𝕮𝐇𝐀𝐏𝐓𝐄𝐑 𝕾𝐈𝐗.

En la tercera semana de mayo, el pueblo se encontraba en días festivos. Las escuelas habían cerrado por un período aproximado de tres días, debido a que se cumplían casi dos siglos de la creación del pueblo en que vivían. Era conocido como El día de los Fundadores. Hace años atrás, cuatro familias se juntaron para construir lo que hoy es el hogar de muchos, entre los miembros de la prestigiosa familia de los pasados fundadores se encuentra Charlie Avery, la mejor amiga de Irene. Entre todos los moradores, juntaron tiempo y fuerza para adornar el pueblo como es debido. Se había estado preparando la feria y las atracciones de la misma por un buen tiempo. La noche anterior Irene había llamado a Edward en mitad de la noche, y se las apañó para darle la vuelta a las cosas de tal manera que terminaron teniendo una cita, otra vez. La pelirroja había mencionado que, ya que Edward conocía a su abuela, lo más justo sería que ella conociera a su familia, quien en un futuro, según ella, sería familia política. Cuando les dijo a sus padres que una chica vendría a cenar, no se lo pudieron creer, al comienzo rieron, golpeando fuertemente su masculinidad; pero tampoco podía culparlos por tal reacción.

La señora Crawford se había vuelto loca con la aspiradora y la pasaba por todos lados sin cesar, repitiendo el ciclo una y otra vez. Por otro lado, el señor de la casa, apartó el periódico que leía en su sofá y decidió que era un buen momento para hablar con su hijo de sexo. Evidentemente, Edward no se quedaría allí sentado para escucharlo. Lo mejor que podía hacer era subir a su habitación, hasta que cayera la tarde y fuera la hora de cenar. Antes de ascender por las escaleras que llevaban al segundo piso, su madre le preguntó qué le gustaba comer a la invitada; Edward le contestó que era mejor que probara llamar a casa de Dorothy para ponerse de acuerdo con ella y su nieta. Incluso desde la comodidad de sus humildes aposentos, podía escuchar la cháchara y la estruendosa risa de su madre al teléfono. No quería imaginar qué clase de tortura estarían planeando aquellas dos, la unión de ambas podría ser fatal. Su móvil vibró, liberando a Edward de su leve estado de ansiedad; con el ansia que nunca antes mostró por la tecnología, Edward tomó posesión de su móvil y vio que tenía dos mensajes de Zach.

Desde la primera vez que se citaron junto con los demás, para su sorpresa Edward comenzaba a responder a los mensajes de Zach, e incluso tenían conversaciones fluidas que en ocasiones podían durar hasta un día entero. Debía confesar que desde el primer momento juzgó mal a Montgomery pues, a quien creyó superficial, pero terminó siendo mejor persona que él. En clase se les vinculó por primera vez desde la publicación de Charlie, en la que más tarde sería etiquetado e introducido en sociedad. Al parecer, su vida era de mucho más interés de lo que él había determinado. Todos los días recibía de entre cinco a seis seguidores, la mayoría gente del instituto. Que tanta gente supiera de su existencia le resultaba abrumador, pero se acostumbró a ello rápidamente, pues, su ego subía como la marea con cada notificación de "seguido".

Zach, que era él quien siempre ideaba planes para salir a divertirse, le propuso a Edward que salieran junto a Irene y Beth a caminar por el pueblo después del desfile del día de los fundadores, que se efectuaría a tiempo real durante el día. Charlie había confirmado que estaría ausente en la quedada, pero no afectó a la decisión final de reunirse todos juntos nuevamente. Él iría con Irene después de cenar, y entonces se encontrarían con Zach y Beth en la plaza. Edward y Zach comenzaron a compartir mensajes de texto durante horas. Edward, confiado en la experiencia de Zach con las mujeres, abrió su corazón a él para pedir su consejo. Montgomery no supo cómo orientarlo, pues, según él, nunca había llevado una chica a casa a cenar o para que su padre tuviera la oportunidad de conocerla. Sin importar que su amigo tuviera un carácter bromista e infantil, sabía cuando actuar como un adulto y ser un apoyo para los demás.

El cielo a través de su ventana se torna peligrosamente naranja, anunciando la llegada del atardecer. Edward recibió el llamado de su madre, venía a avisar que era mejor que se fuera a dar una ducha, para que estuviera preparado a la llegada de Irene Sawyer. Incluso conociendo las causas de su nerviosismo, Edward no supo cómo detener el tiemble de sus manos ni el sudor que le perlaba la frente. La hora había llegado, el timbre había sonado, alarmando a los Crawford, que preparaban de tal forma que parecía que estaban por recibir a la mismísima reina de Inglaterra. Una vez se abriera la puerta, una pelirroja con un vestido verde y una bandeja sonreía para ellos, robando el aliento de todos.

—Buenas tardes, señor y señora Crawford. Mi nombre es Irene, encantada de conocerlos.

—¡Pero mira qué mona es, querido! —exclamó la madre de Edward sin ningún pudor—. Pasa, pasa. No te quedes ahí. Bienvenida.

—Es un honor tenerte aquí con nosotros, Irene —comentó el hombre de familia con voz grave y acomodándose los lentes sobre el tabique.

—Espero no os cause mucha molestia, pero he hecho pudín como postre —se introdujo, pasando la bandeja al señor Crawford, quien ya extendía los brazos para ayudarla.

—Nos ha dicho Edward que eres una fantástica cocinera.

—Exagera.

—¿Él? ¡Nunca!

Mátenme.

Cómo si estuviera pintado en la pared como un retrato, observaba la calurosa bienvenida desde el fondo del pasillo que llevaba al recibidor. Vio a su padre regresar con una bandeja en las manos que dejó sobre la mesa principal. Su madre traía a la pelirroja abrazada de su brazo y alababa con descaro su envidiable figura; la describió como atlética pero muy femenina. Una vez estuvieron juntos Edward e Irene, no supo qué saludo sería el más apropiado para la ocasión. Normalmente, Irene se aprovechaba de sus despistes para darle un beso en la mejilla o simplemente se decían "hey". Quedaron mirándose por unos minutos que parecieron años, hasta que una vocecita chillona se hizo notar en la habitación, desde el sofá de la sala de estar.

—¿Tú eres la novia de Edward?

—¡Liv! —reprendieron a la menor de la casa con un tono acalorado.

—Vaya, vaya. Tú debes ser Olivia, ¿no es cierto? —comentó Irene, pasando de lado para llegar al sofá y acariciar con cariño la cabeza de la infante.

—No has respondido a mi pregunta —insistió la niña, cruzando los brazos y entornando los ojos.

—Me temo que ni yo misma lo sé.

Aquellas palabras habían sido un tortuoso susurro que quedaría entre la pelirroja y la más pequeña de la familia, para siempre. Desde el comedor se escuchó una voz que los llamaba a todos a reunirse.

—¡La cena está lista!

La mesa estaba adornada por un hermoso y largo mantel de plástico con retoques de un reluciente tono morado y costuras decorativas. Su padre sacó del horno el pavo y lo colocó en medio de la mesa. Para ayudar, Edward fue colocando estratégicamente los platos y los posa platos de madera que iban debajo para no dejar el mantel, y la mesa de cristal. Su madre trajo una ensaladera familiar llena de vegetales bien cortados y colocados para dar una ilusión más estética y profesional. Los padres debatían en si era prudente sacar el vino o no, pero decidieron que era más apropiado servir agua o un zumo, pues eran los únicos que alcanzaban la mayoría de edad en la sala.

El postre que Irene preparó fue conservado en el refrigerador para más tarde. El señor Crawford ocupó su lugar como anfitrión, tomando la silla del extremo de la mesa y al lado sentándose su mujer. A la izquierda estaba Edward, seguido de Irene y Olivia, que conversaban con energía. La madre instintivamente llenó el plato de su hija más pequeña con arroz y cortando un trozo de pavo, aunque quienes la conocían sabían que no se terminaría de comer todo. El señor Crawford llenó su vaso con cerveza, y se llevó a sí mismo la ensaladera que le fue entregada de manos de su primogénito. Irene, como si fuera la hermana mayor, cortaba con su cuchillo y tenedor la carne del plato de Olivia, que mostraba dificultad para maniobrar los cubiertos. Fue tan lejos como para incluso alimentarla, cosa que no se dejaba hacer por nadie de la casa. Edward sospechó que fingía su torpeza para atraer a la pelirroja, quien para él era sabido, tenía un profundo instinto maternal y un punto débil por los niños.

—Wow, ella nunca deja que hagamos eso.

—Ya ves, cielo...

—¡Ay, claro que sí lo hago!

—Liv, no se habla con la boca llena —le llamó la atención su madre, que la apuntaba con el tenedor.

—No es ninguna molestia, adoro a los niños —confirmó la pelirroja, limpiando con una servilleta la boca de la pequeña. La escena era adorable.

—El pudín que preparaste tiene muy buena pinta —elogió la señora con los ojos brillosos —, a mi esposo le encanta pero, lamentablemente, no sé cómo prepararlo.

—La abuela me ayudó a hacerlo, pero conozco la receta —se apresuró Irene a explicar, girando la cabeza a los presentes—. Podría venir encantada a enseñarle en las tardes.

—¡Eso sería fantástico! —festejó el señor Crawford limpiando con el dorso de su mano un hilo de cerveza en su mandíbula.

—Por cierto, Irene, tu perfume... es exquisito. ¿Cómo se llama?

—Es...

—Fragancia de jazmín —interrumpió Edward, en el momento menos oportuno.

Él, que no había hablado en lo que llevaban de noche, atrajo la atracción de todos con una simple frase a medias. Estaba familiarizado con el aroma de Irene, pues siempre usaba la misma colonia, era deliciosa y muy delicada. La pelirroja se sonrojó y sostuvo su mirada por unas fracciones de segundo. El sonido metálico que creaban los tenedores se había detenido, el tiempo se había detenido a su alrededor. La situación fue un poco embarazosa, pero la superaron rápidamente cuando sugirieron un nuevo tema de conversación. Edward no volvería a abrir la boca, estaba seguro. Cuando terminaron de cenar, todos se deleitaron con el postre de Irene. Era dulce y esponjoso, la cuchara se hundía plácidamente en el interior del frío y dulce pudín, todos lo alzaban con ansía para probarlo. Fue una explosión de sabores que dejó a todos sus palabras a excepción de cuando debían elogiar sus habilidades culinarias. Edward y su padre se quedaron solos en la mesa, el muchacho bebía té verde para bajar la comida, aunque su padre ya iba por la segunda porción del delicioso pudín. Irene ayudó a recoger la mesa y la señora Crawford colocaba los trastos en el lavavajillas. Cuando se aseguró de estar en el punto ciego de ambas mujeres, el señor imitó el beso de un chef y le dio pulgares arriba a su hijo, provocando que él mismo muriera de la vergüenza.

Antes de salir y despedirse con sus anfitriones, Irene le dio un cálido abrazo a Olivia y le pellizcó dulcemente los mofletes. La pelirroja se despedía de ellos con la mano hasta que cerraron la puerta y emprendió el caminar junto con Edward. El camino hasta la plaza principal fue lento, pero juntos disfrutaron de cada momento que pasaron juntos. Las estrellas en el firmamento trazaban convenientemente un camino que los guiaba hasta el futuro. Irene caminaba con las manos detrás de su espalda, sus dedos entrelazados y la cabeza en alto, observando el despertar de los fuegos artificiales. Irene al detectar la elevación del bordillo en comparación con la acera, no dudó en subirse a esta y quedar así en una altura mucho más prominente. A la luz de la luna menguante que tenían sobre ellos, Irene parecía un hada; una hada de la noche. Traía su vestido verde y el cabello pelirrojo le caía como si fuera una cascada de ardiente lava por encima de los hombros desnudos. Ella elevó los brazos a la altura de los hombros, quería mantener el equilibrio, por otro lado, disminuyó la energía de su energético caminar para no caer, pues al otro lado del bordillo en el que no estaba Edward, sólo había maleza. De la espesura del bosque se escuchaban ruidos extraños y el canto de los grillos, pero de la oscuridad emergió una luz radiante que llamó la atención de Irene, que en ese mismo instante comenzó a reír cual niña pequeña; los hoyuelos eran obvios en su rostro redondo.

—¿Qué camino deberíamos tomar?

—El camino que ilumina la luna es confuso, sigamos las estrellas. Algo tan hermoso como las estrellas no puede ser enganoso.

—Oye, Ed...

—¿Sí?

—¿Sabías que las luciérnagas tienen un significado oculto?

—Y, ¿qué significan?

—Mi padre decía que las luciérnagas son mensajeras.

—¿Mensajeras?

—Sí.

—¿Qué mensaje entregan?

—Ellas conectan los sentimientos de aquellos que se han ido con los que han dejado atrás. De manera que, al morir, los vínculos establecidos prevalezcan.

—Nunca antes había escuchado tal cosa.

—¿Qué pasa? Eh, ¿acaso no me crees?

—No, pasa que es poco probable.

—Bla, bla, bla —Irene se quejaba, haciendo muecas con el rostro.

—Eres muy infantil.

—Tengo una idea para probarte que no miento.

—Soy todo oídos.

Yo misma te enviaré una luciérnaga.

No era cierto, después de esa frase quedó sordo y perdido en la trampa mortal que eran los ojos de Irene Sawyer. Edward solo podía mirarla de soslayo, a la vez que ella aparentaba no darse cuenta. Saltaba a la vista quién era mejor mentiroso. Las farolas que iluminaban las calles tintineaban con pereza y volvían a encenderse, ella se acercaba más y más a él. Tal vez, si no fuera un pueblo tan pequeño, les habría alcanzado el camino suficiente como para tomarse de las manos. É l quería tomarla de la mano, decirle lo hermosa que se veía, pero no lograba articular las palabras.

Cuando llegaron a la plaza principal, Zach y Beth ya estaban allí.

—¡Edu! ¡Irene! ¡Por aquí! —escucharon la voz de Beth, los guiaba por el camino.

—Al fin habéis llegado. Otra vez, ¿Por qué no está Charlie aquí?

—En estas fechas suele estar bajo mucha presión, es descendiente lejana de uno de los fundadores del pueblo; por ende, desfila casi todos los años. Hoy lo intentó, y eso que estaba fatal por la alergia —les hizo saber Irene a Zach haciendo gestos con las manos.

—Sí, sabía que iba a estar sí o sí en el desfile, pero no sabía que tenía alergia.

—La tiene, la tiene. Me dijo que hiciéramos muchas fotos, para no perderse ningún detalle.

—Que cuente con ello —estuvo de acuerdo Beth con energía.

—Bueno, ¿Adónde iremos primero? —deseó saber Edward.

—¡Yo quiero ir a la Noria! Dicen que este año la hicieron mucho más grande.

—¿Por poco no cae alguien de esa cosa el año pasado? —inquirió Zach, palideciendo.

—¿Eh? No... eso fueron rumores, tú sabes.

—No sé yo, eh...

—¡Vamos! Será divertido.

Edward sabía el motivo por el que Zach estaba tan temeroso de la Noria, le aterraban las alturas. Una tarde en la que estuvieron en su primera video llamada, Zach le confesó que desde que era pequeño le aterran las alturas. Beth se habría detenido y subido sola a la Noria, pero Zach no estaba dispuesto a decepcionar a una dama. Los cuatro caminaron por la plaza, rodeando la fuente iluminada y, por primera vez en meses, con una apropiada corriente de agua en lugar de ser lluvia estancada. Los pósters de electricidad tenían colgados papelinas decorativas con los colores verde y rojo, las calles estaban llenas de gente. Siguiendo los consejos de Zach, Edward intentó aproximarse a Irene que iba caminando por delante, mirando distraída los puestos de comida. Avanzó un paso adelante para llamar su atención, ella sin duda había llamado la suya. Los recuerdos de ellos reunidos con su familia no había sido tan fastidioso como él imaginaba; incluso se podía atrever a decir que quería repetir la experiencia. Quería vivir aquella velada nuevamente, esta vez, permitirse gozar del momento.

Era un sentimiento que su inexperiencia no le permitía comprender, pero quería estar cerca de ella, inhalar el jazmín que emitía su cuello y peinar sus cabellos colorados. Antes de precipitarse a entrar en contacto con ella, la pelirroja abrazó el brazo de Zach y caminaron juntos. Esto hizo que el momento de Edward quedase como un acercamiento fallido del que nadie se percató. Beth estaba detrás de él, estaba demasiado ocupada esperando su algodón de azúcar como para haberse percatado de lo que ocurrió; de lo que casi ocurrió. Zach, afirmando su rol como líder del grupo, entregó unas monedas a todos, pero fue hipnotizado por las luces de colores que iluminaban de forma pretenciosa la rueda de la fortuna, o La Noria. Irene le pasaba la mano por la espalda, y a Edward le invadió un desagradable sentimiento. Abandonó sus intentos de subirse con Irene pues, esta cerraba la puerta de la primera góndola cuando un tembloroso Zach le toma de la mano y se sienta a su lado. Alimentado por aquel sentimiento extraño, Edward llamó la atención de Beth y platicaron sobre subirse juntos en la siguiente góndola.

La muchacha que sostenía una mano con un casi devorado algodón de azúcar azul, dio su aprobación dando saltitos y asintiendo con la cabeza.

Una vez estuvieron dentro, el hombre que controlaba la rueda gigante en posición vertical que tenía muy mala fama, cerró la puertecita de metal y se alejó. El entusiasmo que mostraba Beth era más típico de un niño que de alguien de su edad, pero lo comprendía. Ella no venía de una familia acomodada, como Edward e Irene, ni de una pudiente y conocida, como Zach y Charlie: ella era mucho más humilde. En sus pantalones cortos había un arreglo hecho claramente a mano, y sus zapatos tenían de igual manera muchos retoques sencillos que podrían pasar desapercibidos, a menos que se tratase de alguien observador. Beth había estado trabajando duro en la florería, con una pequeña compensación por hora. Cada mérito que había alcanzado era suyo. Cada centavo que traía en su bolso, lo más reciente de su atuendo, se lo había ganado ella con el sudor de su frente; podía permitirse ser una niña y vivir la vida con emoción.

Durante el tiempo que llevaban como conocidos, ella hablaba mucho de sus deseos de poder pasar un buen rato en la feria. Edward escuchó el sonido de la palanca girar, haciendo que la rueda comenzara a ponerse en movimiento y avanzar. Ellos, que estaban en la parte baja, pudieron apreciar en cuestión de segundos la más alta vista de todo el pueblo. Beth, con la fascinación en su rostro, señaló con el dedo al norte, mostrando a Edward el instituto y otros lugares, como las casas de ambos. La energía que transmitía Beth era contagiosa, como su colorido humor, esto causó que Edward sonriera abiertamente. Zach no estaba tan bien como ellos, había puesto su cara en el hombro de Irene para no mirar abajo, pues estaban al menos a siete metros sobre la tierra. Como una amiga de verdad, Irene le acaricia el cabello castaño y le da palmaditas en el hombro para tranquilizarlo, pero él insistía en que quería vomitar. Irene le prometió que al bajar le daría una botella de agua. Antes de que llegasen los quince minutos, la rueda se detuvo y a Zach le faltaron dioses a los que agradecer por terminar aquella tortura. Cuando salió, su moreno rostro estaba pálido, por primera vez estaba despeinado y tenía la frente sudorosa. Antes de que bajaran Edward y Beth, la pelirroja lo llevó a la parte trasera de la rueda para que pudiera vomitar.

—No sabía que no le gustaba... no dijo ni mu. No lo habría hecho subirse de haberlo sabido —sollozó la morena, muy apenada.

—Él no quería decepcionarte, Beth.

—¡Será idiota! Era un capricho mío, no tenía que hacerlo.

—No te preocupes por él, se pondrá mejor cuando tome algo de agua.

—Me siento tan mal, Edu...

—Finge que no viste nada, para que no crea que sus esfuerzos fueron en vano. Además, es mejor para su orgullo.

—¿Su orgullo? ¿Qué hay de mi consciencia?

—Lo lamento, Beth. Tendrás que vivir con ello.

—¡Menudo recorrido, eh! —comentó Zach que acababa de llegar junto Irene, que le limpiaba la mano con una toalla húmeda—. A ver si nos montamos otra vez...

—No por hoy, vaquero —interfirió la pelirroja, que tenía muchas atenciones para con Zach.

—¡Oh, Zach! —Beth se mordió el labio inferior, haciendo caso al consejo de Edward—. Ha sido divertido, pero ahora quiero probar otra cosa.

—Yo quiero ir donde la bruja —admitió Irene divertida, ponía en manos de Zach un tubito de menta que sacaba de su bolso para que el olor llamase su atención y superar el mareo.

—¿Qué bruja? —se pronunció Edward, confundido.

—Es nueva en el pueblo, no ha venido nunca aquí. Dicen que es buena y que puede predecir el futuro —le explicaba su amiga Beth al lado.

—Vamos, lo que viene siendo una cuentista.

—¡No es una cuentista! —chilló la pelirroja en respuesta a él.

—¿Qué quieres saber de tu futuro?

—Muchas cosas. Beth, vienes conmigo.

—En marcha, ¡nos vemos, chicos!

El grupo se separó, los chicos se fueron por un lado y las chicas por otro. Para recuperar líquidos, Zach compró una botella de agua y Edward gastó parte de su dinero en comprar una bolsa de dos manzanas. La señora que tenía el barril las sacó del agua con una pinza y las colocó en una bolsa, tenía un prominente entrecejo y una manta morada sobre los hombros. Edward se apresuró a reunirse con Zach y le entregó la comida, el contrario todavía pálido, las aceptó con gratitud. Será partidario de la opinión de que no era necesario probar nada a nadie, menos si eso pondría en peligro su estabilidad, pero Zach nunca juzgaba sus opiniones o acciones por muy desalentadoras que estas fueran. Estuvieron un rato hablando, Edward quería saber si había algo que pudiera hacer por él, pero el contrario parecía más preocupado por saber si Beth se había dado cuenta de su fobia o no. Edward, siguiendo las acciones de Beth, le dijo que no tenía la más remota idea.

Frente a ellos había una gran lona blanca con muchos tatuajes, falsos, cabe destacar. Era mayormente frecuentado por niños que querían una telaraña de Spider-man o algún fanático ciego que se tatuaba las siglas "CR7". Zach era demasiado genial y popular para esas cosas, pero fue quien propuso hacerse tatuajes. En primer lugar Edward se negó, no solo consideraba los tatuajes de muy mal gusto, sino también que era algo tonto, pues cuando se fueran a bañar la pintura cedería al jabón y al agua caliente. De alguna manera, se dejó convencer por Zach y fueron juntos caminando hasta el hombre que hacía los tatuajes. Había un niño al que le estaban pintando algo en la espalda con la máquina que desprendía la tinta como si fuese un spray sobre su piel. Zach miraba los tatuajes disponibles en la tela extendida frente a él y reconoció un tribal bastante llamativo; no tenía ningún tatuaje real, pero en más de una ocasión le había confesado a Edward sus deseos de tener uno.

Él, por su parte, consideró acompañar a su amigo en la aventura, pero no estaba seguro de lo que hacía, pues aquellos tatuajes eran bastante feos. El turno de Zach llegó y le indicó al hombre qué tatuaje deseaba y dónde. Un emocionado Montgomery se quitó la cazadora negra y se la extendió a Edward, de la misma manera, se subió la camisa revelando así parte de su abdomen. Es un hombre admirable, en todos los sentidos. Pensaba Edward, que era testigo de como la escultural anatomía de Zach era manchada por pintura negra, más o menos debajo de su costilla del lado derecho y casi su bajo vientre. Una vez el pintor terminó, le aplicó talco sobre la pintura con una esponja y le cobró. Esperaban que Edward fuera el próximo, pero continuaba inseguro. Al final se decidió a hacerse el tatuaje de un ángel rubio rodeada de flores para cubrir su desnudez, ella tenía labios grandes y era voluptuosa. Se arrepintió rápidamente, pero ya era muy tarde: ahora tenía un tatuaje en el antebrazo.

—¡Te queda genial, bro!

—No lo sé...

—Tú hazme caso, las chicas lo amarán.

—Pero es falso. No es un tatuaje de verdad.

—Meh. En todo caso, te terminará gustando a ti, eso espero.

No muy lejos del punto en el que se encontraban, vieron a lo lejos una cabina de peluches. En el mismo lugar, una chica sostenía una escopeta falsa y cada que intentaba darle a una de las botellas que tenía en frente y fallaba, maldecía horriblemente. Zach lo animó a unirse a la fila, estuvo junto a él en el proceso de espera.

—Voy a pedirle Irene que salga conmigo en una cita.

—Ya era hora, tío —le pegó en el hombro con la mano abierta—. Pensé que ya habíais ido a otras citas antes, ¿por qué tienes esa cara?

—Es diferente —explicó—. Normalmente, ella me arrastra a donde quiera que vayamos, esta vez quiero pedírselo yo.

—Ah, cómo me van las mujeres con cáracter.

Lo miró con recelo.

—Cambiando de tema... —se acarició la nuca—. ¿Has tirado alguna vez?

—Ni una —admitió, pateando una piedra—. Pero mi abuelo solía llevarme de caza, algo se me ha de haber quedado.

—O no —deseó estar equivocado—. No es algo génetico, sabes.

—No me digas.

Escuchó un silbido, tuvo que mirar a los alrededores para confirmar que lo llamaban a él. Una mujer usaba una lima de uñas, limpiando la mugre de sus dedos. Las luces de la cabina lo iluminaron, causando que sintiera un leve mareo. Atendiendo el puesto, había un hombre, de barba espesa y cejas pobladas. Extendió la mano para recibir el dinero. Zach le golpeó el hombro, logrando que despertara de sus propios pensamientos. Se escuchó el sonido metálico de las monedas caer la una sobre la otra en las manos callosas del feriante.

—Qué rico, le dará un peluche a su novio —comentó la mujer de atrás, suspirando por las fantasías que se había creado.

—¿Qué? No. Nosotros no...

—¿Y por qué no? —Zach le interrogó, cruzando los brazos. Era increíble que estuviera teniendo esa conversación con él.

—Pues, porque no.

—Tú te lo pierdes.

—Perdón por el malentendido... —dijo la mujer.

—Venga tórtolitos. ¿Debo explicaros las reglas?

—No será necesario —respondió con amargura.

Le entregaron una escopeta, era más pesada de lo que había imaginado. De repente, sintió un cosquilleo en los dedos, y una urgencia por ver a Irene. Un deseo que lo consumía. En su cabeza se materializaba la escena, la cara que pondría la pelirroja, las palabras que saldrían de su boca una vez la tuviera delante. No supo si el frío sudor que le humedecía las manos era una senal de peligro, apostó que sería una confirmación de amor; de cualquier modo, ignoró sus instinctos.

Zach estaba al fondo, grabando con su móvil y animándole. Prometió subir el vídeo a internet, pero eso arruinaría la declaración sorpresa, no podía permitirlo.

Una fila de patitos de colorido cartón amarillo desfiló a unos metros de él, de repente, tuvo recuerdos de su viejo abuelo Horace, y sus consejos. Le vendría de perlas tener una verdadera conversación con él, tal vez, y solo tal vez, su abuelo podría sacarle el miedo del cuerpo. Temía a los desconocido, al terreno nunca antes explorado, y por qué no temer. Los vikingos temían cuando atravesaban los mares sin brújulas, Pero eso no los detuvo nunca —pensó, mientras apuntaba a los patitos en movimiento. Ojalá tuviera la misma valentía que las luciernagas, ellas volaban entre la oscuridad sin temor alguno. Cómo se las ingeniaban para contar con tanto coraje seres tan diminutos.

El hombre feriante se acarició la barba y bebió de su cerveza, estaba impaciente.

Puso el dedo sobre el gatillo, sintió la tensión en sus hombros y rodillas. Era díficil predecir cuando disparar, considerando que estaban en constante movimiento por la cinta mecánica. Acertó el primer, para sorpresa de todos, incluso para él mismo. El encargado escupió al suelo, le había subestimado, claramente.

Suspiró con alivio, estaba preparado para el siguiente. Sostenía con firmeza el arma, deerminado a llevarse el premio a casa, no podía ser de otra manera. La noche había sido idea'la mejor manera de terminarla era atrevida, tanto, que no se atrevía a pronunciarlo, pero involucraba a Irene y muchos viajes a aquella ciudad de ensueño. Incluso con toda la confianza que había almacenado, falló el segundo disparo. Vio l patito alejarse, impune.

—Vas muy bien, bro. Sigue así —animaba Zach desde atrás—. Piensa en Irene.

—Eso intento —le respondió, ansioso.

—Chico, si le das al patito que sigue, te llevas el peluche para esta chica de la que habláis.

—Conozco las reglas.

—Vale, vale.

Llenó de aire sus pulmones, visualizó el objetivo—no, la recompensa. Quiero la recompensa. No supo con qué palabras describir la emoción que le recorrió el cuerpo cuando el tercer patito fue impactado por la bala de fogue y retrocedió junto a su compañero caído. Zach corrió a abrazarlo y elevarlo por los aires para celebrar, tal y como si hubiera ganado una copa mundial. Sonrió como un bobo y le pidió que lo bajara, aunque estuvo dando vueltas por mucho más tiempo del que le hubiera gustado.

El feriante le extendió un oso de felpa, blanco como la nieve, su piel era tan suave como una nube.

—Hola chicos... —Beth los interrumpió, había vuelto con la cabeza baja y un poco desanimada.

—Hey, ¿estás bien? —preguntó Zach con preocupación, poniéndose la cazadora nuevamente.

—Sí, estoy bien.

—¿Dónde está Irene? —quiso saber Edward, ya que la pelirroja no se incorporó como era planeado.

—Ella... se enojó mucho con lo que le dijo la pitonisa, tiró la bola de cristal y se fue.

—¿Adónde se fue? —insistió Edward, obstinado, debía cuidar de ella o al menos escoltarla de vuelta a casa, no era buena idea que estuviera sola en la feria de noche.

—No lo sé, se fue corriendo. Y estaba tosiendo mucho, y seguido —le informó la morena rascándose la cabeza—. Pero no era de extrañar, en ese lugar no se podía respirar.

—¿Está lloviendo? —preguntó Zach alzando la mano, recibiendo una gota de lluvia en la frente.

—Mierda, Irene es asmática. Debemos encontrarla antes de que pille un resfriado —alertó Edward, que ya la buscaba con la mirada entre los presentes, pero no vio nada.

—No responde a mis llamadas —comentó Beth, pensando que pudo haber metido la pata otra vez.

—Yo iré con Beth por este lado, tú ve por allá.

—Por favor, si la veis, llamadme.

En el momento en el que el grupo se separó, la lluvia comenzó a caer con más intensidad sobre los festejos de la feria. Edward comenzó a correr, debía buscarla ya que se sentía con esa responsabilidad. Desconocía los motivos que la habían llevado a ver a una adivina en primer lugar, no eran más que estafadores y mentirosos que decían todo aquello que uno quería escuchar por un par de monedas. Lógicamente, la gente del lugar al sentir la lluvia sobre sus cabezas comenzaron a correr para encontrar un refugio donde pudieran.

En el camino le preguntaba a la gente si habían visto a una chica pelirroja; pero nadie parecía habersela topado. La frustración que le provocaba el no poder avanzar dos metros sin que alguien se cruzara en su camino podía ser descrita como un desesperante fastidio. Apreció cómo la gente iba a prisa debajo del carrusel inmóvil como si fuese una sombrilla gigante. En las carpas a las que entraba la gente sorprendida por el chaparrón, pero entre ellas no distinguió a Irene.

Desesperado, se alejó de la feria y entró en un lúgubre callejón en el que escuchó el quejido de las ratas ser distorsionado por las gotas de lluvia que caían en los tejados y en el contenedor de basura medio abierto. Al final del callejón se encontró con un chico de cabello rubio cobrizo, ojos verdes como si fueran esmeraldas, resplandecían en la oscuridad. Para el agua que estaba cayendo él se veía muy tranquilo, más bien, despreocupado. Al pasar por su lado, Edward se vio obligado a disminuir su velocidad y se detuvo cuando el rubio misterioso le tomó del brazo. Azotado por el látigo de la confusión, el chico le escudriñó el rostro a aquél que lo detuvo, entonces supo de quién se trataba; pero no entendía qué hacía allí. El peluche de felpa cayó sobre un charco de agua sucia, temió que estuviera arruinado pra siempre; poco sabía él que ese era el menor de sus problemas.

—Al fin nos vemos, Edward —dijo el rubio con voz aguda, saliendo de la oscuridad.

—¿Claudio? —preguntó Edward al muchacho cerrando con suspicacia los ojos—. ¿Qué estás haciendo aquí?

—Quiero que hablemos, a solas.

—No tengo tiempo, debo encontrar a Irene...

—Justamente de ella quería hablar contigo, de esa zorra —la voz de Claudio, que siempre se había considerado respetuosa y elegante juntaron palabras que todo lo que se encontraba en aquel callejón.

—¿Qué mierda dices? —se dio la vuelta Edward, quería pensar que sus sentidos le habían engañado y que no habían usado aquel adjetivo tan despectivo para dirigirse a Irene.

—Dije que es una zorra.

—Retira eso ahora mismo.

—¿Por qué la defiendes tanto? Oh, ya recuerdo, si sois la pareja del año —Claudio le agarró con mucha más fuerza del brazo—. ¿Disfrutabas mucho de las escapadas a la ciudad, no?

—¿De qué cojones estás hablando?... Suéltame.

—¡Lo sé todo! ¡No intentes negarlo! —Claudio gritaba, completamente poseído por la ira. Sus ojos se tornaron oscuros.

—¿A ti qué más te da adónde vayamos ella y yo? No eres su padre —Edward tiró de su brazo para liberarse del agarre. Claudio emitió una risa maniática, eso le asustó.

—Lo peor es... que ni siquiera te lo ha dicho —el rostro de Claudio se tornó horrible por el dolor, pero hasta entonces Edward desconocía el motivo para tal escena. El rubio detuvo su risa para cubrir su rostro con las manos.

—¿Decirme qué?

—¡Estamos saliendo!

El mundo de Edward se detuvo en aquel preciso momento en el que Claudio lanzó un último rugido, su voz transformada por el dolor retumbaba en los oídos de Edward. Por un largo tiempo, Claudio comenzó a gritarle toda su historia de amor con la pelirroja, verdad o no, eso él no lo sabía; los ojos de Claudio no eran igual que los de un mentiroso. Durante el tiempo en el que se conocían, Edward e Irene compartían cosas, ella era un poco invasiva, por otro lado, Edward era un libro abierto.

Desde que la pelirroja propuso la idea de salir a la ciudad, supo que el rumor se esparció, pero no esperaba que fuera incluso fuera del instituto. Entonces Claudio aclaró que el veterinario que los había atendido y que regaló a Yoona a Irene, era un cercano amigo suyo y de la familia Barry. Desde su universidad, Claudio sabía de los pasos de Irene pues, su popularidad era tal que tenía oídos en todas partes. Manipulado por el rencor y los celos se aventó sobre Edward aprovechando su estado de shock para tirarlo al suelo.

El rubio era más alto y unos años mayor que Edward, supuso que también era más pesado, pues lo lanzó al suelo con relativa facilidad. La espalda de Edward llegó al piso, y algo hizo "track". Claudio se colocó sobre él a horcajadas, le agarró por el cuello de la camisa y le gritó con todo el aire que almacenaban sus pulmones. Razonando, supo que Claudio al ser el novio engañado tenía todo el derecho del mundo a estar enojado con él, y con Irene, con todos. Pero trató hacerle entender que él tampoco tenía la culpa, desconocía aquel detalle. Irene no se comportaba como una chica comprometida, ella era coqueta y juguetona. En más de una ocasión le hacía comentarios subidos de tono, cocinaba para él e incluso buscaba acercamientos carnales. Edward, en su inexperiencia, interpretó todo esto como flirteo, pues eso parecía.

—Yo... yo no sabía. Lo juro.

—¿Crees que me importa? ¡Ella es mi chica, joder!

—¡Irene no es un objeto!

—¡Es mi chica! ¡Mía!

—¡Basta! ¡Déjame ir!

—Ella ni siquiera me ha presentado a su familia... no conozco a sus amigos... nunca me ha hecho un pastel —Claudio se negaba a soltar a Edward se su agarre, y no podía decir si lloraba o era la lluvia que caía lo que provocaba aquel efecto visual. Aún así, su voz estaba rota—. ¿Por qué tú? ¡Qué tienes que yo no pueda darle!

—Pregúntale a ella. A mí déjame en paz.

—Se aprovecha de mi buena voluntad para engañarme, jugar a la familia feliz contigo y hacer lo que se le canta en gana. Maldita furcia...

—¡No le hables así!

—¡Deja de chillar como una nena! ¿Ya lo hiciste no? ¿Te la follaste?

—¿De qué cojones hablas? ¡Eres un demente!

—¡No me mientas en la cara, Crawford! Sé que dormisteis juntos en casa de sus padres.

—¿Acaso la espías?

—¡Ya ves que tengo motivos!

—¿Has pensado que a lo mejor ella ya no te ama?

No pudo terminar de hablar porque el puño de Claudio le cerró la boca de un solo golpe. Edward quedó aturdido, de su labio roto salía sangre. Claudio preparaba un segundo golpe, uno que si conseguía efectuarse con eficacia podría hacer que Edward perdiera el conocimiento, afortunadamente, el golpeó el suelo. El muchacho aprovechó la duda de su oponente para empujarlo, colocando las manos sobre el pecho de Claudio y hacerlo retroceder. Cuando pudo se puso de pie e intentó salir huyendo del combate, que estadísticamente no ganaría. Antes de que pudiera alejarse, Claudio le tomó el pie derecho y lo hizo caer al suelo. Ambos forcejearon buscando quedar en posición dominante. En una prolongada batalla por el poder, a Edward se le complicó el mantenerse encima, pues aún no se había recuperado del primer ataque de Claudio todavía. Un hilo de sangre quedó entre sus labios y el sabor metálico de sus propios fluidos le resultaban desagradables.

Sujetó a Claudio por el cuello y zarandeó su cuerpo, provocando que su cabeza chocase múltiples ocasiones contra el suelo. Le dio múltiples puñetazos, desfigurando su inmaculado rostro de ángel. Edward se detuvo, con sus músculos entumecidos por la euforia de la batalla y la adrenalina que su cuerpo liberó en su momento. Veía la sangre que fue derramada sobre el suelo, mezclándose con la suciedad y el agua de lluvia; ese fue su error.

Claudio todo el tiempo estuvo extendiendo su mano hasta dar con una botella vacía que estampó en la cabeza de Edward haciendo añicos los cristales. Edward se derrumbó irremediablemente contra Claudio y éste lo hizo a un lado, como si tuviera la peste. En lo que le quedaba de conciencia a Edward, con su borrosa visión apreciaba a Claudio acomodar su camisa y verificar la herida en su cabeza, tenía las manos empapadas en sangre. Enfurecido, se acercó a Edward le golpeaba a patadas, que lo hacían retorcerse en el suelo del dolor. Una de sus patadas le rozó el rostro, pero en su lugar el pie aterrizó sobre su clavícula, rompiéndo la misma en el proceso.

A Edward le recorrió un agudo dolor por todo el cuerpo, pero no fue nada en comparación al daño que recibieron sus costillas y la última patada en su abdomen lo hizo girar en el aire y caer de cara al suelo. Con las fuerzas que le quedaban, Edward hizo el intento de arrastrarse por el suelo, pero ni siquiera podía apoyar las manos en el suelo sin resbalar. Respiraba con dificultad, y un lago de sangre le salía tanto por la nariz como por la boca. Claudio usó su pie para darle la vuelta a Edward y ver destrozado rostro una vez más. Edward recibió un escupitajo en el rostro. Sus ojos estaban completamente idos, como los de un cadáver.

Estaba herido física y mentalmente. Claudio lo agarró del cuello, amenazaba con hundir la botella rota en su cara. Algo lo hizo cambiar de opinión, pues echó a correr, tal vez al escuchar el estruendo del pleito entre ambos alguien había llamado a la policía. Lo último que vio antes de perder el conocimiento, fueron las luces del coche patrulla y las sirenas del mismo, más la voz de Beth en la lejanía.

—¡Edu!

Nota de la autora: Kalopsia; ilusión psíquica que provoca la sensación de belleza extrema al contemplar imágenes que no lo son.

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