𝐏𝐀𝐑𝐓 𝐈𝐈.
Temprano en la mañana un aura más gris y melancólica que nunca azotaba el hogar de los Crawford, quienes se preparaban para ir al velatorio del fallecido señor Barry. En el baño, su padre se afeitaba con dolorosa paciencia frente al espejo, de la habitación salía un olor a desodorante y crema hidratante —la que solía usar su madre—. No se detuvo y condujo escaleras abajo, reuniéndose con su madre que preparaba café y unos huevos revueltos. Olivia estaba en su cuarto, le informó su señora madre que ponía los huevos en un plato y a su vez abría la ventana de la cocina para que se fuera el olor a aceite.
Caminó, aún somnoliento, hasta la nevera y sacó de ella un frasco de mantequilla y una botella con zumo de naranja. El sonido metálico de la tostadora anunciaba que las tostadas estaban ya listas; al mismo tiempo el timbre de la casa sonaba, unos cinco minutos después. La señora Crawford le pidió amablemente que abriera la puerta y que ella terminaría de poner la mesa.
Al abrir se encontró con Beth, la hija de la vecina que cuidaría de la infante Olivia. Era morena, su tez imitaba perfectamente el tono de la canela. Sus cabellos eran los más oscuros que había visto nunca y resaltan el café de sus ojos, llenos de vida. Su belleza era cautivadora, debido a que era de baja estatura y tenía hombros pequeños pero caderas prominentes. Le ofreció los buenos días y él la invitó a pasar con un ademán, haciéndose a un lado para que ella pudiera entrar. La señora Crawford la invitó a sentarse a desayunar, pero Beth se había negado, alegando que ya había desayunado en su casa. Preguntó muy alegre dónde estaba la pequeña de la casa, y Edward le respondió que aún dormía. No la esperaban tan temprano, así que no habían tenido tiempo de acomodarse a los horarios. En cuestión de minutos apareció su padre, cargando sobre sus hombros a su hija más joven, que estaba ya aseada y bien peinada. Todos se sentaron en la mesa, incluso Beth, que accedió a tomar un poco de café en lo que los Crawford desayunaban.
Edward estaba con la cabeza baja, no tenía mucha ilusión de ir a un velatorio y actuar como si estuviera afectado, pero era lo más adecuado ir a presentar sus respetos a la familia del difunto. No les tomó más de veinte minutos terminar de comer, Beth ayudaba a la señora de la casa a poner la vajilla en el fregaplatos. La morena había recibido las instrucciones que requería para cuidar de Olivia esa mañana, como si fuera la primera vez que les hiciera el favor. Todos salieron de casa y Beth y Olivia se fueron tomadas de la mano cruzando cuidadosamente la calle a la casa del frente y se perdieron por el sendero canturreando una cancioncilla infantil. El resto, vestidos de negro y menos eufóricos, entraron en el auto familiar que fue conducido por el pueblo por el señor Crawford. Las ventanas estaban cerradas y el olor del ambientador era dulce e intensificado a un punto en el que era casi insoportable.
De camino se encontraron con gente que iba a pie vestida de negro, de igual manera se dirigían al entierro del señor Barry. A quince minutos de camino, se alzaba una casa elegante y de color marrón, tenía muchas ventanas y un jardín hermoso, especialmente decorado para la ocasión. Entraron a la casa con el resto de invitados, constaban la mayoría de: compañeros de trabajo, antiguos estudiantes de secundaria del antiguo colegio del señor Barry masacrados por la vida adulta, estudiantes más jóvenes amigos de Claudio, familiares y amigos íntimos. La viuda cubría su rostro con un pañuelo blanco, tenía los ojos colorados y el rostro hinchado. A su lado estaba uno de los hermanos de su difunto esposo Barry, recto como una escoba y sin una sola lágrima o señales de haberlas derramado.
Los Crawford se acercaron a ellos. Abrazada al brazo de Claudio, había una chica pelirroja. Tenía los rizos recogidos en un moño alto y un collar de perlas. La chica pelirroja se apartó cuando los vio y se despidió apresuradamente. La señora Crawford y Barry eran amigas de la infancia y era muy frecuente ver a una en casa de la otra tomando el té. Sus maridos pasaban la mayor parte del tiempo juntos igualmente, por eso su presencia era apreciada.
Sintió la mirada de Claudio sobre él, lo miraba de arriba abajo, con cara de pocos amigos y la frente muy alta para ser alguien que había sufrido una pérdida tan recientemente. Las señoras se habían abrazado y caminaron a la cocina, el señor Crawford le había estrechado la mano a Claudio, le pasó la mano por el hombro e igualmente se fueron a conversar a otro lado.
Edward se encontró solo en una sala llena de personas tristes y rostros desconocidos casi en su totalidad. No sabía qué hacer con sus manos, por lo que las escondió en los bolsillos de sus pantalones. Alguien detrás de él le puso la mano en el hombro y le saludó. Zachary, metro noventa, deportista y alma de cada fiesta. Iba a su escuela, pero no coincidían en muchas clases. Era de cabello castaño y hombros gigantescos, muy amable y de intimidante atractivo. Envidiaba su exquisita piel bronceada y acento. Zach era de esos deportistas que no se creían superior a los demás por ser un éxito en el campo, ni por su escandalosa vida sentimental, era en verdad humilde. Además, intentaba repetidamente hablar con Ed, pero como siempre, sus intentos eran fallidos. Edward le sonrió con amabilidad y estrechó la mano que se le ofrecía.
—¿Qué tal, colega? —preguntó Zach con una amplia sonrisa, mostrando su perfecta y brillante dentadura.
—Bien, dentro de lo que cabe; no quiero ser irrespetuoso con el sufrimiento de esta familia al exclamar mi buen estado, pero bien. ¿Qué hay de ti, colega?
—Me encuentro bien, pero mis oraciones están con esta familia. ¿Has visto a Claudio? Me gustaría darle mi pésame.
—Se acaba de ir con mi padre, afuera.
—Ya veo... —repuso, y se pasó la mano por la melena, acomodando sus cabellos—. Oye, mañana quisiera intentar animarle y llevarle a jugar bolos, ¿te gustaría venir con nosotros?
Zach, para variar, era encantador y amigable; alguien con quien podría hacerse amigo, por una vez. Al mismo tiempo, pensaba que un ermitaño como Ed no encajaría muy bien en su grupo de amigos atléticos y mujeriegos, pero no por eso Zach perdió la esperanza en todas las ocasiones que había sido rechazado. Casi todas las semanas al menos un día le invitaba a alguna fiesta, y tres a la semana se sentaba junto a él en alguna clase e intentaba ser su amigo, sin aparente éxito. El padre de Zach era un hombre de negocios y tenía varias propiedades en el pueblo, incluido un salón recreativo.
—Mañana es lunes, debo trabajar en la biblioteca después de clase. Lo siento.
—Y otra vez soy rechazado.
—Si intentas seducirme, deberías saber que no eres mi tipo.
—Ja. Me intrigas, nadie debería estar tan solo. De todos modos, debo irme y encontrar a Fitz. Te veo mañana en clase.
—Mañana nos veremos. Que tengas un buen día.
Zach se da la vuelta y camina hacia la salida encontrándose en la entrada de la casa con el señor Crawford y un oscuro Claudio Barry. En cuestión de minutos, aparecieron su madre y la viuda, dando instrucciones a todos los invitados de ir al jardín donde se llevaría a cabo la despedida oficial al alma de su fallecido esposo. En el jardín había unas sillas blancas muy bien ubicadas, los Crawford se sentaron en la primera fila. Al lado de su madre, se sentó la chica pelirroja de antes, ahora junto a una señora de avanzada edad, cuya mano sostenía amablemente. Era la matriarca de los Barry, en el funeral de su hijo.
Un hermano de Christopher Barry, conmovió a todos los presentes con un emotivo discurso. Al parecer, Christopher había hecho mucho bien en vida. Por lo que exclamaba su hermano, había sido un guía para él y el padre que nunca tuvieron, ya que los abandonó. Gracias a él, era el hombre que era ahora y tenía una buena vida. Con cada palabra, la viuda se ponía más emocional, hasta el punto en el que se volteó para que no fuera vista llorando y se apoyó en su hijo que la abrazaba. Entre los reunidos todos se mostraron emocionalmente heridos profundamente. Los rostros de algunas damas se mantenían ocultos por lentes oscuros que ocultaban la irritación provocada por el llanto y la pena o la falta de ellos.
Cuando una persona moría era muy común que aquellos que lidiaban con la pena dijeran palabras amables y dejaran salir a la luz las cualidades que una vez mostraron en vida, aunque no fueran palabras sinceras, debían mostrar empatía. Súbitamente, la viuda Barry, más estable aunque aún con unas manos temblorosas deseó dedicar unas palabras a su amado, a su compañero de vida durante más de treinta años.
—Mi Chris era... el hombre más atento y cariñoso que jamás haya conocido —su voz soprano titubeaba por el nerviosismo y fue transformada por el dolor de la pérdida de su amado—. Esposo, padre y amigo. Espero reunirme contigo pronto, Chris. Hasta entonces espérame y, por favor, no me olvides.
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