𝕮𝐇𝐀𝐏𝐓𝐄𝐑 𝐅𝐎𝐔𝐑.
Dos semanas después, la amistad de Edward e Irene parecía ser más sólida con el tiempo. Llegados a un punto, la ballerina presentó a su mejor amiga. Su nombre era Charlotte Avery, pero ella prefería ser llamada Charlie. Era un año mayor que ambos, por lo que no estaban en el mismo curso. Edward cayó en cuenta de que era la misma chica con la que había visto a Irene el día que visitaron el café 21st Century Miraculous Candy. Además de su abrumadora popularidad, Charlie era miembro de las familias más influyentes del pueblo, era miembro del consejo estudiantil y formaba parte del taller de fotografía del instituto. Tenía el cabello castaño y corto, realmente corto, a la altura de las orejas. Sus ojos eran igual de oscuros que su pelo, y su aterradora mirada cada vez que se cruzaba con Ed, parecía tener sed de sangre. Era mucho más pequeña que Irene en estatura, pero era el doble de imponente. Tenía un estilo bastante boyish al vestir, no seguía los mismos patrones de comportamiento que las demás chicas, por lo que era muy común verla usando ropa de hombre o holgada.
Irene había intentado forzar a que ambos se llevaran bien, sin mucho éxito. Una tarde de un sábado los citó a ambos en el cine para ver una película, pero sin informar al otro de que su respectiva parte contraria atendería a la cita.
—Supongo que ahora eres una de esas chicas, qué decepción.
—¿Y eso qué viene ahora? —se quejó.
—A que ya nunca hacemos nada juntas —chilló con histeria. Edward pasó por alto su enojo, y comió de sus palomitas de maíz, contemplando la gran pantalla—. Siempre viene él a todas nuestras quedadas. A todas!
—Charlie, déjalo ya. Estás llamando la atención.
—¡No me da la gana! No quiero que esté el pavo éste en todos lados. Estoy harta.
—Charls...
—No —se puso de pie, mirando a ambos de arriba abajo—. Es él o yo. Llámame cuando dejes de estar pegada a la suela de su zapato.
Charlie se enfadó, y se quejó abiertamente de que Ed no era de su agrado y terminó marchándose, arrastrando los pies con indignación por la calle. Él no supo cómo manejar la situación, por lo que le pidió disculpas a Irene. Estuvo triste toda la película, ni siquiera alzó la cabeza. Nunca antes la había visto así de sombría, ella era la viva imagen de la alegría.
Edward no supo consolarla, así que la dejó ser. Cuando terminó la película, él se encargó de llevarla hasta su casa, donde se encontraron con la abuela Dorothy sentada en un sillón, abanicándose. Irene sonrió por primera vez en casi tres horas, pero no estaba seguro de que fuera una sonrisa sincera. Sus hoyuelos se marcaban en los bordes cercanos a la comisura de sus labios sin pintar, revelaba su brillante y alineada dentadura, pero no había fuegos artificiales en sus ojos avellana. Ella ofreció su agradecimiento y se apresuró a entrar en su casa, sin hablar con su abuela. Ambas tenían un carácter fuerte cuando querían. Edward había sido testigo una vez de sus discusiones, siempre hacían las paces al día siguiente, era como si nada hubiera pasado.
En el instituto todos hablaban de Edward e Irene, incluso Zach. En el recreo una vez se le acercó y tuvo el atrevimiento de preguntarle si estaba saliendo con la hermosa bailarina, a lo que le respondió con un no rotundo. Era cierto que pasaban mucho tiempo juntos, pero no había manera de que Irene tomase un no como respuesta, de nadie. Estos rumores habían tensado todavía más el lazo que pudo haberse creado entre él y Charlie. ¿Por qué me odia tanto? El viernes en la mañana, Irene le interceptó en la parada del autobús. Se fijó en que no traía con ella la misma mochila que llevaba a clases, sino más bien un bolso algo grande. Luego le reveló que no tenía pensado ir al instituto.
—¿Tomamos el bus juntos?
—No.
—¿Estás enojada conmigo? —en más de una ocasión la había hecho enojar, inconscientemente. Muchas veces no sabía el porqué de su enojo, pero debía disculparse de todas maneras—. Ya te lo he dicho... no conozco de nada a esa chica de la librería, lo prometo.
—¿Eh? —Irene estaba confusa—. No. es que no voy a ir a clase. Bueno, ni tú tampoco.
—Ah, ¿no?
Ella vivía su vida con una despreocupación envidiable, realmente envidiable. Traía puesto un vestido blanco corto con volantes y mangas largas, llevaba unos dibujitos en distintos tonos de rosa y amarillo como estampado, pero no les encontró forma junto con un cinturón rosa. Se veía hermosa, era lo que valía la pena destacar. Su cabello pelirrojo estaba suelto sobre sus hombros, era como una tormenta eterna de fuego salvaje. Ella le tomó del brazo, él intentó detenerla, estaba muy confundido.
—¿Se puede saber qué haces? Y, aún más importante, ¿adónde vamos? —dijo Edward, que no entendía nada.
—Vamos a la estación de tren.
—Imposible, debo ir al instituto —le recordó él, en busca de hacerla entrar en razón— y, te recuerdo que tú también.
—Hoy no iremos, Ed. Hoy no hay clases.
—Ah, ¿sí? ¿Y quién lo decidió?
—Yo.
—En serio tienes que dejar de hacer esto.
—¿Hacer qué?
—Decidirlo todo por los demás.
—En tu caso, no pones resistencia. Intuyo que te gusta ser dominado por mí. ¿Acaso te excitan las mujeres mandonas?
—Tus conclusiones me dejan patidifuso.
—Andando.
Y allí terminó el argumento. La actitud de Irene era bastante testaruda y exótica. Cuando decía algo los demás solían seguir sus instrucciones sin rechistar, pues, en un argumento ella siempre saldría victoriosa. Había algo sobre ella que incitaba a la sumisión. No tardaron mucho en llegar a la estación de tren. No era un lugar que solía visitar, pues no había salido en muchas ocasiones de las fronteras de su pueblo natal. Y cuando viajaba, estaba con su familia, en el auto de su padre. Irene le informó que irían a la ciudad, según ella, había un lugar que quería mostrarle. Una sorpresa. El planteamiento era una prueba de lo voluble que era la muchacha, pues ella había dicho que no le gustaban las sorpresas. Llegaron a tiempo para tomar el tren. El ruido que producían las vías del tren y una voz femenina anunciaron que el tren había acabado de llegar. Irene se puso de pie y le abrazó el brazo izquierdo. Aunque no fuera la primera vez que lo hiciera, su corazón latía con fuerza y la piel se le erizaba.
Actuó con naturalidad y caminaron a paso animado, hasta el túnel blanco y limpio donde esperaba el tren. Ella señaló con su mano libre el tren que tomarían. Era verde y tenía un treinta y dos dibujado de negro. Ella le entregó dos tickets a un hombre de uniforme que esperaba en la primera entrada. Pudieron entrar, tomando asiento en un compartimiento a unos cinco pasos de distancia de la entrada. Para mojar sus labios secos, sacó de su mochila una botella de agua fría, bebió casi la mitad de un sorbo. Después de que el vehículo echase en marcha, Irene por fin decidió hablar y dar las explicaciones que debía haber dado hace un cuarto de hora y que se había negado.
—Vamos a ir a la ciudad —dijo sin reparos, creando todavía más confusión.
—Pero, ¿para qué?
—Voy a adoptar un gato —se explicó, sus ojos se iluminaron—. Además, ya te he dicho que hay un lugar que quiero que veas.
—¿Un gato? Espero que al menos lo hayas hablado con Dorothy.
—Pero claro —respondió entre risas—. Lo que no es normal es que una señora de su edad no tenga un gato ya.
—Eres cruel...
—Eso lo dices porque no vives con ella. Ya cambiarás de opinión cuando nos casemos y tengas que verla mucho más que antes.
Edward se atragantó con el agua que bebía y comenzó a toser con violencia, su rostro palideció. Irene tenía un humor muy negro y a menudo hacía comentarios fuera de lugar para crear situaciones incómodas y sacarle reacciones graciosas. Sin duda alguna conseguía su objetivo cada vez que lo intentaba. Aún no había aprendido a actuar con naturalidad y muchos menos a comprender su humor.
—No nos vamos a casar, eres chillona y extravagante.
—También soy muy persuasiva.
Durante el viaje habían hablado, más de lo que lo habían hecho antes. Hablaron de cómo se pondría Dorothy cuando no le viera en la tarde en la librería. Del problema en el que estarían cuando en el Instituto notaran la ausencia de ambos. Edward, en un intento de no alarmar a sus padres le hizo una llamada a su madre, informándole que no iría a dormir en casa, pero que hablarían más a la noche. Irene había estado mirando el paisaje y el relieve montañoso que dejaban atrás hasta que se aburrió y el sol del medio día comenzaba a golpearle en la cara. Ella había calculado que el sol saldría por la derecha, aunque, al final terminó sorprendiéndola por el lado contrario. Enojada por su torpe equivocación, apretó los labios y corrió la pequeña cortina negra con retoques de hilo dorado, para que no le diera el sol en la cara.
Con el paso del tiempo se fue acercando más a Edward, hasta que se quedó dormida en su hombro. Sabiendo que ella no le vería, se permitió sonreír muy levemente. Se acomodó en el asiento, con cuidado de no despertarla y la rodeó con el brazo derecho, que anteriormente estaba siendo aplastado. Edward cayó dormido de la misma manera, se despertó cuando el tren se detuvo y comenzó a oír pasos. Irene dormía con tanta paz que la idea de despertarla le resultaba dolorosa, se aseguró de capturar esa imagen en su memoria. Despertó a la pelirroja, retirando con delicadeza los mechones de cabello que le cubrían la vista. Encontró su rostro bastante cerca del de ella, sintió un dulce haroma a jazmín. Tenía esa sonrisa que él describiría como jovial y dulce, parecía que nunca había pasado por nada malo en toda su vida. Sus labios eran tan mullidos como el algodón. Hemos llegado. Le susurró mientras ella despertaba y se pellizcaba las mejillas. Salieron del vagón de compartimiento.
La ciudad era igual de movida y energética que como la recordaba. Irene sacó su móvil y verificó el mapa de su pantalla que marcaba un punto rojo. Ella le preguntó amablemente si deseaba almorzar antes de ir a buscar al gato, pero él se negó, alegando que podía esperar. Edward no la permitiría cargar con peso, así que se echó el bolso al hombro y a la salida de la estación de tren encontraron un taxi que tomaron para moverse por la ciudad. La ciudad era mucho más grande que el pueblo en el que vivían, pero no era más tranquila y tenía mucho menos ambiente familiar, no era igual de acogedora. Ella detuvo al conductor y le pagó un billete, luego salieron y ella siguió observando la pantalla de su teléfono inteligente. ¿Será posible que ni ella misma sepa la dirección?
Doblaron juntos una esquina y cruzaron la calle, Edward se percató de que Irene era bastante imprudente, pues ignoraba a los vehículos que hacían sonar la bocina en señal de protesta y cruzaba las calles sin preocupación, ni mirar hacia los lados. Se detuvieron frente a una casa verde con una puerta marrón. Era bastante simple y tenía rejas negras en las ventanas que permanecían ligeramente abiertas. Irene llamó a la puerta, les respondió un muchacho alto y bien parecido. Edward se dio cuenta de un cartel colgado en la pared que decía "Veterinaria". Eso explicaría el fuerte olor que salía de la puerta ahora abierta.
—Tú debes ser Irene Sawyer, ¿no es así? —se introdujo el contrario, con una bata colgada sobre los hombros anchos.
—La misma, ¿Doctor Rafael?
—Sí. Adelante, pasa, no estoy haciendo nada ahora.
—Ed, ¿vienes? —le llamó ella con un ademán.
El veterinario les abrió la puerta y ambos entraron. Tenía una sala de estar bastante abierta, pero muy mal ventilada, por desgracia. A lo mejor él ya se había acostumbrado al olor, dada su profesión y al constante contacto con los animales, pero le resultaba extremadamente desagradable. En la sala había una pecera grande con un solo pez, él dijo que la tenía apartada en una pecera individual porque estaba a punto de dar a luz y, que por su bien era mejor tener intimidad. Irene se acercó con fascinación y miró más de cerca, pero no consiguió mucho porque el pez huyó de ella, escondiéndose entre algas de plástico. Los condujo a una habitación y abrió la puerta, habían alrededor de unos siete gatitos. Rafael les dijo que habían estado allí alrededor de unos cuatro meses, no más. El doctor los nombró felis catus, pero que se les conocía como bosque de Noruega. Irene pidió permiso para acercarse y obtuvo el visto bueno. Se arrodilló frente a ellos y los acarició, aunque no por mucho tiempo, le huían o incluso arañaban. Solo uno caminó entre sus piernas y se frotó contra su mano. Este gato tenía el pelaje espeso pero bien cortado, de color crema y era además el más pequeño. Resultó ser hembra, y, aunque ella originalmente pensaba adoptar uno macho, la alternativa era mucho más tentadora.
—Son todos tan pequeños —susurró Irene.
—No te dejes engañar por su tamaño, son bastante fuertes.
—Están vacunados ya? —quiso saber Edward. Rafael lo miró.
—No tenía suficientes para todos, la mayoría de nuestros suministros van para los clientes oficiales.
—Es lo razonable —reconoció.
—Pero en un momento se la podremos poner y estará lista para irse.
—Por favor, doctor.
—Por aquí.
Se volteó con la gata en brazos y Rafael sonrió cruzándose de brazos. Él los condujo a ambos a un salón donde el espacio era mayormente ocupado por una extensa y ancha mesa de madera de roble, con unos cuantos arañazos que delataban su antigüedad y deterioro. Pusieron a la gata sobre la mesa y el veterinario le suministró una vacuna. Fue difícil, el felino se retorcía bajo el agarre maestro del brazo de Rafael y una dudosa Irene, que se tambaleaba al ver la aguja. Edward la sostuvo por los hombros, para que se mantuviera firme. Irene compró un paquete de galletas dietéticas al veterinario, que de una bolsa verde y se la entregó. Cuando la gata se tranquilizó, Irene le comunicó que ya habían terminado y que era hora de partir. Edward terminó cargando con el bolso de la pelirroja y con la comida de animales. Se despidieron de Rafael en la entrada de la casa. Justo después de que se fueran, Rafael sujetaba el teléfono de casa y comenzó a hablar con alguien, por la forma casual en la que se dirigía a esa persona se podía decir que no era un cliente suyo, pero bien podría ser un amigo. Antes de que llegara la noche ya se habían acomodado en la casa donde pasarían la noche. Se trataba de una casa con dos dormitorios, un cuarto de baño muy bien decorado, una cocina conectada al comedor y una humilde sala de estar. Ella liberó al gato de sus brazos y lo dejó acomodarse en el lugar y fue directamente a lavarse las manos, Edward la imitó y sin saber qué hacer se sentó en el sofá de la sala.
Resulta ser que en aquella casa se había criado Irene durante los primeros años de su vida, antes de que fueran a otro país totalmente diferente. Su madre actualmente no estaba en la casa, pero Irene le dijo que pasó las Navidades con ella allí, recalcó que no fue muy agradable. El lugar estaba limpio, era un detalle notorio que alguien iba a limpiar la casa aunque nadie viviera ya en ella de forma regular. Irene no le contaba mucho de su niñez, mucho menos dejaba conocer sus secretos o intimidades, excepto lo que ella quería dar a saber. A la misma vez era genuinamente cariñosa y afectiva, pero siempre iba cubierta con un aura misteriosa y enigmática. Fue a la cocina y abrió el refrigerador y le ordenó ir a tomar un baño en lo que ella preparaba algo de comer para los dos.
—Pues, no tengo ropa que ponerme. No tuve tiempo para recoger nada, solo tengo ropa deportiva.
—Mañana te compraré algo en la plaza, no te preocupes —le explicó sin darle oportunidad a objetar—, mientras tanto, puedes usar una camisa de mi padre. Tenéis casi la misma talla.
—¿Estás segura? —preguntó con sensatez.
—Tranquilo. No busco una figura paterna.
—Irene.
—Vamos, te enseñaré el camino.
Se dirigió a la habitación más grande al final del pasillo, estaba muy bien decorada, como el resto de la casa—sin mencionar que olía muy bien. Del closet sacó una camiseta blanca con mangas cortas y le dio unos pantalones cortos. Esto servirá. Cuando ella salió de la habitación, él se quedó pensativo y en silencio. Había una cama matrimonial con un edredón rojo con retoques dorados, que iban a juego con las cortinas de atrás que colgaban cubriendo unas ventanas polvorientas. En un escritorio donde había un ordenador aparentemente roto y de un diseño muy antiguo, vio una foto de una bebé pelirroja con vestido amarillo y un chupete del mismo color. Su mano se movió sola y atrapó el cuadro para mirarlo más de cerca. Era indudablemente Irene. Era ella. Tan pequeña, inocente y dulce. Avergonzado, dejó la foto en su lugar y salió del lugar cerrando la puerta tras de sí.
El baño estaba a unos pasos de la habitación, a pocos metros de distancia. Era muy bonito. Los azulejos subían unos centímetros por la pared de color azul marino, luego seguía la pared por sí misma. El lavabo tenía telarañas, pero estaba muy limpio. Dejó la ropa sobre el cesto de la ropa sucia, vacío y se metió bajo la ducha de agua caliente y reparadora. Después de unos diez minutos sintió unos golpes en la puerta e instintivamente se cubrió con las manos su cuerpo desnudo. Irene le dijo que había dejado una toalla para él en el pomo de la puerta. Gracias... Se miró en el espejo empañado por el vapor, tenía los cabellos negros mojados pegados a la frente y las mejillas rojas. Se secó la espalda y se vistió apresuradamente. Abrió con curiosidad una gaveta y encontró un cepillo, no dudó en usarlo. Al salir se sintió atraído por el olor a comida caliente. Vio a Irene de espaldas en la cocina, vertiendo lo que parecía ser queso sobre un caldero. Tarareaba una canción pero lo único que entendía era un "mirai mirai no". Ella, que tenía el cabello atado en una cola de caballo dejó de tararear y se dio la vuelta. Tenía una mancha roja en la mejilla derecha y el rostro algo pálido.
—La cena estará lista en breve, puedes sentarte a esperar.
—¿Hay algo en lo que pueda ayudar? —se ofreció Edward humildemente.
—No, no. En mi cocina no —Irene se negó abruptamente, pero Edward no se ofendió, en su lugar, sonrió sin que ella se diera cuenta y se volteó hacia la mesa—. Por cierto, te ha llamado alguien, deberías echarle un vistazo.
—Sí, gracias —Edward miró su móvil y vio en la pantalla encendida el nombre "Mama"—. Es mi madre.
—¿Suegra? —respondió con sorna.
—Sí, claro. Voy a llamarla en un momento, vuelvo enseguida.
—Dile a tu madre que ansío conocerla pronto —hablaba Irene con coquetería, alzando sus cejas.
—¿Estás segura?
—¡Por supuesto!
En ocasiones era difícil para Edward distinguir entre su humor y cuando decía algo en serio, pero tuvo la certeza de que esta vez ella estaba siendo sincera y genuinamente afectuosa.
Timbre.
^¡Edward Horace Crawford! ¿dónde estás?^ —sabía que su madre estaba furiosa cuando decía su nombre completo, muy furiosa.
^Te dije que me iba a quedar en casa de... unos amigos^
^¿Cuáles amigos? Si no tienes. No intentes engañarme, eh^
^No te engaño, tengo amigos^
^Ummm^
Irene se dio la vuelta e intervino en la conversación, arrebatando el celular de las manos de Edward, quien intentó deterla, pero solo lograba que ella se alejara retrocediendo con una sonrisa maliciosa en sus labios esponjosos. Se puso el aparato cerca del oído, se alarmó.
^Buenas noches, señora Crawford, soy Irene; nieta de Dorothy^
^Oh. Hola, nena, ¿qué tal estás?^
^Todo estuvo estupendo. ¿y usted?^
^Pues estaba preocupada... pero ya estoy más tranquila. ¿Está Dorothy con vosotros?^
^Nop. Edward me acompañó a la ciudad para recoger un recado, estamos hospedándonos en la casa de la ciudad que era de mis padres. No se preocupe, en estos momentos le estaba haciendo algo de comer^
^Me dejas mucho más tranquila. ¿Cuándo vuelven?^
^Mañana mismo en la tarde, antes de que anochezca^
^Entonces hasta la próxima, querida. ¿Me puedes pasar a mi hijo?^
^Pero claro. Adiós, señora Crawford^
Irene pasó por su lado con despreocupación y le devolvió el teléfono a Edward, que no sabía ni dónde estaba parado. Él tragó saliva y titubeó.
^¿Sí?...^
^Así que una chica, eh. Podías habérmelo dicho sin más^
^No es lo que parece^
^Me gusta para ti, tiene todo el carácter que te falta^
^Nos vemos mañana, mama^
Colgó.
—¿Primeras impresiones?
—Te adora —dijo Edward, relajando los hombros para aparentar restarle importancia.
—¡Ja! Lo sabía.
—Bueno, espero que no os juntéis para hundirme la vida.
—Pues a mí me parece una magnífica idea —sonrió Irene abiertamente.
—Ni siquiera se preocupó porque falté a clases hoy... ¿Cómo lo haces?
—Hay gente con carisma, Edward, y luego estoy yo.
—Increíble...
Edward sintió algo que le acariciaba su tobillo desnudo y se alarmó, pero luego recordó que había un felino entre ellos. A él no le gustaban especialmente los gatos, su abuela les tenía miedo y algo de ello lo heredó él.
—Tu gato está aquí, a lo mejor tiene hambre.
—He pensado en un nombre.
—¿Cómo le pondrás?
—Yoona.
—¿Yoona?
—Yoona, ¿no es precioso?
—Es un poco peculiar.
—Es japonés.
No era de extrañar, ella se sentía atraída por la cultura japonesa, más que nadie.
—No lo había escuchado antes.
—Le queda como perlas.
—Es bonito, al menos para un gato.
—La comida ya está hecha, no tardaré mucho —por la forma en que lo miró, Edward supo que estaba a punto de decir algo inapropiado—. Si quieres, puedes venir; a darme jabón en la espalda.
—Por qué disfrutas torturarme?
—Una chica tiene derecho a aprovechar su oportunidad cuando se le pone tan a huevo.
Irene se quitó el delantal y lo colgó en un perchero que había en el fondo de la cocina, junto con otras prendas y se soltó el cabello. Fue directa por el pasillo y se perdió en una esquina. Edward se puso de pie y fue hasta la sala y reposó en un sofá. Agarró el control remoto polvoriento e intentó encender el televisor, pero el control no funcionaba. A lo mejor estaba roto o no tenía pilas. Muy bien cubierta por un adorno de lana, había una mancha de cigarrillo sobre el brazo del sofá. De repente el bolso de Irene comenzó a vibrar y al ver que su dueña no regresaba a por él, Edward decidió ignorarlo de la misma manera. Al segundo llamado le entraron dudas e inseguridades, hasta que decidió tomarlo y ver quién era. Charlie. No dudo en dejarlo todo cómo estaba y dejar que siguiera dando timbre.
Si Charlie supiera que Edward e Irene estaban solos en una casa, era capaz de llegar arrastrándose desde el pueblo a la ciudad sólo para molerlo a golpes. Era una amiga bastante posesiva y celosa, pero era una persona completamente distinta cuando estaba a solas con la pelirroja. Cuando Edward devolvió el celular de Irene a su bolso, se percató de que dentro del mismo habían muchas pastillas y un inhalador blanco. Irene era asmática, por eso había tenido que abandonar su sueño de ser una bailarina profesional y, por lo mismo, tampoco hacía Educación Física, ni deporte en el Instituto. Ella no hablaba mucho del tema, y cuando se le preguntaba solo lo evadía y daba respuestas cortas.
Volvió a mirar la quemadura de cigarrillo en el sofá, las cosas tomaron un color diferente a su perspectiva. Irene regresó. Tenía el cabello pelirrojo húmedo, parecía más oscuro cuando estaba mojado, como las hojas otoñales de la pasada estación. Los hombros delgados descubiertos tenían un ligero sonrojo y se veían mullidos. Ella huele a jazmín fresco y a una adelantada primavera. Fue a la cocina y preparó la mesa. Colocó un mantel blanco sobre el roble viejo y puso posavasos, platos, tenedor y agua fría. El caldero con la pasta de espaguetis estaba sobre la mesa y olían muy bien, estaban cubiertos de salsa de tomate, jamón cortado en trozos muy pequeños, con mucho queso. Pensó que era mucha comida sólo para dos personas y una noche. Siguió el sonido de la voz de la contraria y atendió al llamado sentándose a la mesa en el momento.
Platicaron por un rato, tuvieron una velada de ensueño y amena en una compañía agradable. En un momento de silencio, Edward aprovechó para preguntarle a Irene qué era ése lugar tan especial para ella que quería mostrarle.
—Todavía no me has dicho cuál ese lugar tan especial que deseabas mostrarme.
—No sé qué te hace pensar que si no lo he hecho en lo que queda de día, voy a hacerlo ahora.
—Oh, vamos. Me merezco al menos una pista.
—Te he dicho que no —se negó en redondo.
—Pensé que no te gustaban las sorpresa.
—¿Y tu punto viene siendo...?
—Congruencia.
—En lugar de llamarme hipócrita —se de lamió los labios la pasta—, deberías decirme lo buena que está la cena. Es lo que un buen esposo haría cuando su mujer lo recibe en casa a mesa puesta.
—No es muy feminista de tu parte.
—No evadas mi argumento.
—La mejor pasta que he probado.
Ese lugar misterioso era el motivo por el que habían ido a la ciudad en primer lugar, o eso pensaba él. Cómo de costumbre, recibió respuestas a medias que le confundieron mucho más de lo que ya estaba; pero no podía ser de otra manera, no con Irene. Aunque fuera un platillo sencillo de cocinar, Edward elogió las habilidades culinarias de Irene y se mostró receptivo cuando ella volvía a poner comida en su plato, aunque ya no quisiera más; le recordó a su madre. Después de cenar ella preparó té verde, e hizo una llamada a su abuela. Edward ya no se incorporaría al trabajo hasta el lunes de la semana que viene. A la hora de dormir Irene le condujo hasta el dormitorio que ocupó cuando era más pequeña. Las paredes eran color crema pálido y había un muy leve olor a jazmín. Lamentablemente había una cama, pero no un colchón para dormir en ella. Irene se sonrió y cruzó de brazos.
—Te puedes quedar a dormir aquí, pero será incómodo. Te lo aviso.
—¿Qué pasó con el colchón?
—Humedad.
—Ya veo... ¿Entonces?
—¿Entonces qué?
—Puedo dormir en el sofá —decía rascándose la cabeza.
—No creo que quepas, eres muy larguirucho. Pero por intentarlo.
Hubo un sordo silencio.
—O puedes dormir conmigo.
—¿Eh?
—Que vengas a dormir conmigo. ¿Nunca has dormido con una mujer antes?
No.
—¿Y eso a qué viene ahora?
—No lo sé, pareces tan inaudito —apartó la vista y se encogió de hombros.
—De acuerdo... ¿Hay dos camas?
—No, hay una matrimonial. Pero no te hagas ilusiones, no creo en el sexo antes del matrimonio.
—Está bien para mí.
De vuelta en la habitación de los padres de Irene, parecía más estrecha que antes. No se había dado cuenta de que había más fotos de ellos juntos. El padre de Irene era muy parecido a ella en los rasgos faciales, y tenían por capricho de la genética el mismo cabello pelirrojo, aunque el del señor Sawyer era mucho más oscuro. La nariz de Irene imitaba la forma afilada de su madre, aunque era más pequeña. Sus ojos, esos color miel, estaban solos de Irene, porque ninguno de sus padres los tenía del mismo tono. Sin saber por qué, siguió explorando la habitación en busca de otras fotos, y las ubicó en la oscuridad y en discreción, para que Irene se sintiera observada. Cargó a su gato en brazos y se subió a la cama, cubriéndose con el grueso edredón.
¿Me darás un beso de buenas noches?
Nota de la autora: Tryst, es un encuentro románticas entre dos amantes.
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