CAPÍTULO 49


POV LIA ROMANOVA

El sonido de las olas era constante, un murmullo que acompañaba mis pensamientos mientras miraba el horizonte. La luna bañaba la playa con su luz plateada, haciendo que todo se sintiera irreal, como si estuviéramos atrapados en un sueño. Artem dormía en la casa, su respiración profunda había sido mi señal para escabullirme y buscar un momento, para tratar de ordenar el caos en mi mente.

Ya sabía lo que había dicho frente a todos, las palabras que habían salido de su boca, desafiantes y protectoras. Su declaración le traería problemas. No quería eso para él, no quería que cuestionaran su lugar como Pakhan por mi culpa. Él había trabajado demasiado duro, había cargado con el peso de la familia, de la bratva, y no merecía más cargas. Yo sabía lo que debía hacer, y lo haría.

Inhalé hondo, sintiendo el nudo constante en mi pecho al saber que pronto tendría que alejarme por un mes. Sabía que era necesario, pero el pensamiento de separarme de él otra vez era como un puñetazo directo al estómago. Siempre había sentido esta distancia entre nosotros, como si el universo jugara a mantenernos separados incluso cuando estábamos juntos. Aceptarlo no hacía que doliera menos.

Sentí su presencia antes de verlo.

Artem tenía esa manera de llenar un espacio con su energía, de hacerse sentir sin necesidad de palabras. Caminó hacia mí y se sentó detrás, rodeándome con sus brazos fuertes y cálidos. El peso de su cuerpo contra el mío era un ancla, un recordatorio de que, al menos por ahora, estaba conmigo.

No dije nada, solo apreté sus brazos con fuerza, aferrándome a él como si pudiera evitar que se desvaneciera.

—Quisiera hacerle un homenaje a nuestro bebé —comentó de repente—. ¿Qué te parece un tatuaje?

Su declaración me tomó por sorpresa. Mi primer instinto fue sonreír, pequeña pero sincera, porque Artem siempre encontraba maneras inesperadas de lidiar con el dolor.

—¿Por qué un tatuaje? —pregunté, apenas un susurro, como si tuviera miedo de romper la magia del momento.

—De esa forma siempre estará presente —respondió sin dudar, sus palabras llenas de una intensidad que me dejó sin aliento.

Mis ojos se llenaron de lágrimas al instante.

—Un pájaro —murmuré después de un momento, mi garganta cerrándose por la emoción—. Quiero que sea un pájaro.

Él inclinó la cabeza ligeramente, mirándome con curiosidad.

—¿Por qué un pájaro?

Respiré hondo, luchando contra las lágrimas que amenazaban con desbordarse.

—Porque los pájaros simbolizan libertad —susurré con voz temblorosa—. Y nuestro bebé... nunca tuvo la oportunidad de ser libre, de vivir. Lo único que puedo darle ahora es eso, un símbolo de lo que podría haber sido, de lo que significó para nosotros.

No dijo nada, pero sus brazos se apretaron a mi alrededor, su calor envolviéndome como un escudo. Su silencio decía más que cualquier palabra.

—Un pájaro, entonces —murmuró finalmente—. Será nuestro recordatorio de que siempre estará con nosotros.

Se inclinó hacia mí, dejando un beso suave en mi cuello y cerré los ojos, dejando que su cercanía me llenara de una paz que pocas veces encontraba. En ese momento, con el sonido de las olas y la seguridad de sus brazos, supe que, a pesar del dolor y de lo que estaba por venir, siempre tendríamos esto. Un lugar al que volver, incluso si el mundo intentaba separarnos.

Estaba empezando a quedarme dormida entre sus brazos cuando sentí que su abrazo se apretaba aún más, como si temiera que desapareciera. No pasó mucho tiempo antes de que las palabras empezaran a salir de su boca, quebrando el silencio de una manera inesperada.

—Estaba en la academia cuando ella apareció en mi vida —suspiró con voz muy baja—. Verónica.

Abrí lentamente los ojos, algo confundida y con una ligera preocupación.

—No hay necesidad de que lo digas —intenté tranquilizarlo, no queriendo que se forzara a revivir algo que parecía tan doloroso.

—Sí que la hay, Lia. —Insistió con firmeza, su mirada fija en el horizonte—. Tienes que saberlo todo.

Me quedé en silencio, esperando que continuara. Algo en su tono me hizo entender que lo que estaba por compartir era importante, algo que había guardado dentro de sí durante mucho tiempo.

—Llegó de repente a mi vida. —Comenzó, su voz temblando apenas perceptiblemente—. Estaba delgada, maltratada, como si el mundo la hubiera destrozado, pero aún tenía esa fuerza en los ojos. Dijo que era mi hermana. Que había pasado años buscándome, pensando que nunca lo lograría.

Tragué saliva, sintiendo un nudo formarse en mi garganta mientras él hablaba.

—No vas y le dices a alguien que ha vivido toda su vida creyendo en algo que es una mentira, —continuó, su tono volviéndose más intenso—. Ella me dijo que nuestros padres no eran mis padres biológicos, que me habían adoptado. Fue... fue un puto choque total.

Su voz se rompió al final, y lo sentí tensarse detrás de mí. Giré un poco mi cuerpo, lo suficiente para verlo a los ojos. Había algo roto en su expresión, algo que ni siquiera el tiempo parecía haber podido reparar del todo.

—Artem —murmuré, colocando mi mano sobre la suya—. No tienes que cargar con todo solo.

—No es solo eso —confesó, inclinando la cabeza hacia adelante, como si estuviera buscando las palabras adecuadas—. Ella vino a mí porque estaba huyendo, y aunque yo intenté protegerla, no fue suficiente...

POV ARTEM

Flashback (cuatro años antes)

Estaba a mitad de un entrenamiento agotador, el tipo de rutina diseñada para romper cuerpos y mentes, cuando un superior irrumpió en el campo. Su sola presencia era suficiente para hacer que todos los cadetes se detuvieran en seco.

—¡Romanov! —gritó, con la voz rasposa y autoritaria que conocía demasiado bien—. Una visita para ti.

Una visita.

Las palabras hicieron eco en mi cabeza. En mis años en la academia militar, nunca nadie había venido a verme. ¿Quién demonios sería?

—No olvides esto, Romanov, —continuó el oficial mientras me acercaba a él con pasos rápidos—. Aquí no importan tus privilegios ni que seas el hijo del Pakhan. Si alguien vuelve a interrumpir por ti, será el último error que cometas. Un golpe por cada minuto perdido y una semana sin comer. ¿Entendido?

—Sí, señor —respondí, mordiéndome la lengua para no replicar.

La sala de visitas era un lugar frío y vacío, igual que todo lo demás en la academia. Entré, con el ceño fruncido y los músculos aún tensos por el entrenamiento. Lo que encontré no fue en absoluto lo que esperaba.

Frente a mí estaba una mujer. Baja, increíblemente delgada, como si no hubiera comido en días. Su ropa parecía colgar de ella, y su piel estaba tan pálida que apenas creí que pudiera mantenerse en pie. Pero sus ojos... Sus ojos eran un contraste impactante, brillaban con una intensidad que no se correspondía con el resto de su apariencia.

—¿Quién eres? —mi voz salió más dura de lo que pretendía, pero no me molesté en suavizarla.

La mujer dio un paso hacia mí, insegura pero determinada.

—Artem —nombró, y la forma en que pronunció mi nombre hizo que mi rabia se encendiera aún más.

—¿Quién demonios te dio permiso para venir aquí? —espeté, cruzando los brazos sobre mi pecho.

Cada segundo que pasaba en esa sala era un recordatorio de la advertencia del superior. Mi historial en la academia había sido impecable hasta ahora, y no iba a permitir que esto lo arruinara.

—Soy... soy tu hermana —expresó con voz temblorosa, pero clara.

Parpadeé, sintiendo que el enojo burbujeaba aún más fuerte dentro de mí.

—¿Mi qué? —Solté una carcajada seca, dando un paso hacia la puerta—. No tengo una puta hermana que se parezca a ti. Así que, quienquiera que seas, lárgate de aquí antes de que haga que te saquen a patadas.

Sus ojos se llenaron de desesperación al verme girar sobre mis talones, listo para salir.

—¡Por favor, espera! —gritó, su voz quebrándose—. ¡Es verdad! Tus padres... no son tus padres biológicos. Ellos te adoptaron. Somos familia, Artem, lo juro.

Me detuve, no porque creyera una palabra de lo que estaba diciendo, sino porque la pura osadía de esas palabras me dejó paralizado por un segundo. Me giré lentamente hacia ella, mi mirada fría como el hielo.

Quería matarla aquí mismo, pero no lo podía hacer, no aquí.

—¿Qué mierda estás diciendo? —espeté, sintiendo que la rabia se transformaba en algo más oscuro, algo más profundo.

—Busqué durante años para encontrarte, —prosiguió, dando un paso hacia mí, ignorando mi tono—. Mi vida dependía de esto. ¡Eres mi hermano!

—Escucha bien —gruñí, acercándome hasta que nuestras caras estuvieron a pocos centímetros de distancia—. No sé quién eres ni qué quieres, pero si crees que voy a tragarme esta mierda, estás muy equivocada.

Ella retrocedió, su cuerpo temblando visiblemente, pero sus ojos no dejaron de sostener los míos.

—No estoy mintiendo —susurró, con una mezcla de dolor y determinación en su voz—. Solo... escúchame. Tu madre iba en un camión de prostitutas y...ella murió y entonces fue ahí donde te adoptaron, nuestro padre estuvo buscándote.

La miré por un largo momento, mi mente batallando para procesar sus palabras. Algo en su mirada, en la desesperación de su voz, me pedía que creyera, pero la rabia ardía más fuerte. Rabia por la interrupción, por lo que sus palabras podían significar, por el riesgo que representaba para mi impecable historial en la academia.

El resentimiento, el orgullo herido y la desconfianza ganaron la batalla.

—No quiero volver a verte. —Mi voz fue un filo cortante—. Y si lo hago, te mataré.

Le advertí sin titubeos, dejando claro que no habría segunda oportunidad. Giré sobre mis talones, mi mandíbula apretada, cada músculo de mi cuerpo tenso mientras caminaba hacia la salida. Apenas había avanzado unos pasos cuando escuché un sollozo ahogado detrás de mí. El sonido me golpeó como una piedra lanzada al vacío, pero no me permití vacilar.

[...]

El sol abrasaba sin piedad mientras ajustaba el saco de arena de 70 kilos sobre mis hombros. El circuito era brutal: obstáculos que exigían saltar, arrastrarse y escalar sin soltar la maldita carga. Cada paso era una prueba, no solo física, sino mental. Pero mi mente estaba en otro lugar, atrapada en un remolino de pensamientos que no me dejaban en paz.

Sentía a Sergei cerca, siempre atento, como un maldito cuervo que no se pierde ni un detalle. Lo sabía, porque incluso con el esfuerzo y el ruido del entrenamiento, su voz se hizo escuchar cuando trepábamos por la cuerda.

—Llevas días actuando como si tuvieras un ladrillo en la cabeza, Romanov. ¿Qué mierda te pasa?

Apreté los dientes, concentrándome en alcanzar la cima antes de contestar.

—No es nada, Sergei. Concéntrate en la maldita actividad.

Sabía que no iba a soltarme tan fácil. No era de los que dejaban algo pasar, no cuando olía que había un problema real.

—Vamos, hermano, he visto cómo te matas aquí día tras día. Algo te está jodiendo. ¿Qué es?

Saltamos de la cuerda al suelo y comenzamos a avanzar hacia el siguiente obstáculo: un túnel estrecho por el que debíamos arrastrarnos con los sacos aún encima. Sentí el peso en mi espalda, pero también en mi cabeza, como si las palabras que llevaba dentro fueran aún más pesadas que el saco. Finalmente, hablé.

—Hace unos días, una mujer apareció en la sala de visitas.

—¿Y? ¿Te trajo flores? —bromeó, sin perder el ritmo.

—Dijo que era mi hermana.

Sentí su mirada fija en mí, incluso mientras nos deslizábamos por el túnel. Cuando finalmente salimos al otro lado, se giró hacia mí con el ceño fruncido.

—¿Qué mierda estás diciendo?

—Eso mismo. Que es mi hermana, que fui adoptado, que mis padres no son realmente mis padres.

Levanté el saco de nuevo, acomodándolo sobre mis hombros, mientras Sergei me miraba como si hubiera perdido la cabeza.

—¿Le creíste?

Negué con la cabeza.

—No. Pero desde entonces no puedo dejar de pensar en lo que dijo. He intentado recordar algo que lo contradiga, algo de mi infancia, pero es como si todo estuviera borroso. No hay fotos de mi madre embarazada de mí. Según mi padre, todo se perdió en un incendio cuando era niño, pero ahora...

Mientras escalábamos la pared de madera, sentí que mis palabras se quedaban suspendidas en el aire, igual que esa incertidumbre que no me dejaba en paz.

—No sé qué pensar.

Salté al otro lado de la pared, aterrizando con fuerza. No tardó en alcanzarme, colocando una mano en mi hombro mientras corríamos hacia el siguiente obstáculo.

—Escucha, Artem. Es absurdo. Si tu padre te lo dijo, no hay razón para dudar. Esa mujer probablemente está buscando alguna mierda. Dinero, atención, lo que sea.

—Lo sé —gruñí, apretando los dientes—. Pero no puedo quitarme sus palabras de la cabeza.

El peso del saco parecía un chiste comparado con el peso en mi pecho. Intenté convencerme de que Sergei tenía razón, de que esa mujer solo quería algo de mí. Pero, ¿y si no? ¿Y si todo lo que había creído era una mentira?

No lo dije en voz alta, pero en el fondo sabía que esto no iba a desaparecer tan fácil. La duda estaba ahí, clavada como una espina, y no sabía cómo sacarla.

Esa tarde, por fin, teníamos un descanso después del infierno del entrenamiento y meses sin poder salir. Sergei y yo caminábamos hacia la salida de la academia agotados. Lo único que quería era una buena distracción y un poco de paz, pero la tranquilidad no era algo que últimamente pudiera permitirme.

Ahí estaba ella, esperando a un lado del camino de tierra que llevaba hacia la ciudad. Su figura delgada, casi insignificante, contrastaba con la dureza del paisaje. Llevaba la misma ropa de hacía dos días, arrugada y sucia, y aunque trataba de mantenerse erguida, el miedo era evidente en sus ojos cuando nuestras miradas se cruzaron.

—Joder, no otra vez —bufé, desviando la mirada.

Estaba por sacar el arma, pero Sergei me detuvo.

—Esa mujer parece hecha mierda —murmuró, sin apartar los ojos de ella y soltándome.

—No es mi problema.

Aceleré el paso, pero me detuvo nuevamente, esta vez con una mano en el brazo.

—Vamos, Artem. No podemos dejarla ahí. Al menos que llegue al centro de la ciudad. Esta academia está en medio de la nada.

Mi mandíbula se tensó. Lo miré con rabia, pero no se echó atrás.

—Si no quieres escuchar su mierda, no lo hagas. Pero no seas un cabrón.

Giré sobre mis talones y me acerqué a ella, mis pasos pesados haciendo crujir la grava bajo mis botas.

—No quiero escuchar ni una sola palabra de tu historia —le solté, con voz cortante—. Pero sube al maldito auto.

La vi dudar, pero al final asintió, caminando con cuidado como si temiera que cumpliera mi amenaza. Sin decir nada más, nos subimos a la camioneta que Sergei y yo usábamos para salir de la academia. Ella se sentó en el asiento trasero, en completo silencio, mientras Sergei tomaba el volante.

Pero en lugar de dirigirnos hacia la ciudad, le di una orden que lo hizo fruncir el ceño.

—Cambia la dirección. Vamos a una clínica.

—¿Una clínica? ¿Por qué...? —comenzó, pero lo interrumpí con un gruñido.

—Hazlo, y no hagas preguntas.

La mujer levantó la cabeza, sorprendida, y por primera vez, noté un atisbo de esperanza en sus ojos. No dije nada durante el trayecto. No quería darle espacio para hablar ni para explicar. Todo lo que buscaba era confirmar que estaba mintiendo, que toda esa historia era una jodida mentira, después la mataría y jodidamente lo disfrutaría.

Llegamos a una clínica pequeña y discreta en las afueras de la ciudad. Bajé del auto sin esperarla, pero escuché sus pasos detrás de mí. Entré y le indiqué al recepcionista lo que quería: una prueba de ADN.

—Quiero esto rápido —le dije al hombre mostrándole el fajo de billetes de cien dólares, asintió y nos indicó que esperáramos.

Ella se sentó al borde de una silla, mirando sus manos mientras yo la observaba desde la otra esquina de la sala. No dijo nada, pero su silencio hablaba más que cualquier palabra.

Cuando nos llamaron, el procedimiento fue rápido: una simple muestra de saliva. Salimos de la clínica sin intercambiar una palabra, y mientras volvíamos al auto, sentí que algo dentro de mí comenzaba a agrietarse. No podía admitirlo, pero parte de mí temía los resultados. Y eso, más que nada, me enfurecía.

Estábamos saliendo de la clínica cuando Sergei detuvo mis pasos con su tono firme. Yo ya había abierto la puerta del auto, listo para terminar con este maldito día, cuando escuché su voz.

—¿En serio la vas a dejar aquí? —preguntó, señalándola con un movimiento de la cabeza.

Ella estaba parada a un lado de la clínica, con los brazos cruzados, tratando de ocultar el temblor en sus manos. Seguía con la misma ropa de días atrás, con el rostro pálido y los ojos cansados, claramente agotada y, según parecía, sin un centavo en el bolsillo.

Fruncí el ceño, apretando la mandíbula.

—¿Y por qué debería importarme? —respondí, mi tono brusco.

Me observó con una mezcla de incredulidad y desaprobación.

—Porque es obvio que no tiene un solo centavo encima. Artem, esto ya es demasiado.

Me encogí de hombros, dejando que mi frustración se manifestara.

—Mi dinero no es para la puta caridad. Si quiere sobrevivir, que se las arregle.

Antes de que pudiera entrar al auto, él sacó su billetera y me lanzó una mirada dura.

—Eres un maldito, ¿sabes?

Avanzó hacia ella, extendiéndole un billete y su teléfono.

—Aquí tienes algo de dinero. Úsalo para llegar a donde necesites. Este teléfono tiene mi número. Si necesitas algo, nos llamas. Nosotros te contactaremos cuando tengamos los resultados.

Ella tomó el dinero con manos temblorosas, claramente avergonzada. Murmuró un "gracias" y un "mi nombre es Verónica" tan bajo que apenas se oyó.

—Vamos, Romanov —dijo, girándose hacia mí mientras se dirigía al auto.

No dije nada, pero mi mente estaba enredada en un caos de pensamientos.

—Tenemos cinco horas antes de que nos toque volver. —Calculé, mi tono seco, intentando distraerme de la incomodidad que aún me rondaba—. Aún hay tiempo para una diversión.

Sergei soltó una carcajada, sacudiendo la cabeza con una mezcla de incredulidad y diversión.

—Siempre tan predecible. ¿Qué? ¿Crees que una buena sesión de sexo te hará olvidar esa tormenta en tu cabeza?

Le dirigí una mirada afilada, pero no respondí. En el fondo, sabía que tenía razón. Pero esa era mi forma de lidiar con las cosas: enterrar las emociones en el placer físico, apagar las voces en mi cabeza con el ruido de algo más primitivo.

[...]

Dos días después había terminado una misión corta donde había sido enviado, llegué a la academia exhausto, tanto física como mentalmente. Mis músculos dolían, mi mente estaba dispersa, y lo único que quería era una ducha caliente y un par de horas de sueño. Dejé mis cosas a un lado y me desplomé en la silla de mi pequeño escritorio. Encendí la computadora con desgana, sin esperar nada fuera de lo habitual: un par de correos de los instructores, notificaciones de tareas pendientes, quizás algún recordatorio para los entrenamientos.

Pero entonces lo vi.

Un correo de la clínica.

Mi estómago se tensó al instante. Durante dos días había logrado apartar ese asunto de mi mente, sumergiéndome en la rutina de la academia, en los ejercicios extenuantes y las órdenes de los superiores. Pero ahora, frente a esa pantalla, toda la calma que había logrado construir se desmoronó.

Hice clic en el mensaje y lo leí.

Compatibilidad genética: 50%.

Sentí que el aire me abandonaba. Mis ojos repasaron esas dos palabras una y otra vez, buscando algún error, algo que me dijera que era un malentendido, pero no lo había. Era cierto. Esa mujer, Veronica, no había mentido. Ella era mi media hermana por parte de un padre que ni siquiera sabía de su existencia. Ni tenía interés en saber.

El cursor parpadeaba frente a mí, esperando alguna reacción, pero yo no podía moverme. Estaba paralizado, atrapado entre el shock y una rabia creciente que me quemaba por dentro. ¿Cómo podía ser esto cierto? ¿Cómo podían mis padres haberme ocultado algo tan grande?

Cerré la computadora de golpe y me levanté, incapaz de quedarme quieto. Mi mente estaba saturada de preguntas sin respuesta, de recuerdos que ahora parecían fragmentados, falsos. Intenté recordar algún momento de mi infancia antes de la clínica, algo que desmintiera las palabras de esa chica y ese resultado, pero lo único que encontré fue un vacío. Imágenes borrosas, recuerdos vagos... y la ausencia de cualquier foto de mi de bebé.

Y me perdí.

La rabia me envolvió como una tormenta. Necesitaba desahogarme, sacar esa frustración antes de que me consumiera. Me dirigí al gimnasio con pasos firmes, casi automáticos. Al entrar, el sonido del silencio me recibió, solo roto por el eco de mis botas contra el suelo. En el centro del espacio, el saco de boxeo colgaba como una invitación.

Me vendé las manos rápidamente y empecé a golpearlo. Al principio, mis movimientos eran calculados, controlados, pero pronto perdí todo rastro de técnica. Cada golpe llevaba consigo la frustración, la confusión y el dolor que no sabía cómo manejar.

¿Cómo había pasado esto?

Mis golpes se volvieron más rápidos, más fuertes. Sentía cómo mis nudillos raspaban la tela del saco, cómo la piel empezaba a romperse, pero no me importaba. El dolor físico era un alivio en comparación con el caos dentro de mi cabeza.

—¡Artem! —La voz de Sergei resonó en el gimnasio, pero no me detuve.

Lo ignoré, concentrándome en el sonido de mis golpes, en la sensación del saco cediendo bajo mis puños.

—¡Maldita sea, Artem! —exclamó, acercándose más.

Cuando finalmente agarró el saco para detenerlo, me giré hacia él, jadeando, con las manos ensangrentadas y temblorosas. Mi visión estaba nublada, y sentía el corazón latiendo desbocado en mi pecho.

—¡No soy hijo de Darko e Isabella! —grité, con la voz rota por la furia y la desesperación.

Sergei se quedó quieto, mirándome con una mezcla de sorpresa y preocupación. Sus ojos viajaron de mis manos al saco y luego a mi rostro, intentando procesar mis palabras.

—¿Qué mierda estás diciendo? —preguntó finalmente, su tono más suave de lo que esperaba.

—¡Que todo es una puta mentira! —grité, incapaz de contenerme. Sentía cómo las emociones se acumulaban en mi garganta, amenazando con ahogarme—. Esa mujer, Veronica... Es mi hermana, Sergei. Por parte de mi...por parte de un hijo de puta.

Su rostro se tensó, pero no dijo nada. Solo esperó, dándome el espacio para continuar.

—¡Toda mi vida ha sido una jodida farsa! —Escupí las palabras, golpeando el saco una vez más, a pesar de que intentó detenerme—. Mi madre, mi padre... ¡Todo lo que creí saber era una mentira!

El silencio cayó entre nosotros, roto solo por mis respiraciones agitadas. Mi amigo dio un paso hacia mí, poniendo una mano firme en mi hombro.

—Tranquilízate. Estás perdiendo la cabeza.

Lo miré, sintiendo cómo la rabia y la frustración luchaban por mantenerse a flote.

—¿Cómo quieres que me tranquilice? —Mi voz tembló—. ¿Cómo se supone que viva sabiendo que mis padres me mintieron toda mi jodida vida?

—Primero, cálmate. Luego, enfrentemos esto con cabeza fría —insistió, apretando mi hombro con más fuerza—. Golpear un saco hasta destrozarte las manos no solucionará nada.

Pero yo no quería escuchar razones. Quería gritar, destruir algo, liberar el peso que me aplastaba. Quería respuestas. Y quería que nada de esto fuera real.

—¡Necesito golpear algo o, preferiblemente, golpear a alguien hasta morir! —Me solté de su agarre con un movimiento brusco, dando un paso hacia atrás mientras mis puños temblaban—. ¡¿No lo entiendes?! ¡No soy un Romanov! ¡El apellido que llevo con tanto orgullo ni siquiera me pertenece! ¡¿Por qué carajos me envió aquí si no puedo ser su sucesor?!

La fuerza de mis palabras resonó en el gimnasio vacío, pero no hubo eco que pudiera amortiguar el peso de lo que acababa de decir. Mis ojos ardían, llenos de lágrimas que luchaban por salir, pero no podía permitírmelo. No aquí, no ahora. Tenía que mantenerme firme, pero el dolor era insoportable, un ardor profundo que quemaba más que cualquier herida que hubiera sufrido en los entrenamientos o misiones.

—¡Cálmate! —gritó, dando un paso al frente. Antes de que pudiera retroceder, me agarró del rostro bruscamente, obligándome a mirarlo a los ojos—. ¡A la mierda la sangre, Artem! ¡Te has ganado con sudor y sangre ese apellido y tu maldito puesto en la línea de sucesión!

Intenté apartarme, pero su agarre era firme, tan implacable como sus palabras.

—¡No me importa lo que la puta genética diga! —prosiguió, apretando más su agarre mientras hablaba—. Eres Artem Romanov, Pakhan en formación, un hijo de puta que ha demostrado que puede superar cualquier cosa que le pongan en el camino. ¿Quieres tirar todo eso a la basura porque un papel dice que tu sangre no es "pura"?

Su voz resonó en el gimnasio vacío, haciendo eco como si el espacio también quisiera recordarme quién era.

Mi respiración era errática, mis manos todavía temblaban, y sentía que el suelo se desmoronaba bajo mis pies.

—¡Ellos me mintieron! —escupí, mi voz quebrándose al final. No podía soportarlo más, no podía contener el dolor que me consumía—. Mi vida entera ha sido una mentira.

Aflojó su agarre, pero no me dejó apartarme. Sus ojos buscaron los míos con una mezcla de rabia y empatía que no esperaba.

—Quizás te mintieron, sí. Pero te dieron algo más importante que la verdad...Te dieron un hogar, una familia, un propósito. ¿Cuántos hijos de puta en este mundo tienen eso, Artem?

Intenté apartar mi mirada, pero él me sostuvo firme.

—Siéntete traicionado, enfadado, lo que quieras —siguió—. Pero no dejes que eso te destruya. No eres el primero ni serás el último en ser jodido por sus padres, pero eso no cambia quién eres ni lo que has logrado.

Quise decir algo, refutarlo, pero no encontré palabras. Mi pecho subía y bajaba con cada respiración forzada, y mis manos ensangrentadas seguían temblando. Sentí que las lágrimas amenazaban nuevamente con salir, pero me negué a dejarlas caer.

—¿Crees que Darko Romanov, el cabrón más temido de la bratva y del jodido mundo, permitiría que alguien que no considerara su hijo tomara su lugar? —preguntó, su tono ahora casi desafiante—. Si no fueras digno, Artem, ni siquiera estarías aquí.

Su afirmación golpeó un rincón profundo de mi mente, uno que intentaba ignorar. A pesar de todo, a pesar de las dudas, sabía que Sergei tenía razón. Darko no era un hombre que tomara decisiones a la ligera, y si me había enviado a esta academia, debía haber una razón.

—¿Entonces qué hago ahora? —murmuré, mi voz apenas un susurro.

Soltó mi rostro, y se alejó un poco.

—Te levantas, limpias la sangre de tus nudillos, y sigues adelante —indicó con firmeza—. Y cuando llegue el momento, enfrentas a tus padres y exiges las respuestas que necesitas. Pero no permitas que esto te consuma antes de eso.

Me quedé en silencio por un largo momento, sintiendo cómo su mirada seguía anclándome a la realidad. Finalmente, asentí, aunque la rabia y el dolor seguían presentes en mi pecho.

—No será fácil, lo sabes —dije, mirando mis manos destrozadas.

—Nada que valga la pena lo es —respondió, poniéndose a mi lado—. Pero eres un Romanov, Artem, y los Romanov no se rinden.

Tenía razón. Podía odiar la mentira, podía cuestionar mis raíces, pero no podía permitir que eso definiera quién era. No ahora, no nunca.

Fin del flashback

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