Orígenes

     Cuando las embravecidas aguas del Mar Embajador escupieron los restos de la embarcación a una playa desconocida, el único superviviente de aquella alocada y bamboleante huida apenas fue capaz de arrastrarse por la arena en un desesperado —y simbólico— intento de dejar atrás el medio que le había arrebatado lo poco que aún le quedaba de su antigua vida. Todo, excepto los recuerdos de un glorioso pasado, y el de su elevado —y ahora abatido— linaje.  Gawain de la Montaña —si sus enemigos pudieran verlo ahora tal vez se burlarían cambiándole el título por "Gawain de la Playa"— esbozó una sonrisa de puro agotamiento antes de caer de bruces sobre la arena.

     Nunca supo a ciencia cierta cuánto tardó en despertar, pero, cuando lo hizo, sintió —o quizá sólo lo imaginó— un extraño vínculo con el frondoso e  ignoto paraje situado frente a él. Grandes árboles y una densa masa de matorral bajo le impedían ver más allá de lo que se antojaba como una extraña e inquietante frontera verde. El hambre, la sed y, tal vez también, una pizca de curiosidad innata, lo impelían con fuerza creciente a acercarse a ese límite, aún inexplorado, y a traspasarlo en busca de agua, alimento o, ¿por qué no?, almas caritativas que lo acogieran, lo protegieran y, en suma, le permitieran —una vez más— esquivar a la muerte.

     Sintiendo que sus exiguas fuerzas menguaban más y más, dejó a un lado cualquier prevención que hubiera podido frenarlo y se adentró en el bosque. Nada más hacerlo fue consciente de dos sensaciones opuestas  —que mucho más adelante admitiría no haber sabido reconocer en aquel momento—; una era la de destierro, que lo había acompañado desde el comienzo de su precipitado viaje. La otra, opuesta a la primera, crecía a marchas forzadas en clara y singular pugna con la anterior. Se trataba de una sensación primaria, tan incontrolable como las devastadoras olas del océano.  Ambas se disputaban el control, ambas se ganaban terreno la una a la otra, y ambas parecían dejarle claro a Gawain que aquella enconada lucha sólo podía concluir en un único desenlace  posible: victoria o derrota.

     De repente, el amortiguado y profundo murmullo del bosque dejó paso a una plétora de sonidos estridentes y cacofónicos, — que el desposeído hijo del dios Yuen fue incapaz de identificar—,  acompañados del sordo retumbar de un número indeterminado de pisadas. Cuando una miríada de seres, criaturas y entes, a cual más extraño, invadió con actitud amenazante el pequeño claro ocupado por Gawain, este comprendió que había llegado al final de su infortunado viaje.

     Casi más como último acto de despedida que como desesperado recurso defensivo, Gawain hincó una rodilla en aquel inhóspito suelo extranjero y oró a su padre. Sus palabras, apenas lastimeramente musitadas en un afligido susurro, se perdieron entre la algarabía descontrolada que ya lo rodeaba. Sin embargo, sin importar cuán bajo fueran pronunciadas, cada una de ellas se las arregló para alcanzar de manera certera  su destino.   

     El sol, cuya luz iluminaba hasta entonces con perseverante convicción, flaqueó de improviso; varias sombras irregulares que iban y venían oscurecieron el claro, y todas las miradas confluyeron en las enormes criaturas aladas, cuyo aliento abrasador cortó la respiración de los presentes. Con habilidad excepcional, los dragones se fueron posando uno a uno alrededor de Gawain y, tras arrojar al cielo una sola llamarada, posaron sus largos cuellos ante el hijo bastardo de Yuen. El significado profundo de tan extraordinario fenómeno no pasó inadvertido para los heterogéneos habitantes de aquel territorio; por primera vez en sus vidas, habían sentido un nexo común.





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