CAPÍTULO 48
POV ARTEM ROMANOV
Estaba hasta la puta coronilla de trabajo. No había descanso, ni una maldita pausa. Pasaba los días solucionando lo que podía por llamadas, videollamadas y correos. Lo que requería mi presencia física se lo dejaba a Sergei, y aunque él no se quejaba, sabía que tarde o temprano tendría que meterme yo. Pero, por ahora, que el mundo se jodiera un rato. Había tomado una decisión: agarrar a Lia, ignorar sus protestas, y sacarla de la rutina de mierda en la que estábamos atrapados en ese momento.
La había llevado a la isla de Palawan, en Filipinas. Solo una semana, nada más. Una maldita semana que creí que nos merecíamos, aunque fuera a costa de todo lo que estaba dejando en pausa. Necesitaba ese tiempo con ella. Necesitábamos desconectar de todo el caos, aunque fuera por unos días.
Solo ella y yo.
El aire salado se mezclaba con el sonido rítmico de las olas golpeando la arena. Nos encontrábamos sentados frente a las aguas cristalinas de la playa privada que había alquilado para nosotros. Una vista jodidamente perfecta, que pronto dejaría de ser solo alquilada, porque tenía la intención de comprarla. ¿Por qué no? Podría costarme un jodido ojo de la cara, pero no me importaba. Si era para ella, valía cada centavo.
Lia estaba recostada contra mi pecho, su cuerpo cálido encajando perfectamente con el mío. Suspiró, rompiendo el silencio, mientras su mirada se perdía en el horizonte teñido de naranja por el atardecer.
—No sabía que necesitaba esto.
Observé cómo sus labios se curvaban apenas en una sonrisa mientras el viento jugaba con su cabello. El reflejo del sol en su piel le daba un brillo que parecía irreal. Era hermosa, incluso más de lo que tenía derecho a ser, y cada segundo a su lado me recordaba lo jodido que estaba por ella.
—Es lindo —agregó después de un momento, como si admitiera algo que no se había permitido pensar.
—No. —Le respondí con una sonrisa ladeada mientras mis brazos la apretaban contra mí—. Es lindo porque estoy aquí.
Levantó la mirada hacia mí, con esa mezcla de incredulidad y sarcasmo que siempre lograba arrancarme una sonrisa.
—¿Siempre tienes que ser tan egocéntrico?
Me incliné hacia ella, dejando que mi aliento rozara su oído mientras respondía con una voz baja, grave, casi un susurro.
—Siempre, serdéchko (corazoncito)
Su risa rompió el momento, ligera y contagiosa, y por un instante, el mundo entero dejó de importar. Estábamos solos, alejados de todo, con el océano como único testigo. Le besé la cabeza y dejé que el silencio se instalara de nuevo entre nosotros. No necesitábamos palabras. A veces, estar con ella era suficiente para calmar el ruido constante en mi mente, ese zumbido interminable de responsabilidades, problemas y decisiones de mierda. Aquí, con ella, era diferente.
De repente, su voz rompió el momento de paz, inesperada y directa, como solo ella podía ser.
—¿Quieres tener sexo hoy? —preguntó con una naturalidad desarmante—. Me apetece mucho a mí.
La carcajada me salió antes de poder detenerla, resonando en el aire tranquilo de la playa. Lia, sin embargo, no compartió mi humor. Su rostro se tornó rápidamente de un rojo intenso, pero no era vergüenza. Ni de cerca. Era pura, jodida ira contenida, y verla así solo me hizo reír más fuerte.
—¡¿De qué te ríes?! —espetó, su mirada fulminándome mientras cruzaba los brazos sobre su pecho, un gesto que sabía que hacía cuando estaba a punto de explotar.
—Lo siento, amor —dije entre risas, tratando de calmarme mientras tomaba su rostro entre mis manos—. Pero, escúchame bien, tesoro. No le preguntas a un hombre, cuya última vez fue hace meses, si quiere tener sexo con el amor de su vida.
Ella arqueó una ceja, claramente esperando una explicación mejor.
—La respuesta siempre será sí, —continué, inclinándome para besarle el cuello suavemente, dejando que mi aliento rozara su piel—. Jodida mierda, no, ni siquiera tienes que preguntar.
Sentí su cuerpo relajarse ligeramente bajo mi toque, pero antes de que pudiera disfrutar de mi victoria, añadí con un tono serio:
—Pero esta vez, es no.
La confusión cruzó por su rostro como un relámpago.
—¿Qué?
—Lia —susurré, llevando una mano a su cintura para atraerla más cerca—. Estás recuperándote, y no voy a hacer nada que pueda lastimarte.
Abrió la boca, probablemente para replicar, pero la cerró de inmediato. Sus ojos me observaron con una mezcla de incredulidad.
—Artem —habló finalmente, su voz cargada de una exasperación que casi me hizo sonreír de nuevo—. Yo sé lo que quiero.
—Y yo sé lo que necesitas. —Deslicé mis dedos por su mejilla—. Y lo que necesitas ahora es descansar, no probar mi resistencia para no destrozarte en esta puta playa.
Su boca se abrió de nuevo, pero esta vez no le di oportunidad de hablar. Atrapé sus labios con los míos, un beso lento, y profundo.
Cuando nos separamos, sus ojos brillaban.
—Eres un cabrón.
—Lo sé. —Sonreí, guiñándole un ojo—. Pero soy tú cabrón.
Y con eso, la atraje de nuevo hacia mi pecho, dejando que el sonido de las olas calmara cualquier protesta que tuviera en mente, pero ella no era de las que se quedaban tranquilas, y lo supe en el momento exacto en que su mirada cambió. Esa chispa rebelde en sus ojos era la advertencia de que estaba a punto de joderme, y joderme bien.
Se volteó para quedar frente a frente y se acomodó encima de mis piernas.
—¿Sabes qué? —murmuró, con un tono que no prometía nada bueno mientras se apartaba apenas unos centímetros de mí. Su mano empezó a deslizarse por mi pecho, lenta, deliberada, dejando un rastro de calor que era imposible ignorar—. Creo que descansar es algo muy sobrevalorado.
—Lia... —mi voz salió grave, casi un gruñido de advertencia, pero ella simplemente sonrió, esa jodida sonrisa que siempre significaba problemas.
—Shhh —indicó, llevándose un dedo a los labios, como si eso fuera suficiente para callarme.
Sus dedos se movieron con descaro hacia el borde de mi camisa, y antes de que pudiera detenerla, ya estaba deslizándola hacia arriba, dejando mi torso al descubierto. Sus ojos recorrieron mi piel, lentos, como si estuviera disfrutando del espectáculo, y maldita sea si mi cuerpo no reaccionó al instante. La tensión se acumuló en cada músculo mientras se inclinaba hacia mí, dejando que su aliento cálido acariciara mi cuello.
—Dime algo, Pakhan. —Su voz goteaba provocación—. ¿Cómo piensas que voy a descansar si no me ayudas a liberar un poco de esta tensión?
Sus labios rozaron la línea de mi mandíbula, bajando lentamente hacia mi clavícula, dejando pequeños besos que se sentían como descargas eléctricas.
—Lia —gruñí, cerrando los ojos mientras intentaba mantener algo de control—. No estás jugando limpio.
No parecía tener intención alguna de detenerse. Su cuerpo se movía con esa mezcla de dulzura y descaro que siempre conseguía sacarme de quicio. Sentada sobre mis piernas, sus manos viajaron desde mi cintura hasta mi pecho desnudo, con sus dedos trazando líneas invisibles que encendían cada puto nervio de mi cuerpo.
—¿Y cuándo he jugado limpio contigo? —expresó, ladeando la cabeza mientras una sonrisa traviesa se dibujaba en sus labios.
Esa sonrisa, la misma que me tenía jodido desde el primer día.
Mis dedos se clavaron en su cintura, tratando de mantener algo de control, pero fue inútil. Su cuerpo era como una droga, y yo llevaba demasiado tiempo en abstinencia. Su cadera se movió apenas, un roce intencionado que me arrancó un gruñido bajo. Sabía exactamente lo que hacía, cómo provocarme, cómo quebrar cada puta barrera que intentaba levantar.
Lo había logrado. Estaba erecto a mas no poder y mis bolas empezaban a doler.
—Te estás metiendo en terreno peligroso. —Le advertí, mi voz ronca mientras mi mirada la atrapaba—. Si sigues así, no voy a detenerme.
—Eso es lo que quiero —su respuesta fue directa, su tono firme, y sus ojos brillaban con una intensidad que hizo que mi respiración se detuviera un segundo.
Ella sabía lo que pedía, y lo pedía sin miedo.
—Joder... —murmuré, inclinándome hacia ella mientras mis labios apenas rozaban los suyos.
Su sonrisa, ahora más suave, se convirtió en un desafío.
—¿Qué pasa? ¿El gran Artem Romanov está perdiendo el control? —su aliento cálido acarició mi piel.
Mis manos subieron por su espalda, firmes, hasta que una de ellas se enredó en su cabello. La atraje hacia mí, nuestros rostros apenas separados por milímetros, mi mirada fija en la suya.
—¿Perdiendo el control? —repetí, con una sonrisa peligrosa que hizo que sus labios temblaran, aunque no estaba seguro si era por anticipación o desafío—. No tienes ni puta idea de lo que estás desatando.
Su risa suave fue la última chispa que encendió el incendio. Me incliné y la besé, profundamente, con toda la desesperación acumulada de los últimos meses. Lia se aferró a mi cuello, devolviendo el beso con igual intensidad, mientras nuestras respiraciones se mezclaban, calientes y descontroladas.
Pero entonces, ella se separó apenas unos centímetros, lo suficiente como para que pudiera ver el brillo travieso en sus ojos.
—¿Entonces? —habló con un tono dulce, como si no acabara de provocarme hasta el límite—. ¿Vas a seguir conteniéndote, o vas a demostrarme quién manda aquí?
Mis manos volvieron a su cintura, moviéndola deliberadamente contra mí, arrancándole un jadeo que hizo que mi sonrisa se ensanchara.
—Tú pediste esto, solnishko.
Rápidamente desaté el nudo de su traje de baño, dejando que la tela cayera y liberara sus senos. Mis ojos recorrieron su cuerpo, detenidos en cada herida, en cada cicatriz que marcaba su piel. Era un mapa de todo lo que había sobrevivido, un recordatorio de su fuerza, y jodidamente mío, cada centímetro de ella.
—¿Qué con mis cicatrices? —preguntó, su voz un poco más baja, pero su cuerpo no dejó de moverse.
Se balanceaba hacia adelante y atrás, provocándome de una manera que me arrancó un gruñido bajo, mientras atrapaba mi labio inferior entre los dientes para no perder el control tan rápido.
Mis manos subieron, trazando con cuidado las líneas que las cicatrices dibujaban en su piel, como si fueran palabras escritas en un idioma que solo yo podía entender.
—Son perfectas —respondí finalmente, mi voz ronca, cargada de un deseo que no intenté ocultar—. Cada una de ellas cuenta una historia, y cada historia te pertenece a ti.
Inclinó la cabeza, observándome con una mezcla de vulnerabilidad y desafío, como si esperara que yo apartara la mirada o pronunciara las palabras equivocadas. Pero no lo hice. En cambio, mis labios descendieron, trazando el camino que mis dedos habían marcado antes. Dejé un beso sobre la curva de su clavícula, otro sobre una pequeña cicatriz en su costado, y cuando sentí que su respiración se volvía más profunda, levanté la vista.
—¿Sabes lo que veo cuando miro esto? —pregunté, apretando su cintura con fuerza para mantenerla en su lugar. Ella negó con la cabeza, mordiéndose el labio inferior, intentando mantener el control que poco a poco le robaba—. Veo a una mujer que es una jodida guerrera. Cada marca en tu piel es una victoria. Y cada vez que las toco, cada vez que las beso, me recuerdan que tú sigues aquí. Conmigo.
Su respiración se quebró ligeramente, y aunque intentó ocultarlo, vi cómo sus ojos se volvían brillantes. Pero antes de que pudiera decir algo, mis manos subieron para envolver sus senos, mis pulgares trazaron círculos lentos sobre sus pezones, arrancándole un jadeo que hizo que mi sonrisa se ensanchara.
—Así que no vuelvas a preguntar qué pienso de tus cicatrices, Lia —gruñí, inclinándome para capturar su boca en un beso hambriento, casi desesperado—. Porque no hay nada en este mundo que ame más que todo lo que eres, incluyendo cada puta marca en tu piel.
La volteé con un movimiento rápido, posicionándome sobre ella, mis manos atraparon sus muñecas contra la arena suave mientras la miraba. Su pecho subía y bajaba rápidamente, su respiración agitada mientras sus ojos me desafiaban, como si no estuviera completamente rendida bajo mi control.
Sin esperar más, mis manos se movieron hacia la diminuta tanga de su traje de baño. Con un tirón seco, el fino trozo de tela cedió y lo lancé a un lado.
—Eso me lo pagas —espetó con un tono que habría sonado intimidante si no estuviera completamente desnuda y vulnerable frente a mí.
—Ponlo en mi cuenta, amor.
Sonreí arrogante, ignorando deliberadamente sus palabras mientras me agachaba, descendiendo hacia su centro. El calor de su cuerpo me golpeó incluso antes de que mi boca hiciera contacto. Soplé fuerte contra su coño, viendo cómo se tensaba, cómo su cuerpo reaccionaba al instante, su piel erizándose bajo mi aliento.
—¡Oh mierda! —gritó, su voz se quebró en el aire mientras mi lengua atrapaba su clítoris en un movimiento lento, firme, devastador.
La sujeté con fuerza por las caderas, manteniéndola en su lugar mientras mis labios y lengua la torturaban de la forma más exquisita. Su sabor, su olor, todo de ella me llenaba, encendiendo un fuego en mí que era imposible ignorar. Su cuerpo se arqueó hacia mí, sus manos se hundieron en mi cabello, jalándolo con desesperación, pero no me importó. Si me quería allí, tendría que aguantar lo que estaba dispuesto a darle.
—Artem, por favor... —murmuró entre jadeos, un ruego que me hizo sonreír contra su piel.
Le di una larga lamida antes de detenerme un momento, levantando la cabeza para mirarla. Su rostro estaba rojo, sus labios entreabiertos, sus ojos vidriosos por el placer que la consumía.
—¿Por favor, qué, amor? —pregunté, con un tono deliberadamente arrogante mientras mis dedos se movían para continuar donde mi lengua había dejado, trazando círculos lentos alrededor de su clítoris, provocándola al límite.
—¡No te detengas, jodido idiota!
—¿Así se pide un favor? —murmuré, apretando ligeramente sus caderas para recordarle quién estaba al mando.
Ella no respondió, solo soltó un gemido desesperado, arqueándose nuevamente contra mi boca cuando me incliné para retomar mi trabajo. Cada sonido que salía de su boca era como combustible para mi deseo, un recordatorio de que solo yo podía hacerla sentir así, solo yo podía desarmarla de esta manera. SOLO YO.
Cuando finalmente alcanzó su clímax, su cuerpo se tensó bajo mis manos, temblando violentamente mientras gritaba mi nombre al aire. Supe que no importaba cuántas veces más hiciera esto, nunca sería suficiente. Lia era mía, completamente, y siempre encontraría nuevas formas de recordárselo.
Me deshice de mi pantaloneta en un movimiento rápido, dejándola caer junto con cualquier rastro de autocontrol que aún me quedaba. Me acomodé entre sus piernas abiertas, mis manos fuertes aferrándose a sus muslos mientras me inclinaba sobre ella, tomando un momento para admirar cómo su cuerpo respondía al mío.
—Te mantendrás quieta. Solo yo me moveré, ¿entendido? Así reduciremos el dolor.
Mis palabras eran más que una instrucción; eran una promesa. No iba a hacerle daño, no más del que su propio cuerpo pudiera manejar. Mi mano envolvió mi polla, dura y palpitante, mientras la guiaba hacia su coño, deslizándola lentamente entre sus pliegues húmedos y sensibles. Un jadeo escapó de sus labios cuando la punta rozó su clítoris, y su cadera se arqueó instintivamente hacia mí.
—Si te duele, me lo dices, —agregué, con un tono más suave pero firme—. Cambiaremos de posición si es necesario.
Antes de que pudiera responder, sus caderas volvieron a moverse, buscando más contacto, más fricción. Su necesidad era palpable, pero no iba a dejar que tomara el control esta vez. La sujeté con firmeza, deteniendo su impulso mientras me aseguraba de que me escuchara.
—¿Entendiste? —quise saber, dejando que mi polla se deslizara un poco más abajo, provocándola sin penetrarla.
Sus ojos me miraron, ardientes, desafiantes, pero finalmente asintió. Su respiración era errática, sus labios se encontraban hinchados de tanto morderlos, y su cuerpo temblaba bajo el mío, completamente rendido.
—Bien —gruñí, inclinándome para besarla con hambre, reclamándola una vez más.
Con movimientos lentos, empecé a frotar mi longitud contra ella, sabiendo exactamente cuánto la estaba volviendo loca. Su humedad cubría cada centímetro de mí, y cada vez que mi punta rozaba su clítoris, su cuerpo se sacudía, su espalda se arqueaba como si quisiera romper su propia promesa de mantenerse quieta. Pero se controlaba, aunque apenas.
Cuando no aguanté más, me hundí en ella de un solo movimiento, y joder, fue la puta gloria. Su calor, su humedad, la forma en que su cuerpo se ajustó al mío, era casi suficiente para acabar ahí mismo, pero me obligué a detenerme. Necesitaba darle tiempo para que se acostumbrara a mi tamaño. Además, maldita sea, también necesitaba ese tiempo para no perderme en el placer abrumador que me estaba quemando desde dentro.
Me apoyé en mis antebrazos, con cuidado de no aplastarla, mis manos a cada lado de su rostro. Bajé la cabeza y capturé sus labios con los míos, tragándome sus jadeos mientras comenzaba a moverme, lento al principio, controlando cada maldito impulso de ir más rápido. Sus gemidos suaves eran como un combustible, algo que me quemaba por dentro y me hacía querer más. Con cada embestida, me aseguraba de que sintiera cada maldito centímetro de mí. Poco a poco, el ritmo comenzó a aumentar. No podía evitarlo, la forma en que sus caderas se movían para encontrarse con las mías, la manera en que su cuerpo reaccionaba, todo me llevaba al límite. Cada gemido que brotaba de su garganta se mezclaba con el ruido de las olas afuera, y el calor en el aire solo hacía que todo fuera más intenso.
El sudor corría por mi espalda, mis músculos tensos con el esfuerzo de contenerme. Pero no quería que este momento terminara demasiado rápido. Quería que Lia lo disfrutara tanto como yo, sin ninguna sombra de dolor, solo placer puro.
Después de varios minutos que se sintieron como una eternidad y un parpadeo al mismo tiempo, supe que era hora de cambiar. Su cuerpo respondía perfectamente al mío, y quería llevarla aún más alto, darle algo que no olvidara nunca.
—Lia —murmuré contra sus labios—. Ponte en cuatro.
Me alejé de ella, saliendo de su cuerpo con cuidado, pero la necesidad de seguir conectados casi me hizo perder el control.
La observé mientras se giraba lentamente, sus movimientos deliberados, y cuando finalmente se colocó en la posición que le pedí, tuve que tomar un maldito segundo para respirar. Su espalda arqueada, sus caderas levantadas, y la forma en que me miró por encima del hombro, con esa mezcla de desafío y rendición... Joder, esa imagen estaba destinada a perseguirme por el resto de mi vida.
—Eres perfecta —gruñí, inclinándome hacia adelante para besar la curva de su espalda mientras mis manos recorrían sus caderas con una adoración que me quemaba por dentro—. Vas a gritar tan fuerte mi nombre que hasta el maldito océano lo llevará consigo.
Ella soltó un jadeo entrecortado, arqueando la espalda aún más, ofreciendo todo lo que era para mí. Mis dedos se apretaron en su piel, marcándola como mía, como si eso fuera suficiente para calmar la tormenta que ella desataba dentro de mí. Pero no era suficiente. Nunca lo sería.
Me incliné más, dejando un rastro de besos húmedos desde la base de su cuello hasta el centro de su espalda. Cada gemido que escapaba de sus labios me empujaba más allá de mis límites. Mis manos bajaron por sus costados, deteniéndose justo donde sus caderas se curvaban. La forma en que su cuerpo temblaba bajo mi toque me hacía sentir como un puto rey, como si todo este momento existiera solo para nosotros.
—Dime, amore mio —susurré contra su piel, mi voz grave y cargada de deseo—. ¿Quién te hace sentir así? ¿Quién te tiene temblando, deseando más?
—Tú —jadeó, su voz rota y llena de necesidad—. Siempre tú, Artem.
Esas palabras fueron mi perdición. Con un movimiento firme, tomé mi polla y la deslicé entre sus pliegues húmedos, provocándola. La tensión en mi cuerpo era insoportable, pero me alimentaba de su reacción, de los gemidos desesperados que salían de su boca. Cuando finalmente la penetré de nuevo, fue con una fuerza que hizo que ambos perdiéramos el aliento.
Lia arqueó la espalda, soltando un grito que se mezcló con el sonido de las olas afuera. Mi ritmo empezó lento, intenso, cada embestida calculada para hacerla sentir cada jodido centímetro de mí. Pero cuando sus manos se enterraron en la arena, su cuerpo moviéndose para encontrar el mío, perdí cualquier control que me quedaba.
—Joder —protesté, acelerando el ritmo mientras las sensaciones me envolvían—. Me perteneces y yo te pertenezco.
—Sí —gimió, su voz quebrándose entre jadeos.
Cada palabra, cada sonido que salía de su boca era combustible para mi fuego. Mis manos viajaron a su cintura, sujetándola con fuerza mientras aumentaba la intensidad, llevando a ambos al límite. Su cuerpo temblaba bajo el mío, y yo sabía que estaba cerca, al borde de romperse.
—Déjate llevar —exigí, inclinándome hacia adelante para morder suavemente su cuello—. Déjame escucharte, Lia.
Y cuando finalmente se dejó ir, gritando mi nombre como había prometido, me sentí invencible, como si en ese momento, en esa conexión, el mundo entero desapareciera.
La miré mientras trataba de recuperar el aliento, su rostro todavía enrojecido, su cuerpo temblando por los restos del orgasmo que acababa de tener. Era un jodido espectáculo, una obra de arte deshecha y completamente mía.
Rápidamente salí de ella, mi cuerpo todavía ardiendo, y dejé que mi clímax se derramara en sus perfectos glúteos. Ella me observó, sus labios ligeramente abiertos como si estuviera a punto de protestar, pero no le di oportunidad.
—¿Por qué...? —su voz salió suave, confusa, pero no le di tiempo para continuar. La levanté en mis brazos con un movimiento decidido, como si su peso no fuera más que el de una pluma.
—Estás a punto de entrar a los Spetnaz, —contesté mientras caminaba hacia la casa, mis pasos resonando firmes contra la madera del suelo—. Y no estás planificando. No me arriesgaré a que algo te detenga. Vamos a bañarnos, y luego... chuparé nuevamente ese delicioso coño perfecto que tienes, y tú me harás una mamada que me deje fuera de combate.
Sus cejas se alzaron ante mi declaración, y el fruncimiento de su ceño dejó claro que mi elección de palabras no había pasado desapercibida.
—¿Arriesgarme? —repitió.
Me detuve un instante, mirándola fijamente con una expresión entre divertida y exasperada.
—¿De todo lo que dije, solo eso retuviste? —repliqué, mi indignación fingida arrancándole una ligera sonrisa que intentó ocultar sin mucho éxito.
—Artem... —murmuró, su tono ahora más bajo, como si estuviera considerando mis palabras con más seriedad.
Entramos al baño, un espacio amplio y lujoso que parecía más un santuario que un lugar para asearse. Los azulejos brillaban bajo la luz cálida, y el sonido del agua cayendo desde la ducha de lluvia llenaba el ambiente con una melodía relajante. Bajé su cuerpo con cuidado, permitiendo que sus pies tocaran el suelo frío mientras abría el grifo, ajustando la temperatura con precisión.
El vapor comenzó a llenar la habitación, envolviéndonos en una nube que parecía aislar el mundo exterior, dejando solo a Lia y a mí. Mis manos, incapaces de resistirse, recorrieron sus caderas, deleitándose en cada curva, en cada centímetro de su piel marcada por cicatrices que consideraba una obra de arte.
—Estás a punto de entrar a los Spetnaz —repetí, mi voz más suave esta vez—. Y no estás planificando. No quiero que nada ni nadie te retrase en tus sueños.
Sus ojos se encontraron con los míos, y en ellos vi un torbellino de emociones.
—Te amo —susurró.
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