¿Quién soy yo?

Dahlia abrió los ojos con gran lentitud, puesto que una terrible pesadez se había apoderado de sus párpados sin razón aparente. Dicho inconveniente la forzaba a concentrar las escasas fuerzas físicas de las que disponía en ese punto específico de su cuerpo. No se molestó en tratar de levantarse; eso podía esperar. Tan pronto como logró replegar sus membranas oculares a un grado satisfactorio, su campo de visión empezó a aclararse poco a poco. Un panorama muy peculiar le dio la bienvenida a sus cansados orbes. De pie, justo en frente de ella, se erguía un enorme ser de apariencia femenina y estilizada silueta. Su torso estaba cubierto de cientos de diminutas hojas rojizas, cuya forma se asemejaba a la que tienen los pétalos de un tulipán. La fémina no apartaba su chispeante par de ojos grises de la jovencita Woodgate. El marmóreo tono de su piel translúcida y los incesantes movimientos zigzagueantes de su larga cabellera negra mostraban con claridad que no era humana. A pesar de compartir varias características de su apariencia con las que tendría una mujer terrestre común, esa criatura distaba mucho de serlo.

Sus rasgos faciales le resultaban muy familiares a la rubia, pero ella no podía decir a ciencia cierta por qué razón creía reconocer a esa extraña dama. Lo que más le llamaba la atención a la muchacha era el parecido físico de aquella mujer con respecto a sí misma. Aunque Dahlia no podía recordar ni siquiera cuál era su nombre, estaba consciente de cómo lucía debido a la reciente experiencia que había tenido con los Pomaksein. De solo recordar a esos desquiciados entes que la atacaron sin compasión, un potente escalofrío le recorría la espina dorsal. Pero no tenía tiempo de ponerse a pensar en algo que ya no le afectaba, dado que la nueva visitante demandaba ahora la totalidad de su atención.

Serva me, servabo te —declaró la imponente dama, con la voz algo trémula.

La pelirrubia frunció el ceño e hizo un intento de responderle, pero fue en vano, ya que no pudo hallar las palabras que buscaba. Por algún motivo inexplicable, un remoto rincón de su cerebro había reconocido la frase: "Protégeme, que yo te protegeré". Pero si ella no sabía hablar aquel idioma, ¿cómo era posible que comprendiese el significado de esa expresión? Nada en su vida parecía tener sentido desde que había llegado a Hélverask. Sin embargo, no estaba dispuesta a quedarse de brazos cruzados, resignada a recibir con los brazos abiertos a su sombrío destino. Una de las características de su personalidad olvidada que había logrado resistirse a ser suprimida era su resiliencia. Sumirse en la autocompasión no tenía cabida en la lista de sus atributos. Por lo tanto, la chica se resolvió a averiguar todo cuanto pudiese mediante aquella dama tan singular.

—¿Quién eres tú? ¿Nos conocemos? ¿Podrías decirme quién soy yo? —inquirió la chiquilla, con cierta dificultad para mover su lengua.

La espigada fémina cambió la expresión de serenidad que había manifestado hasta ese momento por una de completo desasosiego. Se cubrió ambos oídos con las palmas abiertas y negó con su cabeza. El ritmo de su respiración se aceleró a tal punto que ya no le fue posible mantenerse de pie en un solo lugar. Comenzó a caminar de un lado para otro sin ton ni son. Parecía haber entrado en un estado de perturbación mental muy severo. Las azuladas venas de sus extremidades superiores e inferiores se fueron ensanchando de manera progresiva hasta que adquirieron el aspecto de fibrosas raíces inflamadas.

Mientras tanto, Dahlia se esforzaba por levantarse del suelo. Deseaba estar en condiciones de perseguir a la espigada mujer en caso de que fuese necesario. No podía permitir que su única fuente de posibles respuestas se le escabullese de un pronto a otro. Si huía del sitio, quizás no volvería a verla nunca más. Aunque le dolían hasta los cabellos y correr era la última de las actividades que hubiese querido llevar a cabo, la rubia se había resuelto a hacer cualquier cosa que fuera necesaria con tal de salir pronto de aquel inhóspito lugar. Y si eso significaba que debía aguantar aún más dolor del que ya había soportado, no dudaría en aceptar el desafío.

—¡Espera! Tranquilízate, por favor. Solo quiero hablar contigo. ¿Puedes entender lo que estoy diciendo? —declaró la jovencita, casi susurrando para no incrementar la perturbación de su interlocutora.

La monumental señora de melena azabache le dio la espalda a la chica y se puso en cuclillas, al tiempo que sollozaba repetidas veces. Seguía tapándose las orejas, tal y como si escuchar la voz de la terrícola fuese el peor de los suplicios. Desde las profundidades de sus cuencas oculares, comenzó a fluir un inagotable torrente de lágrimas plateadas que se agolpó en torno a ella. Un refulgente círculo de dos metros de circunferencia fue el resultado obtenido tras la conclusión del inusitado llanto de la inmensa criatura. La arena que se hallaba debajo del charco lacrimal despedía un denso humillo blanquecino. Todo apuntaba a que aquella vistosa sustancia argéntea estaba hirviendo.

La chiquilla no sabía qué proceder podría resultar más prudente: intentar acercarse o esperar un rato. Pero su incertidumbre no le duró mucho tiempo, dado que el terreno ocupado por el aro empezó a hundirse cual si de arena movediza se tratase. La mitad del cuerpo de la enorme fémina quedó cubierto en menos de lo que tarda un parpadeo. En ese instante, la pelirrubia supo que debía actuar sin titubear. Tomó impulso y dio un salto hacia el agujero que se estaba tragando a la misteriosa dama. Mantuvo los brazos extendidos en posición de ataque, pues pretendía sujetar la cabeza de ella usando toda la fuerza de sus extremidades. No permitiría que desapareciese de su vista por nada del mundo.

—¡No te irás sin hablar conmigo primero! Te quedarás hasta que me digas qué está sucediendo. ¡Estoy muy segura de que sí lo sabes! —exclamó la jovencita entre dientes, al tiempo que sujetaba de los cabellos de la mujer con firmeza.

Dahlia estaba desprovista de ropaje. Al no tener nada sobre sí que la protegiese del entorno, su piel empezó a arderle casi de inmediato. Conforme se iba introduciendo en las entrañas de la tierra, la intensidad del calcinante dolor que experimentaba crecía. Pero ya estaba más que habituada a soportar torturas de toda clase, por lo que una nueva dosis de las mismas no la disuadiría de alcanzar su objetivo. Si había de morir allí, lo haría con honor, estando consciente de que había utilizado el máximo de sus capacidades. Cerró los ojos y apretó los puños, con la esperanza de que las articulaciones en sus dedos no cediesen ante la abrumadora autoridad que el agotamiento poseía sobre los frágiles organismos humanos. Sin que se diera cuenta, un paulatino sopor fue invadiendo sus sentidos. Estuvo a punto de quedarse dormida, pero un agudo grito la devolvió de golpe a la realidad.

—¡Libérala, por favor! Te ofrezco mi vida a cambio de la libertad de Dahlia. ¡Solo déjala salir, te lo imploro! —suplicaba la distante voz rasposa y lastimera de una muchacha.

Para la joven Woodgate, el simple hecho de escuchar ese nombre fue como recibir toda la potencia de una descarga eléctrica de cientos de miles de voltios en unos cuantos segundos. Una inenarrable sensación que mezclaba la sorpresa con la felicidad y el temor la envolvió de pies a cabeza. "¿Es ese mi nombre? ¿Me llamo Dahlia?" monologaba ella para sus adentros. "Dahlia, Dahlia, Dahlia... debo seguir repitiéndolo para no olvidarlo de nuevo".

—¡Cállate, maldita mocosa insolente! ¡No vuelvas a pronunciar el repulsivo nombre de esa despreciable alimaña delante de mí! No te atrevas a desafiarme, o este imbécil al que tanto adoras recibirá todo el castigo en tu lugar, ¿lo has entendido? —aseveró una furibunda y atronadora voz de origen incierto.

La hija de Emil juraba que reconocía a quienes estaban discutiendo. Aunque no podía evocar ninguna imagen que se conectara de alguna manera con aquellas personas, su instinto le indicaba que ambas estaban muy ligadas a ella. No obstante, sus momentos de reflexión se vieron interrumpidos abruptamente. La majestuosa señora a quien ella aún continuaba sujetando del cuero cabelludo asomó su cabeza a la superficie de la tierra otra vez. Pero el panorama que se avistaba ahora no poseía ni la más remota similitud con el entorno que la rubia ya conocía. Una cantidad indefinida de macizos cubos, cilindros, esferas, pirámides, prismas y conos cubría el vasto suelo por completo. La totalidad de aquellas figuras geométricas tridimensionales era de tonalidad negruzca, sin brillo alguno. Sus tamaños variaban, dado que algunas de ellas eran tan pequeñas como las cuentas de un collar y otras eran tan grandes como el mismísimo Plutón. El lugar en donde se esperaría que estuviese el cielo parecía estar hecho de lava verdosa en movimiento.

—¿¡Dónde estamos!? —clamó la chiquilla, cuyos ojos estaban abiertos como platos.

En cuanto la corpulenta fémina escuchó hablar de nuevo a su pequeña acompañante, soltó un fuerte gruñido y comenzó a agitar la cabeza de un lado a otro, como si se estuviese sacudiendo el exceso de humedad en su pelo. Ese brusco zarandeo casi terminó por tumbar a la muchachita, pero una loca idea se le ocurrió en ese momento. Si hablar en un idioma distinto enfadaba a la extraña mujer, quizás hablarle en su idioma lograría apaciguar su caldeado ánimo.

Serva me, servabo te —dijo la terrícola, repitiendo las únicas palabras que conocía de aquel lenguaje.

La agitación de la colosal hembra extraterrena se detuvo de repente. Al parecer, la teoría de la rubia había dado un buen resultado. El problema era que Dahlia no conocía ni siquiera una sílaba diferente de las que acaba de pronunciar. Sin embargo, no tuvo necesidad de seguir hablando, ya que su interlocutora intervino con una nueva frase.

Salvum me fac —susurró la extraordinaria dama.

"Sálvame", fue la expresión que resonó en el interior de la cabeza de la hermana de Milo. "¿Cómo voy a salvar a alguien más si no he podido ni salvarme yo misma?" se preguntaba. Entre tanto, la jovencita optó por volver a utilizar la estrategia de la imitación.

Salvum me fac —declaró ella, en voz alta.

La gigantesca criatura tomó a la diminuta muchacha entre sus manos y la colocó en frente de su apacible rostro. Acto seguido, inhaló despacio y sopló directamente sobre la cara de la chiquilla. Antes de que pudiera comprender a cabalidad lo que le estaba haciendo, Dahlia notó que ya no tenía que mirar hacia arriba para encontrarse con los ojos de aquella mujer. Sus cuerpos ahora eran justo del mismo tamaño...

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