Parte 1

Hace siglos que vivo en esta casa, si se le puede llamar así: dos habitaciones con las paredes casi derruidas, un plástico negro y grueso a modo de techo; de mobiliario una silla que fue parte del juego de comedor, regalo de casamiento de mi hermana, cuando los días todavía eran normales; la mesa ratona del patio y como cama un colchón relleno de lana: sucio, pesado, olor a humedad, herencia de mi abuela. Aún así, recuerdo los tiempos gloriosos y los siglos de luz de esta morada: construcción antigua, de techos altos con apliques de yeso y plafones de bronce; paredes señoriales vestidas de un color rosa viejo, retratos familiares circunspectos pero cargados de jocosa ternura y pisos de baldosas en un matiz bordó intenso, tan brillantes que podías ver tu imagen reflejada en ellos. Todo en ella era funcional, osmótico, eterno… y ahora… desde la última guerra interuniversal por colonizar los nuevos planetas en el año 3030 y los gobiernos en manos de los laboratorios científicos, sumadas todas las enfermedades que se diseñaron en los últimos decenios y la vacuna contra la mortalidad (sí: la mortalidad llegó a ser el peor de los flagelos… por suerte mi familia no sobrevivió para vivir tremendo horror), han pasado muchas cosas en este pobre mundo: los animales y plantas que subsistieron evolucionaron a seres muchísimo más superiores que nosotros los humanos y se fueron hace tiempo a otra dimensión (¡ah! Me olvidé de eso: no solo se supo de nuevos universos sino que las dimensiones paralelas y perpendiculares existían y fue posible migrar hacia ellas); por ende, nuestra “casa azul” se convirtió en un búnker rocoso y árido, no apto para vivir (a menos que sepas hacerlo con lo mínimo). Y mi hogar colonial amorosamente funcional se convirtió – como el planeta – en tierra de nadie, en cúmulo de escombros, en un grotesco intento por permanecer erguida en espíritu pero que, muy en el interior, sabiendo que se va a derrumbar porque no soporta más los embates del tiempo (algo también ideado por los científicos). La gloria de este edificio familiar se fue con los huracanes, las inundaciones, los aludes, los saqueos y hasta con mi propia familia. Más allá de todo, cuando cierro los ojos, vuelvo a ver al mundo y a mi casa como eran en su esplendor: llenos de colores, sabores, aromas, imágenes, mortales… personas… no entes sin sentido y sin sentimientos como los pocos inmortales que quedamos aquí.
Hace poco nos mandaron un comunicado vía neurorecepción que debíamos desalojar nuestras ¿moradas? Y nos invitaban a la migración obligatoria y permanente a otro planeta, a otro universo o adonde queramos, pues este mundo ya no sirve y debe ser eliminado. Por esta razón es que me encuentro sentada en la única silla que me mantiene aún atada a los recuerdos de mis seres queridos y que lamentablemente no me podré llevar a Marte (es mi nuevo planeta – hogar, el que elegí por parecerse un poco a la Tierra), pues los protocolos de bioseguridad marcianos son muy estrictos y temen a que cualquier objeto terrícola esté infectado con males de este medio y con recuerdos que nos vuelven muy vulnerables. Así que, hoy, es el último día en mi casa milenaria: con ella se irán mis recuerdos y mis querencias… ahora que seré una ciudadana marciana debo comenzar de cero, borrar todo, pensar en otro futuro, otra casa… un nuevo corazón.

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