𝕮𝗛𝗔𝗣𝗧𝗘𝗥 𝕰𝐋𝐄𝐕𝐄𝐍.

No solía ser alguien que temiera los hospitales, nunca lo había sido, pero ese día, temió. Con su traje de diseñador italiano, temió. Aspirando el aire de un colorido ramo de flores, buscó coraje en cada partícula de polén que recogía, no lo encontró. De pronto le urgió darse la vuelta, salir corriendo, lo único que se lo impidió cuando la fina corbata le asfixiaba fue imaginarse la cara de Irene cuando se diera cuenta de que la habían dejado plantada. No se sentía correcto, tampoco podría vivir sabiendo que la desilusionó. ¿Valía la pena hacer el ridículo solo por ver una sonrisa en sus labios resecos?

La espera en el ascensor le resultó tediosa, el número por el que pasaba se iluminaba con brillo naranja como el atardecer. Tuvo que poner el pie izquierdo en la línea por donde la puerta automática se cerraba para no quedar atrapado. Ya estaba cerca, tanto, que incluso podía oír la melodiosa voz de Irene, y la de una tercera.

Se acomodó las mangas de su traje y la corbata alrededor de su cuello antes de dar dos toques sobre la madera que se interponía en su camino a la felicidad. Al entrar vio a Viola sentada junto Irene en la cama, la habitación apestaba a cosméticos y colonia. Una delgada y fina brocha coloreaba el pálido rostro de Irene, ella parecía feliz, pero algo sobre la situación le hizo enojar.

La pelirroja sonrió al verle, si bien no pudo corresponderle el gesto con la misma sinceridad, lo intentó. Viola no se detuvo ni por un momento para voltearlo a ver, aplicaba labial en la chica y le mostraba con un espejo el resultado final de su obra maestra, de la cual se sentía extremadamente orgullosa.

—¿Qué haces?

—¿Perdona? —respondió Viola, sus manos eran tan delgadas que podía ver sus huesos a la distancia.

—¿Por qué le pones todo eso en la cara?

—Edward —la pelirroja intentó calmarlo. Poco a poco, la sonrisa desaparecía de su rostro.

—Es solo maquillaje, relájate.

—Ella se encuentra en un estado delicado, es sensible a los olores. No conviertas su habitación en una central nuclear.

Fue lo último que pudo decir antes de que Irene se echara a correr y se encerrara en el baño. Escuchó el agua del lavabo correr. Entonces supo que sus palabras no fueron recibidas de la manera que esperaba; tampoco es que estuviera muy seguro de lo que estaba haciendo, ni a dónde quería llegar. Solo estaba nervioso.

Viola lo encaró, con una expresión de odio como la que nunca antes le hubiera dado nadie.

—Ella solo quería verse guapa.

—No necesitaba todo eso para serlo...

—No lo hacía para ti —lo miró de arriba a abajo, buscando el muchacho paliducho y ansioso que tenía delante al hombre de ensueño del que tanto había escuchado hablar—. Por cierto, ha vuelto a terapia. No sé si te ha dicho.

—¿Eh? ¿Desde cuándo?

—Será mejor que lo hables con ella.

Se mordió el labio con amargura cuando Viola salió de la habitación con un portazo, lo que le dijo descansó en el fondo de su conciencia hasta llegar a su corazón. Consideró cada una de las opciones por las cuales Irene no le había contado sobre la terapia. Que le ocultase detalles de su vida le abría viejas heridas, las que ya creía cicatrizadas. Pero esa tarde no era sobre él, todavía estaba a tiempo de hacer las cosas bien.

Creyó escuchar un sollozo disfrazado por el grifo. Cuando intentó abrir la puerta se sorprendió al fijarse en que el cerrojo estaba echado. Con el puño golpeó la puerta, llamó su nombre con voz susurrante.

—Perdón... —sonó compasivo y suplicante—. La he cagado, estoy nervioso. Quería que todo fuera perfecto, pero vaya comienzo... Por favor, sal. Dame otra oportunidad.

No hubo respuesta.

—Te ves preciosa.

—No es lo que realmente piensas —se preguntó qué tanto la había herido para que ella comenzara a dudar de su propio valor—. Lo dices para que salga.

—No —por más pequeña que fuera su oportunidad de acercarse a ella nuevamente, no le importaba que tan patético puediera sonar—. Eres hermosa, siempre lo has sido.

—¿En verdad lo crees? —se abrió levemente la puerta, no podía ver más que un tercio de su rostro; sin embargo Edward sonreía como un arqueólogo lo haría al encontrar un oasis después de vagar por la inmensidad del desierto por semanas. Asintió con la cabeza antes de hablar.

—Te traje flores —no le fue posible ocultar la timidez de su voz cuando le extendió el ramo de flores. Sin tener cómo comprobarlo, podía asegurar que se estaba sonrojando—. Por favor, acéptalas. Luego me iré, si quieres.

—No te lo voy a poner fácil, Crawford —salió finalmente. Sostenía el ramo con ambas manos, apreciando la belleza de los tulipanes y las pansies; se complementaban muy bien entre ellas.

—Será mejor que las pongas en agua si no quieres que se marchiten.

—Sí que te has esmerado hoy —le halagó—. Vas de traje, bien peinado, traes flores. ¿No serás el príncipe encantado del que hablan tan bien en los cuentos de hadas?

—Y lo mejor está todavía por llegar.

—¿Más sorpresas? —el rostro de Irene se iluminó.

—Muchas.

La chica corrió emocionada a dejar las flores en un jarrón de cristal cerca de su cama, parece que no se hubiera fijado en la tarjeta que había entre los pétalos. Lo prefirió así, se moriría de vergüenza sí viera lo que había en ella antes de que se fuera. Sintió que era inapropiado mirarla cuando estaba de espaldas a él, llevaba un vestido color pastel con un escote trasero que le llegaba hasta su baja espalda, pero no conseguía quitarle los ojos de encima. Su piel era como un lienzo, cómo sería dibujar sobre el patrón que marcaban sus lunares y omóplatos.

Edward despertó de su breve estado de inconsciencia cuando Irene lo llamó, le pidió ayuda para colocar los cables de su tanque de oxígeno, temía despeinarse. Incluso con sus inseguridades, se permitió palpar su fino cuello con la yema de sus dedos a la hora de remover su cabello del camino. Acomodó en sus fosas nasales los cables y respiró de tal modo que su piel se erizó. Su tanque era duro, pero pequeño. Era fácil de ir con él a todos lados porque las ruedas equipadas a la tapa del fondo lo hacían movible.

Algo que había aprendido a lo largo del período de tiempo en el que la había conocido es que aquellos que no toman riesgos, no son dignos de la felicidad. Así que tomó su mano con fuerza, aunque sus instintos le decían que la soltara si no quería terminar quemándose, él se aferró a su calor.

—¿Vamos?

—¿Adónde?

—Hay un mundo ahí afuera esperando por ti, con un mar de posibilidades.

—El mundo no me ha dado más que disgustos —habló cabizbaja.

—Un mundo a mi lado será diferente.

A la vez que caminaban, Irene le preguntaba hacia dónde se dirigían, para conservar la sorpresa Edward ignoró todas sus interrogantes. No ayudó mucho a calmar su curiosidad, pero sí para ganar tiempo hasta llegar a la piscina del hospital. En su condición sería casi imposible ir afuera, por lo que se las tendrían que arreglar reuniéndose en algún lugar dentro del hospital.

Al llegar se encontraron con un sendero de pétalos rojos que guiaban hasta la piscina, también estaban flotando sobre el agua. Cientos y cientos de pétalos de amapolas. Irene se cubrió el rostro con las manos para ocultar su alegría.

—¿Tú hiciste todo esto por mí? —preguntó incrédula.

—Por hoy no podremos ir al campo de amapolas, así que traje las amapolas aquí.

—La idea de llevarme en brazos hasta allá comienza a sonar menos tentadora, ¿verdad?

—Ni por un momento.

Irene se puso de rodillas en el bordillo de la piscina, sumergió su mano en el agua, dispersando los pétalos para ver su reflejo en el agua cristalina. Una canción tan antigua como el reproductor del que venía llamó la cautivó. Cuando se puso de pie, Edward ya estaba justo detrás de ella, pidiendo que tomara su mano una vez más.

A lo lejos se escuchaba la versión extendida de Unforgettable, el dueto de Natalie y King Cole. Dulce y devastadora.

—¿Me concedes este baile?

—No sabía que bailabas —se lanzó sobre sus brazos ciegamente y tomó su mano.

—He estado practicando...

—Gracias...

—¿Por qué me das las gracias?

—Por hacerme sentir inolvidable.

Siguió todos los pasos que le enseñó Zach durante las tardes de práctica, esperaba que no terminara siendo igual de caótico que antes. Le rodeó la cintura con ímpetu, Irene le correspondió alzando la vista para verlo y perderse en la claridad de sus ojos grises.

Revivió todos los momentos por los que pasaron, desde el día que se conocieron en la librería hasta el viaje a la ciudad, y hasta la puesta de sol donde se gritaron el uno al otro todo. Por muy dolorosos que pudieran llegar a resularle esos recuerdos, los atesoraba con recelo y siempre que podía, las recreaba en el silencio de su mente.

Comparar la innata habilidad de Irene para la danza con la suya sería como considerar un trabajo hecho por un aficionado en el powerpoint con las más reconocidas obras de Van Gogh o Frida Kahlo; además de insolente, sería censurable. En cada uno de sus distinguidos movimientos podía apreciar las débiles pinceladas de la bailarina que había nacido para ser. Qué hermosa recreación del Lago de los cisnes habría dado al mundo, si el mundo le hubiera dado una oportunidad a ella. Tendría las más refinadas plumas cosidas a las faldas, y el maquillaje más excepcional. Los escenarios que tomaban vida en su cabeza le provocaban calores y taquicardia, pero vaya que valía la pena pasar el mal rato en el estanque de desesperación que era su consciencia.

Ni todas las lecciones de baile del mundo le habrían preparado para igualarla, era tan única, tan exquisita que  la miraba con cara de cachorro hambriento. Solo obtenía consuelo al pensar que no había nadie para juzgar sus intentos de seguirle el ritmo.

Su cintura era tan diminuta y bien formada que, cada que la presionaba contra él parecía que podía sujetarla en su totalidad; y, ¿qué hombre no suspiraba con la idea de sujetar entre sus manos el Sol? La electricidad que recorría sus cuerpo provocaba un efecto de acción-reacción en la contraria, entonces se alimentó del poder que recebía al notar cómo se le ponían los pelos de punta al ofrecerle una mirada ilusionada de sus ojos plomizos.

No se dejó abatir por la insistencia de la duda, ni cuando la música amenazaba con acabar. Marcó con mucho cuidado el ritmo, no era momento para mostrar debilidad. A lo mejor de esa manera le daría a entender que podía desmoronarse en mil pedazos, porque él estaría detrás para volverla a armar. Le hiptonizaba el caos de su puzzle hecho con pétalos de amapolas silvestres.

La hizo dar vueltas y vueltas, hasta que estuviera lo suficiente mareada para caer en sus brazos nuevamente en busca de apoyo.

La pelirroja extendió sus brazos, como si fueran alas, alas que usaría para volar contra la marea y alejarse de la oscuridad. Su delicadeza y feminidad lo encandiló al punto que tuvo que mojar sus labios con la lengua para recuperar el aliento. El dulce aroma a primavera que emanaban sus cabellos salvajes lo volvieron un adicto sin remedio ni cura.

Se tuvieron, se amaron por lo que duró esa canción, y la siguiente, viajaron a través del infierno y La Javanaise hasta que sintieron dolor en los pies y el sudor en sus cuellos hiciera que la ropa se pegara a la piel húmeda.

—El momento en el que pasamos de ser niños a adultos es tan doloroso... Nadie nunca nos preparó para eso. ¿Verdad?

—Si nos explicaran lo mucho que duele, no llegaríamos a sentirlo por nosotros mismos, ¿no crees?

—Tienes mucha razón —rio.

Ambos notaron el momento en el que se detuvo la música, pero ninguno estaba preparado para soltar al otro; de modo que permanecieron abrazados por un largo rato. Cuando sentía que Irene se alejaba buscó una excusa para mantenerla cerca, pero no la encontró, aceptó el vacío que le quedó cuando su esencia se desligaba de la suya. La siguió hasta el borde de la piscina donde ella había metido los pies, jugaba con las flores que reflotaban en la superficie mientras se arreglaba los cables dentro de su nariz.

—Con ese traje pareces todo un hombre de negocios —chapoteó suavemente los pies en el agua—. Te ves increíblemente guapo.

—Ni siquiera es mío.

—Te queda mucho mejor a ti —coqueteó descaradamente—. Si tan solo pudiera tenerte por otra noche más sería suficiente para...

—¿Para qué? —lo que Irene no se esperaba es que en lugar de mostrarse esquivo, fuera más directo.

Se percató que cuando las posiciones del tablero se invertían, ella era tan insegura como él. Lo disfrutó.

No la miraba a la cara, pero buscó su mano y no paró hasta encontrarla y sostenerla. Era demasiado incómodo tocarla y verla a la vez, era algo para lo que no estaba preparado, por lo que mantuvo la vista fija en el fondo de la piscina por tanto tiempo como precisó para juntar coraje y contraatacar.

—¿Qué harás?

—Lo que he querido hacer hasta ahora.

—¿Y eso es?

—Robarte un beso, Edward.

La chica apretó su mano y con los ojos cerrados se aventuró en el incierto camino del amor. Podía sentir su respiración sobre sus labios, y el momento en el que casi se rozaron; aunque intentaba mantener la calma no lo conseguía. Anheló cerrar los ojos igual que ella y dejar el resultado a decisión del destino.

—Hay una cirugía —el ambiente que se había creado entre ellos se desvaneció como la nieve de diciembre.

—¿Cómo? —dijo entre risas.

—Hay una cirugía —insitió—, para ti, para... tu condición.

—Sé toda clase de procedimientos acerca de mi "condicón'', Ed.

—¿Entonces?

—¿Sí?

—¿Te someterás a la cirugía?

—No tengo intenciones de pasar por el quirófano, no.

—Pero... ¿por qué? —preguntó con voz languida. Irene soltó su mano y la colocó entre sus piernas.

—Desde que nací mis pulmones fueron débiles, y mi corazón quebradizo —narró con despecho—. De hecho, las enfermeras pensaron que estaba muerta al salir del útero, no hice nada de ruido, hasta un tiempo después.

—Ahora eres fuerte, los riesgos son mínimos.

—Si entro a quirófano y remueven todas mis partes defectuosas —sostuvo su mirada por un tiempo— dejaría de ser la mentirosa que te rompió el corazón en abril.

—Eso no tiene sentido.

—No te preocupes por mí, yo estaré bien.

—Ah, bueno. Pues mira, qué alivio —se puso de pie y camino en círculos—. ¿Y yo qué? ¿Eh? ¿Yo qué? ¿Qué va a ser de mí cuando tú no estés?

—Edward.

—Lo pillo. estarás bien, así que a los demás que nos den. Eres tan egoísta.

—Finalmente muestras tus verdaderos colores.

—No estoy preparado para perderte. No puedo hacerlo, joder.

—No tendrás que hacerlo.

—Si te niegas a seguir el tratamiento, sí.

—Yo sigo mi tratamiento religiosamente.

—Sabes de lo que estoy hablando.

—Creí que ya habíamos superado esta fase.

—¿Sabes? —inquirió—, da igual. Si quieres vivir sin preocupaciones y no dar el gran paso para ponerte bien, es tu problema. Pero no me quedaré a ver cómo te destruyes lentamente.

No es que estuviera enojado, era más bien la impotencia lo que no le permitía quedarse junto a ella ni por un segundo más. Planeaba regresar en algún momento, cuando tuviera las ideas más claras y estuviera más fresco. La cosa era, en caso de marcharse, ¿Irene lo dejaría volver a entrar? Contempló dubitativo el pomo de la puerta por el que una vez pasó una joven parejita llena de ilusión.

—Seguro, Edward. Aléjate de mí, eso es lo mejor que sabes hacer.

Aquellas palabras hicieron que se regresara la mirada en su dirección y esbozara una mueca de incredulidad e ironía.

—¿Yo soy el que se marcha? ¿Yo? —respondió—. Tú me dejaste, cuando más te necesitaba: no estabas. A día de hoy, cuando subo las escaleras o camino, siento como me crujen los huesos de las piernas que me rompieron a patadas solo por mirarte. No podía moverme sin que doliera el alma porque tenía las costillas quebradas. No podía ver porque la golpiza que me dieron me cegó temporalmente. Aun así yo volví a ti, porque fuiste incapaz de ir a mí. ¿Y yo soy el experto en darse la vuelta?

—¿Qué quieres que diga? Ya me he disculpado.

—No quiero que digas nada —rugió—. Quiero que dejes de invadir las vidas de otros, que no les llenes la cabeza de un arcoíris y una felicidad que no son más que plástico. Quiero que dejes de ir por ahí succionando la vida a otras personas, porque no es puto justo.

Irene llegó hasta él con lágrimas en los ojos, verla así le provocó un dolor inmenso, pero no se doblegaría ante la compasión. Se mantuvo firme, férreo y digno.

—¿Para eso me has traído aquí? Para convencerme a someterme a una cirugía que no deseo. De ser de otra manera no me habrías traído aquí, cierto? No me mientas.

—Es nuestra única opción de conocerlos —en sus rostros se reflejó el azul de la piscina, creando una ilusión mucho más agustiosa— De ir a Florencia.

—El Edward que yo conocí —murmuró mientras le tocaba el rostro—, jamás usaría lo que más deseo en mi contra.

—El Edward que conociste no tenía el corazón roto.

Nota de la autora: Induratize; hacer que el corazón repela los intentos de alguien más a hacer que te enamores.

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