Capítulo 9.


CAPÍTULO 9

El sol comenzaba a asomarse por la ventana. Qué hermoso era ver la manera en la que el sol descendía por toda la habitación, se dijo a sí mismo Harold, quien no había pegado el ojo en toda la noche, por dos razones. Una era que el sofá era tan incómodo que su columna vertebral debía parecer un perfecto arco en ese preciso momento, y lo peor era que eso dolía tan horripilante que creía que no podría levantarse, y la otra era porque se puso a pensar en todo lo que le había pasado en tan solo un día, principalmente en los dos últimos besos que le había dado a Victoria. Qué labios tan deliciosos, tan inexpertos y tan frágiles, pensó, pero al mismo tiempo se reprendió por tal pensamiento, ¿qué lo motivó a besarla? Ni él se entendía, quizás lo sabía, pero para entenderlo se hacía el tonto. También estuvo pensando en el por qué Victoria parecía ser la mujer más apesadumbrada del mundo, en el por qué tuvo que mentirle a su hija por casi toda su vida con el que su padre era un hombre casi perfecto. ¿Cuál será su verdad? No debía preguntarse tantas cosas sobre ella, pero no podía evitarlo.

Los rayos amarillentos con toques naranjas del sol alcanzaron la vista más maravillosa para los ojos de Harold: el rostro de Victoria iluminado por ellos. ¡Dios santísimo! Qué bella se miraba, aceptó. Su cuerpo resaltaba entre las sábanas. Esa mujer, a pesar de ser algo flacucha, tenía unas curvas asombrosas. Sus mejillas, sus párpados, sus labios, todo se miraba como una preciosa pintura que cualquier pintor estaría orgulloso de haber creado.

Harold sintió que su corazón iba a salir disparado en cualquier momento, y más fue así cuando, en un acto involuntario de su cuerpo, Victoria sonrió antes de abrir sus ojos y mirar a Harold.

—Buenos días —le dijo él, ahogando un alarido.

—Buenos días, ¿cómo has amanecido?

Dolorido, soñoliento, cansado, pensó en decirle, sin embargo, esa no sería su respuesta.

—De maravilla. —A pesar de todo, parte de eso era verdad—. ¿Y tú, qué tal?

—Creo que jamás había dormido tan bien. —Ambos rieron por lo gracioso que había sonado aquello con la voz soñolienta de Victoria. Luego guardaron silencio un momento antes de escuchar que alguien tocó la puerta.

—Mamá, papá, ¿puedo pasar?

¡Era Emiliana! No podía ver que Harold había dormido en el sofá, se recordó Victoria. Él se dio cuenta de sus pensamientos con solo ver su mirada preocupante, entonces le hizo señas para que le diera un lugar a su lado. Victoria, con timidez, levantó las sábanas dándole acceso a Harold para que se acostase en la cama. En un movimiento rápido, él colocó su cabeza en el cuello de Victoria y sus brazos a rededor de su cintura. Más tensa no se podría haber puesto esa mujer, más lo resintió cuando la abultada entrepierna de Harold la saludó desde el trasero. Eso no podía ser verdad.

—Sí, pasa, hija —le dijo Harold. Al abrirse la puerta, Emiliana sonrió.

—Qué hermosa escena. Se vería muy bien en una fotografía. —Hizo un pequeño marco con sus dedos y se rio—. Buenos días.

Harold le dedicó una sonrisa y le hizo señas para que se acercara. Él se incorporó y ayudó a Victoria a hacerlo también. Emiliana se metió entre ellos y los abrazó con ambos brazos.

—Oh, los quiero tanto, este lugar es tan cálido.

Cuando Victoria miró la luz iluminada en los ojos de su hija, se sintió una pésima madre de nuevo. Harold notó la conocida preocupación y, justo después de besar la mejilla de Emiliana, la miró y le dedicó una sonrisa tranquila, luego tomó su mano y se la besó.

—Eso es muy tierno, papá —dijo la chiquilla, entretenida—. Muero de hambre, ¿desayunamos?

Esa felicidad no debía quitársela nadie, recordó Victoria lo que habló con Harold la noche anterior. Sí, era totalmente cierto que le encantaba ver a su hija feliz. Pero su mentira era una bomba de tiempo que amenazaba con estallar nada más recordarse que, cuando regresaran a la ciudad, esa mentira acabaría y no sabía si bien o mal.

Victoria se cambió el camisón por un pantalón azul y una blusa blanca de mangas cortas para bajar junto a Emiliana e ir al comedor. Harold se había adelantado diciendo que él ayudaría a Gloria con el desayuno mientras ellas se cambiaban y que las esperaría para desayunar en familia, eso porque les debía una comida realizada por él, ya que el día anterior, McDonald's fue una petición de la chiquilla.

—No eres mal cocinero —apremió Emiliana, al probar el primer bocado de huevos rancheros con salsa verde que Harold había preparado—. Esto es tan delicioso, ¿verdad, mamá?

Victoria ni siquiera había probado aún la comida. No porque no lo quisiera, sino porque tenía una timidez tan grande que hasta vergüenza le daba que otra persona, que no fuera su hija, la viera comer. Y más que eso, pensaba en lo de esta mañana, en aquel bulto en su espalda que le provocó muchos escalofríos.

—Ni siquiera los has probado, mujer —dijo Harold—. Me voy a ofender si no los tocas, ¿eh? Los hice especialmente para ti y no los has ni pinchado.

—Lo siento, es que... —No había una excusa coherente, que no fuera la verdadera razón y lo sabía. Tomó un tenedor y se llevó el primer pinchazo a la boca, saboreando todo—. Oh, esto sí que está delicioso.

Harold le agradeció sonriendo y ella tuvo que corresponder para no sentirse avergonzada.

Pasaron el desayuno entre risas. Qué bien se sentía ser una familia, pensó Harold. Tenía mucho tiempo sin pasar un momento así y se sintió lleno de dicha que ahora lo estuviera pasando, aunque todo fuese una mentira, lo estaba disfrutando al máximo. Así fue que se recordó cuál había sido la razón desde un principio para aceptar el engaño.

Hermosa familia. Sí, era hermosa ahora.

—Iré a ver a Kayla, prometí a Jacob ayudar a alimentarla, ¿puedo? —Emiliana se dirigió a su madre.

—Sí, sí puedes —contestó Harold en su lugar—. Mamá y yo iremos a otra parte.

Emiliana les sonrió pícara y se alejó en busca de Jacob para que la llevase a las caballerizas.

—¿Nosotros iremos adónde? —dudó Victoria, mirándolo sorprendida—. No tienes que llevarme a ningún lado, yo más bien preferiría quedarme aquí, no quiero interrumpir tu día, en serio.

—Vamos a ir a revisar a los cerdos, Victoria. Me acompañarás a mi trabajo —le mintió, pues sus planes, en realidad, y para sorpresa de él mismo, eran otros—. Además, si te quedas aquí, tendrás que soportar a Ariana, ya que no quisiste que la despidiera.

Victoria pensó en que, estando sola, esa chica le haría algo peor que bañarla de ensalada. Siendo que, se le notaba a leguas, que le daba rabia su presencia en la casa de Harold, y que además tenía celos, porque de verdad se le salía por los poros el que estaba tan enamorada de ese hombre que haría cualquier cosa por llamar su atención. ¿Cómo era que el único que no lo notaba era él?

—Está bien, voy contigo. —Harold sonrió ante lo rápido que se rindió, ella solo sintió vergüenza, pero la disfrazó al volver a hablar—. Bueno ya, vayamos, los cerdos deben tener hambre, hombre.

Harold asintió mientras salían de la casa. Subieron al auto y él arrancó.

Mientras, nuevamente, Ariana miraba dicha escena por la ventana. La rabia le emanaba por todo el cuerpo. Tenía que hacer algo, se decía, no podía dejar que una extraña le robara lo que había estado tratando de tener desde que llegó a esa casa.

—Maldita sea —bufó y arrojó el florero que estaba limpiando—. No puede ser que de la noche a la mañana tenga una esposa y una hija tan grande. Esto debe ser una maldita broma de mal gusto.

Con todo y su molestia, se dedicó a recoger su desastre.

Llevaban unos minutos de camino y Victoria logró ver el lugar a donde se dirigían. ¿Por qué tenía que ir a acompañarlo en su trabajo? ¿Ella cómo serviría de ayuda? Se preguntaba mientras se aproximaban aún más.

—Amm, Harold, ya... —intentó hablar, tratando de no sonar demasiado incómoda, al ver que Harold no estacionó en el chiquero—. Los cerdos están allá, ya los pasamos.

Harold la miró con una sonrisa y después se volvió al camino.

—¿En serio? No lo había notado.

Y no hubo ninguna palabra más. Victoria se dijo a sí misma que posiblemente tenía otro chiquero unos metros más adelante y no dijo nada. Qué ingenua podía ser a veces, ese era un problema y lo sabía, por eso había enviado hablar con demasiada gente.

***

—Te ves linda hoy, Emiliana. —Jacob estaba tan embelesado que había dicho lo que pensaba. Emiliana se sonrojó ante ese halago. Siquiera pensaba que fuera linda, sin embargo, en ese instante se sintió muy hermosa cuando Jacob no dejaba de verla con una sonrisa de idiota.

—Gracias —logró decir—. Tú... ¿Qué edad tienes?

—Diecisiete, ¿y tú?

—Cumpliré dieciséis en un par de semanas —contó sonriente. Cómo ansiaba ese momento, en el que su padre estaría allí y, tal como lo decía en la penúltima carta, apagaría las velas con ella.

—Entonces el rancho tendrá fiesta pronto, ¿eh? Espero estar invitado.

—Por supuesto que sí, tú serías... —Emiliana se sonrojó ante lo que iba a decir—. Mi invitado de honor.

Y entonces, para sorpresa del mismísimo Jacob, él se había enrojecido por tal halago al tomarlo en cuenta de esa manera.

***

—En serio, Harold, no quisiera sonar imprudente, pero... Este no creo que sea el camino hacia ningún lado.

¡Media hora y solo veía árboles y más árboles! Se gritaba mentalmente cada minuto que pasaba. ¿Qué estaba pasando?

—Descuida, faltan solo unos cinco minutos cuando mucho, no te desesperes, valdrá la pena, te lo juro y si no... Pues podrás castigarme, haciendo que duerma en el sofá.

Eso los hizo reír.

—Pero ya duermes en el sofá, y eso porque tú no quieres que yo lo haga, cuando realmente debería, soy tu invitada y no la dueña.

—Por favor, Victoria, déjalo ya y solo disfruta por la paz, por Emiliana, tu tranquilidad. Es más, si quieres hazlo hasta por mí y me sentiré halagado.

Hazlo por mí.

¡Harold le estaba diciendo eso! Que disfrutara por él. Sabía que debía hacerlo por bien de la felicidad de Emiliana, pero que él le dijera que por él, la hacía sentir extrañamente... Bien. ¿Qué era eso? ¿Esa paz y desenfreno que sentía en el pecho? No tenía ni idea, pero, de algún modo, le gustaba. Le gustaba esa extraña sensación que sentía de repente. ¿Cómo se llamaba? Sí, ya sabía, ilusión. Entonces también sintió una especie de miedo que procuró aplacar. Suspiró.

—Está bien, solo si me dices a dónde vamos.

—No te diré, porque hemos llegado. —Harold elevó ambas cejas mientras frenaba, para después sacar la lleve del contacto y abrir la puerta. Victoria se concentró en la mirada de Harold, y no en lo que tenía ante ella. Él rodó el auto y le abrió, la ayudó a bajar y le señaló el lugar en donde habían estacionado—. Este, Victoria, este es mi lugar feliz, podría decirse. En este lugar me tranquilizo y me olvido un poco de todo el estrés y la presión del trabajo. Lo descubrí hace como quince o dieciséis años, no recuerdo. Me encanta. No se lo había mostrado a nadie, pero ahora te lo quise mostrar a ti, no sé, para que puedas hacer lo mismo que yo hago cuando estoy aquí: disfrutar. Te he notado demasiado tensa desde ayer y sé que es por la situación, pero me gustaría que, mientras estés conmigo, puedas y tengas la libertad de relajarte. ¿Qué te parece?

Victoria casi no prestó atención a las palabras de Harold, estaba atónita ante la hermosa vista que tenía. Una pequeña fosa de agua azul verde con un poco de marrón por la tierra en el fondo. Unos cinco o quizás seis árboles enormes que hacían que el lago estuviera bajo la sombra y visiblemente agradable. ¡Qué lugar tan más hermoso!

—¿Te gusta? —preguntó, entusiasmado.

—Sí —respondió, aún distraída. El lugar sí era maravilloso.

—Prepararé el mini picnic para poder sentarnos a disfrutar del aire, ¿te parece?

—Sí, genial.

¡No sabía qué más decir! Ese hombre estaba haciéndole un gesto tan lindo y, por lo que había leído en libros que Lottie le prestaba, de alguna manera romántico. Y eso la incomodaba tanto como el que la halagaba en grande. ¿Había dicho que era su lugar feliz y que no se lo había mostrado a nadie? ¡Pero a ella sí! ¿Por qué? Su cabeza estaba llena de dudas en ese momento y temía ponerle pies y cabeza a cada una. El miedo que experimentó en el auto estaba regresando, pero era contraatacado por la mentada ilusión, ¿qué le estaba pasando? ¡Ella no era así! No obstante, se concentró en el lago.

—¿Y después entraremos al agua?

—Sí... Espera, ¿qué? —Victoria por fin había reaccionado. Qué hombre tan ocurrente. ¿Meterse al agua? ¡Su ropa se mojaría!

—Sí, meternos al agua, hace un calor infernal y ¿qué mejor que meternos en este tan fresco lago? Nada.

—Pero nuestras ropas se mojarán.

—Podemos... —vaciló, rascándose la nuca— quitarla... yo lo hago siempre.

—¡¿Nadar desnudos?! —Se mostró horrorizada. ¿Pero qué se creía este hombre? Su cuerpo de mujer nadie lo había visto antes, más que ella... Y el padre Emiliana... pero, ¡eso era vergonzoso!—. ¡Hombre! ¿Qué te sucede? ¿Me trajiste aquí para verme desnuda?

—Oh, no, no, no. Dios, claro que no. Yo más bien decía en... ropa interior.

—Oh... Es lo mismo.

—Un poco, sí, pero al final es una sugerencia, no pretendo obligarte a nada, Victoria, quiero que también sepas eso.

Una ráfaga de recuerdo provocó dos sentimientos y uno de ellos era el que más odiaba. Se llamaba dolor, lo conocía muy bien. El otro era extraño, ese se peleaba con el dolor en su corazón y parecía querer dominarlo. Latía fuerte. No, ilusión no era, era algo más desconocido.

—Gracias —le dijo al hombre y, pese a que este pareció confundido, le tomó una mano para calmarla y llevarla a sentarse.

—De qué, Victoria.

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