Refugio

Nahiara se paseaba satisfecha por los anchos pasillos de Vékusi, la ciudad subterránea aledaña a la magnificente Lutkyneva. En dicho sitio habitaban todos los Olvidados de castas inferiores y los prisioneros. Cualquier tipo de criatura que la Legión desease mantener con vida para utilizarla en la consecución de alguno de sus oscuros objetivos era llevada allí. Existían varias celdas comunes, las cuales albergaban a algunos seres humanos y a ciertos tipos de animales. El destino de estos presos era el de servir como sujetos de prueba en los diversos experimentos que Galatea conducía. El afán de la siniestra dama por demostrar la efectividad de sus pócimas y encantamientos nuevos no se saciaba nunca. Por esa razón, dichas celdas siempre se habían mantenido cargadas de personas y bestias. Este hecho cambió el mismísimo día del retorno de la Nocturna, quien exigió que se extinguiese cualquier forma de vida que no formase parte de sus ejércitos. Al no existir ya más motivos para conservar vivos a aquellos desdichados prisioneros, los Vasallos Escarlata se encargaron de envenenarlos mediante un potente gas tóxico elaborado a base del hálito de los Soldados Negros.

Justo cuando las celdas comunes quedaron vacías en su totalidad, las celdas especiales les abrieron las puertas a sus dos primeros ocupantes: Milo y Bianca. Estos selectos calabozos habían sido construidos desde hacía mucho tiempo con el propósito de recluir a entes poderosos para estudiarlos e intentar arrebatarles los secretos de sus habilidades. Dichos aposentos tenían la apariencia de grandes pétalos ovoides de tonalidad grisácea. Sus vítreas paredes opacas estaban impregnadas con una infinidad de letales sustancias y sellos mágicos de alta calidad. Dichas medidas de seguridad no solo impedían los intentos de escape de los prisioneros, sino que también obstaculizaban de manera muy significativa el funcionamiento de sus cinco sentidos. Nadie que estuviese dentro de aquellas celdas sería capaz de tan siquiera levantarse del suelo, ni mucho menos de desplazarse o de atacar a sus captores.

—¡Qué hermoso panorama han puesto delante de mis ojos! Dos de las peores escorias que existen por fin están en donde les corresponde. Será muy grato mirar la paulatina decadencia de sus cuerpos con el pasar de los días. ¡Quiero que sufran como yo sufrí todo este tiempo! Asesinarlos de inmediato sería demasiado misericordioso de mi parte. Experimentarán dolores que nunca imaginaron cuando comiencen a probar mi exquisito repertorio de torturas. ¡Suplicarán que los deje morir, pero no los complaceré! —clamaba Nahiara, con su atronadora voz llena de ira.

Milo se encontraba postrado boca arriba en el piso, con los ojos cerrados. El escozor en sus globos oculares, el cual era producido por los densos vapores que lo circundaban, no le permitía mantener sus párpados abiertos. La voz de la emperatriz llegaba distorsionada a sus oídos, como si de un lejano eco se tratase. El chico no lograba ordenar el hilo de sus pensamientos, pues las toxinas en el aire mantenían a su cerebro en un estado letárgico. A pesar de todo, una extraña fuerza de voluntad lo impulsaba a no dejarse vencer. “Dahlia me necesita... Papá me necesita… Bianca me necesita… Tengo que salir de aquí”, eran las únicas frases coherentes que daban vueltas entre la desordenada maraña de ideas inconexas del joven.

Bianca estaba sentada, recostando su tronco a una de las paredes de la celda. Tenía la cabeza gacha y, al igual que Milo, no lograba mantener los ojos abiertos. Sus brazos cansados reposaban sobre sus adoloridas piernas. Ella sí había tenido la energía suficiente para tratar de liberarse, pero el colosal esfuerzo que hizo resultó en vano. La última esperanza que le quedaba recaía en Sóturi. Poco antes de que la capturaran, ella le había dado instrucciones claras a su fiel compañero para que se marchara en busca de Emil y lo llevase hasta un sitio seguro. Él debía ser protegido, puesto que era el portador de un valioso objeto que no debía caer en manos de la Legión. Si eso sucedía, ya no habría nada que ellos pudiesen hacer para luchar en contra de Nahiara y sus Olvidados.

El Ave Argéntea había obedecido las instrucciones de su ama al pie de la letra. Su increíble velocidad y su excelente sentido de la orientación le permitieron llegar al lugar exacto en donde se escondía el señor Woodgate antes de que los Soldados Blancos lo encontrasen. Sóturi no se detuvo a contestar las múltiples preguntas del hombre con respecto a sus hijos, sino que se concentró en ponerlo a salvo. La criatura aumentó su tamaño hasta alcanzar una altura de seis metros. Entonces, le pidió a Emil que abrazara su cuello con firmeza. Tan pronto como este lo hizo, el enorme pájaro se elevó y empezó a dar vueltas en círculo. Poco a poco, la rapidez de su vuelo se fue incrementando y un vaporoso anillo naranja apareció en el aire. El ave emitió un sonoro chillido metálico que transformó el vaho en refulgentes llamas. Acto seguido, se colocó justo en el centro del aro flamígero y envolvió a Emil con sus gráciles alas. De aquel eslabón de fuego nacieron varios más, muy similares al primero pero de un diámetro inferior. Estos dieron varios giros en torno a Sóturi y al padre de Dahlia, para luego hacerlos desaparecer a ambos de aquel sitio. No dejaron ni el más pequeño rastro de su presencia tras de sí...

Emil no sabía cuánto tiempo había transcurrido desde la última vez que había tenido la oportunidad de sostener una conversación con su hijo. Recordaba la breve discusión que tuvieron justo antes de que el obstinado muchacho decidiera no escuchar las prudentes recomendaciones que él le estaba dando. Pero la desobediencia de Milo era lo que menos le preocupaba en ese momento. No podía parar de pensar en el destino de sus amados niños. “¿Dónde estarán mis hijos? ¿Se encontrarán bien? ¡Necesito verlos!”, pensaba el angustiado hombre para sus adentros. La ansiedad y el dolor lo tenían tan ensimismado que no había podido percatarse de las inusuales características que exhibía la estancia en donde él se hallaba alojado.

El joven padre estaba tumbado sobre un espacioso y suave lecho cubierto de sábanas verdes que se acoplaban a la forma, posición y movimientos del cuerpo de quien estuviese bajo ellas. El colchón lucía como una inmensa mota de algodón en movimiento que no se deformaba con el peso de su ocupante. En medio del techo de lustrosa madera oscura, podía admirarse un vistoso candelabro dorado cuyos numerosos brazos sostenían a decenas de diminutas velas redondeadas. Cada una de estas podía regular la cantidad de luz que recibía la habitación e incluso apagarse por completo si era necesario. Las paredes mostraban coloridas imágenes de paisajes naturales que cambiaban cada cinco minutos, los cuales armonizaban con el estado de ánimo de la persona que los contemplase. El piso podía simular la textura de un fresco pastizal o la de una fina capa de arena de playa, dependiendo de las preferencias personales del inquilino de la alcoba. La mesa de jade que estaba junto a la cama tenía sobre sí una gran variedad de platos, tazones, copas y cubertería de plata. En el instante mismo en que Emil había abierto los ojos, aquellos utensilios vacíos se llenaron de toda clase de alimentos nutritivos y atractivos a su vista. No había ninguna comida entre aquellas que no le gustara. Un apetitoso olor a pollo asado alcanzó las fosas nasales del señor Woodgate. Ese agradable aroma fue lo que consiguió devolverlo de golpe a la realidad.

—¿Qué es todo esto? —susurró él, mientras recorría el dormitorio con la mirada.

En la pared que estaba situada frente a él, se dibujó el contorno de una pequeña puerta transparente. A través de esta, ingresó al cuarto una señora de mediana edad que iba vestida con un elegante traje ejecutivo azul y unas zapatillas de tacón alto.

—¡Bienvenido sea usted, buen hombre! Es un placer para nosotros recibirlo —declaró la mujer, sonriendo de manera cordial.

A pesar de la belleza del lugar y de la amabilidad de la anfitriona, el padre de Milo no se sentía a gusto. No sabía cómo había llegado allí. Estaba consciente de que una especie de pájaro plateado había sido el responsable de su rescate, pero desconocía la identidad del dueño del ave y la ubicación de aquel refugio.

—¿Puede decirme en dónde estoy, por favor? —inquirió el hombre, muy respetuoso.

—No se preocupe, pues eso ya no tiene ninguna relevancia. Lo que sí importa es que usted y yo estamos bien. Intente olvidarse de los funestos acontecimientos del pasado y dé las gracias por su nueva vida —respondió la señora, sin perder su gesto alegre.

Emil arqueó la ceja izquierda y presionó los labios con cierto disgusto. Nunca le habían agradado las evasivas, por lo que no estaba dispuesto a dejar que nadie le impidiese llegar al meollo de los asuntos.

—Dígame de una buena vez qué está sucediendo aquí. No puede retenerme en un lugar que no conozco en contra de mi voluntad. Si quiere que me quede de buena gana, al menos quiero saber el nombre del sitio.

—No insista, buen hombre. No va a ganar nada intentando descifrar en dónde estamos. Nadie lo sabe. Todos hemos intentado comprender lo que pasó antes de despertar en este edificio, pero ya descubrimos que eso es imposible. Solo sabemos que somos muy afortunados de seguir vivos y de haber sido traídos a este lindo sitio, en el cual tenemos acceso a todas las comodidades imaginables.

—Aparte de nosotros dos, ¿cuántas personas más viven aquí?

—Somos ciento ochenta personas, incluyéndolo a usted. Hay hombres, mujeres y niños de diversas edades y nacionalidades acá. Podrá conocerlos más tarde… Ahora, lo invito a tomar los alimentos y las bebidas que prefiera, en la cantidad que le parezca apropiada. De seguro tendrá mucha hambre, puesto que ya han pasado tres días desde su llegada y no ha probado bocado alguno. Me preocupaba mucho que no fuera a despertarse nunca.

—¿Tres días dormido? ¿¡Está hablando en serio!?

—Oh, sí. Han sido tres días exactos. Uno de los niños lo halló tumbado boca abajo sobre una rama muy gruesa de uno de los robles que rodean nuestro edificio. No sabemos cómo llegó usted ahí ni quién lo trajo. Solo nos limitamos a auxiliarlo. En cuanto logramos traerlo a esta cama, intentamos hacerlo volver en sí por todos los medios. No hubo manera de que reaccionara, así que decidimos esperar un poco. Por suerte, no tardó tanto tiempo en despertar, buen hombre.

—Llámeme Emil, por favor… Le agradezco mucho la información que me ha dado. Y bueno, si no le molesta, deseo comer a solas, ¿está eso bien?

—Claro, no hay ningún problema. Me retiro, entonces. Por cierto, mi nombre es Anastasia. Ha sido un gusto conocerlo, señor Emil.

Dicho esto, la dama se inclinó hacia adelante y volvió a sonreír, tras lo cual abandonó la habitación. Él no tardó en levantarse de la cama, dado que deseaba irse a investigar el lugar cuanto antes. Sin embargo, los fuertes rugidos de su estómago lo detuvieron.

—Parece que en verdad tendré que sentarme a comer, después de todo —monologó en voz alta.

Se dirigió a la mesa para tomar una copa de vino, un trozo de pan dulce y una porción del suculento pollo asado cuyo aroma lo había cautivado minutos antes. Mientras comía y bebía, sintió un extraño cosquilleo cálido en la mitad de su pecho. Devolvió los alimentos a su respectivo sitio y se desabotonó la camisa que traía puesta. Notó de inmediato que el colgante de cristal en forma de rosa era la fuente del calor que sentía. Lo levantó hasta la altura de su rostro con sus dedos índice y pulgar derechos. La piedrecita emitía una tenue luz amarilla y parecía estar murmurando algo. Emil la acercó a su oído y se quedó boquiabierto al comprender con claridad ocho enigmáticas palabras: “El pacto de fuego ya se ha realizado”. Una seguidilla de improperios se le escapó en cuanto se miró la palma de la mano con la que había estado sujetando el cristal. Un vistoso dibujo que se asemejaba a una llama rojiza había aparecido de la nada sobre su piel…

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