𝕮𝗛𝗔𝗣𝗧𝗘𝗥 𝕾𝐈𝐗𝐓𝐄𝐄𝐍.

Irene tuvo el más hermoso de los funerales, también el más aburrido. No era nada como lo que ella hubiera deseado fuera su despedida. Todos lloraban, las flores eran horrosas e incluso había una orquetsa tocando dimunitos violines. La que más lloraba era su madre, nunca cruzó palabra con ella pero, ¿cómo podía estar llorando si cuando su hija más la necesitaba ella no estaba por ningún lado? Dorothy la miraba recelosa desde una esquina, junto a ella estaban los Crawford, dándole el pésame.

Edward no estuvo en su funeral, estuvo merodeando por el lugar con cuidado de no ser visto. Habían pasado ya tres días desde que se fue de casa y dejado su vida, para lidiar con su duelo.

El único dispositivo que se permitió llevar consigo fue su móvil. Debido a que cada noche se quedaba mirando las fotos de Irene hasta que se quedaba dormido, ya casi había consumido la batería en su totalidad. Tenían incluso vídeos, en los que aparecían ambos. Los primeros meses después de su muerte, algo después del entierro, se supo quienes eran los asesinos de Irene. Eran una pareja de lesbianas que escapaban de la ciudad después de haber robado una joyería y estaban fugitivas. Ese mismo día en el que atropellaron a Irene, habían delatado a las autoridades que ya les estaban siguiendo la pista desde hace un buen rato. Iban alcoholizadas y besándose, de tal manera que no veían la carretera. Supo los nombres y apellidos de ambas. En internet el caso era conocido como el "Thelma y Louise están de vuelta".

Por el asalto a mano armada, tráfico de drogas, opresión a la autoridad, robo y asesinato fueron condenadas a cadena perpetua en la cárcel de mujeres en la ciudad vecina. Se enteró que la conductora se había suicidado, alegando en su carta de suicidio que había sido abusada sexualmente en múltiples ocasiones por las reclusas y que la culpa la consumía. La segunda, su compañera, seguía en prisión pero barajaban la opción de una reducción de condena porque cometió la mitad de crímenes y en su mayoría era únicamente cómplice. En medio de su duelo, él fue incapaz de almacenar ningún resentimiento contra ellas, pues su vacío existencial era más poderoso que el odio que florecía en su corazón cada primavera con el nacimiento de los naranjos.

Se alimentaba de las sobras que veía en los contenedores de basura de la ciudad, un trozo de pollo maloliente y babeado era para él una delicatessen. Su rostro estaba tan sucio que apenas se le veía a través del largo cabello grasiento y la fina barba mal cuidada. Su última ducha fue esa vez que llovio durante la tarde, el mismo día en que su móvil dejó de funcionar. Su bebida del día a día consistía en dulce rocío de las amapolas silvestres que descansaban bajo su cabeza.

Edward caminó hasta llegar a la ciudad, recluyendose al campo de amapolas que había visitado con Irene... admirando con melancolía el doloroso paisaje.

Esperaba una señal, una luciérnaga. Ella prometió enviarle una si partía antes que él, pero no lo hizo. Rio con ironía, pues la muchacha no solía cumplir con las cosas que tan fervientemente prometía. Tal vez por eso se aventuraba a pactar tantas cosas, porque no tenía la presión de cumplirlas.

Irene siempre tuvo todo lo que quizo. Todo.

Envidiaba eso de ella.

Sólo eso.

A lo lejos escuchó unas pisadas, pero eso no lo desconcentró de la absoluta nada que sentía en el pecho. Una sombra se extendió frente a él, a un par metros vio a un hombre bien vestido y de perfectos rulos dorados, tenía las manos en los bolsillos de su carísimo pantalón.

Edward sonrió dolorosamente al ver de quién se trataba.

—¿Ya te han dejado salir? —se le escuchó amargo—. Ni la cárcel ha logrado bajarte los aires de princesito, Fitz.

—Temporalmente —saludó—. He venido a por ti.

—Eso ha sido gracioso. Ahora eres comediante.

—Tus padres te esperan al pie de la colina, en la carretera. Es hora de que vuelvas a casa.

—Diles que se marchen, aquí estoy bien.

—¿Te has visto la cara últimamente? Me ha atraído tu olor —hizo una leve pausa—, más bien, hedor.

—No todos tenemos la suerte de conservarnos tan bien como tú.

—Así que es aquí donde os reuníais.

—Solo vinimos una vez.

Desafortunadamente. Edward tenía los brazos y las piernas extendidas, había pasado tanto tiempo desde la última vez que se movió que ya tenía los músculos atrofiados- sin mencionar su obvio estado de deshidratación y malnutrición, en su poderosa postura, Claudio podía verle las costillas saliendo de su sucia camisa de costura desgastada y los huesos de sus pómulos justo encima de los labios cádavericos.

—Una pena.

—Totalmente. Ella hacía unos pasteles deliciosos.

—Lo sé —aseguró, Edward lo miró por el rabillo del ojo—. Cuando salió del hospital fue a verme, a disculparse, a despedirse. Irene era una buena chica.

—No digas su nombre —la simple mención hizo que le hirviera la sangre que tan precipitadamente le corría por las venas—. No tienes ningún derecho a hablar de ella.

—Nos amamos, por un largo tiempo.

—Esta historia no es sobre ti, no te atrevas a ponerte de víctima.

—Te guste o no, ella también fue parte de mi vida.

No me gusta — pensó mientras se levantaba, usando las pocas fuerzas que le quedaban. Se tambaleó, igual de inestabe que un castillo de naipes. La cabeza le rodó sobre los hombros, como si no la pudiera sostener firme, fue mucho más aterrador la forma en que sus brazos estaban tan regios a ambos lados de su cadera. Claudio suspiró temoroso ante la visión, había visto a compañeros de celda con mucha más dignidad. Edward lo rasgó en el rostro con las uñas sucias, creando una fina raya roja en su cachete. Claudio retrocedió, colocando la mano sobre la heridad, Edward parecía más adolorido de lo que estaba él.

—No digas su puto nombre.

—¿Crees que le gustaría verte así?

—Largo... Quiero estar solo.

—Solo mirate, eres...

—¿Qué soy? —le retó, Claudio no se achantó.

—Un fantasma del pasado, unsa sombra hedionda, el recuerdo de una fantasía.

Lo empujó, cayó sobre él, rodaron colina abajo.De camino Edward se golpeó con una piedra en la cabeza, la sangre le bajaba por debajo de la línea de su cabello hasta el mentón. Al aterrizar sobre el césped y las piedras secas, el viento se llevó los pétalos rojos de las amapolas silvestres que habían destruído mientras se peleaba. En el momento en que se percató de las lágrimas florales que volaban sobre su cabeza, la ira llenó su alma y el odio creció como los frigoles mágicos de Juanito. Su puño encontró el rostro de Claudio, pronto la sangre bramó de la piel que perforaba y el sonido de los puñetazos se mezclaba con el aire que corría, llevando con él los malos pensamientos y la cordura. Por más que le diera, Claudio no le respondía, eso hizo que se enfureciera mucho más. Sus movimientos eran lentos y torpes, debido a que no poseía tanta fuerza como la que le gustaría haber usado en la feria para destruirlo.

—¡Pelea! —le pegaba— ¡Pelea, cobarde! —le pegaba—. ¡Eres un mierdas!

—¿E-eres feliz a-ahora? —le tembló el labio roto y su sonrisa horrorosa ahora que había perdido dos dientes.

Le dio un último golpe sobre la nariz antes de desplomarse sobre él.

—Es hora volver, Edward.

Pero no pudo escucharle.

Nota de la autora: Latibule, un lugar al que huir de la tristeza. Un lugar feliz.

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