𝐏𝐀𝐑𝐓 𝐈𝐈.
La florería donde trabajaba Beth era un lugar tranquilo, agradable y modesto, pues era más bien un negocio familiar de sus superiores. Pensó en visitarla, necesitaba sus consejos y sensibilidad para averiguar una manera en la que pedirle a Irene salir en una cita. La recepción detrás de la que se encontraba era una mesa dorada por varias capas de barniz, aunque siempre que debía atender a un cliente era preciso darles un recorrido por el local para presentar el producto que vendía. Trabajaba con un entusiasmo sobrecogedor, era notable lo mucho que le gustaba lo que hacía.
Tal vez era esa energía y mentalidad lo que atraía a tantos potenciales compradores, sin quitarle mérito a las flores, que eran igual de preciosas que ella.
—Muchas gracias por su compra, vuelva pronto —despachó a una mujer de cabellos dorados que salía con un ramo de rosas y azucenas.
—Hey, Lily —la saludó agitando levemente la mano en el aire—. ¿Qué tal?
—¡Edu! —salió de detrás de la mesa para encontrarse con él. Tenía un delantal verde y sostenía unas tijeras en sus manos enguantadas—. Todo bien, pensaba en pasarme por el hospital para visitar a Rene, ya casi es hora de cerrar.
—¿No te molesta si te robo por un momento?
—Claro que no —negó con la cabeza—. Dime, ¿cómo puedo ayudarte?
—Quería, um, cómo decirlo —se rascó la nunca mirando al suelo— quería llevar a Irene a una cita, ¿podrías aconsejarme?
—Ya iba siendo hora, eh —celebró quitándose los guantes—. Te daré las mejores flores que haya por aquí, ya lo verás. No puedes ir a una cita sin flores, debería ser pecado carecer de tal sensibilidad.
—Ella sabe mucho sobre flores y esas cosas, quería escoger las indicadas —expresó, miraba alrededor del local—. Unas que puedan dar voz a todo lo que crece en mi interior.
—Pero qué suerte tiene Irene de tener a alguien como tú. Ah, lo que daría yo por tener un noviazgo así, tan puro y hermoso.
Esa no es la palabra que él hubiera usado para describir su relación con Irene, aunque tampoco sabía qué término sería apropiado; eso era fascinante para los dos. Por más dolorosa que pudiera resultar la ignorancia para otros, ellos vivían en la aventura de lo desconocido.
De las paredes colgaban orquídeas con pétalos violáceos, floreciendo muy cerca de la pureza de los Lirios del Valle que recibían el sol directamente de la ventana. En la oportunidad que había decidido tomar no había margen de error, por lo que todo debía ir a la perfección, de ello dependería el desenlace final. El ''momento final'' sonaba demasiado decisivo en su cabeza, tal vez si se aferraba a la buena fortuna sería recompensado con el paraíso, no quiso pensar en lo dura que sería la caída. No lo haría—quién sabe, a lo mejor, era incluso cierto esa teoría de Beth, tan extraordinaria, Tenemos lo que atraemos; el poder del pensamiento, según ella, tenía una gran influencia en lo uno puede llegar o no tener. Beth lo llamaba, si mal no recordaba, la Ley de la Atracción.
—Lo mejor que puedes llevar a una cita es... —acercó mucho el rostro a una florida planta dentro de una cubeta amarilla— Pansies, pensamientos. Ella al instante sabrá que quieres que piense en ti.
—No quiero que se lleve una mala impresión —exclamó su preocupación al ser abrumado por el peso de sus emociones—, ¿tienes algo más sútil?
—Las guerras no se ganan siendo sútil, Edward —citó, acomodando con los dedos las hojas de las pansies— tienes que ser fuerte y pararte firme; de lo contrario —lo midió con la mirada— eres hombre muerto.
—Vale. Me llevo esas pansies que dices —suspiró derrotado—. ¿Con eso bastará? —interrogó, su voz tenía un hilo de inseguridad.
—No seas cutre —se quejó poniéndose de pie, cargaba las pansies en el cubo dorado con agua y lo puso sobre una mesa—. Necesitas más cosas, te haré un bonito ramo.
—Como veas. Tú sabes de estas cosas.
—¡Ya lo tengo! —exclamó de repente con su voz aguda—. Ayúdame, ven —siguiendo las indicaciones de su amiga, Edward le pasó un banquillo de madera que estaba al fondo, detrás de la puerta. Era viejo y pequeño, la madera estaba seca y una de sus cuatro patas ya estaba medio comida por las termitas. Beth se subió al banco, él la miraba con suspicacia. De la estantería más alta tomó unas hermosas flores amarillas con largos tallos de color verde—. Tulipanes, son clave.
—¿Qué significan?
—Si bien hallo adorable tus intentos de comprender el lenguaje de las flores —inició, tuvo el sentimiento de que sería criticado— me temo que nunca lo lograrás en su totalidad, ni por muy artista que seas.
—Es una pena —largó con ironía—. ¿Tratas así a todos tus clientes?
—No, pero hay confianza.
Se echó a reír mientras bajaba del banquillo y colocaba los tulipanes juntos a las pansies moradas. No tenía idea de cómo se las arreglaría para hacer un arreglo bonito con flores que eran tan diferentes las unas de las otras, ansiaba ver el resultdo final, aunque no lo pareciera.
—Agh —se quejó mientras inspeccionaba los tulipanes—, están mustias. De ninguna manera dejaré que se las des a Irene, no en este estado. —Edward también las miró, pero no encontró ningún defecto en ellas que las hiciera menos merecedoras de un comercio. Confió en el buen criterio y experiencia de su amiga.
—¿Cuándo las tendrás listas?
—El jueves nos llegan flores frescas —chequeó en su agenda de bolsillo—, apartaré las más bonitas que vea para ti.
—Es un detalle, pero no creo que estás estén mal.
—No se trata de que estén mal —murmuró— pero no son las flores —se aseguró de acentuar el enfásis. —Anotaré tu pedido y te avisaré para que vengas a recogerlo tan pronto esté listo, ¿vale?
—No tengo palabras para agradecerte lo que haces por mí.
—Toda chica ama un buen romance —le regaló una sonrisa—. El cumpleaños de Irene se acerca, es a principios de octubre ¿has pensado en un regalo ya?
—No —su frialdad asustó a Beth—, pero tengo un poco de dinero ahorrado.
—Si vas a buscarlo ahora, puedo ir contigo.
—Tomaré esa oferta.
Beth observó el reloj redondo de plástico colgando de la pared tras ella, el interior estaba decorado con uvas y hojas verdes, el exterior cubierto de polvo, delataba cuan viejo era aquel artefacto que daba la hora con sospechosa exactitud.
El dueño del local, y jefe de Beth era un hombre joven y de baja estatura. Sobre los finos labios resecos tenía un caricaturesco bigote negro, del mismo tono que sus ojos caídos. Los interrumpió cuando Beth limpiaba la mesa en la que trabajaba, removiendo la tierra húmeda sobre la madera y las hojas secas que habían caído accidentalmente bajo sus pies. No recordaba su nombre, pero su apellido debía ser el mismo que vio en la entrada del local, si en verdad era un negocio familiar.
La morena guardó el delantal en una gabeta bajo su puesto de trabajo mientras disponía a decirle a su jefe que iba de salida. El hombre los despidió en la entrada de la tienda, sonriendo abiertamente. Envidiaba a la gente que se dejaba dominar por el gozo y la felicidad, y, de algún modo se las había arreglado para terminar en grupo de personas con esas mismas cualidades.
El centro comercial podía decirse era el orgullo del pueblo, pues, a pesar de ser pequño y antiguo tenía instalaciones de primera, con decoraciones exquisitas y, sobretodo, muy limpio.
Subieron directamente por las escaleras mecánicas, debatían e intercambiaban ideas de posibles regalos—los que en su opinión valían la pena y los que no tenían oportunidad. Edward le extendió la mano, la ayudó a encontrar estabilidad en el piso firme, al verla dudosa, sujetando la barandilla.
Al pie de la escalera, por el fascinante pasillo de la sección de compras para damas, los recibió una tienda con una fachada elegante, los maniquíes detrás de los cristales y sus ropas extravagantes le hicieron saber que, lo que fuera que vendieran en esa tienda, se le iba de presupuesto. La curiosidad hizo más fuerza que la razón, lo que terminó por llevarlo a la entrada del local, ignorando las incesantes advertencias de Beth, quien también se había percatado de lo costosa que aparentaba ser la tienda. Vieron un cartel con letras doradas en cursiva que decía "Forbes' jewelry".
—¿Acaso has perdido lacabeza? —ella exigió saber, le seguía desde atrás—. ¡Esa tienda es carísima! Posiblemente nos cobren por tocar el pomo de la puerta...
—¿No te parece que estás exagerando?
—Tú mismo —se encogió de hombros, intentando restarle importancia—, verás qué precios.
—Quiero echar un vistazo a lo que tienen —intentó calmarla— no tomará mucho tiempo, luego nos vamos.
La convenció finalmente, abrió la puerta para ella y entró justo después. El aire acondicionado estaba un poco fuerte, hizo que Beth se encogiera y se pasara las manos por los brazos para conservar el calor. Una vez dentro se dio cuenta que los maniquíes de afuera no exhibían la ropa, más bien, daban a lucir la costosa joyería que dentro vendían.
El interior era tan limpio, que parecía que alguien limpiaba el piso tan pronto como un cliente entraba—no se podría explicar de otra manera sino la pulcra apariencia. Vieron a una mujer de baja estatura envuelta en un abrigo de pieles, demasiado llamativas para ser sintéticas y un pomposo sombrero negro que se quitaba para con la ayuda de una de las empleadas, probarse un colgante de rubíes. Beth le pellizcó la mano preguntándose si lo que veía era real; no supo qué decirle, la escena compartía demasiadas similitudes con las clásicas películas de la era del destape.
Tras el mostrador principal había una joven la mar de agraciada, era rubia y tenía el cabello recogido en un moño alto. Sus finas manos estaban envueltas en unos guantes negros y su traje era idéntico al de la otra chica que habían visto no hace tanto. Les saludó abiertamente, dándoles oficialmente la bienvenida:
—¡Bienvenidos a la joyería Forbes! —exclamó vivaz—. Mi nombre es Eliza, ¿cómo puedo ayudarles?
—Solo estábamos mirando el lugar —se apresuró a decir Beth, temorosa de que la sonrisa de la dependienta lograra hacerle comprar algo a ella también.
—¿Esperan a sus padres? De ser así, pueden esperar por aquí en lo que llegan.
—No hemos venido con nuestros padres —le aseguró Edward, fascinado por las exquisitas piezas de piedras preciosas detrás del cristal del mostrador del que se encargaba Eliza—. Creo que ya hemos visto suficiente.
—Lo lamento mucho si he sonado grosera —se disculpó inmediatamente, su voz era agradable de escuchar aunque no tuviera nada importante que decir—. Por favor, quedaos. Debe haber algo que pueda hacer para remediar mi grosería.
—Me preguntaba si tiene algo sencillo por aquí —recorrió con la mirada algunas de las joyas, y sus precios, confirmó que nada allí era simple o barato— para regalarle a alguien especial.
—Una pareja, eh —comentó con coquetería—. Qué temporada más hermosa para sentir el amor, ¿verdad que sí? —Beth asintió energéticamente—. Deme un momento, caballero. Traeré algo digno de usted.
Eliza se perdió tras la puerta que había detrás del mostrador, posiblemente un almacén, estratégicamente posicionado cerca de la recepción para atender eficientemente situaciones como en la que ahora se encontraba. Los bordes del mostrador tenían un tono dorado plástico y las joyas descansaban sobre la seda negra que no hacía otra cosa más que resaltar el ya innegable esplendor que desprendían. La morena perdió el aliento con la pieza original de anillo de compromiso de Forbes, el diamante era, tal vez, del mismo tamaño que su ojo. ¿Cómo alguien puede ir con eso por la vida? —pensó confuso.
Cuando Eliza volvió traía consigo varias cajas en negro con el nombre de la tienda sobre la capa dura de la portada, no tenían precio, pero no por eso eran menos intimidantes. Puso los ojos como platos cuando la dependienta le dijo el precio.
—No podría juntar tantos ceros ni aunque vendiera un riñón —aceptó sin vergüenza alguna. Edward intentó ocultar su asombro, no quería causar una mala impresión— por el amor de Dios.
—Pues... es de los más... económicamente disponibles para chicos comos vosotros. Si vierais lo que hay ahí atrás...
—Tal vez allá alguna pulsera más... acorde a nuestro presupuesto. Algo con menos ceros.
—¿De cuánto hablamos? —inquirió, acercándose a Edward para mantener la confidencialidad.
—¿Cuatro mil euros estarían bien?
—¡¿Pero tú cuánto dinero tienes?! —gritó su amiga, atrayendo la atención de todos en el lugar. Edward le chistó —. En esa librería laváis dinero, a mí no me salen las cuentas.
—Te he dicho que he estado ahorrando —replicó con un deje de irritación.
—¿No necesita la señora Dottie más dependientes? Me vendrían bien esos euros.
—Se te han adelantado ya.
Beth bufó, todavía intentaba recuperarse del impacto.
—Bueno, por un poco menos de esa cantidad lo único que tenemos es esto —de una caja delgada sacó un fino y delicado brazalete con incrustaciones de finos diamantes sobre fría plata. Entonces supo que era el indicado.
—¿Crees que este brazalete sea capaz de quitarle el aliento a alguien? —soñó, porque soñar era un lujo que alguien en su estado se podía permitir.
—Nos ha jodido, que sí —insistió Beth.
—No sé para quién sea —inició Eliza, con voz grave—, pero esa persona es innegablemente afortunada. La decisión final es suya, señorito.
Edward intercambió miradas con Beth, buscaba su aprobación; al fin y al cabo, para eso la había llevado con él. La chica le aseguró que quien fuera marcado por aquel brazalete, estaría de por vida en un ciclo eterno de amor. En sus labios sonó convincente, pero no pudo imaginar en su cabeza cómo reaccionaría Irene. Mientras ponía su tarjeta sobre el vidrio del mostrador, una mujer en un traje rosa de Chanel y eléctrico labial hizo notar su presencia en la sala cuando salió de la nada, marcando un ritmo impasible con sus tacones de diseñador y empalagosa colonia. Eliza se congeló, como si hubiera visto un fantasma, palideció.
—¡Eliza! —llamó, explorando la sala— ¡Una desgracia, han entrado ladrones!
—Señora, ¿qué dice? —preguntó con el labio inferior tembloroso.
—Ya he llamado a la policía, pero, solo por si acaso, dale la alarma. ¡Vamos!
La rubia no entendió nada, pero hizo lo que cualquier persona en sus zapatos haría, seguir las órdenes de esos que estaban por encima suya. Incluso si le había dado a la alarma, no se escuchó nada, debía ser una alarma silenciosa. Su primer instinto fue tomar la mano de Beth y protegerla, si en verdad habían ladrones, era posible que estuvieran armados.
La señora del traje rosa sacó de su bolso una pistola, entonces todo el mundo se echó al suelo, incluidos Edward y Beth. Todavía no tenían una idea muy clara de lo que estaba pasando, pero no se arriesgarían a averiguarlo. Escucharon gritos de histeria y pánico entre los clientes, pronto el equipo de seguridad del centro comercial llegaría. Se preguntó si aquello era un simulacro, pero, ¿quién en su sano juicio sacaría un arma y apuntaría a sus compradores? esa no era su idea de marketing, tampoco debería ser la de nadie.
Vieron los zapatos de diseñador acercarse y una mano lo separó de Beth. Cuando se levantó para ayudarla, vio a la mujer de la tienda sujetando a Beth de la muñeca y gruñendo la apuntaba con el arma en el estómago. La chica lloraba y pedía ayuda, no entendía nada de lo que sucedía.
—Esta vez no te me escapas, delincuenta de medio metro.
—¿Qué hace señora? ¡Baje el arma! —rugió Edward desde el suelo. La mujer entonces procedió a apuntarle a él, obligándolo a alzar los brazos mientras ella daba paso atrás clavando sus uñas pintadas en la fina muñeca de Beth, perforando su piel.
—Esto se debe tratar de un error.
—¡Ningún error! —chilló con voz aguda, como la de una rata—. ¿Viniste a por más, pordiosera? ¡Esta vez yo tengo el arma! ¡A ver ahora quién rezará para llegar de una pieza a casa!
—¡Baje el arma! —suplicó Eliza, con lágrimas en los ojos—. Ha habido una terrible equivocación, estos jóvenes no han cometido ningún mal. Deje ir a la muchacha, señora. ¡Por favor!
—¡Edu...! —la chica intentó zafarse del agarre de la mujer que la mantenía prisionera, recibiendo un golpe en la cara con la punta del arma. Sus lágrimas se mezclaron con la sangre y sollozó por el dolor, sosteniendo su herida abierta con la mano que tenía herida. —Ayúdame...
—Claro que no han hecho nada —espetó con violencia, tenía a Edward en la mira, arrodillado y con las manos en el aire— ¡Porque he venido antes de que ocurriera! ¿Qué te he dicho que hagas cuando ves a gentuza como esta entrar aquí? —agitó la mano de Beth, roja como los rubíes que exhibían—. ¡Darle a la alarma y ya!
—¡Iban a pagar! Mire, aquí está la tarjeta del joven.
—Es cierto, solo queríamos comprar algo. Baje el arma, está asustando a mi amiga.
Tal y como su padre le había enseñado, estableció un tono de negociación en el que pareciera que ella tenía todo el control sobre la situación; el poder y la superioridad eran el mejor sedante cuando se trataba de asaltos y argumentos con armas de fuego, como la que justo ahora le apuntaba al pecho. Puso las manos donde ella pudiera verlas, de momento eso pareció calmarla, temió por lo que pudiera sucederle a Beth. Comenzó a a formarse público fuera, con gente grabando con los móviles y sacando fotos sin cesar. La señora analizó su entorno y se estremeció cuando Edward comenzaba a ponerse de pie, muy lentamente.
—Mi nombre es Edward Crawford, y ella es mi amiga, veníamos a comprar algo pero, si incomodamos, podemos irnos justo por donde hemos venido.
—¡De aquí no se va nadie, hombre! —amenazó.
—Mi padre es George Crawford, puedo darle su número, es abogado —tragó saliva—. Le daré su número, llámelo.
—Esta mocosa —esta vez le puso el arma detrás de la oreja— entró a mi tienda una vez, ¡se llevó todo! incluso las pilas del mando a distancia. Has crecido, hija de puta, escoria de los suburbios, pero las ratas como tú siempre dejan un hedor... muy asqueroso. Has venido a por más, ¿verdad? Quieres arruinarme la vida una vez más —la golpeó por segunda vez—, no te saldrás con la tuya. La primera vez me vaciaste, y no me reembolsó nada el seguro, ahora voy a acabar contigo y te pudrirás en la cárcel junto a tu papi.
—¡Baje el arma! —gritó Edward por segunda vez— ¡Y vosotros! —le dijo a los que grababan la escena con morbo — ¡Ayudad o iros al carajo!
La mujer de la tienda hizo que Beth también se pusiera de rodillas, su asistenta le imploraba que no llegara a un punto del que se pudiera arrepentir. Intentó llegar hasta su amiga, pero estaba siendo vigilado por aquella desquciada. Era cuestión de que llegara el equipo de seguridad o la policía del pueblo y todo habría acabado, entonces se podrían ir de ese lugar al que nunca debieron haber entrado en primer lugar. Si tan solo la hubiera hecho caso cuando le advirtió. Su ira iba en aumento cuando la vio humillada, temorosa y vulnerable, masajeando la herida en su cabeza y el diluvio de su llanto.
La policía y el equipo de seguridad llegaron justo a tiempo, por poco y Eliza cedía a los ataques de su jefa, quien intentaba agarrar a Beth del pelo.
Por suerte, los oficiales priorizaron a los clientes antes de prestarle atención a los delirios de la gerente. Se avalanzó sobre Beth, tenía que revisar su herida y asegurarse de que no era grave, parecía superficial.
La gerente les aseguró que Beth era una ladrona, a pesar de no tener pruebas para sostener sus acusaciones, que, sin ir más lejos, eran tan graves como inciertas. Beth era la chica más trabajadora que conocía, bajo ningún concepto podría ser una ladrona. Aprovechó para enviarle un mensaje a su padre, con su mano libre sostenía a Beth, ella no paraba de temblar y de llorar.
—¡Os estoy diciendo que es una ladrona!
—De ser así, muéstrenos las pruebas —respondió el agente—. Si no las tiene, o no son sólidas para probar su acusacióm, tendrá que venir con nosotros.
—¿Yo —apuntó a sí misma—, una honorable ciudadana de este país, que pago mis impuestos sin falta y no a esta rata de alcantarilla? ¡Inaceptable!
—Por agresión, desorden público y posesión de un arma de fuego no registrada, sí.
—Señor agente, estos jóvenes son inocentes —intervino Eliza—. Yo les atendía y antes de que nos interrumpiera ella, estaban apunto de pagar. Aquí tengo la tarjeta del joven.
—Señorita, ¿quiere presentar cargos? —interrogó el agente.
Beth se estremeció, no tuvo el coraje de levantar la cabeza, como si tuviera algo de lo que estar avergonzada.
Empujó a Edward y a todos esos que se interpusieron en su camino y echó a correr. Quiso ir tras ella, pero había todo un proceso del que hacerse cargo antes. Su padre entró en la tienda, estaba agitado y tenía la cara roja de tanto correr. George lo revisó de arriba a abajo, sosteniéndole de los hombros para que no se moviera. Eran ya muchos sustos los que les había hecho pasar desde la noche del incidente en la plaza, no quería dar más problemas. Antes de salir detrás de Beth, lo último que vio fue a su padre hablar con los agentes que esposaban a la gerente. Eliza le entregó la pieza que pudo haber comprado si el encuentro no hubiera ido tan mal, Edward la rechazó con la mirada.
La multitud se había disipado considerablemente con la presencia de la policía y seguridad, aún así, algunos indiscretos tenían el descaro de hacerle preguntas y poner cámaras sobre su cara cuando lo único que quería era pasar y bajar a la segunda planta donde la había visto a Beth bajar por última vez.
Le ayudó a localizarla un rastro de sangre sobre el reluciente suelo de márfil del centro comercial. Cual detective, siguió el rastro de cerca, con la preocupación que se le quería salir por la boca. Creyó haberla visto corriendo por una esquina, su mente estuvo clara y libre de dudas al momento en que se precipitó a seguirla. Al correr sintió que le fallaba la rodilla y que le dolían las costillas. Incluso si quería librarse de lo que suedió esa noche, temió que por mucho que corriera no podría dejar atrás la noche del carnaval o la danza de las luciérnagas en el bosque oscuro.
Frenó abruptamente al verla con la cabeza entre las piernas y sollozando.
—Soy un monstruo... —declaró con voz languida.
—No digas eso —se acercó a ella—, esa mujer estaba loca, y...
—Ella decía la verdad —le cortó abruptamente. Edward hizo una mueca de incredulidad—. Le he robado; puede que no hoy, pero sí hace un tiempo. Soy una ladrona, una delincuente, una rata de los suburbios. Y ahora tú lo sabes, pronto lo sabrán los demás y yo terminaré sola otra vez.
—Beth...
—No. No digas nada, te lo pido. Déjame disfrutar de lo que una vez fue, aunque sea por última vez.
—Beth.
—¿Sabes? —preguntó— lo pensé, lo creí, lo abracé. Cuando me aceptaron en el insti pensé que podría empezar de cero, dejar atrás el pasado y a la rata apestosa de los suburbios, la delincuente juvenil. Qué tonta fui. Puedes irte, no necesito tu pena —se sonó la nariz—, vete...
—¡Beth!
—¿Qué quieres? —salió de su voz un lamento gris—, joder... No me veas llorar, lo odio.
—Está bien.
Hizo lo que ella le pidió, dio media vuelta y quedó encarando el otro pasillo. La gente pasaba, bebiendo batidos del Starbucks y con bolsas de sus compras, sonreían y eran dichosos; una vez más, su mundo se tornaba azul y solitario. Imaginó qué cara tendría Beth, ¿se mordería el labio? ¿se limpiaba el rostro con el dorso de la mano? ¿se encerraba a sí misma en posición fetal? nunca lo sabría, porque no se daría la vuelta.
—No te veré llorar —repitió— y vivirás en mi memoria como un eterno girasol.
—¿Me lo prometes?
—Lo juro —miró el suelo—. ¿Quieres hablar de lo que ha pasado?
—No, pero te debo una explicación.
—No me debes nada —le aseguró con firmeza—, ni a esa mujer. Que le den.
—De todas maneras quiero- debo contarte —se corrigió a sí misma. Interpretó el silencio de Edward como un sí—. Hace un par de años, a papá lo corrieron del trabajo por golpear a la mujer de su jefe. Para aquel entonces, mi madre acababa de salir de rehabilitación, más bien, la echaron, no había con qué pagar el hospedaje, ni siquiera podiamos pagar el álquiler. Nuestra familia ya tenía... cierta reputación y mi padre no pudo encontrar trabajo por mucho tiempo.
Mi madre acababa de salir de rehabilitación, bajo ningún concepto encontraría trabajo, y tampoco lo haría yo, era demasiado joven para ser empleada. Yo no quería pero, a la vez, nadie me forzó. Tenía tanta hambre, Edu... No te podrías ni imaginar. Y Arthur... alguien debía alimentar a Arthur, o los vecinos llamarían a servicios sociales, se lo llevarían lejos. Entonces fue cuando junto con mi padre y otros hombres de mala vida, organizamos un atraco, nada grande, nadie debería haber salido herido, era suficiente para vivir placidamente por meses.
Fue así como dimos a parar con la gerente de la joyería Forbes, ella era la propietaria de una tienda de ropa muy exitosa por aquí. Durante el atraco... un segurata hirió al hijo de uno de los atracantes, mi padre y yo debíamos seguir corriendo para que no nos atraparan a nosotros también. Tuvimos que dejar a nuestros... aliados atrás, y así pues nos delataron luego. Mi padre fue a prisión, y yo... al centro de internamiento por un tiempo.
No quiero decir más, cualquier cosa que diga ahora puede pasar como una excusa. Mi comportamiento fue imperdonable. Alguien murió. Pero mi hermanito no tenía de qué comer, y ¿sabes qué? de tener que hacerlo, lo volvería a hacer una y mil veces hasta el cansancio. Amo a mi hermano, haría y, he hecho, cosas de las que no estoy muy orgullosa, pero no me importa.
Puedes irte, no te culparé si no quieres que te contagie la peste.
No le cabía en la cabeza cómo todo eso pudo pasar justo al otro lado de la asera y que él no lo hubiera notado, se consideraba así mismo observador. Se contuvo, no la castigaría con el prejuicio o la pena por su trágico pasado, sus esfuerzos y fortaleza merecían mucho más que misericordia o compasión. Escuchar aquello lo ayudó a comprenderla más, y su cáracter. Su sonrisa, su felicidad, su gozo, todo era artificial. No, ella lo intentaba, no todos fingían; de lo contrario, jamás creería en la felicidad ajena, no si a alguien con tan nobles intenciones como las de Beth, le hacía la carrera. Edward llegó a la conclusión, de que de haber estado en su situación, también habría hecho lo mismo.
—No sabes quién soy.
—Sí que lo sé —la chica lo miró, tenía los ojos irritados y la nariz le goteaba el regazo—. Te gusta el helado con bombones de chocolate y manís. Te chiflan las flores y la herbología, tanto que haces protestas contra la tala indiscriminada de árboles. Tu casa favorita de Hogwarts es Hufflepuff y te dan miedo los payasos. De ser por ti, adoptarías a todo animal callejero que vieras, le darías calor y un hogar, aunque no tuvieras uno propio. Eres quien le cuenta historias de cuna a mi hermana y se queda a dormir cuando ella cree que hay un monstruo en su armario, ella no se negaría a pegar ojo hasta verte a ti, y tú vendrías, sin importar qué hora fuera. Consigues tres y cuatro trabajos al mismo tiempo, para llenar el vacío ecónomico que son tus padres. Eres quien sostuvo mi mano en emergencias hasta que me desmayé por el dolor, también el primer rostro que vi al despertar. Eres Beth McAbbot, mi mejor amiga, sé muy bien quién eres.
Eso emocionó a la chica, pero ya no lloraba. Sus pies querían darse la vuelta y confortarla, pero había dado su palabra de que no lo haría. No supo leer el silencio que hubo entre ellos, pues, normalmente, lo daba en lugar de recibirlo.
Unos brazos delgados lo rodearon por la espalda, sintió su espalda húmeda y los quejidos. Sonrió, complacido.
Sé muy bien quién eres, Beth McAbbot. Eres mi mejor amiga.
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