CAPÍTULO 45
POV LIA ROMANOVA
La primera sensación fue el peso en mi cuerpo, como si una marea invisible me arrastrara lentamente hacia la superficie. Mis pensamientos eran confusos, como si la realidad y el sueño se mezclaran, y me tomó un par de segundos distinguir todo mientras mis sentidos fueron volviendo de a poco.
El silencio en la habitación era denso, apenas interrumpido por el pitido rítmico de las máquinas conectadas a mi cuerpo. El peso del sueño parecía hundirme en un océano oscuro, y cada intento de abrir los ojos me resultaba un esfuerzo desgarrador. Sentía el cuerpo adormecido, las extremidades pesadas y una leve punzada de dolor en mi abdomen y espalda que iba aumentando con cada segundo.
Finalmente, con un parpadeo lento, mis ojos se abrieron. La luz era suave, pero suficiente para hacerme cerrar los párpados unos segundos antes de volver a intentarlo. Al acostumbrarme, lo primero que vi fue el rostro de mi madre. Su expresión era seria, concentrada, pero cuando notó que la miraba, sus ojos se llenaron de algo profundo... una mezcla de alivio, tristeza y un amor tan intenso que me destrozó.
—Mamá... —fue lo único que pude susurrar, y al hacerlo, toda la contención que había en mi interior se rompió. Las lágrimas comenzaron a deslizarse por mis mejillas, lentas al principio, y luego como si no pudieran detenerse.
Ella me miró sin decir nada, y en un movimiento lento y suave, se acercó y tomó mi mano, acariciándola como cuando era una niña. Se sentó en el borde de la cama y me envolvió con sus brazos, acercándome hacia ella.
—Estoy aquí, mi niña... aquí estoy —Su voz era un susurro reconfortante, que me abrazaba tanto como sus brazos.
Me aferré a ella, hundiendo mi rostro en su cuello, mientras el dolor en mi pecho crecía y se expandía. Era como si cada lágrima que derramaba fuera una liberación, pero también una confirmación de lo mucho que había pasado, de lo roto que estaba mi mundo.
—Mamá... duele tanto —sollocé contra ella—. Todo, todo duele...
Su mano acarició mi cabello, su tacto calmante en medio del caos de emociones que me devoraban.
—Lo sé, mi amor. Lo sé... —ella era un bálsamo para mí.
Me sostuvo con fuerza, sintiendo mi dolor como el suyo propio. Acariciaba mi espalda, y cada caricia, cada palabra que susurraba era como una promesa de que, de alguna manera, sobreviviría a esto.
Después de unos minutos, sentí sus labios presionar suavemente mi frente. Me aparté ligeramente, y su mano se posó en mi mejilla, sus ojos reflejando todo el amor y la comprensión que necesitaba.
—No necesitas decir nada. Solo... solo descansa. Estoy aquí, y no me iré a ningún lado.
—Era tan... tan diminuto —sollocé, y vi cómo sus ojos también se llenaban de lágrimas, reflejando mi propio sufrimiento—. No sabía que estaba embarazada, yo... no lo sabía.
—Shh, mi niña. —Sus brazos me rodearon con más fuerza, como si quisiera protegerme de la misma realidad que nos envolvía—. Todo estará bien, y ese angelito te cuidará por siempre.
Intenté apartarme un poco para observar su rostro, y de inmediato sus dedos se movieron con delicadeza para limpiar mis mejillas, secando las lágrimas que no dejaban de caer. Su toque era suave, pero su expresión estaba cargada de comprensión, de ese dolor que solo alguien que ha pasado por lo mismo podría comprender.
—Solo sabemos que perdiste un bebé, pero... no de cómo te sentiste —Tragué con dificultad, mi voz apenas un susurro roto—. ¿Deja de doler? ¿Algún día... se supera?
Ella también rompió a llorar, aunque intentó mantenerse firme para mí. Sus palabras llegaron cargadas de emociones, de años de recuerdos y luchas que no conocía por completo.
—Fueron contextos diferentes, mi amor, e igual de duros —suspiró—. El dolor disminuye, pero nunca lo superas del todo. Yo tuve razones para seguir adelante y tu padre fue mi roca, igual que Artem lo será para ti.
Su nombre provocó una punzada en mi pecho, y mi cuerpo se tensó, dudando de lo que podría significar. Mi madre pareció darse cuenta de mi reacción y me miró con un brillo de entendimiento en sus ojos.
—Mamá... —Mi voz salió apenas como un murmullo.
—Sé de su relación desde hace tiempo. Como madre fue difícil de aceptar, y aún lo es. Pero quiero lo mejor para mis hijos. —Inclinándose hacia mí, besó mi frente con ternura, luego se levantó—. Artem no quería alejarse de ti, pero lo obligué a que se fuera a bañar. Dos días sin hacerlo es inaceptable. Le avisaré y les daré un tiempo antes de revisarte. Lo necesitas, mi niña.
Me reí mientras sus palabras se quedaron grabadas en mí mientras la veía marcharse. El silencio volvió a llenar la habitación, y por un momento, me dejé llevar por la idea de que quizás... quizás había esperanza en medio de tanta oscuridad. Sabía que Artem llegaría pronto, y aunque mi cuerpo estaba débil y mi mente exhausta, su presencia era la que necesitaba, la que ansiaba sin saberlo.
La sed quemaba mi garganta, pero levantar las manos parecía una hazaña imposible. Estaba rodeada de vendas, y cada pequeño movimiento me recordaba el precio de haber llevado mi cuerpo al límite. Sin embargo, no me arrepentía; había conseguido lo que quería y me había enfrentado al desafío, ahora solo quedaba recuperarme lo antes posible. Después de todo, ansiaba mi primera misión.
Escuché unos pasos apresurados acercándose y, de pronto, la puerta se abrió de golpe. Giré la cabeza hacia el sonido, conteniendo una sonrisa que amenazaba con hacerme doler todo el cuerpo. Artem estaba ahí, luciendo deliciosamente desaliñado y con una expresión de puro alivio. Su cabello aún estaba mojado, gotas resbalaban por su pecho desnudo y se perdían en su abdomen, mientras él, con prisas, ni siquiera se había tomado el tiempo de abrocharse del todo el pantalón. Era una imagen a medio camino entre divertida y provocativa.
—Lia —susurró, y sus ojos parecían brillar.
Lo miré con un dejo de humor y, sin poder evitarlo, murmuré:
—No me gustan los exhibicionistas, ¿sabes?
Él parpadeó, como si no esperara un comentario así, y una media sonrisa surgió en sus labios. Se acercó a la cama, sus pasos más controlados, y se detuvo junto a mí, agachándose para verme a los ojos.
—Para ti, me exhibiría todos los días —respondió en un susurro que hizo que mi corazón latiera más rápido, pese al dolor.
Quise devolverle una sonrisa, pero mi cuerpo aún estaba débil. Lo notó de inmediato y llevó una mano firme a la mía, dándole un apretón suave, como si sus dedos pudieran transferirme la fuerza que necesitaba.
—¿Puedes darme un vaso de agua? —señalé con un leve movimiento hacia la mesita a mi lado. Artem no perdió ni un segundo; se levantó de inmediato y, al alcanzarme el vaso, mis labios recibieron el primer sorbo con una gratitud inmensa. El alivio recorrió mi cuerpo al terminar.
—Gracias.
Se sentó a mi lado, sus ojos fijos en mí, sin apartarse ni un segundo, como si necesitara confirmar que realmente estaba aquí, frente a él. Su mirada era intensa, llena de una mezcla de amor y desesperación.
—Lia... te amo. —Su voz salió baja, y muy temblorosa—. Te amo más que a nada en este mundo, más que a mí mismo, incluso, y aun así sé que no es suficiente. —Tomó mi mano entre las suyas, y sus labios descendieron lentamente para dejar un beso cálido en ella. Sus ojos, siempre fuertes y seguros, se tornaron vidriosos mientras sostenía mi mirada—. No puedo estar otro día, mes o año sin ti. Te quiero en todos y cada uno de mis malditos días en este mundo. Por favor, permíteme estar a tu lado.
Un temblor se extendió por mi cuerpo. Sus palabras se hundían en mí como una cura, pero también como una tortura. Quería responderle, decirle lo mucho que significaban sus palabras, pero un nudo en la garganta me impedía hablar.
—¿Estarías al lado... de la asesina de tu hermana? —murmuré, mi voz quebrándose con cada sílaba, como si formular la pregunta diera realidad a mi culpa.
Artem no vaciló ni un segundo, no hubo duda en su respuesta. Su voz fue firme, sin reservas, como una promesa que ni el infierno podría romper.
—Sí.
El peso de su respuesta me estremeció, y las lágrimas escaparon de mis ojos, silenciosas pero desgarradoras. Bajé la mirada, incapaz de sostener su amorosa mirada.
—¿Y... la culpable de la muerte de tu hijo? —dije, con la voz rota mientras las lágrimas caían más rápido, una tras otra.
Sentí su mano tensarse alrededor de la mía, pero él no se apartó, en lugar de eso se acercó aún más. Sus ojos se llenaron de dolor y compasión mientras llevaba ambas manos a mi rostro, sujetándome con una suavidad tan incongruente con su fuerza.
—Por favor, no lo digas, Lia —susurró—. Tú nunca podrías ser culpable. Sé que habrías hecho todo para protegerlo... sé que hiciste todo lo posible.
Un sollozo escapó de mi pecho, una grieta de mi alma rota que finalmente encontró salida. Asentí, mi cuerpo temblando contra el suyo mientras me esforzaba por hablar, intentando dar voz a un dolor imposible de soportar.
—No lo supe... mi bebida... yo... —Las palabras se hicieron trizas en mi boca, y las lágrimas me cegaron por completo—. ¡Oh, Artem! —Exclamé, y mis brazos se aferraron con desesperación a su cuello—. Tuve que... tuve que tirarlo al inodoro...
Me rompí entonces, por completo. Sentí sus brazos rodeándome con una suavidad devastadora, como si intentara protegerme del mundo mismo. Me sujetó firmemente contra él, y por primera vez en lo que parecían años, me sentí segura en la fragilidad de mi dolor. Sentí sus manos recorriendo mi espalda, sus dedos temblando, aunque tratara de ocultarlo.
—Lia... —Su voz salió ahogada—. No tienes que cargar con esto sola. Estaré aquí, cada maldito segundo, y no hay nada, ¿me escuchas? Nada que me aleje de ti.
Mis manos temblaban mientras se aferraban a su cuello, buscando algo en su abrazo que me anclara. Había temido tanto este momento, que escuchar esas palabras y sentir su abrazo sin reservas me hacía sentir expuesta, vulnerable... pero segura, como si nada en el mundo pudiera arrancarme de su lado.
—Quisiera poder... cambiarlo todo. —Logré decir en medio de las lágrimas, mi voz apenas un murmullo—. Hacerlo de otra manera.
—Ya lo has hecho, Lia —Su pulgar acarició mis mejillas, limpiando con ternura las lágrimas que caían.
Poco a poco, mi respiración se calmó, aunque las lágrimas seguían cayendo. En ese momento, rodeada por sus brazos y por la calidez de su promesa, sentí por primera vez en mucho tiempo que, a pesar del dolor, podría encontrar la forma de sanar.
—También te amo, Artem. Eres mi primer gran amor y quiero que seas el último. Pero no podré casarme contigo, al menos no en los próximos siete años si quiero que la Yakuza siga siendo leal y poder demostrarles que estoy aquí para quedarme. Me he ganado esto con sudor y sangre. No pienso renunciar a mi profesión, ni dejarlo todo por un hombre celoso y sobreprotector.
Sus cejas se fruncieron al instante, y su mirada adquirió un brillo indescifrable, una mezcla de sorpresa y algo más profundo que no pude identificar.
—¿Por qué piensas que seré un obstáculo para lo que deseas en tu vida? —preguntó confuso—. ¿Por qué asumes que esa sería mi respuesta?
Apreté los labios, insegura, mientras los recuerdos de todos los líderes de las mafias que conocía pasaban por mi mente.
—No lo sé —admití en un susurro, mirando sus ojos—. Solo... sigo el patrón de lo que se espera de un líder.
Él soltó un leve resoplido, entre exasperación y confusión. Se inclinó hacia mí, sus manos enmarcando mi rostro, obligándome a mirarlo.
—Eres mi vida, y te elijo a ti, hoy y siempre, sin importar lo que venga. Quiero que siempre lo tengas presente. Y, aun así, puedo hacer a la perfección mi trabajo, ¿por qué pensaría yo que tú no podrías hacer el tuyo?
Me quedé en silencio, atrapada en la verdad de sus palabras. La intensidad de su mirada me hizo sentir expuesta, vulnerable, pero también amada de una manera que nunca había imaginado.
—Ahora sé lo importante que es para ti estar en los Spetsnaz. Sangraste y luchaste por ello. No sería tan egoísta como para tratar de arrebatarte algo que has conquistado. —Su voz se suavizó, y en sus ojos vi un rastro de dolor—. Solo te estoy pidiendo un espacio en tu vida, Lia. Eso es todo. Lo demás... vendrá con el tiempo.
El nudo en mi garganta regresó, pero esta vez era distinto. No era dolor ni miedo, sino la abrumadora certeza de que estaba frente al único hombre capaz de comprenderme y aceptarme tal como era.
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