Capítulo 22.


CAPÍTULO 22

La noche se estaba empezando a notar. Héctor y Jacob se habían ido temprano, pues tenían asuntos familiares que atender al otro lado del rancho, donde estaba la abuela paterna de Jacob, y las caballerizas estaban limpias y solas. Kayla estaba al lado de Hunter, el pequeño macho ya se había dormido, pero ella estaba tan despierta como él mismo. Harold había salido de la casa he ido directamente con ella. Porque ella era un recuerdo de su madre. La yegua le había pertenecido a su madre y la protegía como a nada porque creía que, tener a Kayla, verla, era como recordar aquellos tiempos, en donde Heather Leal de Contreras aún estaba presente, llena de amor, llena de vida.

—Hola, pequeña. —La yegua enseguida alzó la cabeza y lo miró acercarse, en espera de sentir cómo la acariciaba de su cuello. Cosa que siempre hacía, Kayla ya estaba acostumbrada—. Hace tiempo que no vengo a verte. Espero no estés molesta conmigo, aunque bueno, has tenido una excelente compañía. ¿Te agrada Emiliana, cierto?

La yegua respondió un extraño asentimiento, del cual hizo sonreír a su dueño. Por supuesto que el animal estaba contento por la presencia de esa chiquilla, porque ella le daba cariño, porque no había día que ella no fuera a decirle lo mucho que le agradaba, el cuánto amaba a su padre y a su madre. El cómo le encantaban estos días en familia y quería que no terminaran nunca.

—A mí también, me agrada, es muy linda, tierna y educada, tal como su madre, ambas son muy hermosas. ¿Sabes? Aunque las acabo de conocer, se han convertido en lo que más amo. ¿Recuerdas cuando mamá estaba? ¿Recuerdas cómo sonreía cada vez que ella te hacía cariños? —Él sabía que no le iba a responder, él sabía que estaba hablando solo, pero también sabía que Kayla recordaba y extrañaba a su madre—. Yo también la extraño, Kayla. Cada día, nunca falta el que piense en ella. En cómo era antes de enfermarse y como luchaba por sentirse mejor.

Heather, había fallecido hacía poco más de trece años, un día había enfermado de fiebre y nadie supo el porqué, los doctores no encontraron qué era exactamente lo que tenía y que cinco días después había fallecido. Sergio se deprimió, no comía, dejó a lado los deberes del rancho y el campo, se olvidó de Harold, hasta de sí mismo. Harold le había dicho a Emiliana que había muerto cinco años atrás para que encajara con todo el invento. Incluso esa era una mentira que hasta él quería hacerse creer. Algo que no soportaba recordar, porque su padre solo había pensado en su dolor y no se quiso dar cuenta que su hijo también sufría, que también lloraba por las noches hasta quedarse dormido. Que dolía demasiado haber perdido a su madre. Sergio fue egoísta, solo pensó en él mismo y no en que aún tenía razones para vivir. Que aún quedaba su hijo, una parte también de Heather que lo amaba y lo necesitaba.

—Harold. —Víctor había llegado al momento de la última parte y se había sentido aún peor—. Creo que te debo una disculpa. Lo que dije...

—No, Víctor, discúlpeme usted. Yo no debí hablarle de esa manera. —Dejó de acariciar a Kayla y lo miró—. Creo que debo comprender que debe de estar molesto por el pasado. Sé que debí hacer las cosas bien desde un principio y hablar con usted, decirle lo que siento por su hija.

Cómo le habría gustado que todo fuera verdad. Que él hubiese conocido a Victoria antes, no importaba de qué manera: si tirando sus libros o simplemente una mirada casual por la calle, pero quería ser él el que debió haber llegado antes que el padre biológico de Emiliana, y ser él el que la enamoró primero, desde el principio, el que la embarazó, aquel que sí se hubiese quedado desde el momento en el que se enteró de que en su vientre crecía su criatura, su sangre, su hija.

—¿Qué te atormenta, Victoria? —A pesar de los años, a pesar de que ella se miraba totalmente distinta, seguía conociéndola, seguía dándose cuenta de que algo pasaba. Sus expresiones, sus tembleques de nervios, algo había en su mirada que la hacía pensar que algo andaba mal.

—Nada, estoy bien. Es solo que estoy aún sorprendida de que estés aquí, que estén ambos aquí —mintió, jugando con sus manos para evitar verla a los ojos.

Por supuesto que estaba atormentada. Aún tenía que hablar con su padre, saber qué pensaba. Saber si aún la odiaba, porque por alguna razón había aceptado ir. Quizás para decirle en su cara lo mismo de hacía años; que era la deshonra de la familia, que la odiaba y que se olvidara de ellos. Tenía miedo, pero sabía que debía enfrentarlo, tal como a aquel miedo a las caricias nuevas que planeaba perder esa misma noche, cuando Harold y ella estuvieran en la habitación. Perder miedos que ya no debían perturbarla a este punto, porque ya no tenían sentido.

—Te he extrañado demasiado —confesó su madre. Victoria agradeció que dijera eso, pues no quería que siguiera preguntando sobre el tema, porque sabía que, si insistía, terminaría soltándole toda la verdad y eso no era bueno.

—Creí que me odiaban. —Tragó saliva—. El día que me echaron de casa, papá me lo dejó bien en claro.

Francisca negó con la cabeza y tomó una mano de su hija, haciendo que ella la mirara.

—Las cosas que dijo, no fueron porque quería decirlas. Él te ama tanto como yo lo hago, solo necesitamos hablar de todo, del pasado, de Harold, de Emiliana. Por favor, mi niña, juro comprenderte.

Francisca casi se arrodillaba, implorando perdón. De no ser por Victoria, quien la tranquilizó con la mirada; le sonrió y le dijo:

—Hablaremos de esto en otro momento, mamá. Lo prometo.

A la mujer mayor no le gustó esa respuesta, ella quería saberlo todo de una vez. Quería entender el cómo su hija se hizo mujer tan pronto, de cómo tomó esa decisión que aún no era tiempo de tomar, de cómo fue que jamás se dieron cuenta de nada.

Pero con la duda se quedaría un rato más, lo aceptó. Ambas se dirigieron a la cocina, Francisca había decidido que ayudarían a Gloria con la cena cuando se dio cuenta de que Victoria no cedería. Respetaría si decisión, sería paciente.

Harold había invitado a Víctor a sentarse a su lado en aquella banca de siempre, en donde hablaba con Héctor y le pedía consejos. Esta vez no iba a esperar concejos, ahora quería averiguar más sobre el pasado, quería desenmarañar más el asunto, así, cuando hablara con Victoria, entendería un poco más las cosas.

—No quiero morir y que mi hija siga creyendo cosas que no son, porque le dije cosas que no sentía —confesó el hombre mayor una vez que había coincidido con lo que el esposo de su hija le había dicho—. Harold, tenía la cabeza caliente, estaba furioso, no fue coherente lo que dije. Juro que me arrepentí cuando salió por la puerta y ya no la vi más. Era una niña y yo la eché, la abandoné cuando más me necesitaba.

Harold escuchaba atento y pensaba. Pobre hombre, se la ha pasado todo este tiempo sufriendo al igual que su hija, pero su orgullo había sido más fuerte en aquel tiempo. Qué lástima, pero todo pudo haber sido diferente. Aunque, siendo diferente, jamás la hubiera conocido.

—Su hija lo ha extrañado todo este tiempo, creo que deberían hablar. Solo así se arreglarán las cosas. —El hombre mayor asintió y guardó silencio. Se puso a pensar que, una vez que entrara de vuelta a la casa, hablaría con su hija y le diría que aquellas palabras lo habían roto por dentro y que no fue él quien lo dijo, sino su orgullo destrozado.

—¿Cómo lo llamarás? —preguntó Francisca a su nieta, mientras esta tenía el cachorro en brazos. Emiliana había salido de la ducha y lo primero que había hecho había sido tomar al cachorro e ir con su madre y abuela a la cocina, donde estaban por terminar de hacer la cena.

—Su nombre será Bobby, abuela.

—Es un buen nombre. —Francisca acarició la nariz del cachorro y después las mejillas de Emiliana. Ya no era una chiquilla pequeña, pero se había perdido toda su vida, se había perdido los momentos importantes: sus primeras palabras, sus primeros pasos. Si tan solo todo hubiera sido distinto—. ¿Sabes? Cuando tu madre tenía diez, tu abuelo le compró un hurón.

—¡No hablemos de Lolo, mamá! —chilló Victoria y todas rieron.

—¿Lolo? —preguntó su hija. Francisca no paraba de reír y Victoria solo le hacía puchero como niña pequeña, esos gestos no los conocía Emiliana y sintió alegría, su madre actuaba diferente y eso le gustaba, era algo más que verla preocupada por todo.

—¿De qué hablan; qué está pasando? —Harold y Víctor habían entrado a la casa cuando la madre de Victoria estaba por responder. Harold miró los gestos de Victoria y no pudo evitar sonreír. Amaba ver sus raros gestos—. ¿Cariño, qué pasa?

—¿Víctor, recuerdas a Lolo? —habló Francisca y Víctor estalló en carcajadas, su hija sentía unas ganas de arrojarle un trozo de verdura de la que estaba picando, pero se contuvo.

—¿Cómo olvidarlo? Victoria lloró por el casi todo un mes. —Siguió riendo. Emiliana y Harold estaban confundidos pero sonreían. ¿Quién era Lolo?

—Lolo fue el hurón mascota de Victoria —explicó Francisca—. El día que se lo obsequiamos lo perdió. Se escapó nada más llegar a casa.

—¡Papá lo asustó! —Recriminó Victoria—. Lo que hizo que me mordiera y yo lo soltara. Luego corrió y no lo volvimos a ver. Costó muy caro.

Todos estallaron en carcajadas, incluso ella. Ese había sido un momento para romper la tensión, esa que estaba presente desde que Francisca y Víctor aparecieron.

—Buenas noches a todos —se despidió Emiliana más tarde, cuando era hora de dormir—. Nos vemos mañana.

Francisca besó su frente y la abrazó por última vez en el día. Le dijo el gusto que le había dado el conocerla y el cariño tan grande que le había tomado. La verdad era que había sido imposible no encariñarse, era idéntica a Victoria cuando pequeña, de personalidad y en algunas facciones. Victoria y Harold la habían educado bien, era una niña buena, y agradecía al cielo por haberla conocido.

—Espero que estén cómodos. —Con una sonrisa, Harold les indicó dónde era su habitación mientras les ayudaba con las maletas—. De verdad, gracias por aceptar venir.

Francisca le respondió con un asentimiento y entró en la habitación. Víctor en cambio, miró a su hija. No le había dirigido la palabra en toda la tarde, pero quería hablar, tenía que hacerlo.

—Victoria, ¿podemos hablar mañana? —A la morena le tomó por sorpresa y miró a Harold, este, le sonrió y asintió. Tenían que hablar, merecían estar en paz después de tanto tiempo, eso era muy importante para él, el ver a la mujer que amaba feliz y que dejara el pasado atrás, porque era más que evidente que algo del pasado aún la atormentaba.

—Sí, papá —prometió, con pena. Víctor se sintió mal, pero en cierto modo sabía que la actitud que había tomado hacia él era su culpa, porque la había tratado mal y la había hecho pensar cosas inciertas.

Víctor entró a la habitación y se despidió de un gesto con la mano. Al entrar y miró a su esposa.

—Gracias, viejo tonto —le dijo ella antes de abrazarlo—. Sé que la extrañabas tanto como yo.

Al hombre mayor se le hizo un nudo en la garganta y sintió que lloraría. Sí, definitivamente la había extrañado, demasiado. A pesar de todo.

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