Capítulo 5.


CAPÍTULO 5

—Hoy conocerás a mi padre, Faría —dijo, con una enorme sonrisa, la chica del vestido floreado, ese que su madre le había dado por su cumpleaños pasado. Estaba tanto emocionada como desesperada por conocer a su padre, por abrazarlo, por besar su mejilla. Llamarlo «papá» y que él la llamara «hija». Escuchar su voz por primera vez y saber qué tan gruesa era. ¿Será alto? ¿Será apuesto? ¿Tendrá el mismo color marrón de ojos que ella o de qué color serán? Se preguntaba mil cosas sobre cómo era ese hombre. En ese momento no sabía si, cuando lo viera, lloraría o se pondría a saltar de la felicidad. Quizás ambas, una después de la otra.

—Sigo pensando que tú y tu madre son unas estúpidas mentirosas, tu padre no existe, Emiliana, acéptalo, por favor. Seguro que tu madre te ha tenido engañada, o quizás tú también quieras hacernos creer a todas que tu padre es alguien importante, cuando no lo es. Nadie te quiere, eres fea y tonta.

A Emiliana no le importaron ni una de las inmaduras palabras de Faría y se dedicó a seguir ayudando a Olga a acomodar las sillas faltantes en donde los padres de las internadas se sentarían para la ceremonia. Hoy nada, absolutamente nada, le apañaría su felicidad. Lo daba por sentado.

Victoria se maquilló como hacía mucho tiempo no lo hacía. Puso delineador en el contorno de sus marrones ojos, máscara en sus largas pestañas, incluso usó brillo labial rosado, tal como Lottie le había enseñado años atrás. Se soltó el cabello y después juntó la mitad de arriba de este para hacerse una coleta y dejarse la otra suelta. Se veía tan linda y segura de sí, tan calmada, una mujer a la que nada le atormentaba. Qué bueno sería serlo, se dijo y luego suspiró.

Se puso una blusa color perla que solo mostraba la entrada de su escote y tenía unas pequeñas mangas en sus hombros. Unos vaqueros poco gastados y un par de tacones bajos que habían sido un regalo de la mismísima Lottie.

—Bueno, es hora, Victoria —se dijo a sí misma frente al espejo de su habitación—. Si algo sale mal, Emiliana te odiará, así que esperemos que eso no suceda. Aunque sea descabellado, hay que confiar en Harold.

Inspiró profundo, tomó su bolso, se dio la media vuelta y se dirigió a la puerta para salir por fin. Subió a su auto y sin pensarlo dos veces arrancó.

Una vez en el estacionamiento del internado, le volvieron los nervios. ¿Por qué había empezado con esto desde un principio? «¡Tonta, insensata!», se repetía. ¿Por qué tuvo que conocer a Harold o por qué él se ofreció así nada más?

—¡Hola, mamá! —Emiliana besó su mejilla mientras la abrazaba con fuerza—. ¿Sabes a qué horas llegará?

—No estoy segura, cariño, pero él sabe que debe llegar temprano.

Eran las ocho con cuarenta y cinco minutos, la ceremonia comenzaría a las nueve en punto. Harold debía de estar ahí en menos de quince minutos o Victoria explotaría de nervios y angustia por lo que le diría a su hija después, por cómo desaparecería la desilusión que le provocaría si él no se presentaba.

Harold se miró al espejo. «Me veo ridículo», pensó, «quizás no deba, es inhumano». No le gustaba mentir, eso era cierto, pero quería ayudar y... ¿Para qué si ni la conocía? ¿Para qué si ni le importaba la vida de los demás? Era solitario, no hablaba más que con sus empleados y si acaso con su hermana una vez al año, nadie más. ¿Cómo era que, de un momento a otro, iba a fingir ser el padre de una chica que ni siquiera conocía? ¿Ahora cómo se salía del lío? ¿Huyendo? Quizás podría funcionar, pero, ¿qué pasaría con las ilusiones de esa niña? Y, ¿por qué le importaban? Tal vez porque se sentía un poco identificado. O porque al menos él sí sintió lo que era vivir con su padre, tenerlo y que le dijera que le amaba. No recordaba la última vez que había hecho algo fuera de su zona de confort, quizás y hacían unos quince o dieciséis años que ni se molestaba en salir de la monótona existencia. Y esta, era una manera muy extraña de recordarse a sí mismo que podía hacer cosas distintas, pero que era demasiado tema en su cabeza cuando lo estaba haciendo. Tomó las llaves de su auto y se decidió, saliendo de la habitación del hotel, no podía cometer una locura tan grande, cualquiera, menos esa.

—Les damos las gracias por estar aquí hoy —habló Beatríz, la directora del internado, por el micrófono—. Como cada año, hoy celebramos a los padres de las internadas, nuestras queridas alumnas quienes les tienen preparadas muchas sorpresas. Así que vayan tomando asiento, pónganse cómodos.

Victoria se removía en una de las sillas mientras observaba cómo Emiliana sonreía mirando hacia la puerta principal en espera de ver a su padre. Se veía que el entusiasmo le brotaba por los poros y eso la hizo tragar saliva.

—¿Cómo es él, mamá? —preguntó repentinamente la chiquilla.

—¿Quién?

—Mi padre, mamá. —Se rio—. ¿Cómo es él?

Victoria comenzó a recordar a Harold, ese hombre. Sí, pensó, tenía que describirle a ese hombre, no había de otra.

—Bueno, pues él es alto, muy apuesto, te lo aseguro, mi niña. —Sintió algo extraño en su estómago y se rió nerviosa, para ella era raro apreciar en voz alta a un hombre—. Tiene los ojos color miel, le brillan con el sol, son tan preciosos. Su cabello negro, es moreno, pero no demasiado. Muy, pero muy carismático.

Sin darse cuenta, cerró los ojos para recordar con más detalle a aquel tipo.

—Perfectos dientes. Sonrisa encantadora.

Suspiró involuntariamente.

—Aww, mamá, sí que estás muy enamorada —dijo la chiquilla burlona—. Espero que, cuando llegue, te dé un beso de amor. Eso sería tan tierno.

Victoria abrió los ojos de golpe, todo se le materializó en el pensamiento. ¿Besar a Harold? ¿En serio? ¿Por qué se lo había imaginado todo? Sus mejillas tomaron color. Eso sería inapropiado e innecesario si el hombre solamente iba a fingir que era padre de su hija un par de horas y después se iba a ir. Ni pensarlo.

—¿Mamá, cuánto tiempo llevas sin besarlo? —preguntó entre risas al ver la expresión de su madre.

—Pues desde la última vez que estuvo aquí, mi niña. No lo he visto ni besado desde ese día —mintió una vez más, tratando de volver a respirar con normalidad. Luego se sintió estúpida. ¿Cómo era que se había puesto más nerviosa de lo que ya estaba?

—A continuación, Faría Garibay cantará una canción para todos los padres, en especial, para el suyo. Un aplauso, por favor. —Todos aplaudieron, a excepción de Emiliana, pues su atención, evidentemente, había vuelto a la puerta principal, imaginándose cómo iba a ser el verlo llegar. Pronto pensó en las escenas de películas en donde veía a militares y marines llegar de sus servicios, siendo recibidos por sus hijos, padres, esposas, con un abrazo y miles de lágrimas de felicidad.

Faría comenzaba a cantar mientras que Emiliana no dejaba de ver el mismo lugar. ¿Por qué no llega? Se preguntaba una y mil veces, ¿será que ahí viene? ¿Será que se retrasó un poco por el tráfico? Ya comenzaba a desesperarse.

—Te quiero mucho, papi. —Faría le mandó un beso volátil a su padre al terminar la canción.

Pasaron una que otra chica con lo mismo. Una canción, un pensamiento o algo parecido. Media hora había pasado y nada. Fue así que llegó el momento de los obsequios y premios.

—¿Está el padre de Roxanne Holman? —preguntó Beatríz, mientras leía una hoja, donde decía quiénes obtendrían un premio. Un hombre gordo alzó la mano—. Venga por su premio, señor Holman.

El hombre sonriente se levantó y caminó hacia Beatríz. Así estuvieron, hombre tras hombre, pasando por sus respectivos obsequios hechos por sus hijas, hasta que llegaron a Emiliana, a quien se le contrajo el pecho cuando Beatríz habló.

—Emiliana Méndez hizo este obsequio en las actividades de manualidades el día de ayer, para su padre. —A estas alturas, tanto Emiliana como Victoria habían perdido las esperanzas de que el hombre apareciera. Esto no va a acabar bien, pensó la mayor—. Así que, necesitaría saber si se encuentra aquí, para que venga por su premio y su obsequio.

Todos miraban para todos lados. ¿Quién es? ¿Dónde está? ¿Esta vez sí vendría? Faría estaba aguantándose las ganas de reírse de Emiliana por crédula y mentirosa.

Beatríz volvió a preguntar.

—¿Puedo recibirlo yo? —Se aventuró Victoria a decirle a Beatríz—. Es que él se ha demorado un poco y aún no ha llegado, pero llegará.

—Lo siento, señora Méndez, pero es su esposo quien debe recibir esto. —Levantó el premio, que consistía en una pequeña placa que decía: «Felicidades por tu día, te queremos, papá», junto con lo que había hecho Emiliana—. Me temo que no puedo dárselo a usted siendo que es el día del padre y no de la madre, ese ya fue.

Beatríz se rió y con ella todos los demás, qué humillada se sentía la chiquilla, ¿por qué debía pasar por eso si sí tenía a su padre? ¿Por qué no iba a demostrarles a todos que ella no mentía cuando hablaba de él?

—Y, —continuó la directora—, como no está tu padre, Emiliana, no podremos dárselo. Lo siento.

Emiliana no podía soportar más, en cualquier momento lloraría frente a todos. De vergüenza y de desilusión. ¡Su padre le había fallado! ¡Una vez más le había fallado! ¡Le mintió! Esta vez ya no iba a intentarlo, esta vez ya no iba a enviarle ninguna carta, simplemente iba a ignorarlo. Había confiado en él y le falló, no iba a hacerlo más. Y ni se iba a disculpar con él por aquella carta en la que había descargado su rabia por no conocerlo.

—En ese caso, si soy el único que puede recibirlo, estaré horrado de tener lo que mi hija ha hecho para mí. —Reinó el silencio de pronto. Los murmullos imprudentes habían quedado atorados en las bocas de quienes los hacían y todos voltearon hacia la entrada, de donde provenía aquella voz que sonaba tan sonora y fuerte, por el tono que había usado, para ver de quién se trataba. Victoria no podía creer lo que veía. Sus ojos la estaban engañando seguramente.

Harold estaba en la puerta principal, vestido con un bello traje de militar verde y café, adornado con unas pocas medallas en él, una gorra y se notaba que se había cortado el cabello. ¿Es en serio; su cabello? Dudó. ¿Se cortó el cabello solo para eso? Sin darle más vueltas al asunto, respiró aliviada y esperó a ver qué pasaba a continuación.

Todo mundo se había quedado en silencio, sorprendidos. Beatríz se sintió acalorada por lo apuesto que se miraba ese hombre. ¡Dios santísimo! Emiliana estaba paralizada. Victoria, por un momento, sintió que su corazón saldría por su boca en cualquier instante y volvió a preguntarse si en verdad era Harold ese hombre en la entrada.

—Oh, amm... —balbuceó Beatríz al reaccionar, la pobre sentía que le temblaban las piernas—. Venga...Venga, po... por su premio, se... señor Méndez.

Harold asintió y caminó firmemente hasta llegar a donde logró ver a Victoria. ¿En verdad era ella? Pero esa mujer se miraba tan diferente, analizó. Maquillada, con ropa diferente, peinada, ¿bonita? Bueno, era bella, pero el maquillaje la resaltaba más.

—Primero saludaré a mi hija, señorita, si me lo permite —le dijo a Beatríz y esta asintió rápidamente.

Todos estaban más que atentos a los movimientos de aquel hombre. Faría estaba con la boca abierta y sentía que en cualquier momento tendría que disculparse con Emiliana y eso la irritaba. Odiaba a la chiquilla y esta vez ya no tendría razones para molestarla.

—Dios, estás... —Miró a Emiliana antes de que ella sin pensarlo mucho tiempo lo abrazara—. Estás tan hermosa y grande, hija.

—Papá, lo siento, lo siento. Siento lo que te dije en la carta, estaba muy enojada, lo siento. —La chiquilla comenzó a llorar. Todos miraban conmovidos la escena, incluso algunas mamás sensibles lloraron también. Victoria lo hizo. A Harold se le produjo un nudo en la garganta, así que también lo hizo—. Estás aquí, papá, lo estás.

—Lo estoy, mi niña. Y no tengo nada que perdonarte.

Su abrazo parecía ser el más eterno de todos, pero a nadie le molestaba, pues era de esperarse que durara tanto, ya que todos sabían que nunca nadie había ido al internado, presentándose como el padre de esa chica.

—Es hora de tu beso de amor para mamá —le susurró en el oído la chica, entusiasmada por ver esa escena—. Deberías de dárselo ahora y enfrente de todos, mi madre lo ha estado esperando desde que te fuiste seguramente, y qué mejor que demostrarle que la amas frente a toda esta gente.

Harold se tensó. ¿Besar a Victoria? ¡Eso no lo hablaron! ¡No estaba en el trato! Recordó de inmediato, ¿ella estaría dispuesta? No debía, pero tenía que preguntárselo antes de hacerlo.

—Anda, bésala. Quiero ver un beso de amor de verdad, papá. —Se separó poco de él y lo miró. Se limpió las lágrimas mientras sonreía. Él asintió por complacer a la chica, total, pensó, se suponía que hacerla feliz ese día era parte del trato ¿Cierto?

—Victoria, mi amor. —Harold levantó a Victoria de su silla y la abrazó con fuerza. Ella tuvo que corresponder de inmediato—. Discúlpeme. Por la tardanza y por lo que estoy a punto de hacer —susurró al oído antes de separarse un poco.

Todas las madres de las internadas vieron la escena, emocionadas. Se veía tan hermoso ese reencuentro. Victoria no sabía ni se imaginaba lo que iba a pasar a continuación.

—Te extrañé, cariño mío —dijo en voz alta el ojimiel antes de juntar sus labios con los de Victoria en un cálido beso. No puede ser, pensó ella, muy asustada. ¡Harold la estaba besando! Victoria no podía creer eso. Tenía los labios de ese hombre pegados a los suyos. ¡No daba crédito!

Como era de esperarse, no reaccionó al principio, pero involuntariamente se sumió en ese beso, en ese rose en sus labios que nunca había sentido de esa manera. Ese que, hacía quince años, no sentía. Pero, para su gran sorpresa, era diferente y, por si fuera poco, maravilloso, comparado con el último que había recibido en su vida.

Ese beso era el beso de su vida.

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