, otorgándole un aspecto tétrico, pero solemne.

―Supongo que estábamos demasiado ocupados combatiendo telmarinos. ―Su hermano menor hundió los hombros.

―¿Estás seguro de que la tendrán aquí? ―Caspian se giró hacia lord Greys, que permanecía en pie entre el escaso grupo de narnianos que formaban parte de la misión de rescate. No habían podido permitirse traer a más activos, la mayoría no se había recuperado de la reciente batalla; y tampoco podían ser muchos, pues llamarían la atención del enemigo.

―Ya os he dicho, majestad, que no estoy seguro. Pero veo bastante lógico que hayan traído a la princesa a la única fortaleza terminada de la que disponen.

La sonrisa torcida en los labios del hechicero sacaba de quicio al mayor de los Pevensie. Si no fuera porque el hombre era su única baza para llegar hasta Aeryn...

―Peter, ya has oído a Aslan, debemos confiar en él ―le susurró Susan. El gran león no había podido acompañarlos, su presencia sería como una alarma para los secuaces de la bruja, y precisaban contar con el elemento sorpresa para el asalto.

El sumo monarca apretó los puños y respiró hondo. Debía concentrarse; dejar de lado los nervios y el miedo a perderla. En la fortaleza habría espectros, hombres lobo, y todo tipo de criaturas poderosas y perversas. No podía permitirse el lujo de cometer un error.

La rescataría, no importaba cómo, pero lo haría.

―Adelante ―ordenó.

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El constante repiqueteo de las botas contra el suelo congelado llegaba hasta sus oídos como el estruendo de los truenos en medio de una tormenta. Aeryn recorría los pasillos de la fortaleza, escoltada por dos hombres lobo encargados de que la princesa no tratara de huir.

Era un reo camino de la horca.

Las puertas de la sala de rituales se abrieron por completo, dejando a la vista un cuarto de mármol, no muy distinto a la estancia de la Mesa de Piedra en el Altozano de Aslan. Un modesto altar se erigía en el centro, franqueado por dos columnas, y dos arpías; en una esquina se encontraba Kieran, vestido todavía con su armadura telmarina, y una sonrisa de codicia adornándole el rostro.

Los hombres lobo la empujaron hasta el altar de piedra. El sueño la había ayudado a recobrar algo de energía, que ahora empleaba en tratar de desasirse de esas bestias; las oportunidades eran mínimas, pero no estaba dispuesta a rendirse sin luchar.

―Es mejor que hagamos esto por las buenas, Ryn. ―Kieran se acercó a ella―. No quiero que te hagan más daño del necesario.

Aeryn le clavó una mirada de puro odio, mientras las criaturas la obligaban a tumbarse boca arriba y le amarraban las manos por encima de la cabeza.

―Estás loco si piensas que vas a salirte con la tuya ―espetó. Miró a las arpías―. Os está engaña...

No pudo terminar la frase, Kieran le colocó una mordaza, provocando que todo lo que saliera de su garganta fuesen meros sonidos ahogados.

―Pronto lo veremos ―respondió el joven. Dirigió una mirada a las arpías, que tras un asentimiento, se colocaron a los lados de la princesa, mientras los hombres lobo se aposentaban en los límites del portón.

Una de las criaturas sujetó la vara partida que antaño había pertenecido a Jadis, mientras la otra dibujaba un círculo alrededor del altar. Los cánticos excéntricos no tardaron en acompañar sus movimientos.

Aeryn se sacudió, en un último esfuerzo por liberarse de sus ataduras.

―No te esfuerces, preciosa. ―Kieran sonrió, justo antes de que una de las criaturas aproximase la afilada punta de la vara al corazón de la princesa.

En cuanto sintió el contacto, una especie de descarga le recorrió todo el cuerpo, aumentando en intensidad a cada segundo que transcurría. La joven telmarina se agitó frenéticamente, presa del dolor, sintiendo como si algo le fuese arrancado de lo más profundo de las entrañas. Pesadas lágrimas se agolparon en sus ojos, mientras sus gritos eran ahogados por la mordaza.

―Solo un poco más, pequeña. ―Kieran le posó una mano en el hombro―. Intenta sobrevivir.

Mientras Aeryn vivía su infierno personal, la vara de la bruja comenzaba a reconstruirse, acumulando toda la energía que era extraída de la joven.

Ya falta poco ―siseó una de las arpías.

Kieran se llevó un puño a la barbilla, observando la escena con creciente ansiedad. Necesitaba ese poder, y lo necesitaba ya...

Fue entonces cuando las puertas de la sala se abrieron de golpe. Peter, Susan, y Caspian irrumpieron con las armas en ristre; el tono escarlata de las espadas de los jóvenes delataba que el avance hasta la estancia no había sido sencillo. La reina fue la primera en tomar la iniciativa, una flecha voló certera desde su arco hasta el pecho de una de las arpías.

―¡Continuad con el ritual! ―le ordenó Kieran a las otras dos, al tiempo que desenvainaba su espada.

Todo sucedió a demasiada velocidad: los hombres lobo y el soldado telmarino se abalanzaron sobre los recién llegados. Los metales entrechocaron entre sí, el eco de la pelea se propagó con intensidad a causa de las paredes de hielo.

―¡Susan, deshazte de las arpías! ―gritó Peter, a la vez que luchaba contra uno de los hombres lobo.

La reina colocó la saeta en su arco, pero antes de que pudiera soltarla, Kieran la atacó por la espalda, causándole una grave herida en el brazo.

―¡Traidor! ―Caspian lanzó una estocada contra su antiguo mejor amigo, impidiendo que este pudiera volver a agredir a Susan.

―Caspian, ¿tus padres no te enseñaron que no está bien atacar a tus amigos? ―se burló el telmarino.

―Dejaste de ser un amigo en cuanto pusiste un dedo sobre mi hermana ―Caspian respondió con su espada, sin dejar de acometer una y otra vez.

Susan volvió a tensar el arco, ignorando el terrible dolor que atenazó su brazo derecho al realizar el gesto, liberó la flecha, que como siempre, impactó certera en el pecho de su víctima: otra de las arpías.

Kieran maldijo.

―Es bastante impresionante tu chica. ―Kieran realizó una última finta con su arma, dio un paso atrás y movió su mano izquierda al tiempo que pronunciaba un par de palabras en un idioma ininteligible.

Las dos personas más cercanas a él, Caspian y Susan, dejaron de ver al instante. Se habían quedado ciegos.

El soldado telmarino sabía que apenas tenía un minuto, el hechizo era temporal. Se acercó al altar y a la arpía restante.

―¿Habéis finalizado? ―instó, sin dejar de vigilar con el rabillo del ojo la batalla que tenía lugar a escasos metros de él: Peter se las arreglaba contra dos hombres lobo, mientras sus amigos permanecían desorientados por la repentina ceguera.

―Casi, falta muy poco.

Kieran observó la vara, ya completamente reconstruida. No le quedaba tiempo, no podía esperar.

―Así me basta. ―Clavó su espada en el cuello de la arpía y le arrebató la vara antes de que el cuerpo sin vida rozara el suelo. Chasqueó la lengua ante la mirada de estupefacción, dolor y angustia de Aeryn―. Tú te vienes conmigo. ―La desató a toda velocidad.

En cuanto se sintió libre de sus ataduras, la telmarina utilizó sus escasas fuerzas para propinarle un puñetazo al soldado, pero este lo esquivó con facilidad.

―¡Bastardo!, ¡traidor!

―Tranquila princesa. ―La agarró por un brazo y arrastrándola a la fuerza la sacó de la sala por la puerta trasera, casi al mismo tiempo que Peter se deshacía de uno de los hombres lobo, y tanto Susan como Caspian recuperaban la vista.

―¿Qué pretendes hacer? ―Protestó la chica, cuando el soldado la empujó hasta la antigua sala del trono, y cerró el portón tras de sí―. Acabas de traicionar a los únicos aliados que tenías.

Kieran empujó a la telmarina en medio de la estancia, y se apresuró a atravesar su espada entre los goznes de la puerta, para asegurar así la entrada. Casi al instante, la madera comenzó a temblar, como consecuencia de los golpes propinados desde el otro lado.

―¡Aeryn! ―La voz del mayor de los Pevensie llegó desde el otro lado, cargada de ansiedad.

―¡Peter! ―La muchacha se levantó y se lanzó hacia la puerta, sin embargo el telmarino la atajó por la cintura, y arrimó la parte más afilada de la vara a su cuello.

La madera cedió. Peter fue el primero en aparecer, junto con sus hermanos y Caspian. Detrás de ellos se escuchaban los restos de la batalla entre los soldados de los reyes, y los pocos aliados de la Bruja que restaban en pie.

―Ríndete. ―Edmund mantenía la espada en alto―. Los nuestros han reducido a tus espectros.

―No tiene sentido que sigas con esto ―añadió Susan, quien se agarraba el brazo herido con la mano contraria. Caspian estaba a su lado, en actitud protectora, pese a que ella no lo necesitara.

―Suéltala ―la voz de Peter sonó mucho más feroz que la de sus hermanos―. Deja a Aeryn, y puede que tenga piedad de ti.

―Estás solo, Kieran, no puedes vencernos ―terminó Caspian.

El soldado telmarino le devolvió a los cuatro una mirada desafiante y fanfarrona.

―Pues entonces tendré que buscar ayuda. ―Incluso antes de terminar de hablar, hundió el filo del cetro de la Bruja en el cuello de la princesa.

―¡Aeryn! ―Peter corrió hacia ellos, a la vez que Kieran soltaba a la telmarina.

Logró cogerla antes de que cayera al suelo. Se había llevado una mano al cuello, tapando la herida.

―Estoy bien ―susurró ella en los brazos del chico―. Es superficial ―añadió, apartando la mano. Unas gotas de sangre asomaban de la tersa piel, pero no dejaba de ser un corte liviano.

Peter sintió que el aire volvía a llenar sus pulmones, quiso sonreír, pero la alegría no le duró mucho. Tanto él como los demás clavaron la vista en Kieran, quien tras haberse apartado apenas un metro, se había hecho un tajo en la palma de la mano con el mismo cetro, y ahora lo clavaba en el suelo, justo frente al antiguo trono de la Bruja.

―Estás loco. ―Edmund no fue capaz de decir nada más.

El muro de hielo que ya habían visto en el Altozano volvió a materializarse ante sus ojos, y con él, su peor miedo: Jadis. Esta vez en carne y hueso.

La Bruja Blanca estaba de nuevo viva y con todo su poder de vuelta.

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