𝕮𝗛𝗔𝗣𝗧𝗘𝗥 𝕹𝐈𝐍𝐄𝐓𝐄𝐄𝐍.

Leer aquel documento fue la experiencia más traumática de su vida, el torbellino de emociones que lo envolvió abrió una herida mucho más profunda que cualquier otra mala jugada de la vida le había proporcionado. Al comienzo su expresión era fría, temeroso de lo que pudiera encontrar allí escrito. Ni tres años le habrían bastado para prepararse contra lo escrito.       

La voz de Irene estuvo todo el tiempo en su cabeza, dando el ritmo a la lectura y lo escrito. Las entonaciones y la pronunciación cambiaban correspondiendo a la situación y a cómo se mostraba en el texto.       

Algo en su garganta temblaba, los nervios se habían apoderado de su cuerpo. Se deleitó con la hermosa y perfecta caligrafía de Irene, sus palabras llenas de verdad y las referencias que sólo él podría entender, pues fue quien estuvo a su lado todo el tiempo en su viaje llamado "Nosotros".

Tuvo que cubrirse el rostro para ocultar su expresión de horror y las ganas de vomitar todo su dolor. Era irónico como el ánimo plasmado en la carta estaba lleno de pensamientos de amor nunca expresados, una relación sin florecer a la sombra de la muerte y lo alegre que se escuchaba en su imaginación.         A medida que avanzaba iba dibujando en cabeza una imagen de su Irene.

Al comienzo ella caminaba por el bordillo de la playa, no le gustaba sentir la arena entre los dedos porque se le metían en las uñas y estaba paranoica con que un cangrejo la atacaría cuando ella menos lo esperaba. Tenía un largo vestido blanco, pero sus pies descalzos estaban expuestos al frío de la noche. Las manos entrelazadas detrás de su espalda y una gaviota pasó volando a tanta prisa que la hizo perder el sombrero de paja. El viento soplaba, era la brisa clásica del verano de julio. Dicha brisa levantaba su vestido blanco y cabello suelto, creando un juego de colores muy favorable con el brillo lunar sobre ellos, junto al profundo mal que reflejaba el mismo color.

Es extraño, ya que nunca habían estado en la playa.

Hubo un cambio de escenario, ella se elevó en el aire y voló atravesando las nubes con las manos abiertas. Nunca había sentido tanta libertad, eso decía la amplia sonrisa en su bello rostro. Sus pulmones se llenaron de aire fresco, de forma indolora.        Para la segunda parte de la carta, el dolor era tan agudo que su vista se nubló. Dorothy le puso la mano sobre la rodilla y la acarició.

¿Te encuentras bien?

Preguntaba con amabilidad. Edward asintió con la cabeza.        Dejándose llevar por la imaginación, dibujó a Irene sobrevolando los cielos y aterrizando sobre un vasto campo de amapolas silvestres. Los delicados pies de la pelirroja tocaron el suelo verdoso, con toda la delicadeza de una bailarina y la gracia propia de un cisne. Ella se veía frágil y etérea, cayó lentamente de espaldas sobre las flores rojas en un campo de muerte.         La expresión de Irene cambiaba, ella cerraba los ojos para recibir los rayos del sol en la cara y unas lágrimas se deslizaron por los cristalinos ojos avellana. Al abrir los ojos, con un aleteo de sus húmedas pestañas, Edward estaba allí, junto a ella.

Su cuerpo cubría el sol que le daba directamente en la cara. Con el miedo de romper la ilusión al tocarla, Edward puso su mano en la mejilla de Irene la acarició, su mano fue humedecida por las lágrimas. Le acomodó un mechón de cabello detrás de la oreja y la contempló por un largo tiempo.

Nada era tan doloroso como enterarse de que todo el tiempo ella estuvo enamorada de él, pero que no pudo decirle por falta de valentía. Saber que en verdad pudieron haber tenido una vida juntos. Que nada de lo que ella decía era una broma, todo lo decía en serio. Tener una relación, gritar su amor a los cuatro vientos, despertarse cada mañana a su lado y conocer el sabor de sus labios. Cumplir sus deseos de formar una familia y tener hijos.

Habría bastado con dar el primer paso, como siempre lo había hecho ella. Irene siempre lo buscaba para salir, para pasar tiempo juntos. No se trataba de humor negro, ella también era tímida por lo que se le dificultaba expresarle sus sentimientos.        Edward se acostó en el suelo también y la rodeó con el brazo para que sus cuerpos se acomodaran en una posición cómoda. El cielo se tornó oscuro y en la recta final hubo fuegos artificiales de los colores más brillantes iluminando el cielo estrellado.

El camino que ilumina la luna es confuso, sigamos las estrellas. Recordó, cuando le dijo una vez. Lo que no se atrevió a hacer en su momento, lo haría ahora.        Irene escondió la cabeza en el pecho de Edward, estaba asustada y repetía constantemente que tenía miedo. Quería besar a la ilusión que su consciencia había creado al estar tan concentrado en leer las últimas palabras de Irene. Le acarició el pelo, ella pegaba la oreja al lado donde estaba el corazón de Edward y sentía el latido de su corazón. Sostuvo la mano de Irene, sus dedos eran fríos y temblorosos, los besó con cariño para calmarla y entonces ella desapareció. Su cuerpo se convirtió en pétalos de amapolas silvestres.         La observó elevarse en el aire y alzó las manos, echó a correr persiguiendo los pétalos pero eran intangibles y se le iban de las manos. Se desesperaba más y más hasta que ella por fin se había fundido con la luna y no la vio más. Cayó de rodillas sobre el césped de la colina y gritó con voz ronca al cielo.

Te enviaré una luciérnaga.        Tampoco escuchó más la voz de Irene, se convertía en la de alguien más. Alguien lo llamaba.

—¿Edward? —era Dorothy.

—¿Ella... me... amaba?

—Ay, hijo —se compadece Dorothy.

—Ella me amó, yo nunca lo creí —se dio cuenta al fin.

—Ella no podía hablar de nada que no fueras tú siempre que llegaba —le informó Dorothy, su tono era triste—. ¿Quieres un poco de agua?

—¿Dorothy?

—Dime, mi niño. Dime lo que quieras.

—Sé que eres tú quién ha perdido más aquí —giró lentamente la cabeza en su dirección— que tú has perdido un esposo, un hijo y una nieta pero...

—Sí... —ella se impacientó.

—¿Crees que yo —inició, pero las palabras se atoraron en su garganta— te enojarás si lloro? No puedo detenerlo. No puedo más.

—Ven aquí, Ed.

Edward no pudo cargar con su dolor mucho tiempo más, a la vez que hablaba ya habían comenzado a brotar lágrimas de sus ojos grises. No había llorado en años, tampoco había llorado después de la muerte de Irene.

Todas las lágrimas que no había derramado entonces salieron fluidamente. Su voz se quebró y los brazos de Dorothy lo recibieron.        Había perdido más que una amiga querida, es como se había forzado a verla durante mucho tiempo. Los gritos que se escucharon entonces eran capaces de romper cristales y la roca, era un rugido de una persona a la que habían herido profundamente.

Las manos de la señora le recorrieron la espalda para calmarlo, fue inútil.        Los ojos de Edward se tornaron rojos y todo un mar de lágrimas salió de ellos como un ola de dolor y arrepentimiento. Sus gritos y quejidos eran interrumpidos por su misma saliva que parecía iba a ahogarlo. Algo quemó sus entrañas y lo hizo llorar mucho más; depender de una luciérnaga para comunicarse con ella.        Incluso de su nariz salía un líquido pegajoso y se derramó sobre el hombro de Dorothy, en el que lloraba. Él también la abrazó, la aceptó desesperado. Necesitaba aquel abrazo, y necesitaba llorar porque, de otra forma, nunca superaría lo sucedido.

Se sentía culpable por su insensibilidad, se forzó a llorar pero las lágrimas no salían; sin embargo ahora eran expulsadas de su cuerpo con la facilidad de un niño pequeño. Se supone que no estaba permitido decir adiós, tonta.

Nota de la autora: Cataphobia; el miedo a morir sin haber expresado tus sentimientos.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top