Cap. 17- La Bruja Blanca

Esa mañana, el cielo gris y nublado parecía querer reflejar el ánimo abatido que dominaba a todos los integrantes del pequeño grupo que se aproximaba al Altozano. Lucy sintió como el estómago se le encogía, dejando un gran vacío, al observar los funestos semblantes de los recién llegados.

Peter y Caspian encabezaban la comitiva, seguidos de Susan y Aeryn. Detrás iban, Edmund y Cornelius, junto con un reducido número de narnianos, en comparación con todos los que habían abandonado el Altozano la noche anterior.

―¿Qué ha pasado? ―preguntó Lucy, sin poder disimular un deje de inquietud.

Al ver el semblante angustiado de su hermana pequeña, toda la rabia y la frustración que Peter había estado conteniendo asomaron al exterior.

―Pregúntale a él ―respondió en un tono entre irascible y compungido, señalando a Caspian con la cabeza.

El susodicho arqueó las cejas sorprendido.

―Peter... ―Susan llamó a su hermano intentando evitar un inútil enfrentamiento, pero antes de que pudiese decir nada más Caspian la interrumpió.

―¿A mí? ―inquirió el telmarino, parándose en seco y mirando al mayor de los reyes―. Fuiste tú quien no ordenó la retirada cuando aún había tiempo.

―No había tiempo ―repuso Peter―, de haberte ceñido al plan, esa gente seguiría viva ―le reprochó, intentando que su voz no sonara tan rota como su ánimo, pero sin demasiado éxito.

―¡Y de habernos quedado aquí, seguro que vivirían! ―se defendió Caspian. También se sentía terriblemente acongojado por lo sucedido, pero no iba a dejar que lo cargaran con toda la culpa. Él los había avisado, tomar el castillo era imposible, pero no habían querido escucharle.

―Nos llamaste tú, ¿lo has olvidado? ―le recordó Peter.

Caspian guardó silencio durante un par de segundos, manteniendo la dura mirada del rey.

―Mi primer error ―pronunció finalmente.

―Caspian, déjalo ya. ―Esta vez fue Aeryn la que habló. Tanto Susan como ella, se habían acercado a ambos chicos, con intención de calmar los nervios, pero estos parecían no escuchar nada de lo que les decían.

―No, el primero fue creer que podrías guiarlos ―le espetó Peter al moreno.

―¡Que yo sepa todavía no he abandonado a Narnia! ―exclamó el príncipe tratando de contener la rabia.

―Venga, Caspian, déjalo estar. ―Aeryn colocó una mano en el brazo de su hermano, con intención de calmarlo. Era evidente que el muchacho estaba luchando por contenerse.

Sin embargo, Peter no contaba con ese autocontrol, y su mirada se tiñó de furia en cuanto oyó las palabras del otro chico.

―¡Vosotros la invadisteis! ―Miró a los dos hermanos telmarinos, ahora juntos―. No os merecéis gobernarla más que Miraz, sois todos iguales, Narnia está mejor sin vosotros.

Caspian no pudo reprimirse más, una cosa era que el rubio se desquitase con él, pero no iba a dejar que también lo hiciese con su hermana, ella ya lo había pasado demasiado mal, no se merecía sentir el peso de más culpa sobre sus hombros.

Con un grito de furia desenvainó su espada, y la alzó, dirigiéndola hacia el mayor de los Pevensie, quien respondió realizando el mismo gesto. Pero de nuevo una mano fraternal hizo que el príncipe bajara el brazo.

―Tiene razón.

Las palabras habían salido de los labios de Aeryn.

El rostro de Peter pasó de una expresión colérica a otra de sorpresa. Clavó la mirada en el rostro de la princesa telmarina, quien sostuvo el contacto visual con firmeza.

No parecía enfadada, sino frustrada, y una sombra de culpabilidad ensombrecía esos bellos ojos que tanto lo fascinaban. En cuanto observó el semblante de la joven, Peter se arrepintió de todo lo que acababa de decir. ¿Por qué de repente se sentía tan idiota? Quiso decirle algo para consolarla, pero ella se le adelantó.

―Tienes razón, nuestros antepasados invadieron Narnia, exterminaron a sus habitantes y condenaron a los pocos supervivientes al exilio ―admitió Aeryn con la voz quebrada―. Quizás nosotros no estuviésemos implicados en eso, pero como tú me dijiste, hemos permanecido ciegos a lo que nos rodeaba, negando la realidad, y por eso somos cómplices del crimen. Así que, sí, tienes razón ―añadió, recordando la discusión que había tenido con el chico en el bosque, poco antes de ser asaltados por los espectros―. Pero Caspian fue el primero en rectificar, fue el primero en asumir su responsabilidad, e intentar ayudaros, no es justo que la tomes con él. La única culpable soy yo; si hubiera escuchado a mi hermano cuando me contó la verdad, no habría huido, y tú no habrías decidido asaltar el castillo.

―Ryn, tú no tienes la culpa... ―Caspian posó una mano sobre el hombro de su hermana, no obstante, ella lo ignoró. La mirada de la princesa atravesaba a Peter, no era capaz de ver a nadie más, toda la frustración contenida parecía ser atraída como un imán hacia el sumo monarca.

―Me da igual lo que digas o lo que pienses. Vamos a quedarnos y ayudar en todo lo que podamos ―continuó Aeryn―. Quiero a Miraz fuera del trono, tanto o más que cualquiera de vosotros, y no pienso dejar que tú y tu maldito orgullo me lo impidan. ―Ahora el tono de la joven sí era de indignación, pero en este también se distinguía un desgarrador sentimiento de frustración e impotencia.

Dicho esto, se dio la vuelta y se dirigió al interior del montículo. Caspian no tardó en ir tras ella, no sin antes dedicarle a un atónito Peter, una breve mirada de reproche.

El mayor de los Pevensie tardó unos segundos en reaccionar, a su alrededor la multitud había comenzado a dispersarse. Buscó con la mirada a Susan, que seguía en frente de él.

―Ya van siendo horas de que aprendas a controlarte ―lo reprendió la chica con dureza, antes de encaminarse ella también al interior del Altozano, junto con Lucy.

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El suave brillo de las antorchas iluminaba la pintura de los grandes reyes representada en una de las paredes del interior del Altozano.

Caspian la observaba en soledad, aunque sin ser consciente de lo que sus ojos veían, pues su mente no dejaba de volver a la fatídica noche pasada, a las horribles confesiones de su tío, al rostro desencajado de su hermana, a los cadáveres de inocentes apilados en el patio del castillo...

Susan y Lucy habían llegado hacía un rato, y se habían llevado a Aeryn con ellas, dejándolo solo para dar rienda suelta a su odio. Porque eso era lo que sentía, odio, un odio profundo y desgarrador hacía Miraz y todo lo que representaba.

―¿Os alegráis de haber usado el cuerno mágico? ―la voz de Nikabrik llegó a oídos del príncipe, que se giró para observar a su acompañante―. Vuestros reyes nos han fallado, medio ejército ha muerto, y al otro medio le falta poco ―dijo el enano con cierto deje sardónico.

―¿Qué quieres, que te felicite? ―contestó Caspian secamente.

―Queréis a vuestro tío, igual que nosotros ―bisbiseó Nikabrik―. ¿Queréis su trono? ―inquirió retóricamente―. Podemos ayudaros.

Dicho esto, comenzó a caminar, sabiendo que Caspian lo seguiría movido por el interés que sus palabras le habían suscitado.

No tardaron en llegar a la amplia sala donde se localizaba la quebrada Mesa de Piedra.

―Habéis recurrido a un antiguo poder y ha fallado ―volvió a hablar el enano―, pero existe un poder aún mayor, uno que mantuvo a raya incluso a Aslan, durante más de cien años.

Nikabrik siguió avanzando, hasta detenerse frente al grabado del Gran León.

El príncipe miró a su alrededor con recelo, ¿por qué el enano lo habría llevado hasta ahí? Sin embargo, no llegó a realizar la pregunta en voz alta, pues unos rugidos procedentes del otro extremo de la sala lograron captar su atención.

En un acto reflejo, desenvainó su espada, preparándose para lo que fuera que se escondiese entre las penumbras de la estancia.

―¿Quién anda ahí? ―inquirió con desconfianza.

Una figura encapuchada surgió de entre las sombras y comenzó a acercarse poco a poco a Caspian y al enano.

―Soy hambre, soy sed ―la voz con la que hablaba el extraño era ronca y profunda, realmente escalofriante―, puedo ayunar durante cien años y no morir. Puedo pasar cien noches sobre el hielo y no congelarme. Puedo beberme un río de sangre y no reventar.

Desde el otro lado de la Mesa de Piedra, otra misteriosa figura hizo su aparición.

Caspian dirigió una mirada inquisitiva a Nikabrik, ninguno de los dos personajes parecía de fiar; sin embargo, el enano se limitó a asentir levemente.

―¡Mostradme a vuestros enemigos! ―volvió a hablar la primera figura, al tiempo que se despojaba de la capa que lo cubría.

El príncipe contuvo una mueca de asombro. Había oído hablar de los licántropos, pero esa era la primera vez que veía uno.

―Vuestro odio será nuestro odio ―la segunda figura tomó la palabra. Era una arpía, Caspian pudo reconocerla gracias a las enseñanzas de Cornelius―. Nadie odia más que nosotros. ―A diferencia de su compañero, esta criatura tenía una voz más estridente, pero no por ello menos estremecedora.

El telmarino observó un momento a ambos extraños.

―¿Podéis garantizar la muerte de Miraz? ―inquirió.

―Eso, y más ―respondió la arpía, con un gesto que podría interpretarse como algo parecido a una sonrisa.

Caspian se mantuvo en silencio durante unos instantes. Quizás en circunstancias normales no habría confiado en personajes de aspecto tan siniestro, pero en ese momento, lo único que le importaba era vengarse de su tío. Después de todo, nadie podía ser peor que Miraz.

Envainó la espada e hizo una leve inclinación de cabeza, dando a entender a los extraños que estaba dispuesto a colaborar.

―¡Dibujemos el círculo! ―exclamó la arpía, ante el gesto del príncipe.

El licántropo arañó el suelo con una de sus garras y, de esta manera, comenzó a trazar una circunferencia alrededor de Caspian, mientras su compañera recitaba en una extraña lengua, totalmente desconocida para el joven telmarino.

En cuanto el círculo estuvo terminado, la arpía alzó una lanza y la clavó con fuerza en el espacio ubicado entre los dos pilares de piedra situados frente al relieve de Aslan.

Al momento, un muro de hielo comenzó a extenderse desde la base hasta el techo, cubriendo por completo el grabado del león. Entonces una silueta femenina hizo su aparición en el interior del hielo: la Bruja Blanca.

―Esperad, esto no es lo que quería ―dijo Caspian, consciente del peligro en el que se estaba metiendo.

Dio un paso atrás, tratando de salir del círculo, pero el licántropo lo agarró, impidiéndoselo.

―Con una simple gota de sangre de Adán, me liberaréis. ―La susurrante y melodiosa voz de Jadis se alzó desde el hielo―. Seré vuestra, majestad.

La arpía sacó una especie de puñal de entre los pliegues de su capa. Lo acercó a la mano del príncipe, realizándole un profundo corte en la palma. La sangre comenzó a salir poco a poco de la herida. El licántropo agarró el brazo del muchacho y lo extendió en dirección a la bruja, quien ya había alzado su propia mano, sacándola del interior del bloque de hielo.

Caspian forcejeaba con el hombro lobo tratando de liberarse, pero tras unos segundos de resistencia, el poder Jadis penetró en su interior, doblegando su voluntad y consiguiendo que acabara siendo él mismo quien le ofreciese su sangre sin necesidad de que nadie lo obligase.

―¡Alto! ―ordenó Peter al tiempo que entraba en la gran sala, seguido de Trumpkin, Edmund y Lucy.

El licántropo soltó a Caspian y saltó sobre Edmund, que apenas fue capaz de esquivarlo. Los otros dos aliados de la bruja tampoco perdieron el tiempo, y enseguida se abalanzaron sobre los recién llegados.

Trumpkin luchaba contra Nikabrik, pero su antigua amistad y el aprecio que aún sentía por él lo condicionaban a la hora de atacar, lo que provocó que la contienda pronto se inclinase a favor del enano negro.

Lucy vio como su amigo caía al suelo, abatido por Nikabrik, y corrió a ayudarlo. Interceptó con su puñal, el arma del enano negro, impidiendo que este rematase a Trumpkin.

Por otro lado, Peter atacó a la arpía, logrando pillarla por sorpresa y dejarla fuera de combate en tan solo un par de estocadas. No se paró a comprobar si estaba muerta o tan solo inconsciente, pues a su lado, Caspian estaba a punto de alcanzar con su mano la de Jadis.

Se acercó corriendo y, de un empujón, sacó al telmarino del círculo.

―¡Déjalo en paz! ―dijo al tiempo que alzaba su espada, en dirección a la bruja.

―Peter, querido, te he echado de menos ―habló Jadis, provocando que el muchacho alzase la mirada, hasta clavarla en los penetrantes ojos verdes de la bruja―. Ven, solamente una gota...

El chico podía oír el alborozo de los duelos que tenían lugar en la sala, podía oír el estruendo del metal de las espadas al chocar entre sí, los gemidos de dolor de los combatientes, y los gritos de rabia de los perdedores. Sin embargo, nada de eso era lo suficientemente significativo para Peter; ni siquiera la susurrante voz de la bruja incitándolo a acercarse a ella.

Todo lo que lo rodeaba había dejado de importar, nada que pudiese pasar podría haber hecho que el rey apartase la vista de los ojos de Jadis. Eran los mismos ojos que desde hacía un tiempo le venían ocasionando demasiados quebraderos de cabeza; los mismos ojos que desde el primer momento que se clavaron en él, le habían parecido los más fascinantes y hermosos que jamás hubiese visto, pero que a la vez, le habían resultado chocantemente fríos, y... extrañamente familiares.

Eran los ojos de Aeryn.

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