CAPÍTULO 33
POV ARTEM ROMANOV
—No me digas ni una palabra —le advertí a Sergei, quien me esperaba dentro del automóvil.
Me dejé caer en el asiento, cerrando los ojos con fuerza, como si eso pudiera apartar el dolor que me consumía por dentro.
Sergei no dijo nada, pero lo escuché susurrar una orden seca:
—Al aeropuerto.
El silencio que siguió fue casi insoportable. Un silencio que me envolvía como una niebla pesada, cargada de rabia contenida y un sufrimiento que no sabía cómo expresar. No lo podía creer. Que me mataran si en este momento no quería romperme en mil pedazos y llorar como un maldito perdedor. No lo soportaba. No entendía cómo había permitido que se fuera de nuevo.
¿Por qué putas la dejé marchar?
Había algo en mí que respetaba las decisiones de los demás, aunque no las compartiera, y sabía que, si ella volvía, debía ser porque quería, no porque yo la obligara. Pero, ¿a qué precio?
Solté un suspiro profundo, inclinándome hacia adelante, apoyando los codos en mis rodillas, mientras entrelazaba las manos y las llevaba a mi rostro.
—Habla, Artem. A veces es lo mejor —su mano apretó mi hombro en un gesto de apoyo. Un gesto que en otro momento hubiera rechazado, pero ahora... ahora lo necesitaba.
Negué lentamente, sin levantar la mirada. Mis ojos ardían, pero me negaba a dejar que las lágrimas cayeran. No iba a llorar. No podía permitirlo.
—No puedo, siento que se me escapa el aire... —murmuré, mi voz apenas un susurro—. Me estoy ahogando de a poco y no puedo evitarlo.
—Lo intentaste, hermano.
—No fue suficiente. Tal vez si yo... —me interrumpí, sabiendo que no había respuesta. No había "si" que pudiera arreglar esto.
—No puedes exponerte de esa manera —exclamó—. Te estás poniendo en bandeja de plata para todos tus enemigos. Los Yakuza no son los únicos que acechan, Artem. Los enemigos de tu padre... los tuyos... están esperando cualquier debilidad.
Sus palabras eran un recordatorio brutal de la realidad que había elegido ignorar, envuelto en mi dolor por Lia. No podía permitirme el lujo de ser vulnerable.
—Lo sé —murmuré, tratando de recomponerme.
Pero, ¿de qué servía todo este poder si la única persona que quería a mi lado se alejaba cada vez más?
—Gracias por acompañarme, aun cuando no querías.
—Lo hice por ti y por ella, pero es claro que en estos momentos no pueden estar juntos —asentí lentamente—. ¿Qué vas hacer?
Lo miré de reojo.
—Trabajar.
—¿Volverás hacer algo imprudente como esto? —fruncí mi ceño y no respondí—. Artem.
—Si hay una maldita oportunidad para verla, la tomaré sin impórtame las consecuencias.
—Entiendo, pero por ahora vas a conformarte con el reporte semanal que Stepan te proporciona... ¿Cómo esta ella? ¿está bien?
Una sonrisa involuntaria apareció en mi rostro.
—Está bien...muy bien.
—Por dios. —Me empujó—. Estas jodido, que me devuelvan a mi amigo que este no es.
—Evolucioné, así como lo harás tu cuando veas a tu bebé. —La sonrisa se le esfumó—. Puede que ahora no lo veas como lo mejor que te pudo pasar en tu vida, pero cuando lo tengas en tus brazos y te enamores de él o ella, será justo lo que pensaras.
Me miró totalmente incrédulo.
—Pareciera que tuvieras experiencia.
—Yo no, pero si mi padre...fue lo que lo escuché decir cuando era pequeño. Él hablaba de nosotros.
[...]
El avión había aterrizado alrededor de las once de la noche del día anterior, y ya era la una de la tarde cuando finalmente llegué a casa, exhausto. No habíamos descansado ni un solo minuto durante el vuelo. Aprovechamos cada segundo para planear nuevas rutas, reunirnos por video llamada con Aleksey para actualizarnos sobre el progreso de los buques, las plantas y la producción, y organizar reuniones con nuestros proveedores. Sabía que las semanas venideras serían caóticas, pero en el fondo lo agradecía. Necesitaba mantener mi mente ocupada, alejarla de pensamientos que me sofocaban.
Al cruzar la puerta, me recibió un sonido fuerte y exasperante.
¿Era una bachata?
La reconocí porque tía Andrea tiene una fijación con esa música, pero... ¿aquí? Mi irritación creció, y rápidamente saqué el teléfono para apagar los parlantes, solo para escuchar una maldición tras hacerlo.
Con pasos firmes, me dirigí hacia el ruido. Al llegar al comedor, me encontré con una escena que me enfureció: una mujer desconocida estaba sentada en mi mesa, con libros y cuadernos desparramados como si el desorden no importara. Lo odiaba. Odiaba el caos.
Me acerqué a ella sin hacer ruido, situándome justo detrás de su silla, y sin dudarlo un segundo, presioné el cañón de mi arma contra su nuca.
—Tienes un minuto para decirme qué carajos haces aquí o te mataré —dije con frialdad, sintiendo cómo su cuerpo se tensaba al instante.
Un pequeño grito escapó de sus labios.
—¡Trabajo aquí! ¡Trabajo para el señor Romanov! ¡Soy la cocinera! ¡Por favor, no me hagas nada! —suplicó, levantando las manos. Noté que temblaban.
Ah, claro. La cocinera. Había olvidado su existencia por completo.
—Entiendo —guardé el arma y retrocedí un paso.
La mujer se levantó de inmediato, dándose la vuelta para mirarme. Sus ojos estaban llenos de miedo, y trató de ocultar su nerviosismo con palabras apresuradas.
—Si... si se va ahora, evitaré mencionar este inconveniente al señor Romanov...
Fruncí el ceño, incrédulo ante su osadía.
—¿Qué?
—Oh, Dios, es un ladrón... —Empezó a señalar todo lo que veía—. ¡Llévese lo que quiera, pero no me mate! Seguramente nada de lo que hay aquí le importará al señor Romanov.
Su rostro estaba cubierto de lágrimas, y no pude evitar preguntarme si esto era una especie de broma cruel del destino. Ya estaba harto.
—Estás hablando con el señor Romanov —aclaré con un tono amenazante—. Esta es mi maldita casa. Ahora me iré a bañar, y espero que mi comida esté caliente y servida cuando termine.
Su expresión se descompuso por completo, aunque trató de disimular su sorpresa y miedo. Balbuceó, intentando encontrar palabras.
—¿Usted... usted es... mi...?
Sin darle tiempo para completar su frase, me di la vuelta y me dirigí a mi habitación, sin molestia alguna por el desastre que había dejado atrás.
Caminé por el largo pasillo de mi casa. Entré en mi habitación, cerré la puerta tras de mí y me apoyé contra ella.
La ducha era lo único que necesitaba. Me quité la ropa de forma mecánica, dejando que cada prenda cayera al suelo sin importarme el desorden que provocaba. A diferencia del caos en el comedor, este desorden me pertenecía. Aquí, en la intimidad de mi cuarto, podía permitirme la desorganización. Al menos por unos minutos.
El agua caliente golpeó mi piel con fuerza, quemándome, pero no me importaba. Sentía como si pudiera limpiarme no solo la suciedad física, sino el peso que llevaba en los hombros. Me quedé allí, bajo el chorro de agua, mientras mi mente volvía a Lia.
Lia.
Incluso el nombre me provocaba una punzada en el pecho. Había dejado que se fuera... otra vez. La había tenido tan cerca, casi en mis manos, pero sus intereses estaban por encima de todo, por encima de mí, por encima del dolor que ambos compartíamos. Y aun así, no podía dejar de desearla, no podía alejarme de ella, aunque cada encuentro nos desgarrara un poco más. Golpeé con fuerza la pared de la ducha, sintiendo el impacto resonar en mis nudillos. Maldita sea recién empezaban a sanar.
La frustración y el dolor estaban tan arraigados en mí que a veces sentía que me consumirían por completo. Me ahogaba en el deseo de estar con ella, pero también en la realidad de que jamás podría tenerla como quería. No sin perder algo más en el proceso.
Apagué la ducha de golpe y salí del baño, con gotas de agua cayendo aún por mi cuerpo. Me envolví en una toalla y me dirigí al espejo. Mi reflejo me devolvía la mirada. Me veía como la mierda, las marcas del cansancio y el desgaste emocional eran más evidentes hoy.
Me había convertido en algo que no reconocía.
Era el Pakhan, el hombre que todos temían. Y aun así, detrás de esa fachada impenetrable, estaba el hombre que no podía mantener a una mujer lejos de él, aunque fuera la misma que había matado a su hermana.
Tomé una bocanada profunda de aire, tratando de calmarme. No podía permitirme esto. No ahora. Tenía enemigos que aprovecharían cualquier debilidad, y no podía exponerme de esa manera. Sergei ya me lo había advertido, y aunque me costara admitirlo, tenía razón. Los Yakuza no eran los únicos enemigos que esperaban cualquier oportunidad para atacar.
Me vestí con ropa limpia, ajustándome el reloj en la muñeca y pasando una mano por mi cabello mojado. Era hora de volver al papel que me tocaba jugar. Líder de la bratva, el hombre que no muestra emociones, que toma decisiones frías y calculadas.
Abrí la puerta de mi habitación y volví a la realidad de mi casa. El olor a comida ya llenaba el aire. Al menos la cocinera había tomado en serio mi advertencia.
Cuando llegué al comedor, la mujer estaba colocando los últimos platos sobre la mesa, aún con las manos temblorosas y los ojos hinchados por el llanto. Me miró de reojo, temerosa, pero no dijo una palabra. Sus dedos temblaban al colocar la cuchara en su lugar, y el miedo en su mirada era palpable. Me senté sin mirarla y empecé a comer en silencio. La comida estaba caliente, tal como lo había pedido, pero no disfrutaba de su sabor.
Mientras la mujer se retiraba en silencio, el ambiente parecía más respirable. Por fin, pensé. Apreciaba el silencio, la tranquilidad, incluso si mi mente no me permitía disfrutarla completamente. Pero esa calma no duró mucho.
Mi teléfono vibró sobre la mesa, la pantalla iluminada con un nombre que automáticamente me hizo tensar los músculos: Papá.
Tomé el teléfono y lo llevé a mi oído.
—Papá —saludé.
—¿Cómo va todo, hijo? —su voz grave retumbó en la línea.
—Todo marcha bien. ¿Tú cómo estás?
—Estupendo —dijo, aunque el tono lo hacía sonar como si estuviera arrastrando la palabra—. Tu madre es una maldita dictadora en el post-operatorio. Ha vigilado que cumpla con cada paso de este maldito proceso... —gruñó—. La amo demasiado para mandarla a la mierda, aunque... bueno, si lo hiciera... —Al otro lado de la línea, escuché su risa profunda y estruendosa—. Seria ese el camino exacto de regreso a mí.
Fruncí el ceño, confundido por el repentino giro de la conversación.
—No entiendo... ¿quieres decir que tú eres la...?
—Bah, un pequeño chiste interno —respondió con un deje de ternura que rara vez mostraba—. Ahora, déjate de sentimentalismos. ¿Por qué demonios está Akin en Rusia sin Adrik?
Su pregunta me hizo sentarme derecho, alerta.
—Akin ha estado... muy inestable últimamente. Necesitaba un respiro. Pensé que Rusia sería el lugar ideal para que se despejara —respondí, tratando de mantener mi tono neutral.
—¡No, no, no! —Su voz se volvió más severa, cortante—. No entiendes. Esto es algo que debía haberte explicado antes. Los dos se cuidan entre sí, Artem. Siempre. Esa es la razón por la que están juntos. Si Akin está en Rusia reencontrándose consigo mismo haciendo no sé cuántas barbaridades, ¿quién demonios está impidiendo que Adrik bombardee una ciudad entera?
Sentí un escalofrío recorrer mi columna. Recordé lo último que Adrik había dicho antes de partir: "Tengo que ausentarme por dos días".
Mierda.
De repente, me levanté, pero la habitación dio vueltas y tuve que sentarme de nuevo. Maldita sea. El mareo me golpeó como un tren, pero sabía que tenía que actuar rápido.
—Voy a encontrarlo —respondí con determinación.
—¿Adrik te dijo algo antes de irse? —preguntó mi padre, su tono menos severo, pero más preocupado.
—Dijo que iba a matar a alguien —murmuré mientras luchaba por mantener el equilibrio—. Se supone que debería reportarse hoy, pero ya lo conoces... Aún no lo ha hecho. Yo me encargo, no te preocupes.
Terminé la llamada de forma abrupta, apenas cortando antes de que la náusea se apoderara completamente de mí. Escasamente tuve tiempo de llegar al baño antes de que toda la comida regresara con violencia. Me aferré al lavabo, respirando con dificultad, sintiendo cómo el malestar se apoderaba de mi cuerpo.
Odiaba esto. Odiaba sentirme enfermo. Pero más que eso, odiaba sentirme fuera de control, sin poder hacer nada mientras mis hermanos, mi familia, jugaban a desatar el caos.
Me enderecé lentamente, observando mi reflejo en el espejo. Mi rostro lucía pálido y cansado, las sombras bajo mis ojos más pronunciadas de lo habitual.
—Supongo que tendré que dormir después —murmuré para mí mismo, aunque sabía que era una mentira. No habría descanso hasta que encontrara a Adrik y lo sacara del desastre en el que seguramente ya estaba metido.
Me cepillé los dientes y lavé la cara con agua fría, esperando que el frío lograra despejarme, pero el malestar en mi estómago seguía presente, amenazando con volver en cualquier momento. Salí del cuarto con pasos firmes, directo hacia la cocina, donde la cocinera lavaba los platos.
El sonido del agua y los utensilios chocando me irritaba más de lo normal.
La culpa es suya —pensé, aunque no estaba seguro si eso era verdad.
—¿Qué le echaste a la comida que me hizo vomitar? —mi voz sonó áspera, casi agresiva, haciendo que ella se sobresaltara.
Se volteó, mirándome con los ojos abiertos de par en par, como si temiera que la acusara de algo peor.
—Nada... lo normal —balbuceó, con evidente nerviosismo—. Me dieron una lista y la seguí al pie de la letra, señor Romanov.
La miré fijamente, frunciendo el ceño, mientras intentaba encontrar una razón lógica para lo que me había pasado. Tiene que ser su culpa.
—Al parecer no fue así, ¡Estoy enfermo por tu culpa! —solté con más agresividad de la que había planeado.
Pude notar cómo ella tragaba en seco, controlando sus emociones para no faltarme al respeto. Era evidente que no quería perder el control frente a mí.
—A mi parecer, usted llegó así —respondió finalmente, con un tono más firme de lo que esperaba. Eso me tomó por sorpresa—. Se ve enfermo desde antes de que comiera, señor. Es posible que la comida solo haya sido el detonante.
Parpadeé lentamente, evaluando sus palabras. No me gustaba que tuviera razón, pero su lógica era difícil de refutar.
—Fue tu comida —repetí, aunque con menos convicción que antes—. Si vuelve a ocurrir, te vas.
Dicho esto, di media vuelta para irme, decidido a centrarme en la tarea más importante del día: encontrar a Adrik antes de que su locura desatara una tragedia. Sin embargo, me detuve en seco cuando la escuché hablar de nuevo, su voz suave pero firme.
—He seguido al pie de la letra las indicaciones, como le repetí. Quizás debería considerar que está enfermo, señor Romanov. Sería bueno que se checara —dijo con una tranquilidad que me desconcertó.
Por un segundo, me quedé inmóvil, las palabras resonando en mi mente.
¿Enfermo?.
No respondí. Sin más, continué mi camino, dejando atrás a la cocinera y su lógica molesta, mientras mis pensamientos regresaban a lo realmente importante: Adrik.
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En unos minutos subiré el capítulo 33
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