Esclavitud.

Esclavitud.

Alezzander obedeció y se puso de rodillas para  a lavar los pies de su señora. Había aprendido a soportar el dolor que le causaba tener contacto con el agua pura cada que debía lavarle los pies a cualquier miembro de la familia que lo solicitara. Alezzander nunca se quejó, pues sabía de antemano que ellos hacían todo eso a propósito.

La mansión era muy grande, pero él tenía un sentido del oído muy agudo.

—Hazlo más suave —exigió su ama. Él solo asintió y se concentró en su tarea.

Ya no le apetecía si quiera saborear la sangre de sus amos. Era casi como si ese instinto hubiese muerto en él y en todos los de su especie. Desde hacia miles de años que no necesitaban de la caza para subsistir, ya que los humanos a cargo les daban lo que correspondía, 

La música de violín seguía sonando suavemente, por la estancia. A Alezzander le encantaba el color rojo vino que tenía todo. No podía quejarse, tenía suerte de haber caído en manos de personas más o menos buenas. Conocía casos en los que el sirviente designado no era más que usado como objeto de tortura y experimentación. En cambio a él lo habían usado simplemente como nana y sirviente. Le confiaban los niños y todo lo que tenía que ver con su alimentación y cuidado.

—Después, por favor, limpia todo —dijo la señora. Alezzander volvió a asentir.

Escuchó los pasos de los pequeños desde el fondo de la casa. Deseaba sentir apego hacia algo o alguien, pero no sentía más que un aprecio superficial por todo. Un sentido de pertenencia inútil e inculcado en el que no hallaba ninguna razón de ser. Un leve sentimiento de familiaridad.

—¡Alezz! —gritó la niña, corriendo con los brazos abiertos hasta él. Alezzander sonrió discretamente cuando ella se asió de su cuello.

—¡Erica! —le reprendió la señora.

—Ven a jugar, Alezz —susurró la señorita.

—Debo terminar mi tarea primero, además ya es muy tarde, señorita —contestó Alezzander con voz suave.



La mansión estaba oscura y silenciosa. El momento favorito de Alezzander para sentarse tranquilamente y cenar. Beber sangre fresca en medio de la noche era una de las pocas cosas que llegaba a disfrutar realmente, mientras intentaba imaginar cómo sería encontrarse con otros como él.

Bebió el último trago de sangre de su copa y miró la luna llena a través de la ventana, luego miró a su alrededor.

—Alezz —susurró una voz.

—¿Señorita Erica? ¿Qué hace despierta a esta hora?

—No puedo dormir —respondió ella, frotándose los ojos. Él la observó.

Lucía el cabello rubio y lacio, desaliñado. Su bata de dormir se transparentaba ante la luz de la luna, dejando ver un par de pechos sin desarrollarse por completo y curvas que le recordaron a una especie de venus preadolescente, que aún no había alcanzado su máximo esplendor.

—Debe volver a la cama, señorita —ordenó Alezzander.

Ella lucía sublime pero no despertaba nada en él. Nada más que una simple admiración por lo bello y lo sensual. La señorita se acercó a él y lo tomó por el brazo.

—Llévame a la cama —pidió, dejando su cabeza caer sobre la mano de Alezzander.

Él la tomó con suavidad y la cargó en brazos, llevándola a través de los pasillos, luego dejándola sobre su cama.

—Alezz, no te vayas —pidió la señorita, acomodándose sobre sus piernas.

Alezzander suspiró y comenzó a peinar su cabello con los dedos. Aún podía oír los violines de fondo, tocando sin parar, mientras la señorita Erica dormitaba sobre sus piernas, removiendose un poco cada tanto. Eso hacia que su vestido se subiera, dejando al descubierto sus delgadas piernas.

A veces sentía que el destino había sido injusto con ambos. Él al ser un esclavo incorrupto y ella a corromperse hasta ser solo una flor marchita...

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