Capítulo 1.


CAPÍTULO 1

Querida Emiliana:

Te extraño mucho, hija.

Recibí tu última carta y te juro que me dolió mucho el contenido, aun así, lo entiendo un poco. Y claro que te quiero, pequeña, nunca dudes de eso, pero sabes bien que no puedo regresar a casa por ahora. Sí, no se me olvida que pronto será tu cumpleaños. No estoy seguro si podré, pero te prometo que haré lo posible por estar allí, para apagar las velitas de tu pastel, para abrazarte y felicitarte. No olvides que te quiero con todo mi corazón, princesa, tanto como a tu madre.

Les mando muchos besos.

Con amor, papá.

"Treinta", dijo en su interior y deseó tanto que su hija no llevara la cuenta. Treinta cartas escritas por ella misma. Treinta cartas con un remitente falso, porque papá no existía ni nunca existió en su vida.

Llevaba haciendo eso durante diez años con el único afán de que su hija no descubriera la verdad. Esa verdad de la que se avergonzaba. Esa que era prohibida de mencionar hasta en sus propios pensamientos porque dolía y la hacía sentirse miserable, impura y perdida en su terrible realidad sin poder volver a encontrar salida del infierno.

Emiliana se encontraba en un internado desde los cuatro años y solo miraba a su madre cada sábado, ya que así era como debía ser, como podía ser. Y es que la pobre mujer no tenía a nadie cercano para que le cuidase a su hija cuando ella se fuese a trabajar. Por lo que decidió ingresarla al colegio para señoritas más prestigioso del estado de Sonora.

Victoria comenzó con las cartas el día en que Emiliana miró a una niña abrazar a un hombre al que le decía "Papá". La pequeña de tan solo cuatro años preguntó el porqué ella no recibía visitas de su padre para que la abrasase como a aquella niña. La cuestión entristeció a Victoria, por lo que se le hizo fácil decir que, no era así, porque su esposo estaba en el ejercicio mexicano sirviendo al país desde que Emiliana había nacido, que se había ofrecido antes de que se enteraran de que la pequeña venía en camino. Fue cuando Emiliana cumplió los cinco años, que Victoria le entregó la primera carta. Emiliana no sabía leer, así que era ella quien leía aquellas palabras que, desesperada, días antes escribía, para que su pequeña hija creyera que tenía un padre y que la amaba.

Pero ahora, a sus quince años de edad, para Emiliana las ganas y la intriga de poder conocerlo crecían más y más. Ella deseaba tanto eso y que, de ese modo, sus compañeras dejaran de burlarse de ella con alegaciones como "eres una mentirosa" o "tu padre no existe". Y, por si fuera poco, "nadie te quiere".

—Él no me quiere, mamá. Si lo hiciera, no trataría de venir, simplemente vendría —se quejó frustrada la chiquilla, una vez que terminó de leer aquellas líneas—; no me mandaría cartas, me lo diría todo en persona.

—Claro que él te ama, Emiliana. Solo que no le es permitido venir por ahora, tú misma lo has visto en la carta, tal vez venga en tu cumpleaños —dijo Victoria, tratando de que ella creyera una vez más en su mentira—. Además, mira lo que te ha mandado.

De su bolso, sacó una medalla, la cual había comprado unos días antes en una pequeña barata de disfraces. Se la entregó y la chica la aceptó con una sonrisa.

—¿Es de él? ¿La ganó? —preguntó con tan gran entusiasmo que a Victoria se le revolvió el estómago y pensó si realmente valía la pena seguir con la mentira.

"Sí debes", le repitió su subconsciente por enésima vez.

—Sí, cariño. Él te quiere, lo sé. ¿Ahora lo crees? —Esperó la respuesta, con la esperanza de que las acusaciones de su hija cesaran de nuevo, como cada fin de semana sucedía.

—¡La visita terminó, papás! —gritó una mujer robusta, la directora, señalando el enorme reloj de la pared del edificio principal.

—Gracias, mamá. Pronto te daré otra carta para que la lleves al correo. Necesito pedirle disculpas a papá. Fui muy cruel en la anterior —aseguró preocupada, besando la mejilla de su madre—. Aunque me encantaría que viniera para el día del padre la próxima semana. Allí podría disculparme —sugirió con ironía—. Pero en fin. Te veré el siguiente sábado. Te amo, mamá.

—También yo, Emiliana, como a más nada en toda mi vida. —Su voz se quebró, sin embargo, Emiliana no la escuchó pues ya se había alejado lo suficiente.

Victoria salió del edificio y subió a su descuidado y viejo auto. Puso su cabeza en el volante y comenzó a llorar.

—¿Qué voy a hacer? —Esa misma pregunta se la hacía cada día, casa mes, cada año, pero nunca obtenía una respuesta que no fuera la obvia de: "Dile la verdad, Victoria. Merece saberlo". No obstante, la contradicción no la dejaba más que volver a repetirse un: "No, no merece sufrir". Además, eso implicaba ser odiada por su propia hija, y eso era lo que más le aterraba.

Alzó la mirada y sin más encendió el motor, haciéndolo soltar ese horrible sonido de explosión, claro indicio de que el ingrato ya casi no daba para más.

Su vista estaba totalmente nublada por sus lágrimas, cegándola de todo a su alrededor y solo reaccionó cuando estaba a punto de arroyar a un pequeño niño que jugaba con su pelota mientras que su madre hablaba por teléfono, y para impedirlo, dio una repentina vuelta completa, haciendo que chocara con un auto que venía tras ella.

Escuchó un fuerte gruñido, se sentía aturdida y mareada, pero estaba consciente de que una voz masculina alegaba mientras que ella buscaba la manija de la puerta para abrir. Bajó del auto, tambaleándose y, cuando estuvo a punto de caer, una gran mano le detuvo el hombro.

—¿Qué carajos le pasa, mujer? —El hombre se veía borroso para ella, pero su voz la escuchaba perfectamente—. ¡Pudo habernos matado, caramba!

In... sen... sa... t... a.

Victoria abrió los ojos, recuperando el conocimiento y descubrió que estaba en la camilla de un hospital. Seguía sintiendo la sensación de haber sido sostenida por unos fuertes brazos y no entendía nada. Entornó la vista por todo el lugar. Por el frente, había una madre con su hijo llorando y a su lado, un hombre anciano con una intravenosa. Confundida por lo que ocurría, trató de incorporarse.

—No se levante. —Reconoció la profunda voz masculina y eso la hizo volver a recostarse. Era el hombre que la llamó insensata—. Llamaré al doctor.

—No, espere. ¿Quién es usted? Y, ¿qué pasó? —quiso saber, aturdida, mientras posicionaba sus manos en su cabeza. Le dolía demasiado.

—Soy Harold. Lo que pasó, fue que usted hizo que tuviéramos un accidente, lo vi perfecto, usted tuvo la culpa —dijo el hombre, mostrándole un leve moretón verdoso y púrpura que llevaba en su hombro, el cual se había hecho con el volante—. Tendrá que pagar el daño, por supuesto. Su auto quedó hecho un desastre, ese cacharro fue el más afectado, sin embargo, debe saber que eso a mí no me importa ni una calabaza, la abolladura en el mío corre por su cuenta. ¿Cómo demonios se le ocurre dar una vuelta así? ¿Qué trataba de hacer? ¿Jugar a rápidos y furiosos?

—¿Qué? No puede ser —se quejó—. Lo lamento, señor, sé que yo tuve la entera culpa, pero debe saber que no tengo ni un centavo para pagar los daños. Además, giré porque se me atravesó un niño, no pude frenar a tiempo y entré en pánico, no fue intencional. ¿Sabe si él está bien; si no le hice algún daño?

El hombre la miró expectante, preguntándose por qué ella no prestaba atención a su alrededor. "Con razón chocamos", pensó. No obstante, decidió no prestar la mínima atención a lo que Victoria le había dicho. Salió rápido en busca del doctor. Estaba enojado, aun así, primero quería que el doctor le dijera si la mujer ya estaba lo suficientemente bien para llevársela con él a revisar los daños que el accidente causó.

A los pocos minutos, regresó con un doctor.

—Hola, soy el doctor Tomás, ¿cómo encuentra? —preguntó el hombre de la bata blanca a Harold quien le aseguró que sí. Después le hizo la misma pregunta a Victoria.

—Sí —respondió, no muy segura—. ¿Puedo irme?

—Claro, afortunadamente solo tuvo un pequeño golpe en su frente que ya se le fue curado. No fue un accidente aparatoso. Y su esposo solo tuvo uno que otro hematoma superficial, pudo traerla cargando hasta aquí así que no ha sido...

—Ella no es mi esposa, no tendría una mujer tan bruta. —Harold alzó la voz ante las insinuantes e inapropiadas palabras, interrumpiéndolo. El doctor le pidió disculpas a Victoria por la equivocación debido a la actitud del hombre y le dijo que ya podía irse.

Ella agradeció y se encaminó hacia afuera del hospital. Se sentía un poco mareada, mas agradecía poder dar un paso sin caer. Aturdida o no, pronto se recordó que tenía más cosas por las que debía preocuparse que tiempo de esperar un milagro.

"¿Ahora qué? ¡Soy tan torpe! Bruta, dijo ese hombre", no podía dejar de pensar en el desastre que había causado por no enfocarse en lo que hacía, por pelear con sus pensamientos y no fijarse en su alrededor.

—¡Oiga! —Harold la seguía a grandes zancadas—. ¡Señora!

Ella se giró hacia él y procuró respirar para que las palabras salieran seguras y completas.

—Disculpe, dijo llamarse Harold, ¿cierto? Pues bien, Victoria, mucho gusto. Ya le he dicho que no tengo dinero. ¿Qué quiere de mí si no porto ni para regresar a casa? ¡Y vivo muy lejos de aquí! —aseguró, tratando de no sonar grosera con su tono. Nunca levantaba la voz. Ni con los clientes irrespetuosos de la cafetería en la que trabajaba.

—¿A mí qué me importa? Tiene que pagar —insistió, empoderado.

—Pague usted para que se lo reparen, ¿acaso no me dijo que el mío ha resultado más dañado? —inquirió, recordando esa afirmación—. Ni con mi sueldo anual puedo pagar ni media reparación, llevaba meses con un extraño ruido, no puedo pagarlo, me olvidaré de él por eso, ¿ve?

—No debió de haber girado de esa manera. Ahora acepte las consecuencias de su insensatez, señora.

Victoria suspiró frustrada ante la insistente petición de Harold. "Qué hombre tan terco", reconoció para sus adentros, "¿qué le cuesta dejarme en paz y seguir su camino?" Seguramente tenía cosas más importantes que hacer que estar perturbándola.

—Mire, tengo más problemas que dinero, sé que tal vez no quiera, pero comprenda, por favor. Usted parece tener más dinero que yo como para que se despreocupe por su querido auto. Mire su ropa, nueva y elegante. Bonitas botas vaqueras, por cierto. —Lo miró de pies a cabeza, buscando más. Después se encontró avergonzada y con las mejillas calientes. Volvió a hablar—. Ahora mire la mía, Charlotte me regaló esto hace tres años, qué pena me da, pero es la verdad. ¿Nota la diferencia?

Harold, sin ser capaz de poder opinar al tema, la miró por mero reflejo, mas no hizo ningún comentario, le daba vergüenza hacerlo.

—¿Por qué insiste tanto? —continuó Victoria—. Aunque lo repita decenas de veces, no se me llenarán las manos de efectivo para dárselo.

El silencio los mantuvo en el estacionamiento del hospital, viéndose fijamente, analizándose, retándose para defender su punto.

Harold fue el primero en hablar.

—Mire, mientras son peras o son manzanas, vamos al taller.

—¿Al taller? —Victoria abrió los ojos, sorprendida.

—Sí, taller; es el lugar al que se llevan los autos para reparar. ¿Sabe?

—Sé qué es un taller, tampoco soy idiota. —Una vez las palabras salieron de su boca, la cubrió, sintiéndose avergonzada—. Perdón.

Harold disimuló una leve risita.

—Ambos autos se encuentran en un taller ahora mismo, llamé a una grúa hace media hora —confesó, serio—. Al desmayarse, un buen samaritano nos trajo al hospital.

Sin decir una palabra, Harold comenzó a mirar a todos lados en busca de un taxi. Victoria no cabía en la sorpresa y también se sentía abrumada, no sabía cómo tomarse lo que pasaba y mucho menos la actitud del hombre, no sabía cómo lidiar con ella.

Tomó aire y soltó lo primero que se le vino a la mente.

—¿Es usted de por aquí? —preguntó y luego se arrepintió, preguntándose si el hombre estaba de humor para hablar con ella después de todo.

—No. Soy de un rancho a las afueras de la ciudad, cerca de Miguel Alemán, el pueblo —le respondió sin verla, divisando por fin un taxi.

—¿Y qué hace por estos rumbos? —indagó, y al instante volvió su vena de arrepentimiento. No conocía más que su nombre y quizás al tipo no le agradaría decir sus cosas privadas a una extraña, menos si habían empezado con el pie izquierdo. Sin embargo, él respondió:

—Vine por asuntos de negocios. —Volteó hacia ella—. Estaba camino a una junta con un proveedor, pero...

Hizo una pausa y sonrió con ironía.

—Señor, lo lamento. —Victoria agachó la mirada, avergonzada, aceptando su error—. Tenía mi cabeza en otro lado y, cuando miré al pequeño, me asusté. Gracias al cielo no pasó nada sumamente grave. Pues, aún vivimos, ¿no? Bueno, espero que el niño esté bien.

A Harold le removió la curiosidad y se preguntó qué tanto le preocupaba a esa mujer que la tenía tan desaliñada y tan distraída que estuvo a punto de morir por ello. En qué era lo que la apesadumbraba tanto que siquiera se había tomado el tiempo de peinarse. Victoria traía una coleta baja y su cabello castaño estaba separado por una tosca línea. Algo sencillo y mal hecho, dejando algunos mechones, cometiendo acto de rebeldía, por fuera de su agarre. También apreció que su lisa piel estaba limpia de impurezas y maquillaje... tan bella.

Negó con la cabeza, despabilándose.

—El niño está bien, Victoria. —Le señaló al taxi que acaba de estacionarse frente a ellos—. Solo se asustó, pero está bien.

Lo contempló unos segundos mientras se decidía si entrar o no al taxi, si creer o no en sus palabras, si acompañarlo o no al dichoso taller, si la miel que miraba en sus ojos era natural o eran reflejos del sol.

Le creyó, espabilándose de sus locos pensamientos.

—Me alegro tanto. —Tomó aire y subió al taxi—. Gracias.

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