ORDEN DE EXHUMACION
¡Ah, si vierais como las tablillas musgosas de aquel efluvio féretro se rompían como astillas de astrágalos viejos!, carcomidas por décadas de tierra inmemorial; sucumbidas bajo aquel invierno oscuro y tormentoso del 1875, que volvía a resollar la estación, después de ciento cuarenta y seis años, aquella mañana nebulosa que tapizaba mis ojos y mis prismáticos empañados. Los primogénitos inviernos fueron cenicientos comparados, de acuerdo con el acta de sepelio, con las actuales borrascas de aquella gris Inglaterra.
Cuando me ordenaron los jueces del Queen's Bench Division del High Court exhumar aquel cuerpo adolescente de Jennifer Kristin O'Neill Westfeldt; una hermosa joven que no alcanzó los cándidos y primorosos dieciséis, me preguntaba si aún anidarían retazos fehacientes de su juventud, que dieran origen y motivación por parte de sus descendientes, ha acuñar la pesarosa idea de un homicidio, negando todo archivo o documento polvoriento y sepia, timbrado por cuatro reconocidos e ilustrados médicos forenses de la época, donde concluían y afirmaban un mero acto de suicidio por exceso de barbitúricos, a razón de alucinaciones infundadas bajo "posibles estados emocionales y/o de demencia."
La Familia O'Neill Westfeldt, se reunió conmigo en el callejón seis, del cementerio Highgate, a las seis con catorce minutos de esa fría mañana. Me acompañaban también, un médico delegado forense -designado por la familia-, un actuario de tribunales bajo la orden de exhumación de la corte, dos sepultureros, y un perito investigativo de la policía británica que diera archivo fotográfico al occiso y a cualquier solicitud anómala que pudiera detectar el médico presente en cuestión. Fue el perito, precisamente, quien, en conjunto a los ancianos sepultureros, estuvieron a cargo de remover la tierra musgosa y los derruidos maderos del féretro para dejar al descubierto lo que la familia guardaba en sospecha por más de cien años. Jennifer O'Neill, se hallaba incorruptible dentro de aquel frío, oscuro y musgoso foso de un poco más de tres metros de profundidad. Tal fue el estupefacto impacto visual, que muchos de nosotros, incluyendo el escéptico y conservador actuario de tribunales, no podíamos dar asentimiento a lo que, ante nuestros ojos y la razón, era un espejismo del tiempo y su imposible.
La adolescente parecía dormida en las agujas del tiempo, rodeada de pequeñas flores Alium púrpura que zurcían los contornos de su figura pétrea, pero que trastocaban el vívido rubor de sus jóvenes mejillas. Jennifer vestía un atuendo blanco María Antonieta color perla, de hermosos encajes que resaltaban su cuello y parte de sus antebrazos. Su cabello era tan largo y dorado como los rayos abiertos que nacen fulgurantes sobre los acantilados de Neist Point, en Escocia. En tanto que su piel, eterna en su belleza y juventud, era tan fina y lustrosa como la porcelana Elizabethan.
-Oh, mi querida tia-tatarabuela...cuánto tiempo has dormido bajo las sombras de las hojas amarillas de Highgate -, musitó entre sollozos Margareth Alison Winston O'Neill, la descendiente más directa, y quien fuera mi contacto para llevar a cabo tan insospechada y asombrosa diligencia.
El médico, el actuario, los sepultureros, el perito, la familia y yo, nos quedamos en silencio por varios minutos mientras sentíamos en nuestro olfato un perfume olor a rosas que emanaba del cuerpo de Jennifer O'Neill.
-Si la familia me lo permite, y los presentes; testigos de este acto de asombro beatífico, quisiera leeros algunos pasajes del diario de mi tatarabuela, quien, bajo testamento, y sin saber de mi existencia futura, supo desde antes -mi nombre-, escribiéndolo en estas páginas, dejándome como herencia el testimonio y la verdad de todo lo acontecido, y de cómo fue su último hálito de vida.
*
18 de diciembre 1874
«Papá ha vuelto a zarpar sobre los mares de invierno a orillas del puerto Mousehole. La tormenta no ha cesado hace más de cinco días. Mamá lleva horas sentada junto a la chimenea, intentando calmar la ansiedad y los miedos vetustos y ominosos que el viento silba en vibratos sobre los grandes ventanales de la casa. De alguna forma busca consuelo en viejas telas que zurce y borda en bastidores, cada vez que él desaparece detrás de la puerta. Mientras que yo, solo la observo y veo dibujos y formas abstractas en la luz de la lumbre que trastoca su rostro anaranjado. Pero hay algo más. Algo que ella y mi padre desconocen cuando la casa se sume en los sepulcros del silencio.
"Lo he visto, y he platicado con Él."
Desde aquel viaje que efectuó mi padre hacia Medio Oriente a mediados de febrero, a Tierras Santas, todo cambió en nuestro hogar, o por lo menos para mí. Dentro de los muchos objetos o regalos que él nos trajo desde los mercados de Jerusalén, hubo uno que acaparó mi absoluta y atónita atención. Se trataba de un Cristo crucificado, pero no uno cualquiera. Era una escultura tallada en fina madera de olivo, de un poco más de un metro y medio de estatura. Lo sorprendente era su rostro; parecía tan vívido, expresivo, tan real que en ocasiones me incomodaba el solo hecho de mirarle. Me sentía observada, y al mismo tiempo sentía que Él, era el observado. Sus llagas, o estigmas, eran francamente pulsantes a mis ojos. A veces sentía su dolor, y otras muchas, un extraño aroma a flores emanar de sus heridas. Nadie, excepto yo, notaba estas cosas, incluso aun después de algunas semanas de que papá lo acomodara en una de las esquinas del gran salón de la casa. Fue en ese lugar. En ese oscuro y preciso rincón, cuando comenzó todo. Cuando comenzó a hablarme.
Al principio fue como un leve susurro que oyes a los lejos golpear con suavidad, durante la noche, los boscosos senderos de Cornualles, pero luego ya podías oírle como el canto de las aves cuando anidan por entre la cornisa exterior de los ventanales.
-¿Puedes oírme, Jennifer? -, me dijo Él una mañana mientras merendaba a solas, pues mamá se hallaba en el jardín podando algunos arbustos, y mi padre, en el centro de Cornualles por temas de negocio.
-¿Podrías darme un poco de agua? -, volvió a preguntar mientras mis ojos veían como su brazo derecho se desprendía de la cruz a la espera de lo solicitado.
Nadie me creyó. Les conté todo y solo buscaron al mejor médico del condado para tratar lo que ellos consideraban como alucinaciones o demencia infantil. Durante meses estuve consumiendo barbitúricos, hasta cuando enfermé. Sólo Él, bajaba de la cruz para acompañarme en mi descanso y desconsuelo. Me abrazaba durante la noche cuando mis lagrimas me desbordaban. Ahora sé hacia donde tengo que ir.»
Tras escuchar el relato de Margareth, el actuario, como todos, entre lágrimas, corrigió la palabra "Suicidio" por "Muerte en Santidad". Aquella joven, era sin duda un milagro que no tardó mucho en llegar a voces y pasillos del Vaticano, en Roma. Hoy, su cuerpo y su nombre descansan en paz al interior de un mausoleo familiar, custodiado por el Cristo que tanto amaba Jennifer y que Margareth rescató de las ruinas de su vieja casa.
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