𝕮𝐇𝐀𝐏𝐓𝐄𝐑 𝐓𝐇𝐑𝐄𝐄.

Edward no había estado cuidando de Irene como se le había sido encomendado, por ello sentía una gota de culpa. Al parecer, la pelirroja tampoco le había informado a su abuela, ya que la misma Dorothy no había sacado el tema nunca, ni le había reclamado nada cuando el muchacho iba a ayudarla en la librería. Se había topado con Irene por los pasillos. La veía en clase de Literatura. A la hora del almuerzo ella se juntaba con otras chicas en las escaleras del auditorio. Hasta ahí llegaba todo el contacto que habían tenido durante toda la semana. Ya era viernes, con la llegada de dicho día, todos los alumnos se veían más energéticos y preparados para recibir el fin de semana con alegría. Las últimas clases que le tocaba atender eran Biología y unos minutos en el club de Arte; no era considerado como una asignatura, pero ocupaba el mismo tiempo que una y era igual de instructiva. Caminó perezosamente al bloque de Ciencias y subió las escaleras al segundo piso, donde estaban los laboratorios. Biología era una de sus asignaturas preferidas, y se le daba bastante bien, al punto en el que destacaba sobre algunos otros.

Al llegar se encontró con la puerta cerrada. En el corredor estaban pegados junto a la pared Zach, y otra chica completamente diferente de con la que se le había visto el lunes. Zach Montgomery le explicó que la profesora, Regina, llegaba con retraso, para variar. Regina Davis era una mujer bajita y regordeta, de piel oscura y tersa. Tenía por lo menos unos treinta y seis, por su carácter parecía que era mucho más joven, su apariencia le daba un aire maduro y cuatro años de más. Era sin duda muy amable, y una excelente profesora, pero tenía unos desconcertantes cambios de humor; ella mismo lo dijo, era bipolar. Debido a sus problemas de salud en ocasiones era muy probable que llegara tarde a sus clases, o, que no atendiera en lo absoluto y sin dar explicación alguna. Ahora mismo, diez minutos después de la hora en la que su sesión debería haber comenzado, un grupo de alumnos estaba reunido cerca de la puerta y obstruyendo el paso por el corredor. La supervisora del bloque, una mujer menuda que siempre iba con un vestidito y colgante de perlas les comunicó que no podían estar en el medio del pasillo. La muchacha cautiva en los musculosos brazos de Zach le expresó su preocupación por la profesora, y explicó la situación. Como respuesta se les fue confirmado que Regina no había podido ir al instituto ese día, por problemas de salud.

Su diabetes es cada vez más problemática. Pensó Edward, con el rostro reflexivo. Todos bajaron del bloque de Ciencias, se despidieron y tomaron diferentes caminos. Edward caminó sin saber adónde ir, con las manos dentro de los bolsillos, se dirigió sin rumbo establecido. Su mente indiferente y sus pies en movimiento le llevaron al auditorio. Es donde solía meterse cuando no era libre de ir a casa, por la normativa escolar. La escuela prohibía a los estudiantes dejar el centro hasta que terminara el horario escolar, cuando ya no eran responsabilidad del centro escolar y su consejo directivo. Esto debido a un desafortunado accidente hace unos cuatro años, un chico fue asaltado y herido de gravedad. La escuela se enfrentó a un largo y doloroso proceso legal, pero lograron salir ilesos porque el estudiante sobrevivió al robo y pudo declarar que escapó, no que hubiera sido liberado por algún profesor.

En el auditorio se encontró con una gran sorpresa. En el centro del amplio espacio, había una chica con un maillot de gimnasta de color azul celeste pálido que bailaba, y bailaba bien. Tenía las piernas desnudas, porque la malla de algodón no cubría mucho más abajo de sus caderas. Sus cabellos eran como un fuego vivo, danzante libre un aire que no podía sofocarlo. Giraba con delicadeza, dando vueltas sin parar. Saltaba y caía al suelo, como un gato, sobre sus pies, ligera, sin tan siquiera emitir sonido. Nunca había visto algo tan hermoso. Ella sujetaba en su mano derecha una bastón de madera con un largo lazo blanco, que giraba en perfectas espirales alrededor de su delgada y etérea figura. Soportó todo el peso de su cuerpo en su pie izquierdo y giró, giró, giró y se detuvo con brusquedad y un toque de dramatismo digno de un profesional. Se lanzó al suelo y rodó, se levantó con un dominio y un equilibrio que no parecían obedecer las leyes de la gravedad.

Ella tenía su propio campo gravitatorio.

Era una danza digna de admirar.

Los movimientos eran caóticos, pero acordes y en sintonía con una música que ni siquiera estaba siendo reproducida. Ella era la música, era su propia melodía. Un falsete ligero e inaudible la hacía danzar con una velocidad asombrosa. Ella alzó la mano sosteniendo la vara y se vio envuelta en una espiral de poliéster y de sus cabellos pelirrojos sin atar. Parecía una mariposa, que luchaba por escapar de una muerte segura en la red de un arácnido traicionero y astuto. Ella ganaba, ese liberaba y volaba. Cesó la danza con una caída dramática. Edward desconocía si ella era consciente de que no se encontraba sola, pero ni él mismo sabía qué era eso que acababa de ver. Sus ojos apreciaban la escena con admiración y entretenimiento. Sacudió la cabeza. La muchacha se volteó, era Irene. La nieta de su jefa.

—Mirar a una chica sin decir palabra es considerado imperdonable e inapropiado. Nunca te tomé como un pervertido.

—Lo siento, no pretendía incomodarte. Sí, me iré. Lo siento.

—No. Quédate —se apresuró a decir la pelirroja.

Edward caminó al centro de la sala y se encontró con ella. Irene tenía una cintura diminuta, caderas estrechas pero agradables a la vista, se percató que gracias a esto sus hombros se destacaban ligeramente más. Tenía la frente perlada en sudor, y el mismo líquido humedece su yugular. La muchacha bebía una botella de agua y se secaba con un pañuelo blanco que tenía en la mano.

—¿Eres Edward, cierto? —preguntó ella, bebiendo agua.

—Sí. Edward Crawford —se presentó, incómodo—. Eres... muy buena en la danza.

—Lo sé —afirmó ella con un tono arrogante—. Entreno desde que soy pequeña, pero estoy oxidada y he perdido la práctica.

—Mmm, deberías estar en clase ahora. ¿No sabes dónde está el salón? Puedo llevarte.

—Cierto es, pero no he ido. Detesto Historia.

—No deberías perder clases, son importantes. Además, toman la asistencia.

—Que lo hagan, seguiré odiando la asignatura.

Edward arqueó una ceja y la observó. Ella se dirigía a él con autosuficiencia, empleando un tono prepotente. Ya no estaba la dulce y carismática pelirroja de la que todo el mundo hablaba.

—Sabes, esa carta que tenías aquel día —se explicó ella cruzándose de brazos con una media sonrisa en los labios—, era algo personal. Asumo que la has leído, ¿no es así?

—No. No la he leído —largó Edward con los ojos entrecerrados y una expresión seria—. La encontré y lo entregué.

—¿Cómo sé que no mientes?

—Creo que no tienes más opción que confiar en mi palabra.

—Ja —se burló mirándole sonriente—. No, creo que no.

—¿Qué más da? No hay nada que se pueda hacer —expresó Edward, mortificado.

—Sí que lo hay —señaló Irene—, estaré muy cerca de ti, para evitar que vayas contando mi vida por ahí.

Estaba visiblemente desinteresado en seguir hablando con ella. No tenía idea de que la encontraría allí, mucho menos, que aquel cuaderno fuera un diario personal. El muchacho se volteó, dispuesto a salir del lugar con paso lento.

—Es broma, no importa si lo has leído o no —dijo ella, haciendo que él se diera la vuelta—, pero ahora sabes mi secreto, y lo mínimo que puedes hacer es dejarme conocer un secreto sobre ti. Uno jugoso.

—No soy del tipo de gente que guarda secretos.

—Eso es estúpido, todos tenemos secretos —declaró desafiante—. ¿Qué haces después de clases?

—Tengo que...

—Excelente —le interrumpió, sin interés en escuchar lo que tenía que decir—. Te espero a la salida, cuando termines la clase que tienes a última hora, nos vemos ahí. Y no me digas que debes ir a la librería, ya he hablado con la abuela, dice que has ido todas las tardes.

Atrapado. Comenzó a ponerse nervioso, su mirada clavada en el suelo con descortesía lo único que conseguía era que la contraria siguiera hablando sin parar. La verdad, es que no tenía nada que hacer, y no debería tomarle mucho tiempo satisfacer sus inquietudes antes de volver a su solitaria existencia.

—Entonces es una cita. Nos vemos luego, Edward.

Una cita. ¿Una cita? Él abrió los labios para argumentar, pero una sonriente Irene se había adelantado y no le dejó hablar. Otra vez. Ella recogió sus cosas del suelo y se secó el sudor de la frente antes de salir del lugar sin mirar atrás. En el taller de arte hacía bastante frío, el aire acondicionado estaba demasiado fuerte y era innecesario.

El taller de arte estaba justo detrás del laboratorio de Química. Era pequeño, pero deliciosamente decorado. Había cuadros colgados de las partes, de autores extranjeros, por ende desconocidos, situados en diferentes alturas y posiciones. Al taller no entraba nunca nadie que no estuviera autorizado, o que tuviera actividades extraescolares como dibujo, artesanía, música o teatro, aunque los miembros de este último club estaban más tiempo en el auditorio que en aquella habitación. No se estudiaba nada en concreto allí, era para hacer más horas y encontrar creatividad. Edward siempre iba, aunque no hacía gran cosa. La mayoría del tiempo se sentaba en alguna silla a dormir hasta que sonara la campanada final. El taller era dirigido por un instructor llamado Luc. Tenía un acento marcado, pese a que llevase viviendo en el pueblo más de tres años. Las chicas se volvían locas por él; pero eso era normal. Era joven para un profesor, tenía el cabello rizado y oscuro; había rumores de que tenía un amorío con una profesora. Le dijo que si no iba a hacer nada era mejor que se fuera. El instructor era consciente del talento que Edward tenía para el dibujo, por eso le molestaba que perdiera su tiempo de aquella manera; lo consideraba doloroso de ver, si tan solo supiera que era aun más doloroso de vivir.

Consideró irse, pero no quería enojar a su superior. Suspiró perezosamente y tomó un lienzo pequeño de debajo de su mesa, lo miró atentamente. Agarró un frasquito de pintura color negro y analizó su contenido. Quedaba un poco más de la mitad, la tapa que lo mantenía cerrado estaba ligeramente oscurecida por el líquido. ¿Qué pinto ahora? Vaya fastidio. Sobre la mesa, Luc, el instructor, colocó un pincel usado y se alejó con una sonrisa para sentarse en su mesa. Según él, Ed era mucho más artista que todos los demás que acudían su clase. Será por su personalidad "excéntrica" de los estereotipados artistas famosos. Abrió el frasquito de pintura y lo colocó cerca suyo. Pensó en su abuelo, y en las tardes que solían pasar juntos dibujando paisajes inexistentes, pero, que de existir, harían del mundo un lugar precioso.

No sentía ese cosquilleo en los dedos, ni tenía una idea fluida en su cabeza sobre lo que iba a hacer. Accidentalmente su pincel terminó golpeando el frasco de pintura y terminó cayendo sobre el lienzo inmaculado. Afortunadamente pudo tomar el frasco antes de que la pintura manchara el suelo, le caería una buena por dañar el material escolar. Para más de su suerte, Luc estaba demasiado entretenido con su portátil como para percatarse del accidente que había causado. Tomó un trapo sucio que habían lanzado al suelo y limpió la pequeña mancha sobre la mesa. Tenía las manos húmedas y negras. Hacía tanto tiempo que no tenía las manos manchadas, que había olvidado la sensación que provocaba. Algo conmovedor le sacudió de repente. El lienzo estaba completamente arruinado, o casi en su totalidad, pero no quería tomar otro nuevo. Sin más remedio suspiró y movió el pincel de un lado a otro por los siguientes veinticinco minutos que le faltaban para que sonara la última campanada. Luc se acercó a él, deseoso de ver qué había hecho su alumno. Se decepcionó bastante cuando se percató de que no había nada legible en el lienzo. Aún así, lo guardó y apuntó a Edward con el dedo para decirle que en la próxima sesión tenía que completarlo y hacer algo decente con él.

El muchacho tragó saliva y se acercó al grifo en el borde de la mesa para lavarse las manos. De sus dedos manchados salía la suciedad y los químicos pegajosos bajo el flujo del agua fría. Se sacudió las manos para secarlas, y abandonó el salón, junto con los demás. Tenía la mochila sobre un hombro y la mirada baja. Recordó las palabras de Irene, y se apresuró en irse con la esperanza de salir antes que ella. La primera impresión que tuvo de ella no fue la mejor, ni la más favorable. La pelirroja seguía siendo un tema caliente que daba mucho de qué hablar y todos alababan su personalidad. Que era muy carismática, decían. Bufó. En la entrada del instituto estaba Irene, junto a otra chica de cabello corto y castaño. Conversaban muy amablemente y se sonreían mucho. La chica fue advertida por Irene, se volteó a ver a Edward con cara de pocos amigos y una mirada afilada. Con un gesto de la mano de la pelirroja, la otra muchacha desvió su amenazadora mirada y se despidió de su amiga, pero no le dirigió la palabra a él. No entendía, pero tampoco hizo preguntas.

—Vaya, hasta que llegas, ¿eh?

—Lamento haberte hecho esperar.

—No te preocupes —ella intentó calmarlo y sonrió ampliamente—. Vamos, andando. Quiero llevarte a un sitio y si nos quedamos aquí parados, seremos arrastrados por la corriente.

Ella se refería al grupo de estudiantes que se agrupaba en la entrada, y la única salida del lugar para irse a casa. El sol del mediodía no perdonaba, y todos querían irse a sus casas a comer. A mitad de camino, sorprendentemente, fue él quién decidió romper el silencio y deseó saber adónde se dirigían. Como respuesta obtuvo que a algún lugar para comer algo dulce. Siguieron caminando hasta por unos diez minutos y se detuvieron frente a un local que tenía un cartel en la entrada que decía "21st Century Miraculous Candy" Era la repostería local más visitada. El dueño del local es un señor de baja estatura y de nombre Giovanni. Irene confesó que era adicta a los postres que servían en el lugar y que casi todas las tardes pasaba para deleitarse con algún bocadillo. Cuando entraron al local, había muchos estudiantes del instituto y de otros ubicados por todo el pueblo. Encontraron una mesa libre que quedaba cerca del cristal que tenía vistas a la calle. Ella declaró que ese era su rincón y que siempre se sentaba en el mismo sitio. Sobre la mesa circular había una carta ligera, diseñada con pasteles y con el nombre del local en cursiva en la cima. Irene señaló con un dedo la lista de platillos que podían ordenar. Ella tenía muy claro qué iba a pedir, pero se preocupó de no dejar a Edward fuera. Hizo unas cuantas recomendaciones, él no estaba tan seguro.

Al final dijo que solo pediría una rodaja de pastel de chocolate con almendras. Cuando acordaron que era prudente pedir, Irene se levantó y dijo que volvería enseguida con las ordenes. Efectivamente, fue bastante rápido, considerando que antes que ella estaban en fila dos estudiantes de secundaria, ella se las arregló para que la dejaran pasar con no sé qué excusa; por algún motivo, no lo dudó. Volvió con las manos llenas. Traía en un plato el pastel de Edward, y en la otra una copa de helado de chocolate blanco con oreos. Mientras merendaban, Irene tuvo tiempo de contarle toda su historia o gran parte de ella. Había nacido fuera del pueblo, a diferencia de sus padres, quienes se fueron a vivir al extranjero, donde la tuvieron a ella.

Su padre es el hijo de la señora Dorothy, y ella es la única hija del matrimonio. Mencionó que su madre era una cazadora de talentos, sin éxito y su padre un profesor de inglés que cuando ella tenía seis años, murió durante un accidente automovilístico. Ese día iba con él una mujer, que no era su esposa. Era un relato bastante triste, que lo hizo dejar de comer y mirarla con respeto, pero ella empleaba un tono dulce y fluido, como si ya lo tuviera superado. Su madre había organizado el traslado del cuerpo al pueblo para que Dorothy pudiera tener un lugar al cual presentar sus respetos, y llorar sus penas. Edward se sorprendió con todos los talentos que ella decía tener, le demostró que hablaba con exquisita fluidez el japonés tradicional y que bailaba ballet desde muy temprana edad, pero que en algún punto entre su noveno y decimocuarto cumpleaños, le habían prohibido bailar por una condición médica que él no quiso preguntar, por respetar su privacidad. Además, era buena cocinando y disfrutaba de los postres y comidas dulces. Sintió curiosidad por él, así que dejó de hablar de sí misma, para preguntarle.

—Ed, ¿te puedo llamar así? —preguntó ella, él asintió con la cabeza—. Mi abuela me ha comentado que se conocieron en un festival de poesía, ¿es cierto?

—Sí, hace un par de veranos —confirmó y la observó jugar con sus cabellos pelirrojos.

—Quizá algún día puedas darme un recital privado, ¿qué crees?

—Tampoco es que sea un profesional, ¿sabes?

—Mmm, eso es lo de menos —dijo golpeando delicadamente la cucharilla de plomo con la copa de cristal—. La abuela dice que se te da bien.

—Si insistes, puede que algún día.

—¿Qué hay de ti? Tienes hermanos?

—Tengo una hermana menor, su nombre es Olivia.

—¡Qué ternura! —exclamó—. Yo siempre deseé una pequena hermana, pero mis padres no estaban por la labor.

Ella bajó la mirada y dejó de emitir sonidos con la cucharilla. Contestaba mensajes de su móvil, bastante ancho y con un protector rosa decorado con pétalos de cerezo.

—Oye, si estás preocupada por lo de tu carta, te aseguro que no he leído nada.

—¿Eh? ¿Tanto te cuesta creer que alguien puede llegar a disfrutar de tu compañía? —preguntó ella, pero no era necesario responder. Siguió hablando—. Además, ya te he dicho que no importa si lo has leído o no.

Ella tomó una pausa, ojalá lo hubiera dejado ahí.

—¿Crees que si tuviera algo embarazoso secreto te estaría hablando tan descaradamente? Mi abuela quiere que tenga amigos en el pueblo, será para tenerme vigilada; quiere que pasemos tiempo juntos. Y yo por no discutirle, daría oro. —se explicó ella, alzando las manos con despreocupación.

—Ya veo... Lo siento.

—Que sepas que nadie te obliga a nada. Si quieres irte, vete.

—No es eso lo que quise dar a entender.

Ella se rió ligeramente y se dejó caer sobre el respaldo metálico de su asiento, le sugirió que no fuera tan formal que se dejara llevar. Su comportamiento lo intrigaba morbosamente.

—Creo que lo hace más por ti que por mí. Según me dice, no tiene muchos amigos.

—Así lo he decidido —se mantuvo firme en su postura, con un rostro serio pero sus facciones estaban relajadas.

—¿Se puede saber por qué?

—Desinterés.

—Vaya, eres un caso inusual.

—Eso me han dicho.

—Yo podría ser tu amiga.

—Estoy seguro de que tienes mejores cosas que hacer.

—No te creas. La verdad, no. Tengo mucho tiempo libre —lo de no identificar las causas perdidas parecía ser un factor genético de las mujeres Sawyer.

La sonrisa de Irene era pura e inocente, parecía que nunca nada malo le había pasado. Era como una Irene totalmente diferente a la que había visto en la mañana. A lo mejor era que se había terminado acostumbrando a su personalidad.

—¿Has acabado ya?— preguntó la pelirroja, llamando su atención.

—Sí, ¿quieres irte a casa?

—Eso estaría bien. Y no te preocupes, sé el camino perfectamente —le hizo saber Irene, buscando algo de dinero en su bolso negro.

—¿Entonces no quieres que te lleve a casa?

—Eres todo un caballero —intervino—. No es necesario, está a unas cuadras de aquí. Llegaré enseguida.

—De acuerdo... eh, esto, ¿nos vemos mañana?

—¡Muy bien! Haces progresos con tus habilidades sociales —se mofó la muchacha que ya se ponía de pie—. Por cierto, no tengo tu número. Dámelo.

Más que un favor, aquéllo parecía una orden.

Su rostro palideció por un instante, pero recuperó el color y sacó de su mochila lápiz y papel y recortó el trozo del borde con unos números escritos en él, se lo entregó a ella e inspeccionó el contenido para luego guardarlo en su bolso. Edward dejó un billete junto con el de Irene sobre la mesa.

—Hasta mañana, Ed.

Se despidió de ella con la mano y fueron en direcciones contrarias, ella nunca se volteó para darle una última mirada, pero él sí. La observó alejarse y perderse en una curva a la derecha de la calle. Él se percató de que no era el camino para llegar a la residencia de los Sawyer, a lo mejor se trataba de un atajo que desconocía. No le dedicó un segundo pensamiento. El cielo se teñía con un tono naranja nostálgico, anunciando la inminente llegada del atardecer. Quedó pensativo, aún por algún motivo pensando en la merienda de aquella tarde. Irene era tan misteriosa. Por un momento deseó haber leído su diario, descubrir sus intereses amorosos, los recuerdos vergonzosos que todos experimentaban, aquello que podría atormentarla y tal vez encontrar información de por qué se había mudado tan de repente al pueblo. A lo mejor así sabría por qué ella se molestaba tanto de que hubieran podido leer sus intimidades. ¿Tenía en verdad algo que esconder? Con las manos en los bolsillos, sacó la llave de casa y la introdujo en la cerradura. Las chicas son todo un misterio.

Nota de la autora: Eumoiriety; estado de felicidad plena debido a la inocencia.

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