𝕮𝗛𝗔𝗣𝗧𝗘𝗥 𝕱𝐎𝐔𝐑𝐓𝐄𝐄𝐍.

Afortunadamente todo volvió a su estado natural y rutinario. Cada mañana, Edward iría al instituto y, al salir a la biblioteca para ayudar a Dorothy, como exigía su empleo. En ocasiones Irene iba a ser una distracción para él, incluso después de tres meses de haber salido del hospital, no había vuelto a clases, fue catalogada como una estudiante recurrente. Iba unos días y otros no, siempre y cuando no chocara con su terapia. Ahora tenía la posibilidad de cargar con una fuente de oxígeno portátil, para tener más libertad.

Iban al piso de arriba en la hora de la merienda de Edward, allá no solía subir casi nadie, mucho menos Dorothy, ya que no confiaba en la escalera de caracol y le daba vértigo. Una tarde le comunicó que su madre estaría visitando el pueblo dentro de poco y, de cómo no le causaba especial ilusión, pero que la echaba de menos.

—¿No quieres conocer a tu suegra? —interrogó Irene, tirada en el suelo con los brazos y piernas extendidas como una estrella de mar, Edward imitaba su posición, pero estaban en direcciones diferentes.

—Y dale con la suegra.

—¿Sí o no? —insistió Irene.

—Sí... —Edward no opuso más resistencia.

—¿Quieres saber algo sobre ella?

—¿Cuál es su nombre?

—Layla Thomas.

—¿Es su apellido de soltera? —preguntó Edward, en su inocencia.

—Nada más lejos de la realidad, es el de su nuevo esposo.

—¿Y tú estás bien con eso?

—Más que feliz, ella necesitaba a alguien a su lado.

—Entiendo.

—¿Has aplicado para alguna universidad ya?

—No... No estoy seguro de qué carrera escoger.

—Piensa rápido, la semana que viene hay un tour al campus de la universidad de la ciudad.

—¿Quién te ha dicho?

—Charles.

        Irene alzaba la mano de tal manera que parecía que intentaba tocar el techo, ahora habían recobrado un color más saludable.

—Sabes que puedes lograr todo lo que te propongas.

—No soy más que un novato, por el amor de Dios.

—Si yo digo que tienes talento, lo tienes. Y no hay más que hablar.

—No te había comentado, pero estuve tomando un curso de Estudio de la Comunicación.

—¿Por qué no me dijiste?

—Pensé que te burlarías de mí.

—¿Yo? ¿Por qué haría algo así?

—Le conté a Charles y se rio.

Irene tomó una pausa para reír con muchísima energía.

—¿Lo ves? —pregunta Edward, irritado.

—Ay, pero no me estoy riendo de ti, me hace gracia la situación —se apresuró a explicar—. ¿Así que periodismo, eh?

—Efectivamente —sentencia Edward colocando las manos en su pecho—. ¿Qué harás tú?

—Pensaba que podría vivir de lo que estudiases, pero, por lo visto vamos a morir de hambre.

—Eres graciosa, ¿te gusta ser graciosa? —repitió para crear énfasis—. ¿Te encuentras mejor?

—Hay detalles que me ayudan —comenzó—. Por ejemplo, que tu padre haga sonar la bocina cada vez que regrese del trabajo y me llame a la ventana. Que tu madre pase por mi casa en las mañanas para llevar a Liv a clase, y, oh, tu hermana.

—¿Qué pasa con ella?

—Me llena de vida cuando me dice "hermana". Además, hablamos todos los días, sin excepción.

—Es un poco pesada.

—Es una monada. Cosita. —tomó una prolongada pausa antes de volver a hablar—. Viola murió.

—¿Qué dices? —Edward se apoyó sobre sus manos— ¿Cuándo?

—Hace un par de semanas. Ash estaba devastado.

—Lo lamento tanto, no tenía ni idea.

—Estoy bien —permaneció acostada mirando las telarañas—. Su partida hizo que me diera cuenta de algo.

—¿De qué?

—Los naranjos no florecen por siempre.

        La voz de Dorothy hizo que Edward e Irene se pusieran de pie y caminaron hasta la barandilla y la vieran con los brazos en jarras y fuera visible una llama danzarina en sus ojos verdosos. Fue bastante clara con sus órdenes. La miró con el rabillo del ojo, preocupado. Irene y Viola fueron amigas desde el momento que se dieron a conocer. Pero la conocía, sin importar cuán herida estuviera por dentro, Irene era demasiado testaruda como para demostrarlo.

—¡Irene Sawyer! —gritó alzando un dedo en la dirección de ambos, a Edward lo recorrió un escalofrío, por otro lado, Irene estaba muy relajada y mostrando su lengua en señal de mofa—, baja aquí en este instante. ¡Deja de distraer a Ed!

—Déjalo un rato más, tienes esto vacío.

—¡Por eso! —respondió, haciendo que su voz se eleve mucho más—. ¡Quiero cerrar temprano hoy! Además, llegas atrasada a tu terapia. Vamos, a casa.

—Me dijiste que no debías hacerla hasta más tarde —le susurra Ed al oído, era una reprimenda.

—No es nada entretenido, ¿sabes?

—¿Quieres que vaya contigo hoy?

—No tienes que, sé que Liv te espera en casa para que la ayudes con los deberes.

—Ella podrá arreglárselas sola —repuso.

—He dicho que no es necesario.

—¡Hola! ¡¿De qué tanto cuchichean?! —Dorothy estaba furiosa, pero no tanto como en otras ocasiones.

—Sh.

—No me mandes a callar, señorita. A casa —exigió.

—¿Nos vemos mañana en el parque? Prepararé algo rico para merendar. Tarde de picnic.

—Allí estaré.

Se despidió agitando la mano en el aire y bajó las escaleras a paso apresurado, provocando que su abuela la regañara nada más llegar al piso de abajo. Antes de irse se detuvo, giró sobre su talones repentinamente y le sorprendió que no se rompiera un tobillo; en los detalles pequeños se notaban sus años de experiencia en gimnasia.

—¡No faltes! —gritaba enérgicamente— ¡Hay algo que quiero confesarte!

—¡Estamos en una librería, niña! —se apresuró a decir su abuela—. ¡No grites aquí!

—Pero si eres tú la primera que grita. Qué incongruente eres.

—Tengo el triple de tu edad, puedo ser todo lo incongruente que me dé la gana.

—Anda que... —replicó Irene.

—¡Vete ya! Hay un taxi esperando fuera.

—Vale, vale. Te quiero —le susurró a su abuela, le dio un beso en la mejilla. Desapareció tras la puerta.

—Esta niña —suspiró Dorothy, acariciando su mejilla.

        Aunque ella trataba de ocultarlo, Edward pudo ver la sonrisa en su rostro arrugado. La anciana jugó con su pelo, acomodando su moño y anteojos. Edward bajó para encontrarse con ella y le dio las últimas indicaciones antes de cerrar. El muchacho fue mesa por mesa por el amplio primer piso y, con un paño limpio pero usado, fue limpiando la suciedad.        Estaba estrictamente prohibido para los clientes ingerir alimentos y/o bebidas en el local, sin emargo, algunos listillos aprovechaban cuando nadie miraba para sacar una botella de agua y beber.

Aquella medida era empleada en su mayoría para prevenir derramamientos de agua, o que dejaran migas de comida que luego tuvieran que limpiar los empleados, entre los cuales se encontraba él. En el proceso, ayudaban a conservar el material físico de las estanterías.        Recogió libro por libro y lo colocó en el lugar correspondiente. Pasó el trapo por encima del cartel de "Guarden silencio" que colgaba de la columna cercana a su derecha.

Dorothy se encontraba en su escritorio detrás del mostrador, haciendo inventario, como de costumbre.

Pasó el tiempo hasta que terminaron lo que hacían, ya había anochecido.         Como de costumbre, Dorothy lo llevó a casa. A diferencia de otras ocasiones en las que ella proponía llevarlo y que él fuera por su propio pie; en esta ocasión y desde su pelea con Claudio, ex novio de Irene, ella se encargaba de llevarlo hasta su casa y entregarlo sano y salvo a los Crawford.        De camino estuvo pensativo, dándole vueltas a qué se trataba eso que quería decirle Irene. No era muy curioso, pero odiaba las sorpresas.

En el trayecto del viaje le escribió por teléfono, pero no tuvo una respuesta, sino que dudas anteriores se acentuaban. Cuando llegaron a pie de acera de la residencia de su familia, Edward abrió la puerta y se despidió de su jefa.        Se sorprendió al ver que la puerta estaba abierta, pero se sorprendió aún más al ver a Beth sentada en el suelo del salón tirada junto a Olivia, dibujando en un cuaderno. Había otro niño pequeño junto a ellas, era morenito y de cabello trenzado con una leve separación entre los dientes; su nombre era Alfred, hermano menor de Beth, mejor amigo de Olivia.        Su padre entró en escena, se estaba deshaciendo el nudo de la corbata roja, ya tenía los dos botones de la camisa desatados.

—Oh, hijo, ya estás en casa —saludó George Crawford.

—Acabo de llegar, ¿qué ocurre? —preguntó con preocupación, mirando de soslayo a su amiga.

—Ven... —su padre lo llevó a la cocina—. Verás, cuando venía de camino noté que en casa de Elizabeth discutían sus padres. Vi a los niños fuera, el pequeño lloraba. Tu madre y yo les propusimos pasar hasta que la cosa se calmara.

—Yo hablaré con ella, debe estar afligida —observó Edward—. ¿Quieres que duerma en el sofá? Así pueden quedarse en mi habitación.

—No será necesario, hijo. Tu madre ya está preparando la habitación de invitados.

—De acuerdo, ¿qué puedo hacer para ayudar?

—Prepara la mesa, busca sillas en el trastero y nos vemos aquí en breve, ¿puedes hacerlo, hijo?

—Voy de camino.

        Echó una última mirada a los invitados que tenía en su salón y sonrió a Beth, que lo seguía con sus ojos castaños. Lo irritados que estaban estos le hizo ver que la chica había llorando.

El trastero estaba detrás de la puerta del garaje, era sucio y el polvo era abundante. Edward se tapa la nariz, haciendo presión con el pulgar y el índice para retener un estornudo, observó una telaraña tejida en la pared de la habitación y le recorrió un escalofrío.

Encendió la luz deslizando su dedo por el interruptor, al instante ya habían polillas chocando contra el bombillo parpadeante. Un manto celeste, remendado y polvoriento daba cobijo a dos sillas del mismo diseño que las que había en el salón, pero algo más deterioradas y sucias. En una estantería cercana a la pared se ve un barco pequeño, pero de una maravillosa complejidad y sofisticación. Había sido rigurosamente armado por un Edward de siete años y su abuelo, el fallecido patriarca de los Crawford. Como en las historias de marinero que le contaban, una vez soñó con surcar los mares y enfrentar a dragones de mar con afiladas espadas de acero y una pata de palo. Qué lejanos se sentían aquellos días.

Aquel ático si bien acumulaba cosas que no usaba la familia, en su mayoría los objetos que almacenaba tenían un incalculable valor sentimental.         Tomó aquel barco y lo colocó sobre la silla que cargaba en su brazo izquierdo. Salió del lugar, apagando la luz nuevamente. Se detuvo en la acera porque unos gritos e insultos venían desde el otro lado de la calle, en casa de Beth, incluso llegó a escuchar el sonido de algún cristal quebrándose. Era cuestión de tiempo para que alguien llamara a la policía, pero no era la primera vez que los McAbbot daban ese tipo espectáculo. La puerta seguía abierta, él, por su parte, dejó las sillas junto a la mesa en la cocina y les dio una buena sacudida con un trapo húmedo, estaban como nuevas. Caminó hasta la sala con algo escondido tras de sí.

—¡Alfred! Déjala dibujar, es su cuaderno —reprendió Beth.

—¡Pero...! —iba a quejarse su hermano.

—¡Nada! —Beth inmediatamente se puso de pie, al ver a Edward acercarse—. Lo siento mucho, es un maleducado...

—Son niños, Beth. Déjalos jugar.

—Tiene problemas para compartir cosas, aunque no sean suyas... Es un fastidio.

—Liv suele ser así también.

—¡Mentira! —respondió su hermana.

—A callar.

—¿Qué traes ahí? —preguntó Beth.

—Es un regalo para Alfred.

—No tenías que hacerlo...

—Espero lo acepte.

—¡Mola mucho! —saltó con alegría el muchachito.

—¿Cómo se dice? —inquirió, con ironía.

—Gracias, señorito Edward.

—¿Señorito? —se ríe Edward, se sintió muy mayor.

—Volveremos a casa en breve, estoy segura que lo menos que deseas después de un largo día de trabajo es que haya extraños en tu casa. En verdad, lo siento. No era mi intención.

—No eres una extraña, eres mi amiga.

—¡Edu! —chilló Beth y estalló en llanto contra su pecho.

—Mira a nuestro muchacho, George, es todo un galán —le diría Celia Crawford a su esposo.

—Y que lo digas, cielo —le abrazaba por el lateral, observando la escena con una sonrisa.

—¿Eh? —se preguntó Edward al ver cómo los miraban—, no.

—¡La cena está lista para comer!

        Todos se juntaron en la mesa, los niños antes se lavaron las manos y Edward y Beth con ellos.

—Antes de comenzar, me gustaría agradeceros por la hospitalidad y el lindo gesto de invitarnos a cenar.

—No te preocupes, Elizabeth, siempre eres bienvenida aquí —respondió Celia, sirviendo comida en el plato del hermano de la morena.

—Tan pronto como terminamos de cenar, la ayudamos a recoger y volvemos a casa.

—Cielo, de hecho, queríamos invitaros a dormir. Si la cosa está mejor mañana, volvéis.

—No podemos aceptarlo...

—Por favor —insistió George Crawford.

—¿No te quedarás? —cuestionó Olivia, haciendo ojos de cachorro.

—Supongo que podremos quedarnos hasta mañana...

—¡Bien! —exclamó victoriosa

        La familia y sus invitados tuvieron una cena tranquila en un entorno favorable y lleno de armonía, compartieron risas y postres con la receta de una conocida. Beth y su hermano no parecían la clase de niños que tenían cenas como aquella muy a menudo, por lo que los Crawford se esforzaron el doble para que tuvieran una experiencia que recordar.        Con el objetivo de crear una noche épica y recuerdos icónicos, George Crawford sacó una armónica e hizo sonidos raros con ella a los cuales llamaba "música de verdad". Para la tranquilidad y bien de todos, su esposa le pidió que se detuviera, pero el pequeño Alfred reía sin parar y aplaudía, lo que le dio a pensar que eran ideas de su irascible mujer. La verdad, es que sí tocaba bastante mal.

Celia Crawford preparó una taza de té para su marido y un vaso de leche para los respectivos niños, así podrían conciliar mejor el sueño y descansar mejor. En un momento determinado, Beth, en busca de retribuir el favor les hizo saber que la próxima vez que necesitase que alguien cuidase de Olivia, no les cobraría. Los Crawford aceptaron esta oferta con sus rostros, para no herir más su orgullo; pero es que le pagarían de igual manera.         Todos se fueron a dormir después de veinte minutos de haber procesado la cena, Edward y Beth seguían en la sala, viendo la tele.

—¿No tienes sueño? —comienza Beth.

—No, en realidad no. Algo me mantiene despierto —responde Edward, sereno.

—¿A qué se debe?

—Irene quiere que nos veamos mañana.

—¿Y qué te preocupa?

—No sé qué es lo que quiere decirme, conociéndola como lo hago, sé que será algo impactante y no estoy preparado.

—Conque es eso, bueno —meditó la morena—. Si te soy sincera, creo que me hago una idea de lo que quieres decir.

—¿Qué podría ser?

—¿De verdad no lo sabes?

—Lo juro.

—Mi madre suele decir que cuando una chica está enamorada sus sentimientos no cambian fácilmente, sus palabras no son completas y deja pistas para que su contrario intérprete.

—Durante estos últimos meses nos hemos estaado conociendo mejor, sin embargo, cuando siento que ella da un paso, me echo atrás; cuando yo doy un paso adelante, ella va dos para atrás. Y, entonces ya no entiendo nada.

—Es más que obvio. Desde que la conozco, percibo un sentimiento extraño cuando la veo interactuando con otras chicas. La forma en la que cuida de ti, asegurando que estés bien y el cariño que pone siempre que prepara algo para ti.

—Pero... —balbuceó Edward— si de verdad yo le gustaba, ¿por qué comenzó a salir con Claudio?

—Esas son preguntas que solo ella puede responder.

—¿Crees que debería confrontarla mañana y aclarar las cosas?

—Es lo que te estoy diciendo.

        Durante toda la conversación ambos mantuvieron un tono de voz bajo, lo suficientemente claro para que el otro pudiera escuchar, lo suficientemente bajo para conservar la confidencialidad de la escena. La habitación estaba oscura, iluminada más que nada por la televisión encendida frente a ellos. Edward se sorprendió de que Beth no le mirase a la cara ni una vez, su semblante era sombrío, un lado de ella que nunca había visto antes. La muchacha solía ser tan dulce como la miel, alegre como nadie. Se percata de lo insensible que está siendo hablarle de problemas amorosos, cuando ella tiene preocupaciones más grandes en casa.

—Gracias por tus palabras, Beth.

—Siempre que lo necesites, Edu.

—Te digo lo mismo, si en alguna otra ocasión necesitas venir con tu hermano y quedarte aquí, no dudes que eres bienvenida.

        Con esas palabras captó la atención de la chica, sus ojos brillaban como si se reflejaran en ellos fuegos artificiales. Edward abandonó la sala primero, ella se fue después. Llegando al final de la noche.

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