Los niños perdidos
OUDE MAGIE (Magia Ancestral)
Autora: Clumsykitty
Fandom: DC/Marvel AU
Parejas: Stony, Superbat, Cherik, Winterlord, Halbarry, entre otras.
Derechos: pues a escribir sobre cosas que no me pertenecen.
Advertencias: esta historia es extraña como su creadora, angustiosa, cruel y salvajosa. La receta de siempre en un mundo inspirado por The Witcher. Avisados están.
Gracias por leerme.
***
Los niños perdidos.
"El tiempo saca a la luz todo lo que está oculto y encubre y esconde lo que ahora brilla con el más grande esplendor."
Quinto Horacio Flaco.
Ciudad Oscura no era diferente al tipo de ciudad que se construía dentro de valles profundos en la Tierra de Arena Infinitas, un continente largo donde las dunas dictaban la suerte de sus habitantes. Hecha a base de excavaciones en su roca negra igual que su valle, estaba controlada por el Príncipe de la Eterna Sonrisa, un hombre desquiciado que azotaba a la ciudad con sus cacerías nocturnas en las que liberaba siempre sus nuevos esbirros. Ningún regente de sangre noble había aceptado ese lugar porque estaba atestado de murciélagos, los heraldos que anunciaban cuando los sicarios del príncipe eran puestos en libertad y el terror comenzaba. Los murciélagos salían volando, pasando delante de la luna como una llamada de advertencia. Por ello todos los habitantes de Ciudad Oscura aprendieron a vivir en los túneles subterráneos, dejando sus casas con sus animales a merced de las locuras de aquellos dementes como una ofrenda a cambio de no buscarlos en los túneles.
Por eso los murciélagos se convirtieron en un símbolo para Ciudad Oscura, un signo distintivo que iba desde las joyas que se hacían, los derivados que obtenían de los pequeños cuerpos de los animales y ese respeto por siempre alertarlos de las escaramuzas del príncipe quien odiaba esos animales más nunca había podido erradicarlos. Y es que debajo de los túneles de ladrillo que los habitantes habían hecho, corrían otras cuevas húmedas, peligrosas por sus caminos cual laberintos donde ellos dormían y tenían sus nidos. Nadie había querido nunca incursionar tan abajo por miedo a perderse y morir al quedarse sin la luz de las antorchas que se apagaban por el aire enrarecido. Solamente los ojos que podían ver en la oscuridad eran capaces de moverse entre las estalagmitas y estalactitas filosas sin despertar a los murciélagos.
Thomes de Wayn era uno de ellos.
Un prófugo de la Guerra Santa, que había salido hacía muchos años de Ciudad Madre, una de las joyas de la Tierra de Arenas Infinitas por su esplendor, poderío y centro de conocimiento sobre magia. Nadie en su sano juicio abandonaría un lugar tan provechoso donde vivir para cambiarlo por la pocilga que era Ciudad Oscura. Thomes lo necesitaba por sobre todas las cosas, nadie nunca le buscaría ahí y tenía una muy buena razón para hacerlo. En realidad, tenía tres fuertes razones para aquel escape que tenía ya más de dos décadas si contaba bien. La primera era su identidad, nadie debía saber que en realidad su nombre era T'om'a, un guerrero elfo de sangre real. La segunda, su esposa, una humana de nombre Mahra, por la que renunció a su inmortalidad para vivir el resto de sus días junto a ella. Y la tercera, quizá la más importante de todas, por la que Thomes incluso daría su vida.
—Bruce, no te detengas.
—No, padre.
El elfo había sido salvado de la muerte más horrible gracias a Jor-El, un Krytoniano, el cual pertenecía a esa raza de guerreros magos descendientes de aquellos fundadores del Templo, pero que habían buscado la vida de ascetas lejos de los lujos y el poder que en Tierra Santa existía, prefiriendo la tundra hostil junto a la Garra de Hielo como hogar. Jor-El no se enteró de su raza sino hasta que le fue removido el casco que los magos le habían puesto para impedir que usara su poder. Al haberle salvado, Thomes no pudo contraatacar porque era violar una regla sagrada de su pueblo que aun honraba, así que en su lugar y a cambio de ser liberado llamó a la tradición más antigua del mundo, que reyes, magos, guerreros y Comunes obedecían por igual.
Primus Mirum, el Regalo de la Sorpresa.
El pago sería la primera cosa que Thomes obtuviera sin saber al volver a casa, una sorpresa. Casi siempre terminaba siendo un perro callejero que podía recibir al recién llegado a su pueblo natal, un pan que algún samaritano obsequiara o un turbante que los sacerdotes siempre daban a todos los varones que andaban en vía pública con la cabeza descubierta y que se consideraba una falta peor que evadir la Oración Vespertina. Jor-El no pudo negarse, recordándole al elfo su promesa tatuándole en su pecho el símbolo del Kryptoniano, un signo mágico en forma de S. La suerte quiso que Thomes se topara en el camino con su esposa Mahra, quien le buscaba desesperaba y había llegado muy lejos solo porque deseaba decirle que estaba embarazada. La sorpresa había sido dada y Bruce le pertenecería a Jor-El.
Fue algo que el elfo no pudo consentir, mutilando sus orejas con fuego hechizado para evitar que recuperaran su forma, arrancándose ese trozo de piel tatuado y tomando a su esposa encinta para huir a Ciudad Oscura donde nació su primogénito. Tampoco era extraño que a veces fuese un hijo el que se obsequiara por el Primus Mirum, el problema radicaba en la sangre híbrida de Bruce. Si alguien llegaba a saber que era mitad elfo, lo matarían sin piedad. O bien, Jor-El podía usarlo para experimentar con él y crear algún monstruo que vender al Príncipe de la Eterna Sonrisa. Las posibilidades eran muchas, pero todas desagradables para un padre que se las había arreglado para convertirse en un curandero, vivir igual que un Común y criar a su pequeño como el guerrero que alguna vez había sido su padre. Teniendo sangre humana la magia estaba fuera de su alcance, sin embargo, Thomes había encontrado que su pequeño tenía algo más, algo extraño que quizá se debía a su nacimiento.
Bruce había nacido en el tiempo intermedio entre el invierno y la primavera, un tiempo que su pueblo elfo llamaba "el tiempo de los pescadores", porque todos los nacidos en esos días solían "pescar" un talento en el océano del Legado que jamás volvería a verse. La voluntad de su primogénito era indomable, ya había sacado canas a su padre, decidido, fuerte pese a su joven edad. Quizá su rasgo más distintivo era el control sobre su miedo que podía proyectar en sus rivales. Fue con los murciélagos donde lo notó, cuando Bruce era un niño y se perdió en las cuevas. Los murciélagos despertaron y atacaron. El niño gritó aterrado antes de quedarse callado y mirarlos a los ojos, entonces toda aquella salvaje bandada salió despedida como si hubieran visto algo que los hizo huir del híbrido. Thomes supo que ese don sería un problema en contacto con un mago, porque ellos podrían detectar semejante habilidad que solamente estaba en la raza de los elfos, condenado a su hijo a una suerte horrible.
Thomes podía odiar a Lord Magnus, pero no a costa de sacrificar a su único hijo.
Al elfo no le interesaba vencer al Gran Maestre del Templo, el responsable de la masacre de su pueblo. Quería que su hijo viviera feliz y preferentemente sin ser torturado. Prefería mil veces las constantes amenazas del príncipe demente que la caza de los magos. Si bien en la Tierra de Arenas Infinitas los Meta Humanos no seguían las reglas de sus pares en Tierra Santa, usando más lo que se llamaba la magia pagana o sucia, no dejaban de ser magos. Los Magos Libres, o como ahora los llamaban, los Injustos. A diferencia del otro continente donde cada Reino Santo poseía un monarca que un mago manipulaba a su antojo para servir al Templo, en aquella tierra de enormes dunas y valles secos, eran los Injustos quienes reinaban las más grandes urbes sin usar un títere real para ello. Pocas ciudades, como Ciudad Oscura, tenían un gobernante. Y eso no hacía mucha diferencia, todos ellos rendían cuentas a la máxima autoridad de Ciudad Madre: el Jerife Iskandar Luthor.
—Los murciélagos están inquietos, padre.
—¿También lo sientes, hijo mío?
—Pareciera que algo cambia.
—Ojalá que sea para bien.
Bruce miró hacia el techo rocoso lleno de murciélagos durmientes por unos instantes antes de continuar con su camino con pasos furtivos. Thomes le siguió, siempre atento a sus movimientos. Otro asunto relacionado con su primogénito era el signo de los cielos que había acompañado su nacimiento, cuando apareció un cometa de larga cola. Los Niños del Cometa, así bautizaron a todos los vástagos nacidos en aquella temporada y que fueron meticulosamente exterminados por los Meta Humanos que odiaban cualquier tipo de augurio élfico. Para el pueblo del exiliado guerrero, había una magia superior a la adulterada de los magos que llamaban La Ley. Una muy superior incluso a la magia ancestral que los elfos llamaban El Legado. Solo la conocía por un nombre que escuchó alguna vez de boca de su Hechicero Supremo: la Fuente.
—¿Cuándo podré tener un arma en mis manos, padre?
—El día que las estrellas dejen de brillar en el firmamento.
—Todos en Ciudad Oscura tienen armas para defenderse.
—Por eso terminan muertos antes de su tiempo.
Thomes había visto signos de la Fuente en su hijo, como ese control del miedo o esa mente que podía ver cosas ocultas en palabras o acciones con una certeza más clara que cualquier oráculo. Los niños mestizos nacidos bajo el cometa que tocaban a la Fuente que no tenían magia, pero sí podían invocar un poder mil veces superior capaz de vencer a cualquier Meta Humano. Esa información muy pocos la sabían, era algo que se había perdido en uno de los tantos incendios de las bibliotecas élficas en la masacre de su pueblo a manos de los Santos -los magos de Tierra Santa- con la ayuda de las huestes del Jerife Luthor -los Injustos-. Ya habían pasado décadas desde entonces y confiaba en que la memoria tan volátil de los Comunes, o humanos, no recordara nada de ellos o que los Meta Humanos hubieran menguado su odio irracional contra los elfos. Ellos ni siquiera habían comenzado la Guerra Santa, pero terminaron casi extintos.
—Hemos llegado —dijo Thomes al tocar las escaleras húmedas de roca, embarradas de excremento de murciélago.
—Por fin.
—La paciencia es una virtud que aun debes moldear, Bruce.
Subieron por los escalones que zigzagueaban hasta uno de los túneles menos transitados que daba al bazar principal de Ciudad Oscura. Padre e hijo cargaban en sus espaldas esos bultos con pociones, ungüentos, hierbas y alimentos que curaban para venderlos antes de que cayera la tarde. Había días buenos y malos, entre ambos tenían suficientes monedas para comer y vestirse. Con un bastón expandible como arma de protección colgando en un cinturón, terminaron de recorrer el túnel para subir a la superficie, mezclándose entre la multitud. Los gritos de los comerciantes se mezclaban con los gruñidos, bufidos o maldiciones de sus potenciales compradores. En esas tierras, ver monstruos, Comunes maldecidos con formas de bestias y aprendices de magos era cosa de todos los días. Thomes tocó el hombro de su hijo al momento de separarse de él con una señal de que se verían ahí antes del atardecer.
—¿Qué es esto?
—Buena mujer, es un caparazón de hombre tortuga, recién traído de las costas. Para mantener la piel joven y alejar los malos espíritus.
—Pondría todas las que pudiera si eso alejara a los Bufones.
—Comience con una, mi señora.
El elfo miró ese caparazón que debió costarle una muerte horrible a un monstruo. Cada vez había menos, de los tiempos antiguos. Thomes había visto otros nuevos, extraños con un aroma que gritaba necromancia, una de las tantas magias practicadas en la Tierra de Arenas Infinitas. Y prohibida por muchísimas razones. Jugar con el tiempo y la vida no era algo que fuese del orden natural, pero ya no había nadie que quisiera escuchar a un elfo. Anduvo de aquí para allá, vendiendo y regateando por unas horas hasta notar una cuadrilla de jinetes encapuchados con mantos que gritaban su lugar de origen, el Gran Desierto. La zona más hostil del todo el continente por un calor capaz de cocer la piel viva y una fauna de lo más peligrosa. Esos jinetes de rostros cubiertos con sus espadas curvas servían al amo de aquellas tierras. El Emir Ra's Al Ghul, uno de los poderosos magos que ayudaron al Templo a masacrar a su pueblo, temido por esa magia y su Legión de Asesinos.
Un enano gritó al comenzar una pelea con un Común, cerca de la cuadrilla. La súbita riña asustó a uno de los caballos que tiró a su jinete, echándose a correr entre coces que lanzó a los que estaban a su paso. El caos vino al bazar porque no pudieron controlar al animal por más que buscaban sujetarlo por las riendas. Los demás jinetes fueron tras él, matando a los que les estorbaban, así fueran niños o mujeres. Thomes escuchó un grito más lejano, usando su vista de elfo para ver a lo lejos. Todos ya estaban huyendo tanto del caballo como de los asesinos buscando alcanzarle, entre los atropellos una pequeña niña humana había quedado tirada en el fango. El caballo desbocado estaba por alcanzarla y seguramente aplastarla sin que su madre pudiera alcanzar a rescatarla, arrastrada por la temerosa multitud.
Pero Bruce si la alcanzó, quedándose entre la pequeña y el caballo quien preparó sus patas delanteras al verlo en su camino. Thomes contuvo el aliento, tomando su bastón para lanzarlo al animal cuando vio que su hijo miró fijamente al caballo. De nuevo ahí estaba, ese don tan extraño. La bestia frenó sin levantar sus patas para lastimar a ese joven con sus manos en alto que no le quitó la vista de encima. El caballo bufó y relinchó, como si algo le inquietara. Thomes corrió, abriéndose paso para alcanzar a su hijo, siendo los demás jinetes quienes lo hicieron, rodeándolo. Al menos la pobre madre que había ya dado por muerta a su niña pudo rescatarla, dejando a Bruce a merced de los asesinos. El elfo tragó saliva, podría hacer algo, pero ahí en medio del bazar era exponerse y llevaba años sin invocar nada.
—¿Qué sucede aquí?
La voz de Ra's Al Ghul hizo que todos se giraran, el pueblo hincando una rodilla en señal de respeto ante el Emir quien avanzó en su semental, observando el caballo que fue recuperado por su jinete y a ese joven humano en el medio.
—Este Común ha intentado robarle, alteza.
—Mentira —replicó Bruce sin pensarlo, recibiendo una bofetada de uno de los asesinos.
—¡Silencio, criatura inferior! ¡Hablarás cuando se te ordene!
El Emir entrecerró sus ojos, llegando a donde el muchacho cuyo mentón hizo levantar con su fuete.
—¿Cómo fue que detuviste a un caballo que solo obedece a su jinete?
—Todos los animales reaccionan igual, si eres agresivo con ellos, responderán así.
—¿Solo fuiste amable? —Ra's Al Ghul arqueó una ceja, inspeccionando esas ropas de tela pobre y gastadas, su turbante viejo. Esos inquietantes ojos azules— ¿Curandero?
—Sí... alteza.
—Curioso que una criatura como tú tenga tanto temple, aun ahora no estás asustado.
Thomes apretó sus puños, escondido detrás de unos comerciantes. Si se adelantaba, expondría a su hijo, pero tenía que quitarlo ya del escrutinio de aquel mago. La suerte pareció sonreírle cuando uno de los lacayos del príncipe apareció por uno de los callejones.
—Alteza, el príncipe le espera para su audiencia.
Ra's Al Ghul dejó a Bruce, llamando a sus asesinos quienes lo escoltaron, antes de perderse se volvió una vez más hacia ese humano tan peculiar. No había detectado magia alguna en él, pero había llamado su atención. Cuando todos volvieron a sus asuntos, Thomes corrió para tirar del brazo de su hijo.
—¿Qué crees que hacías?
—Salvar a la niña. Tú me has dicho que toda vida es valiosa.
—Unas más que otras.
—El caballo no quería lastimarme, solo estaba asustado.
—No vuelvas a hacer eso, ¿entendido? Y cuando uno de esos magos te hable, te sería mejor si inclinaras la cabeza y no la irguieras como si fueses superior.
—Lo siento, padre. No quise ofenderte con mi comportamiento.
Thomes le abrazó, aliviado y temeroso. —Debemos regresar, tu madre debe estar esperándonos ya.
—No pude vender todo.
—Otro día será. Vámonos, Bruce.
Mahra escucharía la historia tan angustiada como lo hubiera estado Thomes, salvo que ella no reprendió a Bruce, limitándose únicamente a darle un beso en sus cabellos y sentarlo a cenar algo de pan recién horneado con leche de cabra y carne agria.
—Solo fue un momento tenso, Thomes, nada más —murmuró ella cuando su hijo les dejó.
—Tal vez deberíamos irnos.
—¿A dónde? Ya no queda un buen sitio... a menos que volviéramos a Tierra Santa.
—Jamás.
—Lo lograremos aquí, cariño. Ya lo verás.
—Debiste verlo, si hubiera estado cerca un mago de sangre noble, se hubiera dado cuenta de que Bruce estaba usando algo más fuerte que un encantamiento.
—Pero no hubo ninguno, tú mismo te aseguraste de ello —Mahra alcanzó una de las manos de su esposo que besó— Ellos jamás pisan los barrios pobres ni llenos de Comunes como nosotros, su vanidad es nuestra mejor aliada.
—Ya es capaz de enlazarse con los murciélagos. Hoy me lo dijo.
La mujer suspiró. —¿No puedes... restringirlo?
—Sería peor, y no soy un hechicero para ello. Tendré que entrenarlo más.
—No seas tan duro con Bruce, esposo mío. Dirige tu ira hacia mí, la que no pudo darte más descendencia.
Thomes negó, acariciando una mejilla de Mahra. No había sido tampoco culpa de ella, sino de los murciélagos y el contacto diario con sus heces o sus pelos, solían dejar a todas las mujeres estériles. Así como los protegían, también podían maldecirlos de esa manera.
—Es una parte de ti, es una parte de mí. Lo mejor de ambos. Mi cariño de padre a veces me ciega.
—Y no te deja ver que has hecho buen trabajo, o seríamos otros padres llorando sobre el cuerpo destajado de su hijo.
—Hablaré con él más tarde.
—¡Padre! —Bruce regresó al pequeño comedor abriendo la puerta por completo— Hay una riña en el bazar, realmente grande y no son los Bufones.
—Pero ya casi se oculta el sol... —murmuró Mahra, volviéndose a su esposo.
—Solo echaremos un vistazo rápido —Thomes la miró— Prepara las cosas para bajar.
Aun no salían los murciélagos, lo que era un tiempo muy corto entre su augurio y el regreso a los túneles para protegerse de las cacerías nocturnas. Bruce casi corrió hasta el lugar donde estaba la pelea por los enormes jarrones llenos de mercancías traídas de Tierra Santa. Un descuido de su mercader había dado pie a que todos se pelearan ahora por unas piezas que iban a alimentar muchas bocas por unas semanas. Thomes negó al ver a todos atacarse como bestias salvajes poseídas por la avaricia. Entonces, sus ojos captaron un brillo en el fango, algo que ningún ser podría ver porque era magia élfica. Llamando a su hijo a quien tomó por un codo, lo arrastró entre puños, cuchillos, garras y colmillos hasta la figura que yacía malherida en el suelo, con ese medallón brillando en su pecho.
—¿Padre? —Bruce no entendió la acción, empujando algunos peleadores de vuelta a sus propias batallas por unas joyas.
—Debemos llevarlo con nosotros.
—¿Qué?
Los murciélagos salieron despedidos, todo aquel callejón lleno de seres arrebatándose el botín de los jarrones apenas si los notó.
—¡Ayúdame, Bruce!
Entre ambos, cargaron con el muchacho inconsciente en medio de la riña, llegando a casa cuando la noche ya era oscura igual que las carcajadas de los Bufones, sicarios del príncipe que ya se aproximaban. Dejaron la casa para meterse a un túnel por el cual bajaron arrastrando a su malherido extranjero, dejando ese lugar y tomando la ruta hacia las cavernas profundas hasta instalarse en un recoveco previamente adaptado. Mahra encendió las lámparas de aceite, tomando un cubo de agua para limpiar el rostro y pecho del joven con ropas de Tierra Santa, ligeramente diferentes más la tela y hechura eran de aquel continente. La mujer no había hecho preguntas cuando llegaron con él a la casa, ni tampoco ahora, igual que su esposo, entendía el por qué debían ayudarlo.
—¿Recuerdas tus lecciones sobre hierbas, hijo mío? —dijo ella, llamando a Bruce— Ayúdame con estas heridas.
—Sí, madre.
Thomes no le quitó la vista de encima al muchacho de cabellos cortos y una barba alrededor de su mentón muy fina, alcanzando el medallón con ese broche que tomó, mirándolo por turnos entre su sello que mostraba una cruz caída y el rostro del muchacho desconocido. Mientras Mahra y Bruce atendían las heridas que había sufrido en el ataque a la caravana con los jarrones, el elfo murmuró las palabras que abrieron el broche, revelando un resplandor verde claro proveniente de un trozo de cristal.
—¿Padre? ¿Qué es eso?
—Kryptonita.
Aquel joven extranjero de Tierra Santa se levantó de golpe, asustando a Mahra. Tenía ojos azules, del mismo tono que Bruce. Miró alrededor, desconociendo el sitio donde se encontraba y deteniéndose en Thomes, estirando una mano temblorosa hacia él.
—Por favor... ayúdeme, mi nombre... es Anthony... de Stark... ayúdeme...
Calló de nuevo inconsciente, presa de la fiebre por las heridas con Mahra corriendo a socorrerle una vez más, limpiando su rostro empapado. Bruce se volvió a su padre quien lucía como si hubiera estado en trance con el broche abierto y esa luz verde resplandeciendo contra su rostro. Thomes apenas si respiraba, tratando de comprender lo que estaba pasando.
¿Por qué el Maestre Charles Xavier le había enviado otro Niño del Cometa?
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