En la librería junto a Dorothy, se llevó una gran sorpresa, aquella chica que conoció en abril estaba allí, leyendo el libro que le había recomendado hace un par de meses atrás. Pensó que nunca más volvería a verla, eso hizo el rechazarla mucho más sencillo y tentador para él. Disimuló con sencillez su presencia, tal vez no lo viera, pero en una ocasión tuvo que pasar por su lado. Normalmente no le importaban ese tipo de cosas, sabía mantener la neutralidad y la calma, en realidad no quería enfrentarla. No había cometido ningún crimen, no era culpable de nada más que de decir la verdad y rechazar una invitación a salir. La muchacha, al sentir su presencia metió su dedo en el bolsillo del pantalón de Edward haciendo que se detuviera.
—Hola —le saludó ella.
—¿Necesitas algo?
—¿Me recuerdas?
—Sí, eres una clienta. Te he visto por aquí —admitió, asintiendo con la cabeza.
—En realidad quisiera hablar contigo.
—Ahora no puedo, estoy en mi horario de trabajo.
—Puedo esperar —sugirió ella—, no tengo prisa.
—He quedado con alguien para después de la hora del almuerzo.
—Oye, ¿por qué nunca me llamaste? ─ interrogó Camila.
—¿Quieres la verdad?
—Sí, por favor.
—No estaba interesado.
—¿Ni siquiera en un café o algo...?
—Mis pensamientos ya están con alguien más.
—Ya veo, tienes novia. Lamento incomodar —se disculpó, pero le sonrió sugerente—. ¿No te interesa, por curiosidad algo... casual? Ya sabes, pasajero.
—¿Disculpa?
No es que no la hubiera entendido, sus intenciones eran tan claras como el cristal. Era el atrevimiento de la propuesta lo que hizo que se sobresaltara, pues ya le había dejado claro que no estaba interesado. Dorothy entró en escena, no se veía nada contenta.
—¿Qué haces parloteando? —preguntó ella, colorada.
—La señorita me detuvo, quería algo.
—Eh... —se puso roja— no es lo que parece.
—Oh, sé qué es lo que parece —ella puso las manos sobre la mesa con tal impulso que hizo que la botella de agua sobre la mesa se tambaleara. El ruido llamó la atención de los demás clientes, que buscaban sus libros—. Conozco perfectamente a las de tu clase, se hacen las que no rompen un plato, pero son las peores. Te he visto merodeando por aquí, sacando fotos con el móvil y preguntando por el "muchacho de ojos azules". Bien, aquí lo tienes. Ed, ¿esta chica te está molestando?
—Sí.
—Ya escuchaste, monada —se lame los labios secos la anciana y la mira con malicia—. Le voy a tener que pedir que se vaya.
—¿Por qué...? —preguntó, intimidada.
—¡Porque aquí no se puede beber, ni comer, ni acosar al personal! ¡Fuera de aquí, hombre ya!
No debía tratar de esa manera a un cliente, por muy molesto que fuera dicho cliente, pero aquella chica había cruzado una línea y alguien debía hacérselo saber. Ella había manejado la situación con elegancia y discreción al comienzo, pero no pudo hacerlo más y estalló. Los compradores de los alrededores observaron sin vergüenza alguna la escena, los de la planta de arriba se aferraron a la barandilla para mirar. Camila, no pudiendo contener más su sentimiento de culpa y vergüenza echó a correr a la salida, chocando contra un hombre que recientemente iba llegando. Dorothy tiró la botella de agua a la basura y se quejó.
—¿Qué? Ya se ha acabado el espectáculo, vuelvan a lo suyo —les dijo ella, pasando un pañuelo por su frente—. ¿Estás bien, Ed?
—Yo, sí, pero creo que te excediste con esa chica.
—En lo más mínimo, alguien debía ponerla en su lugar.
—Me disculpo por la situación.
—Anda, ve a por tu almuerzo. Nos vemos el lunes.
—¿Eh? —inquirió confuso.
—Irene estuvo toda la noche preparando comida para ti, no la hagas esperar o se pondrá furiosa. Vete.
—¿Te quedarás sola?
—Todd, el nuevo, debe estar por venir —Todd era el que ayudaba a Dorothy cuando Edward no podía.
—Si no me necesitas... nos vemos.
—Ten un buen día, cielo.
Tomó su billetera y la guardó dentro de su bolsillo derecho. Había estado toda la mañana intercambiando mensajes de texto con Irene, ella avisó que iba con un poco de retraso porque no encontraba su diadema favorita. Era un clásico suyo. La tarde aparentaba ser prometedora, había quedado una buena tarde y el parque estaba lleno de vida. Irene no había llegado aún, lo que lo impacientó sobremanera. Para calmar sus nervios, se puso de pie y caminó hasta un arbusto cercano. Del mismo tomó una florecilla, sacó uno a uno todos los pétalos.
Era un ritual bastante infantil, diría, que incluso femenino.
Mentalmente recitaba unas dos opciones para aquella noche, las cuales eran: confesar los sentimientos que sentía por ella o almorzar juntos y volver cada uno por su lado hasta llegar a casa. En su interior deseaba que los pétalos dieran con la primera opción, pero siempre el último representaba la segunda. Repitió el proceso con tres flores diferentes hasta que avistó una abeja sobrevolando el arbusto y decidió darse por vencido. Se imaginó cómo sería el estar en pareja, el estar en pareja con Irene. Podrían tener escapadas románticas a la ciudad y observar el atardecer sobre una de las largas colinas de las afueras, con la miel de sus postres en los labios y la brisa primaveral llenando de aire sus pulmones. Esa era la vida que deseaba junto a la pelirroja, pero, ¿por qué se quedaba en blanco cada vez que estaba cerca de ella?
La muchacha seguía sin aparecer. Más impaciente que nunca sintió la vibración de su celular en la mano y se precipitó a ver las notificaciones de la pantalla. Era un mensaje de ella. Su corazón se alivió, alzó la vista para verla, pero no la encontraba por los alrededores.
^¿Dónde estás? No te veo^
^¡Un poco de paciencia! Esta cesta pesa^
^Dime dónde estás, iré para ayudarte^
^Ten paciencia^
Habían pasado como tres minutos y seguía la marca en la parte superior de su pantalla de que Irene estaba escribiendo un mensaje en el teclado, pero dicho mensaje nunca llegó.
Entonces la vio en medio de la calle y le sonrió ampliamente, agitó su mano en el aire y esperó a que ella lleguara. La pelirroja tenía una pamela sobre la cabeza, un vestido blanco de volantes y decoraciones extravagantes, pero se veía como un ángel. Tenía la cesta que había mencionado anteriormente, ella tenía razón, parecía bastante pesada para que la cargara ella sola. Fue a paso apresurado al otro lado del parque para ayudarla.
Entonces sucedió.
Un coche rojo pasó a toda velocidad, sin respetar la señal del semáforo y lo siguiente que vio fue una imagen que juró que le perseguiría para toda la vida. Irene giró en el aire de forma anormal, se elevó por alrededor de unos tres metros en el aire por la velocidad del vehículo agresor. Dicho vehículo dejó la escena del crimen mucho antes de que el cuerpo de Irene impactara contra el suelo. Su cuerpo cayó de cara contra el suelo y el crujido que se escuchó vino seguido de una oleada de gritos y llantos de las personas que se encontraban por la calle a la hora del incidente.
Las madres que cubrían los rostros de sus hijos para que no fueran testigos de lo sucedido, la gente frente a él que comenzaba a grabar con sus teléfonos móviles un grupo de tres hombres salieron corriendo detrás el coche que se dio a la fuga, fue del todo inútil, no lo alcanzarían por más que corrieran.
Su cuerpo se había quedado en un estado de pausa que ni él mismo supo cuánto tiempo mantuvo. Su mano seguía en el aire, si bien ya no se movía, no dejaba de ser menos perturbador que la sonrisa que no tuvo tiempo a borrar de su rostro al verla por primera vez.
Un charco de sangre se fue expandiendo debajo del cuerpo inerte de Irene, su vestido inmaculado había sido manchado. La posición de sus piernas daba a entender que se habían roto en el impacto al igual que sus brazos y cuello. La cesta que traía en su mano ahora estaba a un par de metros de ella, había dentro un pastel de cremoso merengue que cubrían las huellas de las ruedas del coche.
Su mundo se detuvo en aquel entonces y no escuchó el griterío de la muchedumbre, sólo el zumbido agudo que retumbaba en sus oídos. El viento sopló llevándose consigo unos dientes de león de los árboles que adornaban el lugar con su verde esplendor. Un cuerpo en movimiento lo chocó, logrando que se apartara del camino; sin emargo, el segundo usuario que corrió para socorrerla consiguió hacer que Edward cayera al suelo.
Edward cayó de espaldas en la calle, algo cálido le mojó los dedos de la mano y cuando quiso saber qué era, apreció su mano manchada con la sangre. Desde donde estaba podía oler la fragancia a jazmín, un poco metálico. Hubo gente que al pasar le pisaron el brazo, y la espalda. Como si fuera un cadáver más, se dejó pisotear en silencio sin emitir sonido alguno. No tuvo la energía suficiente para borrar la sonrisa de su rostro, pero sus ojos estaban húmedos. El sonido que emitía la sirena era una tortuosa melodía pesimista que hizo a Edward volver a su sordera post-traumática.
Las luces de la unidad lo deslumbraron, sintió que alguien le sacó de en medio de la calle y le preguntó si estaba bien, pero los hechos eran que él no sabía ni siquiera donde se encontraba. Bajaron una camilla del interior de la ambulancia y se llevaron a la herida en un abrir y cerrar de ojos. Quedaron la sangre, la cesta vaciada con la comida y el móvil de la chica que daba timbres y emitía ruido, de alguna posible llamada. Le dieron palmadas en el rostro para hacerlo reaccionar, pero nada funcionaba para que volviera en sí mismo. Perdió el conocimiento.
Nota de la autora: Absquatulate, irse repentinamente sin decir adiós.
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