El banquete

La mansión estaba sumida en un silencio trágico. Solo se escuchaba el minutero de los relojes que adornaban la pared del salón principal. Desde allí, un amplio pasillo alfombrado se bifurcaba en dos brazos, cuyo trayecto era acompañado por delicadas acuarelas que representaban escenas de caza. El de la izquierda llevaba a la habitación de los padres de familia que ahora se encontraba sola, siendo que ambos se hallaban en el cuarto de la niña, en el ala opuesta de la casa. El viejo doctor se había retirado minutos antes, moviendo la cabeza a de un lado a otro con expresión de impotencia en su rechoncho rostro, coronado por el infaltable sombrero de piel de castor. Al salir, comparó la hora de su reloj de bolsillo con los del resto de la casa y lo guardó en el bolsillo de su chaleco. El carruaje lo esperaba en la puerta.

—¿Y la niña, doctor?

—Ya no está en mis manos.

Las palabras del médico desintegraron las pocas esperanzas del personal de la casa, que eran quienes disfrutaban de las travesuras de la pequeña, mientras sus progenitores se dedicaban a viajar por el mundo. La cocinera cubría su rostro mojado, con un pañuelo; la joven doncella no ocultaba su pena y sollozaba sentada a la mesa de la cocina. La niñera y la institutriz se tomaban de las manos queriendo darse fuerzas inútilmente. 

Por orden de los dueños de casa, nadie se acercaría a la habitación de la niña y solo ellos permanecerían con su hija, mientras era consumida por la fiebre y los delirios. Cuando la madre notó que la vida abandonaba el cuerpo de la pequeña, emitió un grito desgarrador  que alertó a todos del desenlace de la enfermedad.

Sobre la cama, una niña yacía inerte junto al dolor irreparable de sus padres. Del otro lado del espejo, un gran banquete tenía lugar. El Sombrerero iniciaba el discurso de bienvenida y los aplausos se sucedían desde todos los confines del bosque. Hasta la Reina Roja trajo bombones para la fiesta y, sentada en la cabecera de la mesa, Alicia reía feliz, con su vestido nuevo y las cintas de raso en el peinado. Sabía que nunca estaría sola y que allí festejaría todos sus "no cumpleaños", por siempre.

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