𝕮𝐇𝐀𝐏𝐓𝐄𝐑 𝕱𝐈𝐕𝐄.
A finales de abril y principios de mayo, Irene no dejaba de suspirar y murmurar pensamientos de amor. Según ella, mayo era el mes más romántico del año, y le aseguró a Edward que ellos algún día tendrían una boda a mediados de mayo. Cuando entraba en detalles sobre el evento, a Ed le daban escalofríos y se ponía anormalmente nervioso, pero no exteriorizaba aquello que sentía; en su lugar, hacía caso omiso. Irene había cumplido con su promesa y desde el mes pasado había estado preparando comida casera para los dos, para compartirla en cada recreo. Poco a poco, Edward se acostumbró al contacto físico con Irene, a un punto en el que incluso él se sorprendió. Cuando tomaban la merienda, la pelirroja lo esperaba en los jardines del patio común, con más de esa deliciosa comida casera suya. Aquel miércoles había preparado un sándwich de pavo y un licuado de diversas frutas, se preguntó cómo había conseguido Irene conservar dicha bebida fría. No podía quejarse del trato que recibía; sin embargo, las miradas indiscretas que caían sobre ellos provocaron que Edward se pusiera ansioso. Irene mostró cierto interés en los talentos ocultos de Edward, pues él nunca los había revelado. Ella decidió cuestionar su falta de motivación.
—Un artista debe continuar practicando su arte si no quiere perderlo para siempre, ¿sabes?
—Tú no lo entiendes... Para ti es fácil decirlo.
Se arrepintió en aquel momento, sobremanera. Debido a su condición médica, Irene no había podido seguir sus sueños y estos se vieron perdidos en su memoria. Si alguien entendía lo que le ocurría, sin duda alguna era ella. El rostro de la chica palideció, por la rabia, aunque la disimuló muy bien. Edward estaba seguro de que ella se había enojado, por más que no fuera a expresarlo. Aún así, no salió un "perdón" por su parte. Hubo un incómodo silencio.
—Aquí estáis, parejita.
El dúo se vio interrumpido por Zach, que venía solo llevando una cazadora negra sobre una camisa blanca. Tenía una sonrisa radiante y, como de costumbre, una actitud amigable. Irene le saludó, y de un momento a otro, Edward había dejado de existir.
—¿Os apetece venir a tomar algo después de clase?
—En realidad, yo ahora mismo no...
—Por supuesto, ¿adónde vamos? —Irene se precipitó a responder por los dos, Edward ya no estaba ni sorprendido por su imprudencia.
—Wow, nunca antes había progresado tanto. Deja que me lo piense... Podemos ir al salón recreativo. Podéis invitar gente.
—Yo traeré a Charles.
—Charlie, eh —decía Zach acariciándose el mentón, sonreía con picardía. Irene afirmó con la cabeza.
—Creo que tiene algo que hacer después de clase, pero estoy segura de que vendrá.
—Pues nos vemos allí. No tiene pérdida, Ed sabe dónde está. Nos vemos.
Zach desapareció, y volvieron a quedar ellos dos solos. Parejita. Aquella escapada a la ciudad había tenido repercusiones para ambos. Para empezar, los dos fueron marcados como ausentes en todos los turnos del horario, sin mencionar de que alimentaron los rumores de una relación que ellos no tenían, por mucho que lo aparentara. Y si eso aún no era suficiente, su amiga Charles estaba aún más furiosa. El día que Edward e Irene se reincorporaron a clase, ella se detuvo en un pasillo y le habló con un tono amenazador. "¿Cuáles son tus intenciones?" Nunca había tenido la desdicha de encontrarse con alguien tan posesivo.
—¿Por qué le ibas a decir que no a Zachy? Ambos sabemos que no tienes nada mejor que hacer.
—¿Zachy? —preguntó Edward, tensando una ceja.
—Responde a mi pregunta.
—Él y yo no hablamos mucho, me pareció repentino.
—Si no hables con él porque no quieres, es amigo de todos.
—Tengo derecho a elegir a mis amigos.
—No tienes ninguno.
—Te tengo a ti —era inconsciente del efecto que sus palabras tendrían en ella, aún así, continuó—. Para mí es más que suficiente.
—Ven con nosotros, será divertido. Si no quieres, no invitaré a Charlie.
—Estaría más cómodo, pero no sé si sea justo para ella —le explicó, terminando su sándwich de pavo—. Cree que quiero propasarme contigo, si ella supiera que es todo lo contrario...
—Ella y yo somos amigas desde hace un tiempo, bastante. Nunca había reaccionado así con mis amistades. Es nuevo para mí —comentó, apoyando la barbilla sobre su mano extendida. Que Edward y Charlie no hicieran buenas migas la entristecía.
—De cierta manera, la entiendo.
—¿Por qué no tienes amigos, Ed?
—No me parecen imprescindibles. Como ves, estoy bien sin pertenecer a un grupo en concreto.
—La amistad te provee de un calor que en ocasiones no encuentras ni en tu propia familia, el primer núcleo social al que perteneces —apuntaló Irene, con sabiduría. Aunque detrás de sus palabras había un fondo falso.
—Creo que nunca me ha causado curiosidad.
—Bueno, tengo que irme a encontrarme con alguien. Para el final del día quiero que me enseñes un dibujo, de cualquier cosa, hecho por ti, o si no... Le contaré a todo el mundo que hablas en sueños.
—Entonces ellos deducirán que dormimos juntos, tendré fama de casanova y las chicas vendrán detrás de mí. Ellas adoran a los chicos malos.
—Oh, lo sé —sonrió con malicia—. Pero no te he dicho qué es lo que hablabas cuando dormías... —Apareció un brillo malvado en sus ojos.
—Espera...
—¡Hasta luego, Crawford!
Como un diente de león, se fue revoloteando con el chirrido de la campana escolar, que llevaba días dando problemas. Se quedó sentado bajo el naranjo y se mantuvo pensativo por un momento. ¿Debería empezar un dibujo nuevo? ¿Qué bien puede salir de algo ya arruinado? De los más torpes errores, podría florecer algo brillante, como los naranjos del patio en los que tenía encuentros furtivos con Irene y degustaba de sus exquisitos postres, mientras leían poesía juntos.
Observó el lienzo con ojos tensos, y sosteniendo en su puño firme un pincel negro. En el dorso de su mano había una mancha amarilla con una mezcla de naranja, creando un resultado bastante desagradable a la vista. Y de lo cual no se explicaba pues, no había decidido aún qué colores emplear. Para él, dibujar o enfrentarse a un lienzo sin dibujar era un paso demasiado grande para dar, removía recuerdos que no quería atraer. La constante presión de Irene no ayudaba a aquella herida en su alma a cicatrizar pero, él bien sabía que las heridas del alma no sanaban solas. Aunque cada pincelada fuera un beso a labios de marfil, él seguiría avanzando. Un túnel... Descubrió enfocando sus ojos grises en el lienzo manchado.
Edward deslizó el pincel sobre la tela con desinterés, pero con los hombros rígidos y el labio inferior tembloroso. Había olvidado aquella sensación, por completo. El ser guiado por la inspiración, no ser dueño de sus propias acciones, ser víctima del crujir involuntario de su muñeca. La habitación había sido silenciada, pero la gente a su alrededor seguía operando con normalidad. Ellos vivían, pero eran silenciosos. No emitían ruido alguno. Estaba absorto en su obra. ¿Ella es mi musa? El tiempo había pasado rápido, como si toda la tarde se hubiera ido en una pincelada. Al salir del taller, no pensaba en otra cosa que en que pasaría la tarde en contra de su voluntad con Irene, Zach, y cómo no, probablemente Charlie. Podría escaquearse y poner alguna excusa, como solía hacer siempre, dedujo que las consecuencias serían terribles con Irene. Tristemente, no tenía motivos para esconderse.
En el pasillo andaba con la mirada baja, unos tenis desgastados y unas largas medias blancas que se alzaban por unos tobillos morenos le hicieron alzar la vista, y encontrarse con su vecina de cabellos revueltos. De vez en cuando ambos tenían un acercamiento amistoso. Cuando llegaba de la librería y no había nadie en casa, ella cuidaba de Liv. En ocasiones compartían un banco bajo las sombra de un árbol en el patio y charlaban, todo lo que les daba las débiles habilidades sociales de Edward. De alguna manera, creía que Beth estaba expectante de algo más, como intentando crear un vínculo, o una conexión más íntima. Pero no con otras intenciones que no fueran una amistad, más allá de interacciones incómodas y tardes de recreo. Él no podía garantizar que aquello fuera a funcionar, pero al menos, valdría la pena intentar no herir sus sentimientos.
—¡Edu! —exclamó cariñosamente, meneando la mano en señal de un saludo espontáneo y cálido. Vio entre sus dedos un anillo plateado.
—Hola, Beth. ¿Cómo has estado?
—Si te soy sincera... un poco estresada.
—Ya veo. ¿Algo que pueda hacer por ti?
Se mostró comprensivo. Beth venía de una familia bastante humilde, su padre, se decía, tenía problemas con deudas y el juego. Por otro lado, su madre era una mujer trabajadora y muy amigable, como ella. Beth, la chica que quería ser amiga de todos, trabajaba por las tardes, o casi todas, en una florería no muy lejos del instituto. Pese a tener una vida dura, y muchos problemas personales, Beth siempre se mostraba alegre y considerada con los demás.
—No, claro que no —se excusó pisando un poco tensa una piedra que había bajo su zapato—. ¿Qué harás después de clase?
—He quedado —él mismo se sorprendió de su respuesta.
—¡¿Cómo?! —chilló incrédula y con una gran expresión de desconcierto.
—Así es —afirmó Edward con voz pasiva—, Irene, Zach y yo iremos a una sala de juegos, que pertenece a la familia Montgomery.
—Ya veo, Irene —dijo estirando los labios con una sonrisa—. Pasáis mucho tiempo juntos, la gente ya habla.
—Sí, bueno, la gente no dejará de hablar nunca.
Se percató de que Beth había malinterpretado sus palabras, e inmediatamente se dispuso a aclarar su respuesta. Rápidamente pensó en alguna estrategia o salida que suavizaran el impacto de sus insensiblesacciones.
—Perdona, no me refería a ti. De hecho, quería invitarte a que vinieras con nosotros. Zach dijo que podíamos traer a quienes queramos.
—¿En serio? ¡Me encantaría!
—Bien, entonces una más. Voy de camino a encontrarme con ellos, ¿vienes ahora o prefieres alcanzarnos allí?
—Prefiero ir con vosotros hasta allá.
—¿No tienes que ir a la florería hoy, verdad?
—No, es mi día libre.
—Entonces, vamos.
Era una tarde soleada, pero las próximas semanas anunciaron lluvia, y tormentas eléctricas. Analizando la situación, Edward se vio atrapado en una terrible encerrona. Para él, quedar con amigos para pasar la tarde era una actividad ajena, casi que impensable. Su vida se había vuelto una aventura con la llegada de la primavera, el cambio milagroso de las estaciones. Los alumnos comenzaban a dejar el centro, con más paciencia de la que solían mostrar. Normalmente, corrían hasta la salida y había que esperar hasta cinco u diez minutos para poder salir sin ser pisoteado hasta las rodillas. En el estacionamiento, todos los chicos se reunieron. Al final, Charlie, la amiga de Irene, había decidido unirseles. Charlie evitó la mirada de Edward, en su lugar, escaneado a Beth. A la cual misteriosamente se abrazó, rodeando su cintura con los brazos. Estaba confundido, pero todo apuntaba a que ambas eran amigas, algo así sólo podría explicar las confianzas. Irene hizo sonar el timbre de la bici de Zach para llamar su atención, lo que hizo que Edward se volteara y recibiera una extraña corriente eléctrica. Ella tenía los brazos en jarras, y su mochila colgaba del manubrio de la elegante bici negra de Zach, que estaba justo a su lado.
—Llegas tarde —señaló Irene, visiblemente irritada.
—No mucho, creo. Chicos, ella es Beth, viene con nosotros. Espero no sea un inconveniente.
—Encantada de conoceros —se pronunció Beth, correspondiendo a los abrazos y mimos de Charles.
—Un placer, guapa, yo soy Zach. Ella es Irene, y la otra... creo que ya la conoces.
—Vigila tu boca, Montgomery —siseó, con una mirada intimidante.
—Perdón, perdón.
—Un gusto, Beth. Aunque creo que ya nos hemos visto antes —planteó la pelirroja, adoptando una postura menos gélida.
—Estoy en tu clase de Economía.
—Sí, será de eso.
—Mejor pongámonos en camino —anunció Zach echando pie a su bici.
—Yo llevo a Irene —se ofreció Charlie.
—Yo puedo llevar a Edward —dijo Beth.
—Y yo voy solito —finalizó burlándose Zach.
La bici de Beth era pequeña y tenía dibujadas unas margaritas; en comparación, la de Zach que era digna de un profesional de atletismo y se adaptaba a sus largas piernas. Por otro lado, la de Charlie era azul, sin más, pero tenía el sillín más cómodo a la par que sofisticado. Los cinco jóvenes fueron paseando por las calles, escuchando música del celular de Zach. Irene estaba abrazada a la cintura de su amiga, que conducía con mucha prudencia, demasiada. Sus cabellos cortos bailaban al son de la brisa.
El centro recreativo, el salón de juegos del padre de Zach era del tamaño de un centro comercial de la gran ciudad, con diferentes habitaciones para cada juego, y con muy buen ambiente. Había mucha gente del instituto, los que se cruzaban con Zach le daban un apretón de manos. Saludaban a Charlie con un guiño. O alguna que otra chica chillaba el nombre de Irene para saludarla. El aire acondicionado era un poco fuerte, un poco bastante. Charlie se adelantó a frotar las manos de Irene y acomodar sus cabellos pelirrojos, que se habían despeinado de camino, era un gesto cálido y fraternal, a su juzgar. Zach hablaba con una mujer detrás de un mostrador de cristal, ella le pasó un sobre a Zach a través de un agujero de cristal, y él volvió para reunirse con los demás, agitando el sobre en el aire.
—¡Tengo los tickets! —anunció, llamando la atención de todos con su fanfarroneo.
—Maravilloso, maravilloso. ¿Cuántos son? —se preguntaba Irene, con un brillo en los ojos.
—Según la señorita de la puerta, veinticuatro. Es decir... ¡que la vamos a pasar bomba!
—¡Yay! —exclamó alegre Beth, quien daba palmadas.
—Pues al lío.
Detrás de una cortina negra, se abrió un mundo de posibilidades virtuales. Un montón de máquinas repartidas por la oscura habitación, iluminada únicamente por el resplandor de las pantallas operando a la vez. Alguien exclamó un "Wow" por lo bajo. Los salones recreativos no eran la gran cosa en tiempos tan modernos como los que transcurrían, pero en un pueblo pequeño y lleno de jóvenes, seguía siendo un negocio rentable. Zach estaba hablando con un hombre de uniforme que estaba parado en la entrada. Se trataba de un hombre moreno y casi del mismo tamaño que el joven Montgomery, unas gafas oscuras cubrían sus ojos, pero no la sonrisa que se dibujaba en su rostro cuando saludó al hijo de su jefe. Zach era así, tenía esa habilidad que conseguía hacer bailar a cadáveres; innegable encanto y afinado magnetismo.
Para evitar que se formara más cola, intercambiaron el sobre con los tickets por unas fichas de plástico que le fueron entregadas a Zach en un cesto de plástico en miniatura, similar a los cubos que se usaban en la playa para recolectar arena y caracolas. Regresó y repartió en partes iguales las fichas para que cada uno fuera a jugar en donde quisiera, todos asistieron con la cabeza y se separaron. En una esquina vio a Irene jugando en una máquina que iluminaba su pálido e inmaculado rostro, su amiga, Charlie, estaba detrás de ella animándola, sus manos estaban sosteniendo los hombros de la pelirroja quien alzaba los brazos enojada cada vez que perdía. Por otro lado, Zach había salido de la habitación y Beth estaba sola, frente a una gran bola de cristal. No sabía muy bien cómo se suponía que debía funcionar aquello, pero cuando la vio insertar la ficha en la ranura, del fondo de la bola de cristal comenzaron a emerger papeles y otras bolas, comprendió. Beth metió la mano en unos huecos que había a los lados e intentó agarrar todo lo que le permitían sus manos. Parecía que estaba pasando un buen rato, sus manos estaban llenas de regalos. Ella era como una niña pequeña, atrapando mariposas. Su inocencia y felicidad era cautivadora.
Él no supo muy bien adónde dirigirse, incluso Beth, que se había apuntado a última hora, se había integrado a la perfección al grupo. Con su personalidad, no era de sorprenderse. La misma Beth en breve le alcanzó en una esquina, tal vez se hubiera percatado de lo aturdido que se encontraba Edward. Ella tenía los brazos delgados cargados de lápices de colores, golosinas y papel de colores cortado en trozos. Edward jamás podría eliminar de su memoria la forma en la que Beth le sonrió, con los ojos castaños escondidos tras las largas pestañas oscuras.
—¡Edward! ¿por qué tan solitario? ¿no sabes cómo funcionan las máquinas?
—No se trata de eso.
—Oh, ya veo... —reconoció ella, tratando de meter en los bolsillos de sus pantalones cortos las recompensas que había obtenido— ¿es por ella?
—¿Irene?
—Sí, me he fijado en que no te ha quitado el ojo de encima en toda la tarde.
—No sé qué quieres decir con eso, Beth —bufó el muchacho, ocultando su timidez con el rostro firme e impenetrable.
—¡Oh, vamos! —se quejó con su voz chillona, emitiendo con los labios sonidos de frustración—. Ella finge estar entretenida con su juego, pero... cuando te das la espalda, ella te sigue con la mirada y está al pendiente de ti.
—¿Y qué me quieres decir con todo esto?
—Tú sin duda no sabes cómo funciona el corazón de una mujer en estos asuntos...
—Creo que si algo la perturbase, ella misma me lo diría —dijo pausado y con las manos en los bolsillos—, no sabes lo sincera que puede llegar a ser.
—De acuerdo, doctor amor.
—¿Cómo se supone que comprenda sus señales? Si no las dice. Son confusas.
—Ve a preguntarle.
Beth intentó alzar los brazos en el aire, para hacer énfasis en su sugerencia pero, de hacerlo, los objetos que traía caerían. En su lugar le asestó una patada al suelo antes de darse la vuelta. Edward quedaría incluso más confundido ahora. Se volteó para asegurarse de que Irene los observaba, pero ella ya no estaba tan siquiera en la habitación. Pasó mucho tiempo antes de que todos se volvieran a reunir nuevamente. Zach se había asegurado de que estuvieran en cada atracción o juego posible. Se le había ocurrido una idea muy ingeniosa para engañar al sistema de pago y conservar las fichas de tributo que se debían ofrecer para acceder a las máquinas del centro recreativo. Según él, era un método que usaba desde que era pequeño y que era tan infalible como discreto. La tarde dio tantas vueltas, que incluso Edward y Charlie pasaron tiempo juntos. Para su sorpresa, ésta no lo atacó ni insultó, se comportó formal. Estaban en una habitación oscura, sobre unos asientos mirando a la nada. Pensó que en cualquier momento la chica le daría una patada en las costillas y lo tiraría de su asiento, aprovechándose de la oscuridad que los abrazaba.
Era una de esas secciones de juegos de realidad virtual. Ahora no eran Edward y Charlie, eran los conductores de un tanque de guerra y debían cooperar para derribar a los enemigos. Edward sostenía el falso volante virtual, y ella se encargaría de la ofensiva. En los veinte minutos que estuvieron allí, Edward pudo conocer un lado divertido y ocurrente de ella que no mostraba a menudo. Además, ella reveló tener un ferviente espíritu deportista y era brutalmente competitivo, a un punto en el que podía llegar a ser incluso agresiva. Ella daba con fuerza los botones y gritaba improperios cuando algo iba mal. Se sintió mal por los niños en espera al otro lado, los que la escucharon maldecir. Bastante aterradora. Cuando salieron de aquella sala, volvieron a ser los mismos amigos incómodos del grupo que guardaban cierta tensión entre ellos y no cruzaron palabra. Luego de esto, Edward y Zach fueron a comprar algo para picar y reunirse todos en el minibar. Consiguieron una mesa apartada de la barra, con asientos de color rojo plástico para compartir. Edward se sentó en el medio de Irene y Beth, mientras que Zach estaba del otro lado, con Charlie quien tomaba una selfie para subirla a sus redes.
—Eh, tú, ¿cuál es tu Instagram? Quiero etiquetarte.
—¿Yo? —diría Edward confuso, apuntando con su dedo índice a sí mismo.
—No, a la señora de atrás —respondió, con sorna Charlie—. Sí, tú.
—Charles, no seas grosera —la reprendió Irene, bebiendo de la pajita de su batido de fresa.
—Lo siento. De nuevo, ¿tienes insta?
—No —dijo Edward bajando la mirada.
—¿Qué dijiste? —reaccionaron Beth y Zach al unísono.
—No tengo Instagram, no puede ser tan grave.
—Imposible. Todos tenemos Instagram.
—Bueno, aparentemente, Ed no.
—Hay problemas más grandes en el mundo ahora mismo —se quejó intranquilo.
Charlie procedió a comunicar que subiría la foto sin etiquetarle, a lo que él reaccionó encogiendo los hombros, con desinterés. Edward tenía una hamburguesa de pollo entre sus manos y comía en silencio de la misma. A esto le siguieron minutos de silencio en el que todos se disponían a comer sus platos sin decir nada.
—Yo te haré un Instagram, dame tu móvi —inesperadamente, Irene rompió el silencio.
—¡Woo-ya! —animó Zach golpeando con el tenedor de plástico su soda. Irene procedió a llenarle la boca con papas fritas.
—En verdad disfrutas esto, ¿no es así? —Edward le echó una mirada mortífera a Zach, que no se mostró perturbado por nada.
—Qué puedo decir, tengo un tipo. Me ponen loquísimo las mandonas —con tanta comida en su boca, tuvieron dificultades para entenderle. Beth rio.
Edward le cedió su celular a Irene, cuando ella se ponía dominante, no había mucho que hacer. Ella tecleó a una velocidad asombrosa en la pantalla que le iluminaba el rostro. En breves instantes la pelirroja pediría un redoble de tambores y puso el teléfono móvil en el medio de la mesa, y todos se precipitaron a ver lo que había en la pantalla, incluso Charlie.
—¿Tan rápido? —Edward la veía, con inseguridad.
—Es de lo más sencillo del mundo. Ahora te seguiré. He puesto tu cuenta pública, esto significa que todos podrán ver tus publicaciones sin autorización, pero la puedes poner en privado, si te molesta.
—¡Ya te sigo, Edu!
—¡Y yo! ¡Listo!
—Creo que la voy a dejar así de momento. Gracias.
El móvil vibró sobre la mesa en repetidas ocasiones. El follow de Irene, el de Beth, de Zach y, por último el de Charlie. Edward no sabía muy bien qué hacer, pero recuperó su móvil y devolvió los follow con rapidez y, sorprendentemente, sonrió. Agradeció a Irene nuevamente. Es todo lo que habían interactuado desde que llegaron al establecimiento del padre de Zach. Debía admitir que había sido una tarde asombrosa. Que tener amigos con los que hablar y salir a quedar después de clase, era un placer que se había estado negando tantos años. La sensación era desconocida, como toda aquella primavera, la abrazó y aprendió a vivir con ella; incluso pudiendo llegar a acostumbrarse. La cuenta de Zach tenía muchas fotos suyas, en la mayoría estaba en un coche que no era suyo, pero que tal vez un día sí. La de Beth estaba cargada con flores y adornos botánicos, su hábil ojo observó una publicación de un fan art de Hufflepuff y le dio like. En la cuenta de Charlie la vio con el cabello largo, y debía confesar que era muy atractiva. Su última publicación es con Irene y su perfil tenía un marco morado, una historia. Por último, el perfil de Irene tenía fotos de su gata Yoona, de sus viajes, con su abuela. Describió una foto de ella con Dorothy como "un momento verdaderamente adorable".
—Ahora solo necesitas hacer tu primera publicación —propuso Zach inflando el pecho con una sonrisa sincera.
—No, qué vergüenza. ¿De dónde sacaste esta foto mía de perfil?
—La encontré en tu galería.
—¿Te has metido en mi galería sin mi permiso?
—Por suerte para ti, no encontré nada comprometedor —bromeó nuevamente, pero se asomaba algo de verdad en sus palabras.
—¿Dónde consigues chicas guapas y celosas Edward? Yo necesito —alguien lo pateó por debajo de la mesa. Charles le dio a un sorbo a su bebida, sonriendo cómplice—. ¡Auch! ¿Y eso por qué ha sido?
—Calla, Montgomery.
—No sé qué publicar...
—Yo puedo tomarte una foto, se me dan de miedo —alzó la mano Zach, Irene accedió, alegando que el ángulo era perfecto.
La pelirroja le pidió a Beth que se moviera a otro lado, ella tampoco quería salir en la foto porque tenía la frente sudada. Para la pose, Irene usó sus brazos para rodear el brazo izquierdo de Edward y apoyó la cabeza en su hombro. El muchacho se sorprendió y no miró a la cámara, pero descansó sus ojos en la cabeza de Irene y sonrió como un bobo sin darse cuenta.
—Digan, ¡queso!
Nota de la autora: Ystävystyä; hacer amigos, crear vínculos significativos.
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