CAPÍTULO 30


POV ARTEM ROMANOV


—¿Cuándo piensas torturar a los ingleses que capturamos? —preguntó Sergei en cuanto cruzó el umbral de mi oficina—. Han pasado varias semanas... ¿piensas perdonarlos?

Terminé de enviar un correo a Adrik, permitiéndome unos segundos de reflexión antes de responder.

Negué lentamente.

—Nos robaron. —Mi voz salió baja—. No pueden tener una muerte rápida.

Me recosté en mi silla de cuero negro y lo observé fijamente, captando cada reacción en su rostro. Estábamos acostumbrados a la violencia, pero lo que planeaba era algo distinto, algo que rozaba lo psicológico.

—No hay nada peor —continué, manteniendo mi mirada en la suya—. Que saber que vas a morir, pero aún no lo hayas hecho. Esa espera... es una tortura en sí misma. Lenta, sofocante, delirante.

Una leve sacudida en su expresión me indicó que lo había entendido.

—No lo había visto de esa manera —murmuró, cruzándose de brazos.

—Hay muchas formas de torturar a una persona, Sergei. Hacerles esperar su final es más efectivo que romperles los huesos desde el principio, además, aun esperó nuevos juguetes que estrenaré con ellos —agregué, dejando que mis palabras se filtraran como veneno en el aire, antes de que el sonido de mi teléfono rompiera el ambiente tenso.

Al ver la pantalla, me sorprendió que fuera mi tía Sofía. No era común que me llamara durante el día, y menos a esta hora. Sabía que yo estaba ocupado, al igual que ella.

—¿Hola? —pregunté al descolgar—. ¿Pasa algo?

—No, sobrino, no tienes de qué preocuparte —respondió con su tono habitual, aunque había una inquietud sutil en su tono—. Pero... necesito un favor de tu parte.

Me enderecé en la silla, dejando a Sergei de lado por un momento. El simple hecho de que ella pidiera algo capturaba mi atención. Mi tía había cuidado de mí como si fuera su propio hijo; jamás podría negarle algo.

—Lo que sea, dime —contesté de inmediato, sin pensarlo dos veces.

—Sé que te mudaste solo hace poco, y aún no has contratado a nadie para que te ayude con la casa o la cocina. —Empezó, su tono cauteloso—. Y bueno...

Sus palabras parecían querer llegar a algún punto, pero no entendía aún hacia dónde me estaba llevando.

—Sí, pero Masha ya consiguió a alguien para la casa. Solo falta la cocina, pero me aseguró que lo resolverá pronto —aclaré rápidamente—. ¿Por qué lo mencionas?

Hubo un breve silencio en la línea, lo que solo hizo aumentar mi confusión.

—Cometí un error —admitió, su voz quebrándose un poco al otro lado de la línea—. Me encariñé con una paciente... ella murió hace una semana, y su hija se ha quedado sola. Necesita trabajo, Artem. Para pagar la universidad, las deudas de su madre, mantener su casa... está a punto de perderlo todo.

Suspiré, frotándome el puente de la nariz. Aún no entendía cómo podía ayudar en esta situación.

—Aun no entiendo cuál es el favor que me pides —dije con calma, aunque mi paciencia comenzaba a agotarse.

—Hablé con Isabella, pero Darko no permitirá que alguien extraño entre a su casa. Lena se fue, y Andrea no necesita ningún empleado... solo tú puedes ayudarla.

Solté una risa seca, sin rastro de humor.

—Sofía, sabes cómo son las cosas. No podemos contratar a cualquiera. —Mi voz se endureció, recordándole las reglas estrictas bajo las que operamos—. No podemos traer a extraños a nuestro entorno, menos alguien sin experiencia.

—Pero tú eres el pakhan —insistió, su tono desesperado ahora—. Tienes el poder de hacer excepciones. Y te juro que no es una espía, ni una amenaza. Es solo una chica que necesita ayuda, o acabará en la calle.

Inhalé profundamente, tratando de controlar la irritación que comenzaba a hervir en mis venas. Sabía que mi tía no lo pediría si no fuera realmente necesario, pero las reglas en nuestra familia eran claras. No contratamos extraños.

—Masha se encarga de las contrataciones, siempre ha sido así. Es eficiente y nunca hemos tenido problemas. No puedo contratar a alguien que ni siquiera sé quién demonios es, ni de dónde viene.

Un suspiro largo y profundo brotó del otro lado de la línea, cargado de una mezcla de frustración y súplica.

—Hazlo por mí —susurró, su tono tan suave que casi no la reconocí—. Yo responderé por ella. Es una buena hija, una de las mejores en su clase, y cocina como los dioses. Amarás sus comidas, te lo prometo.

Inspiré, apretando la mandíbula mientras mis dedos tamborileaban suavemente sobre el escritorio de roble oscuro. Mi paciencia se estaba agotando.

—Tía... ¿ella sabe quién soy? —Quise saber, esperando confirmar lo que ya imaginaba. El silencio que siguió fue suficiente para darme la respuesta—. Al trabajar para mí, su vida estará en constante peligro. Y personas como ella, tan... inocentes, no soportarían el peso de trabajar para la bratva.

—No pasará nada, Artem —insistió—. Sabes que tu padre se encargó de que el barrio que construyó fuera lo suficientemente seguro para todos ustedes. ¡Ni siquiera una ardilla entra sin permiso!

Apoyé los codos en el escritorio y me froté las sienes, sintiendo la tensión acumulada tras horas de trabajo y ahora esta conversación.

—Ese es precisamente el problema —apunté, con un tono más severo, ya cansado de darle vueltas a esto—. No estoy viviendo allí. La casa es demasiado grande para mí, así que estoy quedándome en mi pent-house.

—Mejor para ella —replicó con una rapidez que me molestó. Era como si ya hubiera planeado cada respuesta—. Solo te pido una oportunidad, Artem. Una sola.

Apreté los labios, inhalando profundamente mientras me hundía un poco más en la silla. Sabía que me arrepentiría de esto. El mundo en el que me movía no era para cualquier persona. Y, sin embargo, algo en la manera desesperada de mi tía me hizo flaquear.

—Una. Solo una oportunidad, y a la primera falta, la despido —amenacé—. Habla con Masha para que se reúna con ella y le explique detalladamente lo que como, lo que no, y cómo me gusta absolutamente todo, hasta el último maldito detalle.

—Gracias, Artem. No sabes lo que significa esto para mí —respondió, y aunque no podía verla, sentí su sonrisa a través del teléfono—. Hablaré con Masha, pero recuerda que yo ya sé exactamente lo que tienes que comer.

Colgué antes de que la conversación se alargara más de lo necesario. No necesitaba hablar de mi salud. Exhalé lentamente y volteé a ver a Sergei, quien me había estado observando en silencio durante todo el intercambio, una ligera sonrisa burlona en sus labios mientras negaba lentamente con la cabeza.

—Lo sé, es una pésima idea —reconocí, volviendo a reclinarme en mi silla—. Solo estará un mes, después le buscaré un trabajo en alguno de los hoteles o, si tienes suerte, tal vez hasta en tu casa.

Soltó una risa seca, pero no dijo nada.

—Tu puesto trae el paquete completo —bromeó mientras se levantaba, estirando su imponente figura—. Por ahora todo está tranquilo. ¿Stepan se ha reportado?

—Lia se encuentra sana y a salvo —respondí.

Sergei asintió, y un peso pareció caer de sus hombros.

—Ella lo hace bien, sabe cómo cuidarse —murmuró, pero ambos sabíamos que, por más hábil que fuera, el peligro nunca estaba demasiado lejos.

—Lo hace —admití, aunque la sonrisa que intenté esbozar apenas rozó mis labios. La preocupación siempre estaba presente en mi pecho cuando se trataba de ella. Inhalé hondo y decidí cambiar de tema, dejando de lado mis emociones por lo que venía—. En México las cosas se están poniendo tensas, y creo que es hora de intervenir y aflojar un poco las cuerdas antes de que se nos escapen de las manos.

La emoción brilló instantáneamente en sus ojos, como un depredador oliendo sangre.

—Soy todo oídos —dijo con una sonrisa ladeada—. Ya era necesario salir, hace tiempo que no tenemos acción.

Mi mirada se volvió dura. Me levanté de la silla, caminando alrededor del escritorio con pasos firmes.

—Haremos una operación y mataremos a todos los que estén en el territorio de Hernández. —Podía sentir la emoción filtrándose—. Una vez hecha la limpieza, tendremos que asignar a uno de los cárteles para que nos ayude a administrarlo. Les ofreceremos un quince por ciento, nada más.

Sergei levantó una ceja, sopesando la propuesta con interés.

—¿Te das cuenta de que, con esas ganancias, y controlando la droga y el transporte, nos haremos con más poder? —Su voz tenía un toque de admiración, pero también de ambición pura.

Me detuve frente a él, sosteniéndole la mirada.

—Es lo que deseo —murmuré, con una sonrisa fría que no llegó a mis ojos—. Tener el poder suficiente para elegir quién vive y quién muere.

Esto no solo era una organización criminal, era un legado, un reino construido sobre sangre y miedo, y yo estaba decidido a llevarlo a nuevas alturas.

—La bratva extenderá su autoridad y poder —declaré.


[...]


No dejaba de golpear el saco de boxeo. Mis puños, firmes y determinados, impactaban una y otra vez, incluso cuando el dolor empezaba a adueñarse de mis músculos. Los latidos de mi corazón resonaban en mis oídos, y mis pulmones suplicaban por aire, pero simplemente no podía parar. No quería parar. La frustración, el dolor, la ira... todo se había acumulado por tanto tiempo que, si tan solo este maldito momento me ayudaba a mantenerme en calma, aunque fuera por unos segundos, lo tomaría. Aunque mi cuerpo me pasara factura. Aunque me destruyera.

Golpe tras golpe, sentía cómo los calambres se extendían por mis brazos, pero eso solo me impulsaba a aumentar la fuerza, a golpear más rápido, con más rabia. Gruñí mientras aumentaba la intensidad de los golpes, alternándolos con patadas violentas hasta que el maldito saco cedió. Lo escuché desgarrarse, el relleno desparramarse por el suelo.

Mierda.

Con la respiración agitada, me giré para buscar otro saco. Pero el eco de unos pasos detrás de mí me alertó. Mi cuerpo reaccionó al instante, endureciéndose. Me di la vuelta bruscamente.

—¿Qué demonios haces aquí? —pregunté con brusquedad, la voz más áspera de lo habitual, mientras mis ojos se ajustaban a la figura frente a mí.

Adrik negó levemente con la cabeza.

—Esta es mi segunda hora de entrenamiento —respondió sin emoción—. Pero esta no es tu hora, hermano... ¿Qué haces aquí?

Resoplé, demasiado agotado para discutir.

—No fue suficiente el entrenamiento de esta mañana —contesté con frialdad, mientras me dejaba caer en la banca más cercana. Desenrollé las vendas de mis manos, sintiendo el escozor de los nudillos destrozados, la piel rota y las manchas de sangre que se extendían por el vendaje—. Necesitaba más.

Mis manos temblaban. Era pura adrenalina corriendo por mis venas, combinada con el cansancio extremo que estaba llevando a mi cuerpo al límite.

Él observó mis nudillos, ahora agrietados y ensangrentados, y negó de nuevo, esta vez con un toque de preocupación. Lo conocía demasiado bien como para no notarlo.

—Eso va a ser un problema en el futuro —señaló mis manos con un gesto de la barbilla mientras se sentaba a mi lado—. No puedes seguir golpeando así. Necesitas otra forma de liberar toda esa mierda que llevas dentro. No puedes seguir comprometiendo tus manos... no les das tiempo para sanar.

Recosté la cabeza contra la pared fría, cerrando los ojos por un instante, sintiendo el pulso en mis muñecas, mientras descansaban, inertes, sobre mis piernas. Mi pecho subía y bajaba con lentitud, tratando de controlar mi respiración.

—Me gusta este dolor —confesé finalmente, con la voz rasposa, casi derrotada. No había sentido de autocompasión en mis palabras, solo una aceptación amarga.

—Lo sé —asintió, con una pequeña sonrisa que no alcanzaba a sus ojos—. A mí también me gustaba... pero encontré placer en otras cosas que quizá te interesen.

Lo miré de reojo, lanzándole una mirada de advertencia. Sabía hacia dónde se dirigía esa conversación, y no tenía paciencia para los consejos inútiles.

—Si me dices que meta mi polla en el primer coño que vea, te juro que te golpearé —solté, con un tono seco y cansado.

Se rió, una carcajada breve y sin humor.

—Es un buen método, no te voy a mentir —respondió, todavía riendo, pero luego su rostro se tornó serio—. Pero tus problemas son más profundos que lo que un polvo puede arreglar. —Me observó detenidamente, y por un momento, nuestras miradas se cruzaron en una especie de entendimiento silencioso—. La tortura, la muerte... es un caos y dentro de todo eso hay una especie de... placer. La dopamina corre en nuestras venas cuando tomamos el control. Cuando tenemos el poder de decidir.

Me quedé en silencio, sin apartar la vista de él. Sabía que tenía razón. Era jodido, pero era la verdad. Ese caos, esa oscuridad, era una fuente retorcida de satisfacción. Quizás era la única manera de sobrevivir a todo esto.

A veces, ese dolor físico, esa tortura emocional que provocábamos, era lo único que lograba mantenernos cuerdos, lo único que nos anclaba a una realidad que de otro modo se sentiría inalcanzable.

—Tal vez dejé que esos ingleses vivieran para este momento —murmuré, con la mirada perdida, fija en un punto indeterminado del suelo, mientras mi mente se hundía en recuerdos oscuros—. Seguramente sabía que los necesitaría en algún momento.

—Sí, seguro.

Me quedé en silencio un momento más, debatiendo si debía decir lo que realmente me estaba carcomiendo por dentro. Al final, decidí lanzarme al vacío.

—Quiero saber algo, Adrik, y necesito que seas completamente sincero conmigo —mi voz sonó más firme de lo que esperaba.

Lo miré fijamente.

Asintió, su expresión era seria. Sabía que no iba a esquivar esta conversación.

—Tú y Akin son los herederos. Uno de ustedes tenía que ser el Pakhan... no yo. ¿Estás bien con eso? ¿De verdad están en paz con que yo esté al mando?

Él bajó la cabeza, apoyando los codos sobre sus rodillas. Entrecruzó los dedos, y luego apoyó la barbilla sobre ellos, pensativo.

—Hay algo que tienes que saber —dijo al fin—. Akin y yo descubrimos hace mucho tiempo que no eras hijo de sangre.

La sorpresa me golpeó como una bala. Sentí un frío intenso extenderse por mi pecho, como si me acabara de romper por dentro. No podía decir nada, solo mirarlo, esperando que continuara.

—Biología. Sabes que siempre fuimos curiosos con esa materia —agregó, con un intento de sonrisa que no logró borrar la gravedad de sus palabras.

—Claro que lo sé. Incluso llegaron a matar a un hombre por una maldita tarea del colegio... —solté—. ¿Qué mierda intentaban hacer?

Se encogió de hombros.

—Queríamos saber el color exacto de los pulmones y el tamaño del corazón. Éramos unos niños... crueles, pero niños. —Hizo una pausa, sus ojos fijos en un punto en el suelo—. Años después, en una investigación, descubrimos algo más. Nuestro padre era tipo de sangre A y nuestra madre O. Según la genética, sus hijos solo podrían ser tipo A u O... pero tú eres tipo B. Fue sorpresivo descubrirlo. Pero al analizar la situación supimos que era un secreto, entonces debía mantenerse así.

Sentí que me faltaba el aire.

—¿Por qué nadie me dijo esto antes?

—Porque no importaba —respondió sin vacilar, mirándome directamente—. Ese puesto, el de Pakhan, ya tenía tu nombre antes de que nosotros naciéramos. No importa la sangre. Fuiste criado para ser líder, y lo haces mejor que cualquiera de nosotros lo haría. Akin y yo lo sabíamos desde el principio.

Tragué con dificultad, procesando todo lo que acababa de escuchar. Mi mente era un torbellino de emociones.

—Pero por derecho...

Negó lentamente, cortándome antes de que pudiera continuar.

—No te equivoques, hermano. Tú naciste para esto. Te preparaste, te formaste. Nosotros no podríamos hacer lo que tú haces, no podríamos llevar la carga de ser el líder. Pero estamos bien estando a tu lado, ayudándote y eliminando cualquier amenaza que se cruce en nuestra familia y en la bratva.

Suspiré profundamente, cerrando los ojos durante varios segundos, tratando de calmar la tormenta que se desataba dentro de mí.

—Y si... —Mi voz tembló levemente al pronunciar las palabras—. Y si me retiro en algún momento... ¿Si ya no quiero seguir al mando? ¿Uno de ustedes tendría que...?

Antes de que pudiera terminar la frase, Adrik me interrumpió con una mirada severa y una voz firme.

—Aunque ames a Lia, no puedes renunciar a una parte de ti por ella. Ese no es el tipo de amor del que nos hablaron nuestros padres. Lia te ama por lo que eres, no por lo que podrías ser si dejas todo esto. No puedes traicionarte a ti mismo por amor.

Un silencio pesado cayó sobre nosotros. Sabía que sus palabras eran ciertas, pero eso no lo hacía más fácil.

—No puedo renunciar a esto.

—No, hermano. No puedes. Este es tu lugar. Y nosotros estaremos contigo, pase lo que pase.

—Pero este lugar se interpone con la persona que amo, y jamás le pediría que mintiera sobre su origen —confesé, el dolor que esas palabras traían era evidente en mi tono.

Adrik soltó un suspiro, poniéndose de pie con una calma inquietante. Se tomó su tiempo antes de responder, y cuando lo hizo, su tono fue frío, brutalmente honesto.

—Si pudieron permanecer separados tantos años, entonces podrán con esto —dijo, mientras se ajustaba los guantes de entrenamiento. No había espacio para compasión en su mirada—. No sé qué tan profundo es lo que sienten o qué creen que es amor. Tal vez están equivocados, tal vez es solo una obsesión enfermiza que ambos confunden con algo más. Lia tomó su decisión, y ahora está con otro. Acéptalo y sigue adelante.

Su indiferencia era un golpe bajo, pero no podía culparlo. Él siempre había sido así: pragmático, directo, incapaz de entender cómo las emociones podían desbordarnos, consumiendo cada rincón de nuestra mente.

Me reí.

—Y yo también he tomado una decisión —confesé, con una frialdad que hizo que me mirara con más atención—. Mataré a Kai. Y lo disfrutaré como nunca antes he disfrutado algo en mi vida.

No respondió inmediatamente, pero en sus ojos brillaba la aprobación silenciosa. Asintió lentamente, antes de empezar a caminar hacia los vestuarios.

—Tengo que ausentarme por dos días —informó con tranquilidad, sin detenerse.

Fruncí el ceño, la repentina declaración me dejó intrigado.

—¿Por qué? —pregunté, aunque ya intuía que su respuesta no iba a ser algo común.

Se giró parcialmente, sus labios curvados en una sonrisa torcida, casi siniestra.

—¡Porque yo también he tomado una decisión! —respondió, su voz elevándose con una mezcla de emoción contenida y rabia—. ¡Mataré a un hijo de puta!

Y con esas palabras, desapareció por el pasillo.

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