El último latido
Eurídice abrió los ojos y se encontró flotando en el recuerdo de los grandes pastizales de Tracia. La brisa de verano se escurría entre los dedos de sus pies provocando una paz en su estómago, pero que atravesaba en su garganta con gusto a extrañeza.
Frunció sus cejas ante el esfuerzo por recordar desde cuando estaba allí. Extendió sus brazos por una vibración de alegría que no sabía de dónde prevenía, pero inmediatamente sintió una pulsión en su talón y lo sintió todo; La boda en sus pupilas, el juramento de eterno amor en sus oídos, la pasión de Orfeo en sus labios y la separación en sus manos. Ya no flotaba, yacía en su cama. Aún sentía los dedos de Orfeo enredados con los suyos suplicando que no lo abandone.
Sus ojos ardían por la vigilia de su alma, seguían abiertos sin que aquellos que la rodeaban, sumidos en llanto, la vieran. Desde su ventana, veía como su realidad estaba sumergida en una oscura eternidad. Escuchaba el bramar del océano llamando por ella. Sabía quién la aguardaba tras las frías paredes. El frío se calaba, poco a poco, con más intensidad en la tibieza de su cuerpo. Su aliento perdía calor y con él, sus propósitos junto a los vivos, pero su corazón era aún el más fuerte. Latía, contándole que una cosa más debía hacer. La niebla entre sus pies la arrastraba involuntariamente fuera del palacio y los latidos dolían.
Atravesó las puertas y bajó las escaleras cuando escuchó una melodía rota, ahogada. Era Orfeo. Su corazón dio un golpe punzante como advertencia. Ya casi no quedaban más latidos que dar. Las lágrimas brotaban de los ojos de Orfeo, ahogando el verso de su canción que no podía terminar:
Reptando en las hierbas de Tracia,
La serpiente arremetió contra mi alma.
A mi amada me ...
Eurídice pasó junto a su lado. Un golpe más en su pecho sintió y solo atinó a atravesar su fantasmal mano a lo largo de su columna. Orfeo sintió un frío lacerante en su interior y susurró la estrofa completa al desplomarse helado en el sueño de verano y los pastizales de su amada. Solo su ella en sus sueños la escuchó.
La niebla cesó y los ojos blancos de Eurídice observaban a Caronte, el barquero de Hades. Él dirigió su mano hacia su boca. Sin entender, ella liberó de entre sus labios un óbelo. El viaje a su eternidad comenzaba.
A lo largo y ancho de Tracia se escuchaban las melodías de Orfeo. El tañer de su lira coronaba los versos que dibujaban en la mente de los aldeanos, hasta el mismísimo Zeus, como su corazón se entregó a la miseria del duelo por su amada. No comía, ni bebía. Caminaba y caminaba siendo sus estrofas el único alimento de su ser. Su corazón que solo bombeaba dolor ideó un plan por él. Sus pies obedecieron y se enfrentaron a los de Caronte. Sin oposición alguna, atravesaron el espejo oscuro de Estigia. Las melodías lo envolvían a Orfeo y todo a su alrededor bajaba la guardia ante él.
Las barras de hierro vibraron, se desprendieron y Cerbero, el guardián tricefálico, no reveló sus dientes. En las cuevas del tártaro, en los oídos de las hijas de Danao hasta del malvado Sisifo, las estrofas ingresaban como paz, pero salían en suspiros de despedazado amor.
El naufragio de las pupilas de Orfeo se unió con las del rey de Hades. Perséfone, reina velada por las oscuras sombras, sentada junto a él, observó los labios secos de Orfeo. Le recordó el otoño y la separación de su madre. Una estela de melancolía la invadió y respondió a sus pupilas. Orfeo recitó:
Amor, dame la sombra que perdí en las hierbas.
Amor, dile a Plutón que tu blanca virtud envenenada fue.
Amor, aterrado estoy de rendirme sin ti.
Amor, no me dejes volver solo al mundo de arriba sin ti.
Poderoso Plutón, permite que regrese mi único amor.
El rey sintió cómo el pecho de su amada se hundió en congoja, exhalando un susurro de brisa otoñal. La lira de Orfeo calló ante la decisión sepulcral del rey Plutón:
—¡Que así sea! —exclamó—. Regresa hacia Caronte y Eurídice seguirá tus pasos, como tu propia sombra. Pero no retrases ni desconfíes de esta ,pues es tu amada y obedecerá tu camino. Si lo haces, no la verás jamás, y, solo irás siempre en tu camino.
Orfeo y su lira hicieron una reverencia en gratitud y partieron al son de las instrucciones dadas. Perséfone desglosó en silencio lo comandado por su consorte. Recordó las semillas de la granada de su pasado, el color de la tentación y el impulso del momento. También recordó el tarareo susurrante de Caronte cuando contaba los óbelos de su bolsa. Las melodías jamás llegaban a Estigia y solo podría haber llegado una a través del óbelo de Eurídice.
Aguardó en completa calma a que su rey se alejara lo suficiente y Orfeo cumplido las instrucciones necesarias, para dejar su pequeña jugada contra el posible infortunio. Se esfumó y recurrió a Caronte. Él sintió el aroma dulce y giró hacia este. Sus ojos se conectaron con los de Perséfone deteniendo los gruñidos tras su lengua.
—¿El óbolo de Eurídice dónde está? —preguntó ella—, el que te hizo tararear ¿recuerdas?
Caronte, con sus ojos embrujados por la belleza de Perséfone, no respondió, sino que solo obedeció sus palabras. Escarbó en su bolsa y presentó la paga, de la amante robada por la muerte, frente a sus ojos.
—Cuando observes que el joven Orfeo se impacienta —dijo Perséfone—. Deja caer la moneda junto a su pie. Procura que lo tome entre sus manos y una vez que sus pies pisen la tierra, empújalo hacia la luz de Eos, la de los dedos rosas. Será entonces que las melodías del dulce juglar gozarán del néctar del vivo amor, una vez más.
Asintió la orden de su reina y se plantó en su posición. Perséfone no pronunció palabra alguna y se retiró de la escena ya que Orfeo se debía encontrar cerca de sellar su misión.
Aguardó paciente. El bote se ladeó apenas, indicando a Caronte que el amante y su amada estaban detrás de él. Orfeo rasgueaba su lira, por primera vez, sin propósito. Primero, de manera intensa y continua, pero, progresivamente, las notas se iban debilitando.
La respiración de Caronte se aplacaba al compás de la melodía y cuando ya no liberó más, dejó caer el óbolo junto al pie de Orfeo. La última débil nota se irrumpió con el ruido seco y desvió su impaciencia hacia este. Lo tomó entre sus dedos y el mismo frío del momento en que cayó sucumbido ante el sueño de verano, corrió por su espalda.
Sujetó con fuerza su lira y recitó:
Reptando en las hierbas de Tracia,
La serpiente arremetió contra mi alma.
A mi amada me la quitó en desgracia
Sin antes yo amanecer sobre su calma.
Sangrarán mis cuerdas por su amor
hasta que mi corazón no se funda
en los rayos de su inmaculado resplandor.
Sus mejillas cobraron el calor que solo sentía ante Eurídice. Recitaba una y otra vez su canción, pero cada versión con más fuerza que la anterior. Su impaciencia se enterró en el olvido y su inseguridad voló de espanto ante la melodía. Caronte tarareó y remó al compás dejando a Orfeo en el puerto de su misión. Recordó la última advertencia de Perséfone y cuando este puso sus dos pies sobre la tierra, lo empujó con el remo hacia Eos.
Orfeo cayó de rodillas ante las primeras luces de la mañana. Su corazón seguía palpitando la estrofa de su amada. Sus pupilas se tornaron rosas. Se irguió maravillado y giró hacia su más deseado momento. Helios salió para coronar el momento.
Allí estaba, hermosa e inmaculada tal como en la noche de bodas, su amada Eurídice. Los ruiseñores cantaron y todos los ríos balbuceaban en armonía. El amor aplastó la serpiente, la melodía acalló la impaciencia y las semillas rojas previeron la tragedia.
Orfeo se perdió en los brazos de su único amor y sus cuerdas contaron esta historia hasta el fin de los tiempos.
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