Introducción
Estoy segura de que la perra infame de mi cuñada algo tiene que ver con todo este embrollo. No sabría decir cómo. Las piezas no han terminado de encajar del todo en mi rompecabezas mental, pero lo siento en mis entrañas. Tanta maldad en ese cuerpito tan pequeño iba a desbordar tarde o temprano, lo supe siempre.
La lógica indicaría que no, que no puede ser cierto, pero mi imaginación hasta me sugiere que ella misma podría haber enviado el murciélago defectuoso a China.
La historia es la siguiente, un domingo, sin previo aviso ni ningún tipo de preparación psicológica para esta situación, la tipa admite ante toda la familia que "estoy diviiiiina". Por supuesto, no pudo evitar poner cara de perro rabioso y no pudo disimular la envidia asomándose por los ojos, pero que esas palabras salieran de sus labios del infierno era un acontecimiento único en su clase.
Unos días después, pum, pandemia. No, no, no puede ser casualidad.
Se lo dije al mismísimo presidente el día que anunció el aislamiento social obligatorio. Claro que él no me escuchó, porque aparentemente tampoco tengo poderes de telepatía. ¡Qué desgracia! Le grité al televisor, pero nada, Albert seguía hablando como si nada.
Ahora estoy encerrada, sin poder probar mis locas teorías conspiratorias y asumiendo tristemente que la realidad es ésta: entramos en cuarenta, ya sea por mi cuñada, los chinos o el murciélago amorfo.
No queda otra que decir "Al mal tiempo, buena cara", ¿o era buena pinta? Bueno, como sea.
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