𝕮𝐇𝐀𝐏𝐓𝐄𝐑 𝕾𝐄𝐕𝐄𝐍.
Los meses que le siguieron a la recuperación de Edward fueron tiempos turbulentos para la familia Crawford, se enemistaron con los Barry y entraron en una batalla legal, pese a los deseos de Edward, quien deseaba dejarlo pasar. Las familias habían sido amigas por muchos años, reconocía que la señora Barry ya había sufrido suficiente con la muerte de su esposo, como, para más de contra, enfrentarse a un tedioso proceso legal. Gracias pudieron demostrar legalmente que Claudio comenzó la pelea sin ser provocado al testimonio de algunos vecinos y moradores que vivían en los alrededores, Claudio fue condenado a pasar una temporada en prisión. Sus actividades eran especialmente limitadas, en especial las físicas. Perdió clases, aunque fue totalmente justificado, dado su delicado estado de salud. Incluso si ya no podía trabajar en la librería, Dorothy pasaba a verlo todos los días. Le comunicó que se vio obligada buscar de forma apresurada a alguien más que se haciera cargo de las actividades que él previamente cubría; una suplencia temporal, en otras palabras. Zach y Beth no se quedaban atrás, iban a ponerle al día de todo lo que ocurría en el instituto, a darle los apuntes y a pasar tiempo con él.
Edward apreciaba enormemente estos gestos, ya que sabía lo apretadas que estaban sus agendas, por lo que con verlos un momento ya era suficiente para él. Hubo una ocasión en la que incluso Charlie fue a visitarlo, ahogándose en el pozo de la culpa, pues, ella fue quien alertó a Claudio de que Edward e Irene tenían un romance a sus espaldas, cosa que no era cierta. Al menos fue sincera. Ella esperaba una reacción muy diferente a la postura que Edward adoptó, eso provocó que la contraria se enfureciera. Confesar su parte de culpa en el incidente, fue el factor que impulsó al juez a tomar la decisión de conceder la condena de Claudio. No podía culpar a Charlie de todo, intentó ser comprensivo con su situación. También fue manipulado, engañado con falsas señales de amor por aquella bruja de cabellos pelirrojos, experta en intercambiar corazones y luego dar papel en retorno.
En su mente, ella era la única culpable de toda la desgracia. Él también estuvo ciego una vez, creyó en sus ojos color ámbar. El recuerdo de aquel campo de amapolas en plena primavera fue reemplazado por la primera lluvia de marzo, una nube de engaños y traiciones. El doctor que lo trató aquella noche en emergencias aseguró que le habían dado una buena paliza, de acuerdo con el mismo, tenía una fractura en ambas costillas, una clavícula quebrada y el tabique destrozado. Su madre, Celia se extrañó de que la pelirroja no hubiese ido a verlo ni una sola vez desde que regresó, cuando ella le preguntó el motivo, Edward fingió estar dormido. Obviamente, ella desconocía el verdadero motivo por el que Edward había sido brutalmente asaltado. El único motivo que le había impedido contarle toda la verdad fue porque no quería ensuciar la imagen que su madre tenía de la muchacha, deseaba que al menos algo siguiera siendo igual dspués de la tormenta de odio, en aquel maldito callejón.
Cuando bajaba a desayunar, si cerraba los ojos aún podía verla a ella, dándole de comer a Olivia. En verdad pensó que aquella dulce ilusión podía convertirse en realidad. Después de casi dos meses, le removieron el cabestrillo para su rotura de clavícula, además de que en las radiografías sus costillas ya se habían soldado apropiadamente. Se completaron los sesenta y un días de reposo y volvió a clases por su propia voluntad. Ya se había perdido lo suficiente como para permitirse seguir faltando. Había recuperado plenamente su movilidad y los dolores repentinos habían desaparecido casi por completo, pero estaba mucho mejor que antes. Para que no tuviera que tomar el bus, su padre insistió en llevarlo en su coche e ir a recogerlo cuando terminara su jornada escolar. Se sentía en condiciones para ir por su propio pie, e incluso su vecina y amiga Beth, se ofreció a llevarlo en la bici, pero los señores Crawford no iban a tomar ningún riesgo si se trataba de la vida de su hijo.
La cara que se les quedó al ver a Edward ensangrentado, y herido de gravedad cuando apenas recuperaba la consciencia en aquella fría cama de hospital, era algo que lo perseguiría por el resto de sus días; cómo pudo haber causado tantos problemas. Cuando su padre lo dejó en la entrada del instituto, Edward observó a los estudiantes se adentraban en el instituto, inseguro sobre si estaba en verdad preparado emocionalmente para volver. El señor Crawford se percató de su creciente estado de ansiedad, le acarició la espalda.
—Podemos volver a casa, no tienes que volver hoy.
—Alguien intentó asesinarme -habló despacio, mirando a través de la ventanilla-, y yo he sobrevivido. No necesito el miedo.
—Has crecido tanto -sonrió orgulloso.
—Lamento haberos preocupado, no volverá a pasar. Lo prometo.
—Edward, oye -lo llamó-. Lo que pasó no fue tu culpa, no te martirices. Todo pasó.
—Lo sé.
—No tengo que llegar al trabajo hasta dentro de una hora ¿quieres que te lleve hasta el salón?
—No.
—Ja —suspiró con melancolía—. Sabes, cuando eras pequeño, no querías ir a clase si no te llevaba yo. Cuando te traía tu madre comenzabas a llorar y ella terminaba trayéndote de vuelta a casa.
—Bueno, yo ya no soy un niño, papá.
—Eso lo dices porque no tienes hijos —suspiró—, cuando los tengas, sabrás que para un padre, un hijo siempre será un hijo. De hecho, si lo piensas, es injusto. Los hijos crecen, se vuelven hombres, pero un padre es un padre hasta que muere. Sí, no es justo.
—Te quiero, viejo.
—Andando, se te hará tarde —le animó—. Eres un Crawford, ve, y camina con la cabeza alta; tengas miedo o no. Nos vemos en casa, mamá vendrá a por ti.
Edward tomó su mochila, la colocó con mucho cuidado sobre su hombro. Seguía siendo una zona sensible, incluso después de la terapia.
—Hijo —al escuchar la voz de su padre se dio la vuelta—, yo también te amo.
Algunos de sus compañeros de clase lo saludaron y expresaron su alegría de tenerlo de vuelta al verlo nuevamente por los pasillos.
Con muchos de ellos no había tenido más contacto del necesario, ya fuera en clase o para algún proyecto escolar, por lo que, desde su punto de vista, toda aquella cortesía carecía de fundamento, sin mencionar que era innecesaria. Él respondía a sus muestras de afecto y cordialidad, buscaba camuflarse en el ambiente y volver a ser invisible. Su primera clase del día sería Literatura, por lo que caminó dentro del patio común y cruzó el campo de entrenamiento de Educación Física para llegar al edificio principal y subir hasta el segundo piso. El corredor era alumbrado por los primeros rayos de sol de aquella mañana, la brisa era tan fresca como la recordaba. Echó en falta el contacto con los demás, mucho más de lo que alguna vez se habría imaginado. Necesitaba ser productivo y sentirse útil, después de tanto tiempo postrado en una cama sin hacer nada era como si hubiera echado raíces en aquella habitación.
De vez en cuando su madre lo llevaba a dar paseos por el vecindario, pero no era lo mismo; más bien, se sentía como una planta, a la que sacaban para que le diera el sol. Él disfrutaba su independencia y el poder ir a donde quisiera. Cuando llegó al salón, la mayoría no había llegado aún, pero Gwen esperaba paciente sentada sobre la mesa cerca de la pizarra. Tenía las piernas cruzadas y el pelo recogido en un moño. La profesora puso los pies en el suelo y mostró su perfecta dentadura en una agradable sonrisa.
—¡Bienvenido de vuelta, Edward —exclamó la maestra, provocando una oleada de aplausos entre los estudiantes ya presentes y los que se iban incorporando—. Zach nos contó que volverías pronto.
—Muchas gracias, a todos —se encontró a sí mismo hablando por vez primera enfrente de toda su clase. Descubrió a su amigo entre la multitud, en su respectivo asiento; él seguía aplaudiendo e incluso silbaba—, me encuentro mucho mejor ahora. Perdón por las molestias causadas.
—Por favor, pasa y siéntate. Daremos comienzo a la clase en breve.
Los asientos comenzaron a ocuparse, pero había una silla vacía. No a muchos les extrañó, pues para esa persona era muy común el saltarse las sesiones de clase, incluso ahora que estaba en la recta final del curso. Gwen estaba sentada de vuelta sobre la mesa y tenía su edición original de "Pride and Prejudice". Antes de comenzar su lectura, le echó un vistazo al salón y se aclaró la garganta antes de hablar.
—¿Alguien ha visto hoy a Irene Sawyer? ¿Se sabe si faltó hoy también?
¿Hoy también? —Pensó Edward en silencio.
—No, señorita. Yo la vi hoy en la entrada —aquella fue la voz de Cecilie Wang, la mejor estudiante de la clase; hasta que Irene llegó.
—Tendré que hablar con su abuela, su ausencia en clase comenzará a afectar su nota final.
—Ella se lo pierde, señorita Gwen. Sus clases siempre son las mejores.
—Sí, ya sabemos quién terminará repitiendo curso.
—¿Te puedes creer que engañaba a Claudio Barry? ¡Él era nuestro chico de oro el año pasado!
—Dios le da pan a las que siempre están a dieta... Qué puto asco.
—Sawyer es una guarra, lo supe desde que la vi.
—Ustedes, si no tienen nada bueno que decir sobre los demás, mantengan la boca cerrada —las controló rápidamente, usando su libro para dar un golpe sobre la mesa e imponerse—. Sed amables, siempre; no sabemos lo que pueda estar pasando. Y que sea la última vez que te refieres así a otra mujer en mi presencia, o te arrepentirás.
—Perdón... —se disculpó Wang.
—Bien, comencemos con la lectura -anunció ella, abriendo cuidadosamente su libro—. Hoy analizaremos la confesión de amor de parte de Mr. Darcy. Aquí podemos explorar, más que en ningún otro capítulo de la obra, lo que vendrían siendo los temas principales. Que, ¿cuáles son?
—El romance, orgullo y el prejuicio.
—Precisamente, Cecilie.
Gwen comenzó a leer el capítulo, a menudo que avanzaba, la situación se volvía más interesante. En ocasiones, ella sacaría a dos estudiantes que siguieran los diálogos, mientras ella relataba la narración no relacionada a las conversaciones, sino más bien a las acciones y demás detalles. Su voz era aguda y muy femenina, cuando ella hablaba nadie se atrevía a hacerlo, todos querían escucharla. Aquella mujer, aunque de belleza impresionante, y de sorprendente juventud para alguien de magisterio, tenía un carácter que exigía respeto. Vaya que si se lo daban. La voz de su profesora parecía más distante, pues Edward se encerró en una burbuja de melancolía, las vibraciones de su voz no emitían ningún mensaje que recibir. Estuvo casi la mitad de la clase mirando el asiento de enfrente, el que pertenecía a Irene. Vacío. Se preguntó si conservaría su aroma de jazmín. Era cierto que no deseaba verla después de lo sucedido en el carnaval, o de eso se intentaba convencer. A pesar de todo el daño que la pelirroja le había infligido, también quedaban momentos los felices.
El destructivo vínculo que tenían era, a la vez, una esperanza nutritiva. Tuvo mucho tiempo para reflexionar, tiempo sin probar ninguno de sus postres. Conservaba sus fotos juntos, en secreto las miraba en las noches, deseando que ella estuviera tan dolida como él. Quería hablar con ella, aclarar las cosas, pero aquello no fue posible. Intentó comunicarse con ella con la ayuda de Zach, pero no hubo manera en que su orgullo le permitiera dar el primer paso. Un orgullo que ni siquiera él sabía que tenía, fue la tijera que cortó el hilo rojo que ataba sus destinos. ¿Había posibilidades de que ella sintiera culpa? Lo que hizo, fue sin lugar a dudas, un acto depravado y cruel, sin embargo, el sentimiento que albergaba por ella no pudo ser moldeado, ni por la inmesurable ira que sentía en aquel momento. Él tenía derecho a estar enojado, a castigarla con la indiferencia y, aún así, se la pasaba suspirando por ella.
Edward comprendió lo que sentía por ella, era inútil seguir negándolo. No estaba en situación de juzgarla por no ser sincera, cuando él se mentía a sí mismo y a todos los demás a su alrededor. Los fantasiosos recuerdos vinieron a él con más intensidad que nunca. La visión de una pequeña montaña dibujada con coloridas amapolas era como el campo de batalla consumido por el desamor. Si cerraba los ojos podía verla, con los cabellos metiéndose en su campo de visión, al igual que un tornado de fuego escondiendo el brillo ámbar de sus ojos. Se pasó la lengua por los labios, como si tuviera aquel pastel de limón todavía sobre la piel. Moría de ganas de que aquella clase terminase, quería salir corriendo y buscarla, iría a encontrarla allá en donde estuviera. Porque por fin entendió que siempre se encontrarían el uno al otro, en un interminable sendero oscurecido por el pasado que los abrazaba, pero la luz de las luciérnagas los llevaría a un futuro incierto que recorrer.
Quiero estar contigo hasta cuando seamos fantasmas. Siendo incapaz de reprimir aquello que florecía en su interior, Edward se puso de pie abruptamente, interrumpiendo la lectura de Gwen.
—¿Edward, estás bien? —preguntó Gwen.
—No...
—Puedo llamar a tus padres, dame un momento.
—No, no es eso. Necesito ir al baño.
—Deja al menos que alguien te acompañe. Montgomery, ve —Zach ya se estaba poniendo de pie, cuando Edward la interrumpió.
—Puedo ir solo.
—Pero...
Iba a correr a buscar a Irene, a buscar respuestas a sus incógnitas. Había estado muriendo cada día en los que cada célula de su cuerpo se sentía en la obligación de abrazarla. Edward salió corriendo y escuchó las risas de sus compañeros, que habían interpretado erróneamente la situación. En los pasillos disminuyó la velocidad, pues le habían llamado la atención por crear disturbio en horario escolar. Una de las tantas ocasiones en las que ella había faltado a clase estaba en el auditorio, practicando ballet, aprovechando que todos los demás estarían ocupados y nadie le prestaría atención. Edward fue a paso ligero, pero con el corazón imitando el retumbar del galope de un centenar de caballos desbocados. Sus pies fallaban, pero él no se detuvo ante el deterioro de su cuerpo o la poca energía con la que podía avanzar hasta su destino. Sostuvo la mano en su pecho y abrió las puertas del auditorio.
¿Dónde estás? El auditorio estaba vacío. Ansiaba verla bailar, era cuando, en su opinión, ella estaba siendo completamente honesta cuando era Irene, la ballerina. El movimiento de sus caderas no podía mentir, ni el delicado movimiento de sus largos brazos o las florituras de sus dedos delgados. Asestó un golpe en la pared, Edward se dio la vuelta, con la intención de buscarla en cualquier otro lugar. Al darse la vuelta, se llevó una gran sorpresa, pues alguien estaba detrás de él, obstruyendo el camino. Se frotó los ojos para confirmar que aquello no fuera una ilusión óptica, un truco que le estuviera jugando su mente confundida y alterada. Pero al tranquilizarse, ella seguía allí. Era Charlie. Edward no comprendió qué hacía ella allí, o qué quería, pero no tenía tiempo para averiguarlo. Siguió su camino hasta que algo lo detuvo, la mano de Charlie estaba rodeando la muñeca de Edward, con fuerza. Allí la vio, con los ojos cafés, cristalinos.
—Por favor, quiero hablar contigo, Edward...
—No puedo, debo encontrarla.
—Te lo suplico, siquiera puedo dormir en las noches —Charlie alzó la mirada y, todo el desprecio que alguna vez sintió él, desapareció. Ahora quedaba incertidumbre.
—Charlie, yo te he dicho que te perdono. Sal de mi camino, por favor.
—No me tomará mucho tiempo, yo en verdad quiero hablar contigo.
Edward accedió a los deseos de Charlie a regañadientes. Se esforzó por no recriminarle nada de lo que había sucedido, pues estaba dispuesto a pasar página. Siendo ella, el hablar con él parecía algo de vida o muerte. Nunca habían tenido una relación especialmente buena, más bien, había constante tensión y miradas por encima del hombro, mayormente por parte de ésta última. Juntos caminaron hasta el escenario del auditorio, donde se llevaban a cabo los matutinos, obras de teatro escolar y, además, era un buen lugar para dos amantes. Charlie se subió al borde de la tarima de un salto, era considerablemente diminuta, de hecho, no aparentaba ser de último año, pues aparentaba tener dos años menos a los que de verdad tenía. Se fijó en que ella tenía las uñas pintadas de un azul eléctrico, y que sus calcetines le quedaban un poco anchos alrededor de sus finos tobillos. Charlie se tomó su tiempo para prepararse, buscaba palabras con las que iniciar una conversación con sentido. No recibió ninguna presión por parte de Edward, que se mostró comprensivo con su situación a pesar de las prisas que le corrían.
—Verás... —balbuceó con inseguridad Charlie—. Irene y yo hemos sido amigas desde pequeñas, son muchos años de amistad. Nuestros padres eran compañeros en sus años de instituto, por lo que fuimos introducidas desde muy temprana edad.
—No te detengas, hasta ahora lo entiendo todo perfectamente.
Aunque ella viviera en la ciudad, y yo en el pueblo, mi madre trabajaba como enfermera en el hospital de la ciudad, por lo que siempre le pedía que me llevara con ella para ver a Irene. Me fue instruido que debía cuidarla, y protegerla, debido a que soy un año mayor que ella, pero... era todo lo contrario. Irene es fuerte, siempre lo ha sido, por lo que era más un apoyo para mí de lo que yo jamás lo fui para ella. A todo esto, me sentí como una perdedora. Después de que el padre de Irene muriera, nunca la vi llorar, ni una vez. Aunque estuviera sufriendo, ella nunca mostró cuán afectada estaba por la pérdida. Así que, tampoco pude ayudarla mucho. También se fue con su madre lejos, fuera del país. Perdimos el contacto durante muchos años, si bien nos comunicamos milagrosamente, no era lo mismo que cuando le hacía trenzas o veíamos películas juntas en el ático de mi casa. Gracias a su abuela, Dottie, pude encontrarla. Comencé a enviarle cartas, muchas de ellas no tenían respuesta o no se sentían genuinas; eso me dolía, pero no tiré la toalla. Nuestra relación empezó cuando entramos a la adolescencia, y crecimos. Nunca le conté esto a nadie, pero ella fue un pilar muy importante, impidió que mi vida se derrumbara a pedazos. Me comentó que había dejado el ballet, y yo en confianza le dije que era no binario. El abrirnos tan íntimamente nos ayudó a restablecer nuestro vínculo y, después de esa tarde, comenzamos a hablar diariamente. Mi nombre completo es Charlotte, pero ella me respetó, amó y me dio una nueva identidad acorde a mis sentimientos, más de lo que nadie nunca se preocupó por mí. Comenzó a llamarme Charlie e incluso Charles, cuando estábamos a solas. Irene me ayudó a abrazar mi identidad, cuando ni yo la comprendía. Hicimos búsquedas, leímos y nos informamos al respecto. Me aconsejó que el cabello corto se me vería muy bien, porque mi cara era algo delgada para entonces. No fue muy bien recibido en casa, porque mi padre al día siguiente necesitaba una foto para promover su campaña de alcaldía en el periódico local, me obligó a usar una peluca horrible. Una vez lo confronté, y aunque mamá se tomó con mucha naturalidad la situación, él no. ─¿Eres un hombre o una mujer?─ Me preguntó, cuando le planteé los pronombres. Y si te soy sincera, no soy hombre o mujer: soy una decepción. Estuve sumida en una depresión profunda, aguda y difícil de llevar. No quería vivir, pero debía sonreír para las fotos. Mi madre intentó hacerle entender que lo que ocurría dentro de la familia era un proceso natural, de un individuo descubriendo su identidad. Pero él es terco. Ella lo amenazó con divorcio, aunque esto era un farol; mamá no podría divorciarse y privarse del estatus y la vida acomodada y un matrimonio en el que, sin tener yo ni idea, era feliz. Mi padre, en un intento de evitar el escándalo, se tomó mis situación lo mejor que pudo, pero no cómo me gustaría. En ocasiones puedo llegar a ser femenina, cuando no, puedo tener rasgos típicos de un hombre. Disfruto de verme al espejo y sentir la vanidad y estar a gusto con mis piernas. Me gusta atar mi cabello alto y usar camisas ajustadas con pantalones, incluso dejar de depilarme. Estas cosas no deberían influenciar la forma en la que los demás me perciben emocionalmente, porque sigo siendo el mismo Charles... Yo ya no pido amor de mi padre o comprensión, me basta con que respete mis decisiones y quien soy. Que me perciba de la forma que yo me proyecto en dicho momento, no ser el bicho raro al que mira por encima del hombro. Afortunadamente, las cosas se han relajado entre nosotros. En un momento determinado, me comentó que se mudaría con su abuela, no te imaginas la alegría que eso me dio. Víctima del entusiasmo, hablé con la rectora, y con los contactos de mi padre conseguimos un cupo para que ella comenzara el curso aquí, a comienzos de abril. Pero cuando llegó, te conoció y me vi a mí mismo relegado a un segundo plano en su vida, otra vez. Además, tenía un novio, Claudio... por lo que me sentí olvidado y dejado de lado, al doble. El día de los fundadores, mi padre destapó un secreto, que su mujer le estaba siendo infiel con otro hombre. Por poco no la avienta de la carroza en movimiento, van a divorciarse, esta vez definitivamente. Estaba triste, no podía respirar con tantas cámaras en mi cara, y el flash cegador de las cámaras; y ese vestido horrible. No tenía intención de ir de fiesta con vosotros aquel día con la que estaba cayendo encima. En su lugar, le avisé a Claudio de dónde ibais a estar... Te juro, y prometo, que no tenía ni idea que Claudio te dejaría en tal estado. Él ya sabía que algo había entre Irene y tú, porque el veterinario de la ciudad es hermano de un amigo de Claudio en la universidad. Además, también fui yo quien le dijo que habías ido con ella en una escapada romántica. Pensé que si le decía a Claudio, él terminaría su relación con Irene y ella tendría más tiempo... para mí. Es egoísta, y retorcido, lo sé. Estaba en una situación desesperada y la necesitaba, ella nunca estaba. Se me hacía difícil hallar un momento para hablar con Irene, como habrás podido darte cuenta, puede llegar a ser muy desapegada con la gente de su entorno. Confundí sus señales, y deduje que ya no me amaba. No podía permitirme perderla, una vez más. Eres un buen chico, Edward; pero yo he sido una mierda como persona. Y no estoy aquí para contarte mi vida, y que me consueles. Vine, porque nunca te ofrecí disculpas sinceras, solo quería librarme del problema y no meter en problemas a mi familia. Espero, de corazón, que algún día logres perdonarme.
—Ya lo he hecho —respondió Edward con voz sorda, estaba conmovido por su historia.
—¿Cómo? —reclamó Charlie, sobando su nariz húmeda por las lágrimas que inútilmente retenía.
—Nunca te he odiado, pero no comprendía el por qué de tu animosidad hacia mí. Soy imbécil.
—No, no eres tú el tonto aquí, soy yo.
—¿La amas?
—Con todo mi corazón.
—Creo que yo también.
—Amarla es un juego de perder y perder -alabó Edward Crawford, alzando su mano para limpiar una lágrima que caía por los ojos de Charlie; el gesto hizo que la misma llorase más y más—. Mi vida es un tumulto de toallas que he tirado antes de siquiera luchar, esta vez, lo haré; hasta que la piel se separe de mi cuerpo y la sangre en mis venas se evapore. Lucharé por ella.
—Eres la persona que ella realmente merece. Todo este tiempo, pensaba que la usabas, pero estaba equivocado.
—Amarla es jugar a perder. Yo soy un perdedor, así que tengo la esperanza de ganar, aunque sea solo esta vez.
—No lo eres, yo he visto cómo te mira y cómo mira a Claudio —reconoció, usando un pañuelo para limpiarse la nariz—. Sus ojos florecen.
—Y tú no eres una decepción, eres coraje y valentía.
—Eres demasiado bueno conmigo, no lo merezco.
—Una pregunta, ¿cómo te gustaría que te llame a partir de ahora?
—¿Eh?
—Quiero usar los pronombres correctos... referirme a ti de una manera en la que te sientas cómoda -inició amablemente— o cómodo.
—Irene suele llamarme los pronombres tradicionales de acuerdo a mi género de nacimiento, y esto no me molesta. Puede variar de acuerdo a cómo me sienta en ese momento. En cuanto a los nombres, puedes llamarme Charlie o Charles.
—¿Cómo te sientes ahora?
—Libre, muy libre.
—De acuerdo, Charles —habló Edward, con acogedora amabilidad—. Perdona si me equivoco en algo, soy nuevo en esto.
—En cuestión de minutos, ya has hecho más que toda mi familia junta. Gracias, Ed.
—Ahora, no quiero sonar grosero, ni nada por el estilo, pero necesito encontrar a Irene.
—La he visto en la mañana, pero no ha hablado mucho conmigo desde que tuviste el incidente con Claudio...
—¿A qué te refieres?
—Está enojada conmigo, puse tu vida en riesgo por un capricho. Ella tiene toda la razón.
—Hablaremos con ella, los dos. Lo resolveremos.
—Ed...
El acercamiento entre ellos se dio en el momento adecuado, en el que solía darse. Edward sintió que podían llegar a ser amigos, con un poco más de comunicación. El momento se vio interrumpido por el sonido de la campana, y algo más. Por los alrededores había gente que gritaba asustada y otras que cuchicheaban con malicia. El alboroto alarmó a ambos jóvenes, que se pusieron de pie y fueron al exterior. El ruido que emitía la ambulancia local hizo que la preocupación entrase en sus cuerpos, además de esa confusión. Estaban lejos de la entrada y salida del instituto, por lo que no vieron a quien se llevaron en la camilla cuando la ambulancia se fue a toda velocidad. Escucharon diferentes nombres, diferentes alumnos. Edward y Charlie se miraron mutuamente y decidieron investigar. Charlie tomó de la manga de la camisa a una de sus amigas y le preguntó qué ocurría, o a quién se habían llevado.
—¡Edward! —era la voz de Zach, que venía corriendo desde la dirección donde estaban todos reunidos.
—¿Zach, a quién se han llevado? —preguntó Edward, temiendo lo peor.
—¡A Irene! ¡Se han llevado a Irene!
—¿De qué hablas? ¿Estás seguro?
—¡Como que estoy seguro! Iba saliendo de clase cuando escuché un grito del baño de las chicas, me asomé a ver qué sucedía y pedían ayuda porque había una chica que no despertaba. ¡Ella llamó a la ambulancia y yo la llevé con los que vinieron!
Tuvieron que sujetar a Charlie, casi se desmaya ella también. Zach se apresuró a tomar el cuerpo débil entre sus brazos, le palmadas en el rostro para que recuperara el conocimiento. La amiga de Charlie gritó de forma desgarradora y sacó un perfume de su bolso para colocarlo debajo de la nariz, ayudaba poco a poco a que Charlie recuperara la consciencia. Cuando se recuperó del impacto que tuvo en él la noticia, echó a correr. Escuchó muy en la lejanía la voz de Zach que lo llamaba, pero no se detuvo por nada. La gente al verlo pasar se apartaba del camino, o debía apartarlos él con sus propias manos. El pueblo tenía un solo hospital, por lo que inmediatamente supo adónde la llevaban. Dicho hospital no estaba lejos, pero ir corriendo tampoco era una idea apetecible para nadie. A mitad de camino después de cruzar la calle y de dejar la escuela atrás, Edward se percató de que había dejado su mochila y por ende, su dinero en el salón de clases. Eran las diez de la mañana, por lo que no había mucho tráfico y esto le facilitó atravesar las calles del pueblo. Aunque sus heridas y lesiones ya habían sanado, no era lo suficiente como para soportar semejante estrés físico. Sus costillas estaban doloridas, era difícil para él respirar por la fatiga y su rodilla fallaba en ocasiones, cuando la presionaba mucho, mayormente-es algo de lo que no se había dado cuenta hasta ese momento. Se detuvo a tomar aire y apoyó su mano en un póster eléctrico.
No le faltaba mucho, si se daba al cansancio ahora, jamás llegaría. El último esfuerzo. Emprendió la marcha una vez más y avanzó sin temor a que sus huesos se rompieran para siempre, atravesaría el mar y nadaría a través de los tiburones si era necesario con tal de llegar hasta ella. El precio a pagar nunca sería lo suficientemente alto como para hacerlo considerar el darse por vencido. El edificio que se alzó sobre él estaba pintado de rojo y tenía luces eléctricas que no estaban encendidas en aquel momento pues, aún era de día. Cuando llegó a la recepción cayó al suelo por el agotamiento, no sentía las piernas, ni las manos, ni ninguna extremidad de su cuerpo; debido a como la adrenalina disminuye y el esfuerzo comenzaba a notarse por llevar su cuerpo al límite después de meses sin practicar movimientos bruscos. En la primera planta, dos ancianos que estaban sentados en los sofás de la sala común se alarmaron por el estado del muchacho recién llegado. Edward estaba sudoroso, tenía la camisa fuera de sus pantalones y con una mancha de tierra en ella. Su cabello estaba desordenado y húmedo, también tenía una herida en la mano que sangraba levemente, pero no era profunda o grave, era un rasguño. La señora de la recepción era una mujer de color, ancha de caderas y con un uniforme florido. Tendría alrededor de unos cincuenta años y olía, como todo el lugar, a medicamentos y talco.
Ella le pasó la mano por la espalda e intentó ayudarlo a ponerse de pie, pero era demasiado pesado para ella, él no estaba siendo de mucha ayuda. Su respiración era demasiado desigual como para articular palabra, su lengua seca y frente perlada en sudor le hacían sentir que había estado corriendo por horas bajo el ardiente sol del desierto.
—Pero bueno chico, ¿qué te ocurre? Estás... vamos, de pie.
—Estoy... buscando a... uh —Edward se negó a ponerse de pie, no era lo que quería. El resistirse a los esfuerzos de la enfermera significaba el perder la poca fuerza que le quedaba para hablar.
—¿Estás bien? ¡Oye! Respira despacio ¡Que alguien traiga agua, por favor!
—A una chica... ¡Busco a una chica!
—Después, necesitas recuperarte, estás pálido como un fantasma. Estás herido...
—Usted no entiende —musitó Edward, decidido a quedarse en el suelo.
—Mira, lo que entiendo, es que necesitas lavarte la cara y calmarte.
—¡No! ¡Espere!
—Te prometo que verás a esa chica cuando tomes al menos un vaso de agua, no te podemos dejar pasar en ese estado.
—Por favor, se lo imploro —pidió Edward agarrado a su uniforme. Dos enfermeros habían llegado y lo cargaron hasta la sala común como si fuera un saco de papas y lo sentaron. Intentó escaparse del agarre, pero lo sujetaron de los hombros—. ¡Su nombre es Irene Sawyer! Necesito verla.
—Mírame —le decía la mujer, que lo agarró por el mentón para llamar su atención—, si te niegas a calmarte, tendremos que calmarte por nuestros propios medios y vas a tardar más en ver a esta chica que dices. Sé quién es, llegó hace poco, conozco el número de su habitación. Si no te relajas y respiras, te pondremos a dormir. Ahora, toma esto, bebe.
Visto en aquella posición, Edward omitió el curso de respiración que le marcaba la enfermera con el fin de estabilizarlo. Después de un rato ya no sentía que su corazón podría romperle las costillas a base de latidos, si bien el dolor en el hombro se mantuvo, era mucho menos molesto que tener la boca seca, ya que también bebió del vaso de agua que le ofrecían. Tenía, una vez más, todos los ojos sobre él. Había hecho el ridículo comportándose como un desquiciado del área de psiquiatría. Debía dar gracias a todos los dioses por haberse encontrado con una enfermera empática y profesional, cualquier otro en su lugar, no permitiría que un niño llegase a darle órdenes con esa actitud. Le recomendaron ir al baño también, a lavarse antes de entrar a ver a la paciente; él no entendió muy bien a qué se debía esta última exigencia, pero debía estar presentable antes de ver a Irene. Se miró en el espejo y trató de arreglar su cabello como pudo, usando agua para aplastarlo. Puso su mano herida bajo el flujo del agua fría, apreció la suciedad y la sangre reunirse en el fondo del lavabo hasta irse completamente, por las tuberías.
Observó la ropa del hospital abultada en un rincón y también los vendajes que le ofreció la enfermera para cubrir su herida. Se puso primero la ropa verde, usó las vendas para cubrir su mano y se echó un último vistazo al espejo para asegurarse de que todo estaba en orden. Sintió una vibración en su bolsillo y ahí fue cuando supo que traía consigo el móvil, lo sacó y la pantalla se iluminó con un montón de notificaciones de mensajes y llamadas. Eran todas de sus padres, tal vez Zach les había avisado ya de que había salido del instituto antes del horario estipulado. Apagó el móvil con palpable desinterés y salió del cuarto de baño con la cara seca y los cabellos humedecidos por el agua del grifo.
Esperó al ascensor en la recepción y fue directo a la tercera planta del edificio. Al llegar estudió lo que veía y señaló que era un poco diferente a las demás plantas del hospital, el olor allí era menos notorio, pero presente. Se podía escuchar a mucha gente toser en las diferentes habitaciones por las que pasaba de largo, miró los números de todas, buscando la de Irene. De acuerdo a la enfermera, era la número treinta y dos. Casi al final del pasillo, se alzó ante él la puerta con el número indicado, no se atrevía a aplicar fuerza sobre el pomo para abrirla. El muchacho hizo de tripas corazón y abrió la puerta, allí estaba ella. No era una habitación muy grande. Las paredes del interior tenían un diseño similar a las exteriores, o al menos la pintura era la misma. Había una mesa junto a su cama, y ahí estaban sus cosas. La habitación estaba deliciosamente iluminada por los rayos del sol, porque la ventana era grande.
Edward se acercó a un paso lento, hasta su cama, donde la vio descansando. Su cabello pelirrojo estaba suelto, libre sobre la almohada en la que descansaba su cabeza. Tenía ropa de paciente interno, se diferenciaba a las de Edward por el color; mientras que la de Irene eran una camisa y unos pantalones largos de un tono azul claro y poliéster, él tenía un traje completo de verde oscuro. Se alarmó porque estaba conectada a unos cables, pero ella descansaba tan plácidamente que todas sus preocupaciones se iban como las olas, volvían. Se sentó en un sillón cercano a la cama, con su mano herida le acomodó los cabellos rojizos y sostuvo con dos de sus manos una de ella. Estaba tan ligera, y ella se veía tan linda cuando dormía. Incluso el dolor te sienta bien, por qué eres tan jodidamente hermosa?
Podría haberse quedado así para siempre, pero necesitaba ver sus ojos llenos de vida y su sonrisa, aunque sea por una milésima de segundo.Él no era religioso, aún así, rezó a todos los dioses que conocía para que ella despertara. La mano de Irene comenzó a acariciar su mejilla con los dedos, Edward abrió los ojos, los que mantuvo cerrados para enfocar sus oraciones. Su corazón se destruía en pedazos cuando la veía postrada y débil en una cama de hospital, ella estaba incluso más pálida de lo que ya era. El aleteo de las pestañas de Irene creó en revuelto de mariposas en el estómago de Edward, en respuesta los ojos del muchacho se convirtieron en un mar de lágrimas y besó inconscientemente los escurridizos y finos dedos de la contraria. Ella intentó hablar, pero lo tuvo difícil. Pero lo logró. Ella era el veneno y la cura, todo al mismo tiempo. Sus balbuceos bastaron para sanar su alma. Edward la ayudó a remover el respirador de su rostro, para que ella pudiera reconstruir su corazón, ese que había roto, usando las más bellas palabras.
Hola... Ed.
Nota de la autora: Reverie; es el estado mental donde un individuo está absorto en sus propios pensamientos.
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