Capítulo 12.


CAPÍTULO12

Cuando iban a medio camino de regreso al auto, el teléfono de Harold empezó a sonar. Pidió disculpas y se alejó, diciendo que se adelantaran. Nadie podía enterarse de la persona quien le llamaba. Por lo menos, ni Emiliana ni Victoria.

—Señor Contreras. Me han dicho que quiere hablar conmigo, ¿qué necesita? —El hombre en la otra línea fue directo al grano. Harold siempre lo llamaba cuando quería saber algo que era importante para él, ya fuera personal o de algo en referencia al rancho.

—Armando, necesito que me busques a dos personas. —No era solo una necesidad, era algo que sentía que debía hacer. Armando preguntó sus nombres y algún dato más—. Solo sé sus nombres, ella es Francisca Flores de Méndez y él Víctor Méndez. ¿Puede ser hoy mismo? Te pagaré el doble. Es urgente.

—Por supuesto, señor Contreras, haré lo posible. —Harold colgó justo después de darle las gracias.

No había más que decir, solo esperar. El encontrar a los padres de Victoria era un gesto tan bondadoso de su parte y más que eso, un paso más a descubrir qué tanto ocultaba que evadía incluso cosas insignificantes. Cuando habló con Victoria, en su voz resaltaba la añoranza, esa de volver a ver a sus padres. No le había preguntado qué había pasado, solo escuchó cómo ella decía que había perdido la comunicación con ellos después del nacimiento de Emiliana, y solo dijo eso. La curiosidad era poderosa, sin embargo, también se aferraba a hacer algo bueno por ellas.

Sería una sorpresa para el cumpleaños de Emiliana el conocer a sus abuelos. Pobre Harold, no sabía realmente lo que llevó a esa lejanía entre Victoria y sus padres, pero eso sí, estaba intrigado. Quería saber la verdad desde el principio, pero, para eso, necesitaba de esas dos personas cerca. Eran como las piezas claves en el rompecabezas llamado Victoria Méndez, el misterio crecía cada minuto que pasaba con ella. Por alguna razón que aún no aceptaba, quería saberlo todo de ella. Tenía que hacerlo. Obvio que sabía cuál era, pero incluso él mismo se la guardaba por pena.

—Te verás deslumbrante, mamá —chilló Emiliana. Le entusiasmaba mucho el día de su cumpleaños. Ahora, no solo por el día en sí, sino también que su madre sacaría lo bella que era. Y, ¿por qué no? Deseaba ver la cara de Ariana cuando todo eso ocurriera. La envidia que demostraría, porque, si ya le tenía solo por ser la esposa de Harold, sería peor ver que en realidad él no dejaría a su bella y sensual esposa.

—No es apropiado para mí, Emiliana, es corto y mis hombros están descubiertos. —Cómo se empeñaba en esconder sus atributos. Aún pensaba un poco como sus padres.

«Ser culta y darse a respetar, a pesar de todo».

Y no era solo por el hecho de que el vestido fuese irrespetuoso, sino que, que la mirara alguien más de la misma manera como Harold la miró, la atemorizaba, ¿qué pensarían de ella?

—Mamá, eres hermosa, no tienes por qué ocultarlo. Además, no estamos en el siglo pasado. —La chiquilla se mostró burlesca, provocando un gruñido de su madre—. Lo siento, mamá, pero hay que estar a la moda. En la revista que papá me compró hay prendas más descubiertas.

—Está bien, solo porque te demostraré que no soy anticuada. —Separó un par de mechones de cabello que se habían quedado sueltos y habían estado rozando su rostro, gesto que hizo aparentar arrogancia, lo que provocó las carcajadas tanto de Jacob como de Emiliana.

Más tarde en casa, la familia se disponía a pasar a la mesa para disfrutar de esa cena tan deliciosa que Gloria preparaba, cuando a Harold le llegó la llamada que tanto había esperado en las anteriores horas: la de Armando con noticias.

—Tengo que contestar —se disculpó ante las dos mujeres en la mesa—. Empiecen sin mí, ahora vuelvo.

Ambas asintieron sonrientes mientras veían salir al hombre, que casi ansioso contestó su llamada.

—Dime, Armando, ¿qué conseguiste? —Harold parecía impaciente, esperando la respuesta—. ¿Los encontraste?

—Sí —respondió al instante—. Tengo su dirección y número de teléfono.

—Mándamelos —fue lo último que dijo antes de que el hombre dijera que en un segundo recibiría la información y finalmente colgar. Ahora quedaba investigar por su cuenta y llevarlos a su casa. De pronto se sentía muy emocionado por hacer el viaje.

—Lottie podría venir, mamá. —Harold escuchó eso cuando estaba de vuelta. Victoria y Emiliana hablaban de cuántos invitados habría en la fiesta y si podrían venir—. Oye, papá, ¿la mejor amiga de mamá puede venir a mi fiesta?

—¿A Charlotte? —preguntó, recordando el nombre que la mujer le había mencionado cuando hablaba de su ropa vieja.

—Sí, ella.

Harold miró a Victoria, interrogante, como si estuviese pidiéndole el permiso para responder con una afirmativa a su hija. Victoria le negó. ¿Cómo no hacerlo? Lottie no paraba de burlarse de ella sobre su repentino apego con el apuesto hombre.

—Por supuesto que sí —respondió él en cambio, provocando que Victoria lo fulminara con la mirada, gesto que lo hizo sonreír. Qué tierna se miraba esa mujer enojada, pensó—. También puedes invitar a tus amigas del internado.

La chica negó sin ninguna expresión.

—Yo... No tengo amigas, papá. El único amigo que tengo es Jacob y con él está bien. —A Victoria le abrumó el tono tan lúgubre que mostraba su hija con esas palabras. De alguna manera sintió que era su culpa el que su hija no se llevara bien con sus compañeras. Quizás todo habría sido mejor sin esa mentira. Bajó la mirada un poco cabizbaja hacia su plato, que recién había puesto Danielle ante ella.

—Provecho, señora Victoria —había dicho la chica con una sonrisa. Cómo le habría gustado que Ariana le hubiese dado ese recibimiento, aunque no lo mereciera realmente, igual esa chica era más testaruda y grosera que una niña pequeña, lo daba por sentado. Quizás su enamoramiento era tan real y desesperante que podría justificarse el gran odio que le tenía a ella, porque para todos ella estaba con el hombre que amaba, pero también se decía que Ariana exageraba un poco... aunque, ¿qué podía decir ella del tema? Certeza no tenía.

Harold se sentó a su lado, tomó una de sus manos y la besó, sonriéndole cuando lo miró. A pesar de incomodarle, cómo la tranquilizaba que él la mirara de esa manera. La hacía olvidar todo, incluso de ella misma y sus temores. Tenía una mirada mágica y acogedora.

—Ya estoy preparando la sorpresa para tu cumpleaños, hija —le dijo a Emiliana, provocando una mirada sorpresiva de Victoria.

—¿En serio, y qué es? —indagó la chiquilla. Harold solo negó con la cabeza.

—Señorita, recuérdeme cuándo será su cumpleaños —fue lo que le dio como respuesta.

Emiliana lo miró con los ojos entrecerrados.

—En tres semanas, un miércoles. —Harold asintió, coincidiendo con la cuenta exacta.

—Entonces, esperarás hasta ese día, mi niña. —Emiliana hizo un puchero, lo cual solo provocó las carcajadas de su madre. Esas carcajadas eran nuevas para los oídos de Harold, quien se dio cuenta de que le encantaban y sonrió, embobado.

—¿Desde cuándo haces eso? —preguntó Victoria, refiriéndose al gesto infantil de su hija.

Ella solo se encogió de hombros, sonriente, y se llevó un pinchazo de verduras a la boca.

La hora de dormir había llegado y, con ella, la incomodidad y la pena que se había estado experimentando desde el primer día. Solo que con una sorprendente diferencia: Victoria era la única que lo sentía.

—No debiste decirle sí a lo de traer a Lottie. —Cómo le costó decir eso sin sonrojarse, pero debía hacerlo—. Lottie no sabe de esto y estará tan confundida que hará miles de preguntas.

—No importa ni una calabaza —le contestó tranquilamente mientras acomodaba su lado de la cama—. Puedes decirle cuando vayamos por ella.

Victoria bufó silenciosamente, ese hombre parecía ser más terco que una mula, ella no tenía derecho a reprimirle nada, pensaba, pero, siendo su vida personal la tratada, debía insistir.

—¡Qué calabazas ni qué ocho cuartos; eres muy terco! —soltó, ya sin poder evitarlo. Su voz había sonado algo fuerte, más de lo que le habría gustado, pero a pesar de eso no quitó su ceño fruncido mientras tomaba su ropa de dormir y se dirigía al cuarto de baño, para así darse una larga ducha. Estaba enojada.

—Y tú eres un poquito testaruda —Harold le respondió entre risas. Es que, para él, Victoria se miraba muy tierna cada vez que tenía el entrecejo fruncido y la nariz arrugada. Comenzaba a parecerle satisfactorio ver cada uno de sus diferentes y tan descriptivos gestos. Desde el primer día habían llamado su atención.

Para cuando ella regresó a la habitación, Harold ya estaba recostado, dando la espalda al lado de Victoria en la cama, aún no dormía.

—Lo siento —escuchó a sus espaldas y la sintió acomodarse—. Es solo que no creo poder soportar el involucrar a más gente en esto. Además, Lottie es algo... bueno, expresiva; insinuaría cosas que no son, como...

—Como el que en verdad nos gustamos —finalizó él, adivinando. Pues claro, las miradas que había entre ellos harían que, cualquiera que escuchara decir que no era real, pensaría que le están jugando una broma, o bien, que eran muy buenos actores, ¡Dios! Parecían la mera verdad, un hermoso matrimonio con una hija adolescente que ambos amaban con sus vidas.

—Sí —suspiró ella—. Lottie podría sacar conclusiones inequívocas sobre tu trato hacia mí o el que yo te dé a ti en cualquier situación. Por ejemplo, el actuar frente a Emiliana y tus empleados. Y mira que ya lo piensa, pues el día del café ella hizo insinuaciones sobre tú y yo.

Harold se giró abruptamente hacia Victoria, haciéndola sobresaltar. Quedaron cara a cara. A Victoria se le erizó la piel al sentir el aliento de él en su rostro, ¡Dios santísimo! El olor a pasta dental le acaloró el rostro en segundos.

—¿Qué hay de malo con ello, Victoria? —le preguntó, con la voz profunda.

—Nada —respondió de inmediato, alarmada. Y es que era verdad, no había nada de malo con las insinuaciones, puesto que ella sabía que en verdad él no tenía sentimientos hacia ella ni ella hacia él, o al menos eso es lo que se quería hacer creer. Porque era así, ¿no?

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