La Colina, Acto N
Era una colina alta, gorda, en picado. Su punta estaba hecha de lodo crudo. En el horizonte, su silueta apenas era visible bajo las dantescas nubes negras que la sobrevolaban. Eran grandes y espesas, tanto que coloreaban el cielo. El sonar de los rayos violetas retumbaba contra el espacio. Volaban a su alrededor y algunos pocos caían encima de ella, haciendo explotar la tierra en cientos de pedacitos.
Bajando por su textura, pequeños trozos de césped color aguamarina eran visibles, haciéndose cada vez más notables hasta llegar al fondo. La pradera sin fin que la precedía era así, de un tono entre azulado y verduzco, con grandes flores moradas que brotaban por todos lados. Brillaban como bombillos naturales, en sus cabezas había bolitas de energía que flotaban en círculos.
Douglas abrió los ojos. Cuando se miró las manos, notó que no podía verse a si mismo. Era una sombra. Oscura, inaccesible, atrapada entre la brea que chorreaba de sus poros. Aunque no tuviera poros, claro, era un robot al fin y al cabo. Giró a la derecha, luego a la izquierda, luego al frente. La montaña le observaba de regreso, con un aire condescendiente, casi burlesco. ¿Cuántas veces había estado aquí? No aquí, específicamente, pero sí en una situación similar. Siempre que moría, aparecía en un sitio distinto. Una visión distinta.
Dió un paso, luego otro. Notó que sus pies dejaban charcos de alquitrán con cada movimiento, ensuciando el ya de por si lóbrego paisaje. Cuando se miró los brazos, vio que sus codos estaban goteando. Esto no había pasado antes, quizás empeoraba con cada viaje. Antes, al menos mantenía una consistencia. Algo que lo mantuviera firme.
Cuando prestó atención al antebrazo de su líquido cuerpo, observó una minúscula luz verde haciendo reflejo contra él. Eran sus ojos, brillando en neón, intercambiando su antiguo color púrpura por el actual. El actual, de hecho, se parecía más al que salía de su caja. Bastante más. Se había dado cuenta de ello en su última visita a este lugar. Sus ojos eran distintos. Siempre distintos.
—Agua...
Espetó, su voz sonaba como un susurro alargado que se desvanecía en el viento. No entendía por qué lo había dicho, simplemente había pasado. Miró arriba, a la montaña, a los truenos ruidosos y los rayos veloces. Había electricidad, mas no lluvia. Nada de lluvia, ni una sola gota. Debía subir. No sabía el por qué, pero sabía que debía hacerlo. Era su destino. Una intuición latente que estaba inmiscuida en lo más recóndito de su faltante tarjeta de memoria. Empezó el movimiento, el sonar húmedo de sus pies golpeando el pasto se agrandaba con cada paso que daba.
Sentía cansancio. No se explicaba el por qué. Su cuerpo era de metal y, aunque no lo fuera, ahora mismo ni siquiera estaba utilizándolo. Ahora mismo era una simple inteligencia artificial vagando por el reino de lo desconocido, por esa puerta sombría que todo ciudadano de Osoris era forzado a cruzar cada vez que perdía la vida. Por la colina. Pero sentía cansancio. Sentía tanto cansancio que sus párpados pesaban como dos trozos de titanio, y eso que ni siquiera tenía párpados.
—DD-Asol... —emitió una voz, una externa a la suya, que sonaba como una versión distorsionada de él mismo. Hablaba en cánticos, enfermiza.
—No. Cállate.
—Ven, DD-Asol. Ven conmigo. Ven.
—¡No!
Rugió, hacia la mismísima nada. Su camino se mantuvo firme, miró al horizonte, a la punta de esa montaña tierrosa que disparaba explosiones minúsculas a medida que más se iba acercando. Notó cómo el pasto aguamarina se hacía cada vez más corto a medida que más avanzaba. Cómo esos hipnotizantes lirios púrpuras empezaban a escasear a medida que escalaba. Una luz tenue, casi rojiza, comenzaba a hacerse ver desde los cielos. No podía rendirse. No ahora. No cuando había llegado tan lejos. Ya no más. Por favor, ya no más. Por favor.
—Por favor...
—No tiene caso, DD-Asol. No te queda mucho, DD-Asol. Ven conmigo, DD-Asol.
—Ese no es mi nombre.
—Se siente bien... DD-Asol. Desaparecer, se siente tan bien.
Un trueno bruto explotó en sus tímpanos. El cielo se oscurecía más a medida que más iba escalando, pero la lluvia seguía sin caer. Las flores púrpuras habían desaparecido hacía ya unos cuantos metros, dejando en el camino un desolador espacio vacío de pasto seco y tierra cruda. Detrás de él, la estela de alquitrán que iba derramando con cada paso comenzaba a escurrirse lentamente entre la pradera, como juntándose en una única línea negruzca que le perseguía. Que se movía junto a él, como si tuviera vida propia.
Y entonces, sin darse cuenta, cayó. No del todo, pero lo hizo. Logró sostenerse a si mismo con sus manos pegajosas antes de desfallecer hacia el abismo. Tardó unos pocos segundos en reincorporarse, en darse cuenta de lo que lo había golpeado. Bajo sus pies yacía un perro moribundo. No tenía pelaje y se desmoronaba lento en un pútrido color marrón, cual si estuviera hecho de lodo. Pero no lo estaba, no. El lodo no podía suspirar, ni mover la panza como dando a entender una última prueba de vida antes de desfallecer del todo.
—Para.
—DD-Asol... —cantó la voz. Sonaba burlesca, alargando sus palabras con cada frase, metiéndose entre los orificios de sus oídos.
—¡Para!
—No queda tiempo, DD-Asol. No hay más almas que robar, DD-Asol. ¿Tienes miedo, DD-Asol? ¿Tienes hambre? ¿Tanta hambre que sientes que podrías morir? Ven conmigo. Es fácil, venir conmigo. Tan fácil. Soy todo lo que te queda, DD-Aso--
—¡Ese no es mi puto nombre!
Para él, no lo era. Escuchó una serie de silbidos enfadados que venían del cielo. Cuando miró, se dió cuenta de lo que se avecinaba. Por la colina, caían perros. Cientos de decenas de cadáveres de perros. Quería vomitar, pero no tenía boca. Los animales chocaban contra la tierra, rodando a velocidades paupérrimas, algunos explotando a medida que se iban pegando. Todos compartían aquel color sombrío, y una textura húmeda, que hacía que sus partes rebotaran. Parecían hechos de gelatina. Una gelatina lodosa y espesa que se quedaba incrustada al suelo.
Empezó a caminar otra vez, ante la lluvia de animales muertos, que había decidido reemplazar al agua que nunca llegó. Algunos lograban impactarle, pero los resistía. Detrás de él, la voz seguía acosándolo como un loro degenerado, pero Douglas ya no hacía caso. No había sentido en hacerlo. No cuando estaba tan cerca. No cuando podía verla a ella, a la caja, observándole de regreso en la punta de la colina. A su etherbox no le importaban las palabras baratas de un susurro enfermizo. A su etherbox sólo le importaba él. Su etherbox era su mejor amigo. Su único amigo. El único en el que podía confiar.
Una rafaga de viento golpeó su rostro. A su derecha, una explosión brutal hizo volar un pedazo entero de la montaña. Cuando miró el piso, notó que ya no quedaba césped. El azul verdoso de la pradera había sido consumido por la tierra negra, por ese marrón sucio que indicaba la entrada a la recta final. Rodeándolo, los intensos rayos de luz fucsia cortaban el aire y destruían el paisaje. Polvo oscurecido le caía encima con cada golpe de cada relámpago. Sus piernas dolían. Dolían como si les hubieran hecho explotar en mil pedazos.
—DD-Asol... Vuelve... Vuelve conmigo, DD-Asol... No te vayas... Te amo...
—No volveremos a vernos.
Finalizó, firme, mirando al frente. Allí, flotando en el aire, yacía un cubo rojo de proporción estratosférica, girando en círculos sobre su propio eje. Estelas de aire carmesí le revoloteaban por encima, como un tornado lento que anunciaba su llegada. Aunque siempre había estado allí, esperando. La caja nunca dejaba de esperar.
Douglas miró atrás, al camino que había recorrido. El charco de brea negra burbujeaba, haciendo un sonido grotesco que se pegaba a sus inexistentes neuronas artificiales. Los cadáveres de gelatina café se mantenían inmóviles, aunque ondeando con la ventisca. No se había dado cuenta de cuándo habían dejado de caer.
—❒❑ ❏❐❑❒❏❐ ❒❑❐❏❏❐❑❒❑ —emitió, él. La caja. El etherbox.
—Lo sé.
Todos los ciudadanos de Osoris, los soularids, podían oír sus propias cajas, aunque les era imposible entender las de los demás. En ocasiones, hasta les era imposible entender las suyas propias. En el caso del robot, la voz de su etherbox llevaba ya un buen tiempo sintiéndose débil. Cansada. Emitía un sonido eléctrico, como de estática oscurecida, que no le dejaba entender con toda claridad lo que le trataba de decir. Pero aún con esas seguía entendiéndola lo suficiente. Lo estrictamente necesario.
—❑❒ ❏❐❑❒❏❐❑. ❒❑❐❏❐❑❏ ❒❑❒❑❒ ❒❑❒❏❐❏❑❐❒.
—Lo sé. Gracias.
Ya no importaba. La voz no importaba, los perros muertos, los destellos, el caos. Nada lo hacía. Porque ya estaba a salvo. Douglas extendió los brazos hacia adelante, moviéndose a pasos agigantados en dirección al aparato. Frente a él, la caja comenzó a expulsar una serie de sonidos mecánicos que fueron seguidos por una salida de humo suave brotando de sus extremidades. Sin prisas, el aparato, que ante el cuerpo del androide parecía gigantesco, se abrió.
Sus lados se doblaron en varias direcciones, dejando expuesto el interior. Allí, en el centro, flotando, se hallaba un orbe rojo que resplandecía con pureza. Chispas minúsculas salían de él, así como de sus alrededores. El frente del cubo cayó, inclinado, proporcional al robot, y tomó la forma de escalones alargados que le daban paso. Sin pensárselo dos veces, siguió su camino hacia adelante. Sus brazos seguían extendidos.
Detrás de él se cernía una oscuridad causada por la caja, dicha que se cerraba otra vez. Cuando terminó el proceso, se halló a si mismo en un espacio negro, totalmente oscuro, sin nada alrededor. Como si estuviera caminando por el cielo nocturno, uno donde todas las estrellas, todos los planetas, todas las galaxias, habían desaparecido. Sólo estaban él y la sombra. Y, ante sus ojos, un único orbe de luz roja, abrumadora, que le miraba fijamente.
Se acercó para abrazarla. Cuando lo hizo, notó cómo cambiaba de forma. Cómo su borde se deformaba, pasando de curvas a esquinas, y de esquinas a líneas. Sin que se hubiera dado cuenta, la esfera se había transformado en una versión pequeña y distorsionada de él mismo. Un Douglas rojizo, que abría los brazos, aceptando a su amigo. No podía sonreír, pero quería hacerlo. Cuando lo abrazó, un calor rotundo rodeó su cuerpo. Una serie de imágenes en cadena pasaron por su cabeza. Visiones vagas de muerte y resurrección, de dolor y de placer, y de todo lo que había en el medio. Cerró los ojos.
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La maquinaria de Osoris era compleja en su simplismo. Cada vez que un soularid se moría, despertaba poco tiempo después en un lugar aleatorio, con acompañantes aleatorios, en una réplica exacta de su antiguo cuerpo. En el caso de Douglas, sin embargo, ya llevaba 3 veces que aparecía en el mismo sitio. Sin acompañante, en un espacio vacío, iluminado por la bombilla fría de un cajón al que llamaba habitación. Afuera era de noche. En Osoris, siempre era de noche.
La habitación era metálica, helada, con minúsculos rastros de óxido esparciéndose por el techo y las paredes. Al autómata le tomó unos segundos reincorporarse y observar a detalle el escenario. En el centro había una mesa de madera pulida con una canasta negra encima. A la izquierda, una enorme ventana que sólo podía ver hacia afuera, pero desde la que era imposible ver hacia adentro. El escenario estaba envuelto en una niebla grisácea que casi hacía parecer como si fuera de día por la lucidez del clima. Vehículos voladores paseaban de un lado a otro.
Detrás de él se ocultaba su siguiente cuerpo, el que la máquina ya tenía preparado en caso de que volviera a fallecer. Si los matones de la ciudad encontraban este sitio, sería el fin. Sabrían exactamente donde aparecería cada vez que lo mataran. Su filtro de voz emitió lo que imitaba un suspiro de cansancio finito.
El aún apagado autómata iba vestido con sus ropajes de siempre, los que él llevaba ahora mismo. No podía quitárselos, a ninguno de los dos. No porque estuviera obligado a hacerlo, sino porque no tenía las fuerzas. Aunque quisiera sacarse el sombrero y cambiarse la capa, algo muy dentro de si se lo impedía.
Su cuerpo, su siguiente cuerpo, estaba metido en una máquina con forma de nevera, colgado a un gancho en el techo que conectaba a una serie de maquinarias bizarras detrás de él. Había una oscura cortinilla azulada justo en el borde del aparato, la que posiblemente había abierto él mismo al despertar. Volvió a cerrarla, ocultando a su próximo ser, a pesar de no ser estrictamente necesario. Luego miró al resto de la habitación.
Al lado del ventanal había una puerta. En la esquina izquierda yacía una planta artificial lanzando oxígeno falso. Estaba pegada a un jarrón antiguo con grabados de oro, dibujaban figuras abstractas en formas de espiral. Se le quedó viendo el suficiente tiempo como para perderse en sus pensamientos durante un rato, antes de recordar que debía seguir moviéndose. Entonces, miró hacia abajo, a su pecho. Allí estaba ella, la caja, perfectamente incrustada en su abdomen. Negra y brillante, pulida, perfecta.
Sintió dolor. Un ardor minúsculo en el centro de su espíritu. Le precedió el sonido desagradable de una quebradura. Cuando se dio cuenta, la primer grieta salió, dejando ver un destello suave de la luz verduzca que brotaba de su interior. Le siguió otra, y otra, y otra más. Tal como lo sospechaba, igual que siempre, aunque tardara, su caja siempre acababa rompiéndose otra vez. No importaba el cuerpo. No importaba el sitio. Estaba dañada, más allá de la reparación.
Ya no importaba, ese minúsculo momento de calma, esos diminutos instantes donde no dolía. Habían terminado una vez más, y ahora su tortura debía extenderse. Quizás se lo merecía. Quizás se merecía algo mucho peor. Daba igual, ahora mismo, todo daba igual. Si su etherbox seguía dañada, no tardaría en comenzar a apagarse otra vez. Y sólo había una forma posible para arreglar el síntoma. Se arregló el sombrero, cerró su poncho para ocultarse el abdomen, y se preparó para emprender paso en dirección a la puerta. La hora de la caza debía empezar pronto.
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