𝕮𝗛𝗔𝗣𝗧𝗘𝗥 𝗢𝗡𝗘.

Abril a simple vista era un mes precioso, o al menos esa era una opinión popular entre la mayoría de sus conocidos; aún así, para Edward, abril era como cualquier otro mes, por ende lo vivía con el mismo pasotismo que le dedicaba a cualquier otra época del año. Las calles estaban mucho más abarrotadas por los estudiantes que salían de sus clases. La multitud adulta que cruzaba la calle con portafolios y trajes también los relucientes automóviles que pasaban a toda velocidad.

    Desde pequeño había demostrado no ser muy afectuoso, dificultad para socializar y un muy limitado círculo de actividades le despertaban un interés genuino. Su madre, que creía tener un infinito conocimiento sobre la psicología y el comportamiento humano, le dijo que tenía posibilidades de ser asocial. Con el paso de los años, la teoría había sido comprobada con éxito.

        A sus diecisiete años de edad, Edward no tenía un mejor amigo, nunca había tenido una novia que presentarle a sus padres, y mucho menos tenía amigos en su instituto. Ésto había alarmado a su familia, quienes le habían introducido a un sinfín de chicos y chicas, hijos de sus antiguos compañeros de clase. El no tener a alguien con quien volver a casa después de clase, o a alguien a quien besar y abrazar, no le había afectado. Era un chico independiente, sus notas eran perfectas o aceptables, sus profesores no tenían más que buenas palabras para sus progenitores.

        En pocas palabras, su torpeza para socializar no significaba que fuera inoperante. Trabajaba en las tardes en una librería local como asistente, era un muchacho productivo. Limpiaba el polvo de las estanterías, organizaba los libros alfabéticamente y por los distintos géneros en la sección correspondiente para que fuera más fácil para los lectores encontrarlos.

Sorprendentemente, doña Dorothy, la propietaria de la librería, era la única persona conocida ─aparte de sus padres, claro─ que había conseguido mantener una conversación con Edward por más de diez minuto sin que él se diera la vuelta con indiferencia o fuera grosero. Ella en broma le llamaba "niño bonito", mientras que él le decía abuela. La señora Dorothy era delgada y bastante alta, tenía el cabello ligeramente canoso recogido en un moño alto y lentes con un estampado de tigre. Llamaba la atención su nariz puntiaguda y ojos brillantes color turquesa.

        Entraba en la librería a las tres de la tarde y normalmente salía a las siete de la noche. En múltiples ocasiones, ella se empeñaba en llevarlo hasta su casa en su coche, pues él aún no tenía ni coche, ni permiso de conducir. Ed afirmaba que era más fácil crear vínculos con los mayores.

        Con Dorothy podía hablar de política, de grandes novelas y obras literarias que le apasionaban, compartían un vocabulario extenso y exquisito. Ella le decía de vez en cuando que, aunque aparentaba físicamente diecisiete, él era sin lugar a dudas un hombre anciano. Edward esperaba que se refiera a su aire profesional y su comportamiento maduro, no acorde a los demás adolescentes que conocía.

        Cuando llegó a su casa, desde la entrada se podía sentir el olor a garbanzos y se reflejaba la luz de la pantalla de la televisión. Su madre, Celia, una señora cercana a los cuarenta y de cabello castaño oscuro escuchaba las noticias con la cabeza apoyada en el hombro de su marido, el señor de la casa. El padre de Edward, llamado George, era abogado, tenían el mismo aire taciturno que él y el mismo cabello negro, pero los ojos de Edward eran los de su madre y su abuelo, un azul grisáceo. Exclamó un vago "ya estoy en casa" que fue fusionándose con la voz de la presentadora del tiempo, a la que sus padres escuchaban con tanta atención. Se quitó los zapatos y los dejó en una baja estantería donde habían un par de mocasines, de su padre. Su madre, una obsesa de la limpieza y el orden, reñía cuando alguien caminaba más de dos metros de la entrada con los zapatos puestos y se convertía en un basilisco de sesenta metros.

        Cuando estuvo en la sala, su padre le saludó calurosamente y le pidió que se sentara junto a ellos, pero él se negó alegando que tenía cosas que hacer antes de irse a dormir. Le dio un beso a su madre en la coronilla y subió escaleras arriba, huyendo de los reclamos de su madre que vociferaba que no se atreviera a irse sin cenar, que si por eso estaba tan delgado, que si a las chicas le gustan los hombres musculosos.

        En su habitación, una modesta recámara de paredes azules con cuadros de retratos familiares colgados y bastante amplia para ser de una sola persona, caminó hasta su cama y se tiró sobre esta, abriendo el ordenador que descansaba en el borde del lecho. Al abrirlo se presentó la imagen estándar que ejercía como fondo de pantalla; ni siquiera se había molestado en escoger un fondo de pantalla significativo o de alguna moto como sus compañeros de clase.

        Sus notificaciones de correos estaban todas atendidas, nada requería especialmente su atención aquel momento. Súbitamente, la puerta se abrió y una pequeña figura se adentra en el umbral: era Olivia, más conocida como Liv, su hermana pequeña. Olivia era una infanta muy dulce, cuando quería; y muy molesta cuando decidía alimentarse de la paciencia ajena. Era pequeña, casi tenía ocho años y le faltaba un diente delantero. Sin saber su procedencia, sus cabellos eran rubios cobrizos y ondulados, estaban recogidos en coletas.

        En casa todos la llamaban muñeca, y con Edward era muy afectuosa. La niña avanzó por la habitación con sosteniendo una muñeca de lana que se llamaba Pilar, tenía botones negros por ojos y trapos castaños como cabellos; era un regalo de la fallecida abuela, se lo dio por el cuarto cumpleaños de Olivia, la había hecho a mano y tenía su nombre como honor: Pilar. La niña se las arregló para subir a la cama y treparse a la espalda de su hermano y golpear suavemente su cabeza con Pilar.

—¿Estás escribiéndole a tu novia?

—No. ¿Qué haces aquí? ¿Otra vez hay un monstruo bajo tu cama?

—N-no seas tonto... soy bastante grandecita como para saber que los monstruos no existen.

—Ah, ¿no? Entonces, ¿no puedes ver los tentáculos morados entrando por la ventana?

—No sé qué es un trentapuulo —respondió con inocencia.

—Papá está preparando la cena, dice que te dejará comer helado si dejas de molestar a tu hermano mayor.

—¿Crees que sea de vainilla?

—Nunca lo sabremos si no vas a comprobar, ¿no crees?

        La niña salió corriendo de la habitación con una amplia sonrisa, llevándose a Pilar con ella; la desilusión que se llevaría al encontrar garbanzos en lugar de helado de vainilla. Antes de ser ahogado por el silencio, decidió ir a bañar para luego irse a dormir.

       Eran las ocho y cuarto. Sí, no era muy común que alguien de su edad no estuviera haciendo facetime con sus amigos, ni en el cine o viendo alguna película, pero él era, una vez más, muy diferente. A esa edad era muy común que los chicos con su actitud fueran acosados y hostigados por matones, pero él no; era casi invisible. Nadie se molestaba con él, los pocos que le saludaban recibían un simple 'buenos días' como respuesta; almorzaba solo en el comedor y rechazaba invitaciones a fiestas.

        Era bueno con los libros, pero los deportes no le atraían mucho, aunque era bueno en ellos, especialmente el básquet. Entró en su pijama de negro y se peinó con un cepillo de madera con puntas alarmantes. Se perfumó con discreción y volvió a su cama. Tenía abierto un libro, en la portada decía "To Kill a Mockingbird" era su libro favorito. La primera vez que lo leyó fue cuando su padre se lo compró, tenía catorce años y más ilusión por la sensación de vivir.

        La obra retrata muy bien distintos problemas sociales y la diferencia entre las diferentes razas, su personaje favorito siempre había sido Atticus; pero era un detalle que no había compartido con nadie. Cuando el libro fue presentado en clase de Literatura por primera vez, ya lo había leído unas tres veces en un transcurso de dos años; como era de esperarse, iba por delante de toda su clase, quienes eran introducidos a aquella obra de arte por primera vez.

        La voz estridente de su madre le avisaba por segunda vez que bajara a cenar, ahora que la mesa estaba puesta. De muy mala gana dejó el libro abierto sobre la cama y salió cerrando la puerta tras suyo. En el comedor estaba su padre sentado a la cabeza, mamá a su lado, al lado izquierdo de papá estaba una silla libre que era el puesto de Edward y en la otra silla estaba sentada Olivia con disgusto. La niña le dio una mirada mortal, la venganza sería terrible. Olivia odiaba que la tomaran por tonta solo por su edad, pero no se podía quejar cuando aún seguía creyendo en que un anciano con sobrepeso y barba prominente entraba por la chimenea cada Navidad sólo para dejarle un regalo. De esto último culpaba a sus padres, que cuidaban en exceso de su inocencia.

        Se sirvió poco, pero su madre echó más alimento en su plato. Hizo caso omiso de su comportamiento invasivo y comió todo lo que pudo, mostrando desinterés absoluto de la conversación que mantenían sus padres. El señor Crawford, hablaba de un compañero de trabajo en el bufete que había fallecido el día anterior, la viuda desconsolada había ido a invitarlos al velatorio que se celebraría mañana, a la que, por su puesto, tendría que ir. ¿Por qué? Él no le conocía de nada y jamás había cruzado palabra con él, pero su hijo, Claudio, más conocido como Fitz —debido a que es una abreviación de su segundo nombre, Fitzgerald—, era mujeriego y artista. Solía atender al mismo instituto que Edward, hasta que se graduó y fue a estudiar derecho a la universidad, fuera del pueblo.

—Qué desgracia lo de Barry, cielo —habló su esposa.

—Es lo que tiene la vida, CeCe. Un día estás awuí y al otro no eres más que polvo y nostalgia.

—¿Puedo quedarme a cuidar Liv mien vais al funeral?

—No. Tú te vienes con nosotros —le aseguró su madre mientras probaba de su ensalada—. Claudio es tu amigo, deberías por lo menos, ofrecerle tu apoyo en tiempos tan difíciles.

—No somos amigos.

—Ed, no discutas con tu madre —dijo su padre, sentado a la cabeza de la mesa. Más bien ella discutía con él, pero alguien debía parar—. Será solo un momento, luego podrás volver.

—Sigue mimándole, verás cómo nos sale luego.

        Olivia, que jugaba con la comida imaginando que era una bola de helado, fue informada de que no tendría que ir a despedir al difunto. Era muy pequeña y no querían exhibirla a un evento tan gris y trágico. Habían hablado con una vecina que tenía un hermano muy amigo de la menor de los Crawford y de su misma edad, estaba de acuerdo en cuidarla en la mañana.

—Yo sigo queriendo helado —se lamentó Olivia.

        Treinta minutos después de haber tomado una taza de té verde, Edward le deseó buena noche a su familia y se fue a su habitación, Olivia se había quedado dormida con su padre en el sofá de la sala y la señora Crawford fregaba los platos sucios. En casa todos cooperan un poco con algo, él podía cuidar del jardín, su padre era el encargado de cocinar, y la madre hacía la colada y cuidaba de la ropa; Olivia era demasiado pequeña para cuidar del hogar aún, por lo tanto su único deber era ver los dibujos animados. Ya, nuevamente en su habitación, estaba demasiado cansado como para seguir leyendo y mañana debía levantarse temprano. 

        Se cubrió con el edredón de plumas y cayó dormido en cuestión de minutos.


Nota de la autora: Estivation es la forma que toman los capullos antes de florecer.

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