𝕮𝐇𝐀𝐏𝐓𝐄𝐑 𝕹𝐈𝐍𝐄.



Ya habían pasado dos semanas desde que Irene había sido ingresada en el hospital, y no vieron muchos progresos en su caso, sin embargo, estaba estable siempre y cuando siguiera sus sesiones de terapia. Al tener que permanecer en el hospital como residente para llevar a cabo su tratamiento y oxigenoterapia, Irene había perdido toda la independencia que una vez hubiera tenido, y era palpable el dolor que eso le provocaba. Edward iba a verla todos los días, había sido un apoyo fundamental para la familia Sawyer pues, cuando Dorothy quería ir a visitarla, Edward se quedaba en la librería y se hacía cargo de la misma por sí solo, aunque la anciana también recibió apoyo de Zach y Charlie, pues ambos estaban desempleados.

Aunque no fueran los mejores en lo que hacían, se agradecía la intención con la que obraban.         Aquella tarde, era el turno de Edward de quedarse en la biblioteca, pero Dorothy, consciente de que a su nieta le hacía mucho mejor la compañía de Edward, le pidió que fuera él en su lugar. Le dejó la tarde libre con aguda complicidad y picardía, una mezcla extraña que nunca había visto en ella y sus gélidos ojos.

Antes de irse, la escuchó discutiendo con alguien al teléfono, por lo que escuchó supo que se trataba de la madre de Irene y de su presunta futura llegada al pueblo. Era incluso más increíble lo desentendida que estaba ella del asunto. La gata de Irene se estaba quedando con Charlie, pues ella podría hacerse cargo en lo que su amiga se recuperaba; Beth se ofreció, pero era alérgica.        Siempre que pasaba por el hospital se quedaba hablando con esa enfermera que lo había atendido el primer día que Irene había sido hospitalizada, su nombre era Carmen, era regordeta y muy amistosa. Ella le hizo saber que tenía un hijo en la universidad, estudiando magisterio. Era una mujer bastante amorosa, pero estricta cuando se trataba del cuidado de sus pacientes y adiestrando a sus discípulos.

Cuando se juntaban, Edward se sentaba junto a la cama de Irene y leía para ella unos libros que le pedía, aunque el principal era ése, uno de sus favoritos: Wuthering heights. Horas y horas ocultando sentimientos de amor, expresando vagamente a través de la lectura. Ella tenía esos cables enterrados en sus fosas nasales, mantenía una actitud positiva todo el tiempo. A él no podía engañarlo, era muy cansado mantener esa sonrisa cuando, dentro de lo que cabía, no había nada por lo que sonreír.

De pronto, ella se convirtió en eso que él más respetaba y rendía tributo como si fuera la luna misma.

Era difícil manejar su tiempo, porque mayormente se iba del hospital a altas horas de la noche. Se negaba irse a menos que tuviera la certeza de que Irene ya estuviera dormida y descansando.         Terminaron de leer aquella novela romántica que a ella tanto le gustaba, en el proceso, él también se unió a la lista interminable de fanáticos de la novela rosa. Decidieron que debían comenzar un libro nuevo, Edward planteó que al día siguiente leerían To Kill a Mockingbird. Irene se quejó, dijo que era una novela aburrida y, aunque bien escrita, carecía de emoción.

Edward alegó que eso pensaba ella, dado que no lo había leído aún.

—Ed, ¿no quieres irte temprano hoy a casa?

—¿Quieres que me vaya?

—No, no es eso.

—¿Entonces?

—Me avergüenza hablar con tus padres, estoy segura de que no les hace mucha gracia que estés caminando solo por el pueblo a altas horas de la noche.

—No va a pasar nada, tranquila.

—Si tú lo dices... —habló, con voz apagada—. ¿Qué cuenta Charlie, se lleva bien con Yoona?

—Quiere traerla para que la veas, pero no admiten animales en esta área del hospital.

—Mi pobre Yoona. ¿Para qué adopto un gato, si luego no podré hacerme cargo?

—No es así, pero a mí también me causa curiosidad el motivo por el que decidiste que querías un gato, tan de repente.

—De pequeña nunca me dejaron tener mascotas, ahora que mi estado de salud había mejorado quería una.

—Ya veo, así que era eso.

—Entraba en mi lista de deseos.

—¿Qué más hay en esa lista? —preguntó curioso Edward—. ¿Qué te falta por completar?

—Hmm. Veamos —hizo memoria rascándose la nariz—: ir a la universidad, ser dibujada por un gran artista y...

—¿Y?

—Casarme... —insinuó, iniciando un peligroso aleteo de sus largas pestañas— contigo.

        Silencio. Hace mucho ella no hacía un comentario parecido, pero él ya no reaccionaba con sorpresa o incomodidad, en su lugar guardaba silencio o le seguía la corriente.

—Tengo el cuadro que comencé hace tiempo a medio terminar —cambió hábilmente de tema.

—¡Bien! ¿Ya sabes cómo se llamará?

—Eso siempre se elige al final —ella hizo pucheros—. Sé que quieres que sea un gran artista pero, ¿quieres que te pinte yo?

—¡Me haría muy feliz! —aplaudió con ambas manos y dio saltitos de alegría.

—¿De qué estilo quieres que sea?

—Un desnudo —planteó, con una perversa sonrisa en los labios.

—Venga, ahora en serio.

—No lo sé, quiero que sea una sorpresa.

—De acuerdo, te sorprenderé.

        Hubo una pausa silenciosa. Irene estaba en su cama, cubierta hasta el vientre con mantas bordadas a mano; las había hecho Beth, especialmente para el uso de Irene mientras estuviera en el hospital. La pelirroja tenía esa mirada perdida, era como si le estuviera dando vueltas a algo pero no supiera cómo plantearlo. Suspiró con pesadez y acercó su silla a la cama de Irene, la apreció con la cabeza pegada a la almohada y con la vista clavada en el techo.

—¿Qué te ocurre?

—Zachy me ha contado que tiene un partido muy importante en unos días.

—Sí, compite nuestro instituto contra la academia St. John's —aclaró Edward.

—¿Eso está en la ciudad, verdad?

—Sí, y son bastante buenos.

—Estoy segura de que ganaremos.

—¿Por qué estás tan segura?

—Porque soy positiva —respondió, alzando su puño al aire—. Además, Zach es muy talentoso.

—¿A qué viene todo esto? —se preguntó Edward, confundido.

—Quiero ir a verle jugar. Quiero animarlo.

—Siempre podemos grabarlo.

—¡No es lo mismo! —se quejó—. También quiero que vayas tú.

—¿Por qué yo?

—Porque Zach es nuestro amigo y te admira, él querrá verte ahí.

—Yo tenía pensado quedarme aquí, contigo...

—No te preocupes por eso.

        Ella actuaba con confianza, muy segura de sí misma. Edward intuyó que no le estaba contando todo, pero pronto descubrirá de qué se trataba. Irene acomodó un cabello pelirrojo detrás de su oreja y dio un leve giro sobre la cama, quedando acostada sobre su brazo izquierdo y mirando a Edward fijamente.

—Ed, ¿podemos ir a la azotea? —preguntó, mirándolo con ojos de cachorro—. Quiero ver el atardecer, necesito la luz del sol.

—¿Ya completaste el ciclo de terapia?

—Sí, han pasado diez horas. Hoy me dejarán dormir sin los cables.

—Entonces vamos, te llevo y regresamos.

        La ayudó a desconectarse de los cables y la tomó de la manos, ella estaba débil. Debía hacer actividad física, por muy leve que fuera, estirar las piernas la ayudaría. Una vez lo habían intentado antes, pero ella se desmayó. No tenía su característico olor a jazmín, de eso se dio cuenta cuando le pasó el brazo por encima del hombro. Juntos salieron de la habitación y se encaminaron por el pasillo.        No alcanzaron a tomar el ascensor, por lo que Irene le sugirió ir por las escaleras, eran solo dos pisos más. Edward dudó, era demasiado esfuerzo para ella. Con atrevimiento y a la misma vez inocencia, Edward la cargó en brazos, capturó para siempre la forma en la que sus brazos se acomodan perfectamente a su silueta, y la sorprendida expresión en el rostro de ella; estaba sonrojada.

Se colocó en posición, dejando sus piernas colgando y se agarró al cuello de la camisa de Edward, buscando protección.        Él no era precisamente atlético, pero sentía a Irene delgada. El cambio en su peso era notable por las rodillas puntiagudas, sus clavículas más definidas y lo delgados que estaban sus muslos en comparación a lo que una vez fueron. La cargó hasta el último piso, la azotea. Tuvo que dar una patada para abrir la puerta y entrar. Llegaron en el momento justo, el sol no se había puesto aún, las palomas surcaban los cielos y la brisa hizo silbar las sábanas blancas tendidas al rincón.         Pudo sostenerla en sus brazos por siempre, pero ella pidió que la bajara, así lo hizo. Caminó hasta un rincón cerca de la pared y palmeó el suelo, invitando a Edward a sentarse a su lado. La estuvo sintiendo un poco rara todo el día, pero no hizo preguntas, siendo prudente en todo momento.

—Es una vista preciosa —se dirigió Irene a él, que se sentaba a su lado.

—Sin lugar a dudas.

—Los doctores le dijeron a la abuela que podría volver a casa a finales de julio, a seguir la terapia asistida desde casa.

—Pero son excelentes noticias, ¿no? —sonrió inconscientemente.

—No cambia mucho. Estaría muriendo de igual manera, pero en un lugar diferente.

—No hables de esa manera, por favor.

—Es la verdad, amor.

—No me hagas esto.

—Querías que fuera honesta, ¿cierto? —ella sonaba enojada, mucho. La expresión de su rostro era férrea y sombría—. Pues toma un golpe de sinceridad.

—Hay esperanzas, tenemos tiempo.

—Ese es exactamente el problema, Edward —le respondió, desafiante—. Yo me estoy quedando sin tiempo.

—¿Hay algo que pueda hacer?

—Ojalá fuera tan fácil como eso.

—¿Tienes miedo?

—No me hagas reír —respondió mordaz—. Tengo aceptado que iba a morir desde que cumplí los trece.

—¿Entonces?

—No quiero que Dorothy siga pagando doctores, terapias y su puta madre. Es una total pérdida de tiempo.

—Ella te ama, se preocupa por ti.

—¿Crees que si no fuera consciente de ello, no hubiera acabado con mi sufrimiento hace mucho ya?

—No estarás pensando en... —Edward se temía lo peor.

—Exactamente, pero no tengo lo que hay que tener.

—Basta, ¿por qué me dices estas cosas a mí? ¿Acaso no te perturba mi sufrimiento?

—¿Cuál es tu mayor anhelo, Edward? —ella en verdad quería saber eso, justamente en aquel momento. Lo desconcertó su brusco cambio de humor, y el tema de conversación. Era imposible seguirle el ritmo y no sentirse perdido.

—No lo sé, supongo que... Me gustaría que mi abuelo siguiera vivo.

—A mí me gustaría poder enojarme.

—¿Con quién deseas estar enojada?

—Siempre he pensado —inició Irene, con la vista baja— que la culpa de todo lo que me ocurre, esta enfermedad, era de mi padre. En vano, traté de odiarlo pero, cada día lo echo de menos. ¿Es eso siquiera posible?

—Eres una chica de gran corazón, podrás superar esto.

—Ambos sabemos que no será así.

—Por favor, no te des por vencida.

—He vivido, he luchado y he perdido.

—Tú me enseñaste que el mundo es un lugar hermoso... —intentó buscar su mano para sostenerla, ella la alejó de un manotazo.

—¡Mi mundo es cruel! ¡No tiene nada de hermoso!

—No sé por qué sigo luchando por ti, cuando ni tú misma quieres hacerlo —Edward se puso de pie, enojado se dio la vuelta, dispuesto a irse.

—¡No me des la espalda cuando te hablo!

—¡Es lo que debí haber hecho desde el comienzo!

No quería seguir hablando, no quería arruinar su atardecer. Entre ambos hubo tensión, Irene se había puesto en el camino bloqueando la puerta. Sus rostros quedaron rojos de tanto gritar, el ambiente estaba crispado por la tensión y el rencor acumulado entre ambos. Edward trataba por todos los medios ponerse en sus zapatos, pero era difícil empatizar con ella porque su actitud nunca era la misma desde que entró al hospital.

Estaba en un punto muerto.

Irene se dobló por el dolor, cayendo de rodillas ante Edward, se cubría la boca con la mano cuando comenzó a toser con violencia. El muchacho se apresuró a ponerse a su altura, quería verificar si estaba bien. En efecto, no lo estaba. Las manos de Irene estaban manchadas de sangre, este líquido cubría la extrema palidez de su piel. Asustado, Edward llamó a un doctor que los asistiera, pero estando en la azotea no los escucharía nadie.         La pelirroja enfermiza, se aferró a Edward con las manos humedas, logrando que el muchacho guardara silencio por un momento. Al hacer contacto visual con ella se percató de algo inaudito, ella lloraba. Irene, la chica fuerte que Edward creía conocer había mostrado su lado más sensible y había roto su coraza ante él. De los ojos avellana caían lágrimas y lágrimas, como las hojas secas en el frío otoño de noviembre. Le pareció que se iba a desmayar otra vez. Edward la estrechó con fuerza contra su pecho, la rodeó con sus brazos en un abrazo. Irene lloraba sin consuelo en su hombro, y él se mordía el labio con tanta fuerza que estuvo cerca de romperlo con los dientes delanteros.

—Estoy tan, pero tan cansada de seguir luchando, Ed... —se le escuchó decir en el llanto—. No puedo seguir haciendo esto, duele...

—Nuestros mundos se eclipsan, pero yo seguiré aquí para ti —Edward confesó, su determinación quitaba el aliento—. Aunque nuestra realidad se desmorone y las estrellas caigan con ira sobre nosotros, estoy feliz de haberte conocido.

—No quiero morir... Tengo mucho miedo —Irene sollozaba entre sus brazos.

—Mírame —Edward la obligó a verlo a los ojos, le pasó el pulgar por el rostro húmedo y consumido por el dolor—, no voy a ir a ningún lado sin ti.

—¿Me lo prometes? —preguntó limpiando su nariz, con la punta colorada.

—A partir de ahora, no vale decir adiós.

—Lamento haberte hablado de esa forma —se disculpó suave, su comportamiento no había sido apropiado.

—Está bien, ya pasó. Todo estará bien.

—Estos medicamentos hacen que tenga tanto sueño.

—¿Quieres que te lleve a tu habitación?

—No, quiero quedarme aquí, contigo, viendo el atardecer.

—¿Segura? —él quería verificar.

—Sí. Abrázame, no me dejes ir nunca.

Volvieron a sentarse donde estaban hace un par de minutos, la espalda de Edward tocaba la pared, y la de Irene estaba pegada a su pecho, se encontraba en posición fetal alrededor de los brazos de su Ed. Con las piernas separadas para que ella pudiera ubicarse mejor, hundió su cabeza en lo profundo de los cabellos pelirrojos, recordando la fragancia de jazmín que solía usar, ahora había sido reemplazada por jabón de hospital y acondicionador. Ella estaba fría, como un sapo, pero en aquella posición no tardó en entrar en calor.

Ambos observaron el amanecer, hasta que Edward insistió en que era hora de volver, antes de que le diera el aire frío, ella le sorprendió con un comentario mordaz sobre su repentino instinto protector y actitud para con ella. Ignorando sus comentarios, pero decidido a mantener su forma de ser, se puso de rodillas en la posición de un carguero y la llevó en lo que era conocido como "a caballo". Era sumamente agradable la forma en la que los delgados brazos de Irene le envolvían el cuello, en adición se podría mencionar su agradable aliento a menta en el cogote, produciéndole al mismo tiempo escalofríos y le calentaba el oído.        Cuando llegaron a la habitación, la enfermera dio de cenar a Irene y también la llevó a la zona de aseo. Edward había tomado su tiempo hablando con su madre, contándole que lo más probable es que se quedara a dormir con ella en el hospital, en respuesta obtuvo un feroz.

Pídele salir.

Ese día había conectado más con Irene de lo que hubiera hecho jamás con ningún otro ser humano con vida. Temió recibir un no como respuesta, así que ignoró su consejo y esperó intercambiando mensajes de texto con Zach. En el bolsillo de su mochila, abierta, avistó un lápiz amarillo con punta afilada e instintivamente sus manos fueron a él.        Cuando Irene regresó, Edward tenía un pie sobre el muslo y descansaba vagamente en un sillón que ya tenía los cojines aplastados. Irene tenía el cuero cabelludo húmedo y la nariz roja, junto con un pijama nuevo color verde. El muchacho se despidió de la enfermera y se sentó junto Irene para sumergirse en el romance de la literatura rosa. Tenía el respiradors cubriendo gran parte de su rostro, pero fue feliz sabiendo que ya pronto no tendría que llevarlo, si era posible, en largo tiempo.         Tenía un mechón húmedo pegado a la frente, pero no se atrevió a tocarla para removerlo. Ella se veía tan tranquila, que la idea de poder despertarla le parecía un pecado capital.

La observó largo tiempo, sujetando aún su mano frágil. Ahora que descansaba, pudo remover la mano lentamente, con cuidado de no despertarla.        Antes de caer dormido estrepitosamente en el sofá, debido al estrés diario por el que atravesaba y la puesta de sol más emocional y dramática de su vida, Edward sacó un cuaderno de su mochila junto con un lápiz, que había ocultado cuando ella regresó del aseo. No había dibujado nada en serio, no desde hacía mucho tiempo. Sobre la hoja marcada por seguida líneas azules que creaban renglones, Edward desplazaría el delgado lápiz por el papel con una fluidez en la mano que le sorprendía incluso a él mismo.

Dibujaba a una mujer que, aunque no tenía los rasgos distintivos de su musa, era sin duda Irene. El contorno de su rostro era delicado y delgado, creando énfasis en la envidiable forma de su barbilla. Los ojos eran redondos, incluso sin color, él los imaginaba castaño meloso, acompañando la nariz puntiaguda y respingona. La elevación natural de sus cejas, las llamativas y muy bien cuidadas pestañas se alzaban, como las alas de una paloma que emprendía vuelo. Para rematar, las ondulaciones de su cabello eran idénticas que los rizos que llevaba aquel último día de feria.        La belleza de Irene era inspiradora, digna de las mejores baladas y las más aclamadas esculturas. La claridad y la emoción que le provocaba el dibujo era tan vívida que, por poco no juntaba sus labios con el papel donde estaba calcada una versión de su musa.

Supuso que la euforia del momento era equivalente a la que una vez sintió Botticelli cuando inmortalizó a Venus allá, por Florencia, para el disfrute de los entusiastas que vendrían después de él.        Puso sus esfuerzos en plasmar su esencia en el papel tanto como sus conocimientos le permitían, fallar en retratarla no era opción para él. Entre suspiros que iban y venían, dio por terminada su obra nada profesional, dibujando una amapola en el abundante flujo de mechones colorados. Embobado la miró, luego a la cama donde descansaba.

¿Qué es este sentimiento? Pensamientos de amor.


Nota de la autora: Forelkest; la euforia y la emoción que se experimenta cuando alguien se enamora por primera vez.

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