La Guerra Santa (II)
OUDE MAGIE (Magia Ancestral)
Autora: Clumsykitty
Fandom: DC/Marvel AU
Parejas: Stony, Superbat, Cherik, Winterlord, Halbarry, entre otras.
Derechos: pues a escribir sobre cosas que no me pertenecen.
Advertencias: esta historia es extraña como su creadora, angustiosa, cruel y salvajosa. La receta de siempre en un mundo inspirado por The Witcher. Avisados están.
Gracias por leerme.
***
La Guerra Santa.
Segunda parte: la Batalla de los Ríos Carmesí.
—¡Erik!
Charles gimió con fuerza, apretando las sábanas de las que tiró hacia su rostro cuando Erik le penetró de golpe con una embestida profunda que hizo temblar todo su cuerpo al sentir el calor de esa erección palpitante abrirse paso en su cuerpo. Trató de jalar aire, con las mejillas rojas y la frente perlada de sudor, mirando la fina tela de las sábanas sobre las que yacía boca abajo. Un par de brazos levantaron apenas su pecho al rodearlo, acariciando sus erectos pezones mientras se acostumbraba a esa invasión.
—Charles...
Erik besó la mitad de su espalda, lamiendo el sudor que corrió por ella, subiendo hasta su hombro que mordió con fuerza, dejando una marca que duraría días. Le encantaba hacer eso. Sus labios encontraron espacio libre en su cuello para chuparlo, apenas si dejando parte del peso de su cuerpo sobre el de Charles, quien jadeó, apretando sus párpados al sentirlo acomodarse para entrar todavía más.
—Tranquilo, amor mío.
Todavía eran amantes, todavía podían hacer el amor sin que acabara en una pelea. Con la desaparición del Cónclave, el bastón de mando pasaba directamente a ellos por jerarquía. Erik convocó a todos los magos para pelear en contra de los elfos. No más cartas, los hechizos y las armas iban a hablar por ambas partes. Así habían comenzado las primeras peleas, haciendo huir a quienes estaban en el medio. Los primeros en perder fueron los humanos. Después las criaturas mágicas. Todavía querían las cabezas de cada dragón existente para fundar reinos donde los magos tuvieran la última palabra.
—Estoy... bien...
—¿Seguro, tesoro?
—Muévete.
Magnus rió contra sus cabellos empapados de sudor, disfrutando de lo estrecho de su amante al salir apenas para volver a entrar con un empujón fuerte. Charles gimió, arqueándose contra él, arrancando por completo las sábanas que terminaron enredadas en sus manos. Pronto sus caderas encontraron la sincronía para un vaivén lento que fue aumentando entre cada jadeo o quejido que escapó de sus labios.
—Te amo, Charles.
Este no respondió, rodando sus ojos cuando la punta de aquella erección al fin encontró esa zona que le hizo perder la razón. Fue un martilleo sin piedad, con los gruñidos de Erik contra su oído que fueron ahogados luego por sus gritos que llenaron la recámara hasta que su cuerpo se tensó, apresando el miembro del más alto en un nuevo orgasmo. Charles apenas sonrió al percibir la tensión del cuerpo sobre el suyo, ese calor que inundó su vientre cuando Erik terminó en él, empujando de forma errática sus caderas contra su trasero. No hubo más sonido que sus respiraciones agitadas, el aroma de sus cuerpos o el semen sobre las sábanas.
—Erik...
Se quedaron así unos minutos, antes de que Erik se levantara, saliendo muy despacio del cuerpo de Charles y bajando de la cama para servirse una copa de vino, mirando el balcón de ventanales abiertos que dejaba ver la construcción casi terminada de la cúpula central de su templo. Charles le observó, sin moverse todavía, recorriendo con la mirada ese cuerpo bien formado, alto, la mirada fiera de Erik que comenzaba a inquietarle. Estaba cada vez más obsesionado con vencer a los elfos, a quienes culpaba de su quemadura en su hombro. Había algo más, y Charles lo sabía. Solo los elfos evitaban que los magos tomaran el control del mundo, que lo gobernaran a sus anchas. ¿Para qué quería algo así? Lo ignoraba, primero creyó que era por él, más las acciones recientes de Erik le demostraron que no estaba en sus prioridades bélicas.
—¿Lees mis pensamientos, Charles?
—Sabes que no hago eso —se quejó este, al fin levantándose con un ligero quejido por un aguijonazo en sus caderas, sintiendo algo correr entre sus piernas. Alcanzó un camisón que ponerse antes de dejar la cama e ir a su lado, abrazándole por su cintura besando su pecho desnudo— Tú tampoco usas tu magia conmigo, ¿no es así?
—No —Erik bajó su mirada, acariciando su mejilla aún sonrojada— Tú no.
—¿Erik?
—¿Qué sucede, cariño?
—Escuché decir que usarás a mis estudiantes... para pelear.
—Todos los magos deben unirse. Incluyendo los más jóvenes.
—Pero, Erik, ellos aún no están listos —Charles frunció su ceño— Y soy yo quien debería ordenarles.
—Disculpa, no quise ignorar tu autoridad.
—¿Es que no puedes considerar una tregua?
La mirada de Erik cayó en esa marca en el hombro derecho de Charles dejada por el fuego de Ego.
—No.
—Erik...
—Ya no quiero hablar de eso —Erik le sonrió, levantándole de las caderas para llevarlo a la mesita más cercana donde lo tendió, rasgando ese camisón de un solo tirón— Esta noche solo nos pertenece a nosotros dos, Charles, solo los dos.
Charles hizo un arco perfecto contra la superficie de madera cuando Erik le embistió de golpe, apretando esas caderas con sus piernas, aferrándose a su ancha espalda al inclinarse para besarle hasta que sintió que se mareaba. Erik sabía de su madre sirena, nunca le había ocultado el origen de su madre. Por eso no entendía cómo podía hablar de manera tan despectiva de las criaturas mágicas cuando él llevaba en la sangre parte de ellas. Charles jaló aire, enterrando sus uñas ante el ritmo que impuso Erik, cerrando los ojos con fuerza para dejarse llevar. A veces quería mencionarle algo que no estaba seguro estuviese en su naturaleza, pero los tiempos eran cada vez más violentos. Ya no estaban tan juntos como antes, y las pocas veces que lo estaban era cuando hacían el amor o Erik le contaba sobre sus planes para las futuras peleas que se avecinaban. Suficiente era pelear en las segundas para echar a perder las primeras.
—Te amo, Erik...
Para sorpresa de todos los magos, los humanos les defraudaron uniéndose al lado de los elfos junto con las criaturas mágicas y los Elementales. Solo los enanos estuvieron en su bando, creando armaduras o armas que eran hechizadas. El rey Thakorr se quedó con ellos a cambio de recibir más territorio dentro del continente y no solo las costas, a lo que Erik accedió sin consultar a Charles sobre ello. Los dragones comenzaron a surcar los cielos en busca de las escuelas de magia para vaciarles todo su aliento de fuego. La paciencia del Maestre Magnus fue achicándose conforme llegaban más informes de todos los puntos del continente con batallas perdidas. Charles dejó de verlo en el comedor o descansando. Buscó calmarlo en la alcoba que compartían por las noches, pero su corazón le decía que esa mirada estaba inundándose de una oscuridad que iba a ahogarlo.
—¡Erik! —le gritó, lanzándole una carta a la cara, en medio de una reunión de magos— ¿Has llamado a los Magos Libres?
—¡Perderemos si no lo hacemos!
—¿Qué es lo que quieres ganar?
—¡NO CEDERÉ ANTE LOS ELFOS! ¡NINGÚN MAGO VA A REVERENCIARLOS NUNCA MÁS!
—¡Estás perdiendo la cabeza!
—¡DEJA DE DEFENDERLOS, CHARLES!
—¡TRATO DE SALVARLOS A TODOS! ¡DE SALVARTE A TI...!
—¡NO NECESITO QUE ME SALVES!
Fue la primera vez que Erik lo golpeó, una bofetada que lo lanzó al suelo. Los demás se quedaron quietos cual estatuas. Mystique ordenó que los dejaran solos con un gesto de sus manos, retirándose en el más discreto silencio y cerrando las puertas del salón principal. Charles sollozó, con una mano sobre su adolorida mejilla que se sintió como si hubiera sido tocada por un hierro candente. Erik tembló, cayendo de rodillas después para abrazarlo, acurrucándolo en su regazo donde lo meció besando sus cabellos.
—Perdóname, Charles, perdóname.
—¿Sabes cómo me llaman? —Charles le miró con lágrimas en los ojos— Me dicen tu concubina, pero no me importa, Erik. No me importa los nombres que me pongan o lo que piensen de mí, porque te prometí amarte por sobre todas las cosas. Trato de no perderte, cada vez estás más lejos.
—Estoy aquí, sigo a tu lado.
—No llames esos magos, Erik, ellos no conocen la piedad.
—¿Qué piedad tuvo Ego contigo?
Charles no supo en qué momento pasaron de los llantos a los besos, de las disculpas a los votos de amor mientras sus manos desnudaron sus pieles. Se entregó a Erik una vez más, sobre aquel trono de piedra bajo la mirada de las colosales estatuas de los grandes magos de antaño, los primeros humanos que aprendieran de los elfos los secretos de la magia. Testigos de mármol de aquella unión desesperada, voraz. Charles sollozó ante las feroces embestidas de Erik, su vientre llenándose varias veces de aquella semilla caliente que iba a encontrar manera de florecer. Porque otro de los dones de las sirenas era su capacidad de otorgar vida sin importar el portador, y su madre le había obsequiado esa capacidad de la que no estuvo consciente hasta después.
Los Magos Libres, de esas tierras salvajes, llegaron una noche bajo el mando de Iskandar Luthor. Las fuerzas de los magos por fin se unieron. Erik comandaba a los Santos, como se autodenominaron ante su misión de purificar al mundo de la magia élfica que tanto había dominado. Los magos de Luthor pronto adquirieron un nombre que provocó terror: los Injustos. Un título que se ganaron al dejar ríos de sangre por donde quiera que pasaban. Charles le suplicó a Erik que los detuviera, pero ya no fue escuchado. Solo le quedó pelear al lado de su amado, orando porque la razón volviera a su mente cada vez más desquiciada, perdida en una bruma que no podía despejar. No sin romper su juramento de no usar su magia en él. Bosques fueron arrasados, criaturas mágicas -que comenzaron a llamar monstruos- cazadas hasta la muerte.
Una balanza que se inclinó a favor de ellos, los Meta Humanos, como los llamaron después.
Cuando todos esos seres del mundo antiguo empezaron a ser acorralados, pidieron una tregua. Fue Charles quien la recibió, solo para verla ser arrojada al fuego por las manos de Erik con la sonrisa de Luthor quien estuvo presente. Thakorr conquistó el Bosque Susurrante que taló por completo, haciendo arder en fuego a los elfos sobrevivientes. Su primogénito, Namor, nació para ver unas tierras cambiadas por la guerra, que recibieron su nombre. El Reino de Namoria Atlantis. Latveria cambió de rey cuando el viejo Werner cayó ante los pies de Ra's al Ghul. Su hijo, Víctor, se inclinó ante el Injusto a cambio de mantener su reino y su título. Los dragones fueron desapareciendo igual que los Elementales. En un intento de apaciguar las sangrientas peleas, Charles salió con todos sus estudiantes hacia las costas de la península que entraba hacia su templo en el centro del continente. Una brecha abierta cuando cayó el dragón Bor.
Siendo hijo de una sirena, Charles adoraba el mar. Verlo de nuevo, con sus olas tranquilas sin mancha de sangre le hizo querer escapar océano adentro, pero sabía que Black Manta ya había exterminado ese reino, porque ofreció a Erik sus pieles. Charles se encontró llorando frente al mar, ajeno al ejército elfo que apareció por un portal, dejándolos acorralados contra la playa. Hank le llamó, pero su mente se había perdido en los dulces recuerdos de cuando estudió con Erik. Todas esas veces que habían hecho el amor, sus juramentos de nunca separarse. Logan le tumbó al suelo justo a tiempo antes de que un ataque de magia lo hubiera convertido en polvo, trayéndolo de vuelta a la realidad. Todos sus estudiantes y amigos estaban malheridos, cuidándose de las flechas envenenadas para matar magos.
Charles gritó desesperado.
Un grito que estremeció la tierra, liberando su magia.
Al volver en sí, por la voz de Ororo, fue cuando notó lo que había hecho. Toda aquella península que había tenido parte bosque y parte hermosos prados de flores tiernas no era nada más que un desierto ahora, con los cuerpos de los elfos esparcidos alrededor y sus cabezas explotadas. Sus estudiantes estaban a salvo, igual que los amigos que habían estado con él en esos momentos. Esa tierra nunca más volvería a florecer así. El mar se tiñó con la sangre del ejército elfo, tampoco volvería a su color azul claro. Charles quiso levantarse, sus piernas le fallaron con un mareo que trajo náuseas. Apenas si pudo arrastrarse a la orilla del mar para vomitar. Todos creyeron que se debió al despliegue de aquel poder que nadie nunca pudo igualar, y a la escena dejada por el mismo.
No los contradijo.
Cayó enfermo, pero no quiso volver donde Erik. En su lugar, se movió junto con sus estudiantes hacia el sur, siguiendo la costa. Charles quería llegar al Bosque de las Dríadas, no sabía a quién más recurrir. Envió de regreso a Mystique, su hermano Caín y Dientes de Sable junto con Logan. Sabía ya que ellos iban a darle la espalda en cuanto supieran de sus verdaderos planes. Lilandra le recibió, limpiando las lágrimas que derramó en su pecho al pedirle perdón por lo que había hecho, a nombre de los crímenes de Erik, los Santos y los Injustos. Ella le acompañó hasta donde se encontraba el último refugio de las criaturas mágicas que el Clan Richards protegía, a escondidas de Erik. Ahí pasó su embarazo, encerrado en una torre donde impidió noticia alguna sobre la guerra, no podía más y no quería volver a desatar esa magia tan agresiva en un impulso por proteger a su hijo.
—Erik tiene que saber, Charles —le aconsejó Lilandra, cepillando sus cabellos.
—No.
—¿Por qué?
—Lo usaría...
—¿Has leído su mente?
—Jamás. Es algo que siento aquí, en mi corazón.
Mientras su vientre crecía la tierra se tiñó de rojo, aquel bosque que perteneciera al poderoso Rey Elfo Agamemno cambió sus hojas doradas por un color carmesí de tantas criaturas muertas. Tiempos que Charles ahogó en lo profundo de su mente. Así llegó el tiempo en que nació su hijo, entre desgracias. Logan volvió, sorprendiéndolos al haber dado con ellos. Pidió hablar a solas con Charles, quien notó en su expresión que algo no estaba bien. Erik no estaba muerto, lo sabía.
—Charles —Logan hizo algo que nunca había hecho, poner una rodilla en el suelo e inclinar su cabeza ante él— Lo siento...
—¿Qué sucede?
—Erik se ha desposado con la hermana de Iskandar Luthor.
Charles se llevó una mano a su vientre, las primeras contracciones aparecieron. Fue cosa que duró un día entero para su agonía. A la noche siguiente, nacía su primogénito y único hijo, Dawid. Cuando su pequeño lloró, la tierra tembló como jamás lo había hecho. Sería un fenómeno del que todos hablarían y que asociarían con la caída del último reino élfico. Lilandra puso el bebé en los brazos de un ojeroso y pálido Charles, quien besó su frente entre lágrimas por un amor perdido, traicionado. La reina de las Dríadas le observó, acercándose a él con una mirada seria.
—Charles, este niño es un Niño Profecía.
—Ya no puedo estar aquí, no quiero vivir más en esta tierra.
—¿Estás dispuesto a cruzar el océano buscando un lugar dónde vivir?
—Sí.
—Entonces yo iré contigo.
—Lilandra, no...
—Tal vez no pueda inspirarte el mismo amor, pero déjame sanar tu corazón, Charles.
Prepararon todo para marcharse para siempre de aquel continente. Irían a las islas que estaban cerca de las tierras de los Injustos. Con suerte encontrarían un trozo de tierra que nadie conociera y donde Dawid pudiera crecer sin ser perseguido por ser un Niño Profecía. Fue su mejor estudiante, Jean de Grey, quien trajo las últimas malas noticias. Entró abriendo las puertas de par en par con una auténtica expresión de terror que Charles no olvidaría.
—¡CREARON A LOS CENTINELAS! ¡CENTINELAS QUE CAZAN MAGOS! ¡CENTINELAS QUE PUEDEN ASESINARNOS!
¿Cómo lo habían logrado? Charles no quiso enterarse ya. Esos titanes de un metal inmune a la magia caminaban largas distancias. No descansaban, no dormían o comían. Sus puños aplastaban los magos que podían olfatear a grandes distancias. Y un grupo de ellos había detectado a Charles con sus estudiantes. Dawid lloró como adivinando la suerte que caía sobre todos. Lilandra quiso detenerlo cuando se levantó de la cama todavía sin recuperarse del todo, caminando hacia el patio en lo alto de su torre que miraba hacia el mar del Oeste. La desesperación de Charles lo hizo lograr lo imposible, levantando ambas manos y rechinando sus dientes ante el esfuerzo, trajo del fondo del océano un bloque de tierra que hizo salir para crear una enorme isla que empujó, alejándola del continente.
—¡CHARLES! —Lilandra corrió a él al verlo caer de rodillas, pero Charles levantó una mano.
—Llévate a mis estudiantes, sálvalos de mis pecados.
—No... ¡NO!
—¡Si vamos todos juntos nos masacrarán! ¡Ya vienen, Lilandra!
—Charles...
—¡Ahora!
Los Richards les proporcionaron un barco en que partir, mientras que Charles, temblando de fiebre y miedo ante el poder de los Centinelas cada vez más cerca, tomó a su hijo recién nacido para huir de aquel refugio igual que sus anfitriones a quienes ordenó buscar refugio con los Santos. Las criaturas mágicas que habían albergado se fueron con los estudiantes del Maestre Xavier, quien tomó una pequeña barca con que navegar río adentro para llamar la atención de los Centinelas.
—Lo siento, hijo mío. Lo siento tanto.
Aquellas cosas, de los últimos ataques que los monstruos intentaran contra los Meta Humanos, eran enormes como imparables. Cayeron sobre la fortaleza dejándola hecha añicos. No tardaron en dar con Charles y Dawid, corriendo por entre árboles en plena madrugada fría con el aroma de la muerte rodeándolos por los cuerpos descomponiéndose aquí y allá. El bebé lloró sintiendo la angustia de Charles, pues su fin era inminente por más que intentara poner barreras mágicas. Un pesado puño casi los aplastó, cimbrando el suelo y rompiendo las raíces precariamente aferradas de los árboles. Charles esquivó un par de los que fueron cayendo, pero no el tercero. Su instinto le hizo adelantar las manos para que el tronco no cayera sobre Dawid, quedando prensado entre fango, huesos de cadáver y musgo. Los Centinelas lo rodearon, esos ojos huecos observando a sus dos víctimas.
El golpe fatal nunca llegó.
Charles abrió sus ojos, sin soltar a su bebé que estaba mirando a los Centinelas fijamente con un par de ojos resplandecientes. Esos monstruos habían sido convertidos en hielo que fue desvaneciéndose en la madrugada. Hubo un silencio largo donde el Maestre Xavier no se atrevió a respirar, había atestiguado el poder del hijo de dos magos poderosos. Dos antorchas iluminaron a este y su hijo que temblaba de frío y miedo. Charles levantó su rostro para ver a dos elfos mirarlo con frialdad, con una sílfide detrás de ellos. La dulce criatura empequeñeció al volar sobre Dawid a quien calmó canturreando en su lengua.
—Ya, ya. Nadie te hará daño. Vamos chicos, no se queden ahí, ¡ayuden!
Por las armaduras que portaban, el joven mago supo que eran de la realeza. Los dos elfos levantaron el tronco, revisando su espalda lastimada igual que su vientre que había soportado semejante golpe.
—No puede caminar, de obligarlo a hacerlo romperíamos su espalda —dijeron entre ellos en su lengua élfica que Charles conocía.
—¡Pues cárguenlo!
—¿Has perdido la cordura, Janett?
—No somos asesinos como ellos, no somos como ellos.
—Mi hijo —Charles suplicó— Pueden matarme a mí, solo perdonen la vida de mi hijo.
Quedaron sorprendidos de que hablara su lengua, en tiempos donde todo lo que fuese de origen élfico era despreciado cual peste. Habían seguido a los Centinelas, extrañados de encontrarlos en su camino pues casi todos estaban en el Norte, destruyendo el templo de Erik Magnus. Los dos príncipes se miraron, volviéndose a la sílfide que frunció su ceño y luego bufó como regañándolos.
—Bien, con la condición de que no vuelvas.
—Me iré... si puedo ir en esa dirección.
Charles indicó la dirección hacia la isla. Los elfos lo levantaron con cuidado, usando sus brazos como una silla improvisada mientras que la sílfide de nombre Janett llevó entre sus brazos a Dawid a quien arrulló hasta dejarlo dormido. Todavía estaba un navío ligero de una vela en el puerto. Apretando los dientes para resistir el dolor, Charles subió, jadeando y pidiendo a su hijo de vuelta. La sílfide se volvió a los elfos con una mirada que pedía un favor que ellos no pudieron negarse a otorgarle. Uno de ellos rodó sus ojos, apenas si sonriendo.
—Si decides ir, es probable que no volvamos a vernos.
—No puedo dejar solo a este bebé ni a su madre.
—Tienes suerte, mago mestizo, te ha bendecido una sílfide.
—No tengo con qué pagarles, más que el P...
—¡No! —el otro elfo alzó una mano interrumpiéndole— Eso no. Te hemos salvado la vida porque llevas en la sangre, herencia de un pueblo hermano. Una vida por una vida. Así es como pagarás, cuando lo necesitemos, no habrás de negarte o todo lo que amas perecerá.
—Que así sea.
Charles había conocido al príncipe Howald, y al príncipe T'om'a. Ambos nietos del poderoso Rey elfo Agamemno, asesinado por Erik con ayuda de Iskandar Luthor, y quien maldijo al luego ungido Lord Magnus con la visión de su derrota a manos de un hijo que jamás conocería.
Un hijo que sería la perdición de todos.
Pero en aquel momento, todo lo que pudo pensar Charles fue en la bondad que el mundo antiguo tuvo para él, y que protegería hasta sus últimas consecuencias, ignorando que una máscara pálida con forma de búho atestiguaba su partida hacia la isla que llamaría Edén.
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